Alejandra de Argos por Elena Cue

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Como en Florencia en la segunda mitad del siglo XV, el ambiente artístico de finales del siglo XIX bullía por las calles de París. En el Salón de 1875, Gustave Caillebote presentaba una escena de la vida moderna trasladada a un cuadro rompedor: Los acuchilladores de parqué, una inmensa tela que se imponía como icono de los movimientos realista e impresionista. Las planchadoras de Degas llegaban un año más tarde. Del reciente descubrimiento de la fotografía se extraían singulares logros y versiones de la perspectiva. Entre tanto, lejos, pero solo aparentemente lejos de ese aire francés tan contagioso y volcánico, del otro lado del océano, John Singer Sargent (Florencia, 1856 - Londres, 1925) pintaba, lienzo a lienzo, a la sociedad victoriana estadounidense de su tiempo, tan bien descrita en la novela La edad de la Inocencia con la que Edith Wharton ganó el primer Premio Pulitzer de ficción concedido a una mujer. Sargent, el retratista de mayor éxito de su generación, captaba con sus pinceladas largas y líquidas la grandeza y la hipocresía de una época dorada liderada por esa élite tan particular que brilló en el Nueva York de 1870. Mientras, su íntimo amigo durante más de cuarenta años, el novelista Henry James hilvanaba la trama de "El retrato de una dama" con frases que, como los brochazos de Sargent, registraban cada mirada, cada banda de terciopelo, guante o desliz de la escena social transatlántica.

La Tate Britain, que atesora la obra del artista desde poco después de su fundación en 1897, organiza en colaboración con el Museum of Fine Arts de Boston: Fashioned by Sargent (Diseñado por Sargent), una exposición con más de 50 retratos que suponen la vuelta a casa de un artista que, a pesar de haber nacido en Florencia y comenzar su carrera en París, consideraba Boston y Londres su hogar.

El título de la exposición nos conduce por el camino central de sus retratos: la manera en que el pintor, convertido en una suerte de escenógrafo creaba para su cuadro todo un decorado. Así incluía un fondo u otro, añadía una cortina o una pilastra en una esquina, buscaba un escabel en el que reposar unos zapatos de seda o exigía una postura determinada: un cuello despejado, un codo en jarras o coronándose como Lady Macbeth. Pero Sargent, además, elegía y modelaba la ropa que iba a pintar: retorcía en cascada el volante rosa de un traje negro, drapeaba una falda o elegía la luz que debía hacer brillar las medallas del uniforme de un coronel.

Admiramos, en la muestra, el Retrato de Lady Agnew of Lochnaw (1892). Sargent sentó a su atractiva modelo en una butaca tapizada en seda de colores colocada delante de una pared entelada en azul. Gertrude Vernon, su nombre de soltera, nos mira desde ahí con sus ojos oscuros, envuelta en su traje de seda blanco cruzado por una banda lila como si fuera una perla protegida por el mundo anacarado de su ostra.

 

Lady Agnew of Lochnaw

John Singer Sargent, Retrato de Lady Agnew of Lochnaw (1892), National Gallery de Escocia.

 

En la exposición hay soberbios retratos masculinos como el de Sir Frank Swettenham (1904), cuajado de símbolos que atestiguan su papel como administrador colonial británico: el globo terráqueo encaramado sobre una peana que muestra la península de Malasia y Singapur, la parte del mundo en la que el protagonista del lienzo había hecho su carrera y merecido su fama. En el pecho de su uniforme resplandece la condecoración de Caballero Comendador de la Orden de San Miguel y San Jorge y su brazo derecho descansa sobre una suntuosa tela en brocado malayo rojo y oro perteneciente al modelo, aspectos todos ellos que le señalan como el hombre del  momento. Sin embargo, la composición está orquestada de manera que sitúa al cuadro la línea del largo linaje de los retratos de la tradición pictórica. Coincide en postura y seguridad de la actitud con los hermanos Estuardo en el retrato, de 1638, de Antony van Dyck, además, los pliegues ondulantes del rico tejido funcionan visual y simbólicamente como los trajes de coronación de los reyes franceses forrados de armiño y adornados con la flor de lis.

A los críticos, incluido Henry James, siempre les ha asombrado la capacidad de Sargent para basarse en la tradición pictórica. El ingenio del pintor consistía en su capacidad para acomodar la última moda en indumentaria y trasladarla a un retrato de corte tradicional. El uniforme blanco de Sweetenham es riguroso, incluyendo los detalles más insignificantes de las últimas regulaciones de la Oficina Colonial y, sin embargo, toda su fuerza reside la luminosidad que permite a Sargent crear una riqueza de pincelada genuinamente tizianesca.

 

Sir Frank Swettenham

John Singer Sargent, Retrato de Sir Frank Swettenham (1904), Museo Nacional de Singapur.

 

El artista estaba familiarizado con el arte del pasado como resultado de una combinación particular de circunstancias. Por un lado, la intensa conciencia histórico-artística del momento: la época de los grandes museos, en la que el conocimiento científico y la crítica de estilos crearon el canon del Arte occidental tal y como lo conocemos hoy. Por otro, estaba su educación peripatética al formar parte de una familia en constante movimiento. Sargent era hijo de padres americanos expatriados y fue educado en Europa, donde visitaron sus centros artísticos más singulares. Las cartas entre Sargent y sus amigos de la infancia muestran como, ya en su adolescencia, era aficionado a los museos y un concienzudo conocedor de la Historia del Arte. Pero el gran faro de Sargent fue Velázquez. En el estudio parisino de su maestro Carolus-Duran, el oráculo que escuchaban las generaciones más jóvenes era: "Velázquez, Velázquez, Velázquez, estudien a Velázquez sin descanso.” En 1879, Sargent viajó a España, donde le imaginamos como estudiante, cogiendo su caballete y su autorización como copista y sentándose delante de un cuadro de Velázquez dispuesto a sacar todo de él. Tras este viaje, el estudio de Las Meninas quedaría reflejado en retrato de Las hijas de Edward Darley Boit (1882).

Las hijas de Edward Darley Boit

John Singer Sargent, Las hijas de Edward Darley Boit (1882), Museum of Fine Arts de Boston, Estados Unidos.

 

Pero, además de Velázquez, Sargent aconsejó a otros artistas que no perdieran de vista al genial retratista del siglo XVII y decía: "Empieza con Frans Hals, copia y estudia a Frans Hals, después vete a Madrid y copia a Velázquez, deja a Velázquez hasta que hayas sacado todo lo que puedas de Frans Hals". El impacto de Hals en la obra de Sargent quizás sea menos obvio que el de Velázquez o el de Van Dyck, pero es sin duda profundo. En 1880, Sargent también viajaría hasta Holanda donde interiorizó el contraste tan característico de Hals, entre la ropa oscura y el lino blanco como la nieve de las gorgueras y los puños de encaje. El año siguiente pintó El Doctor Pozzi en su casa, cuyo batín rojo ha sido comparado con las casullas de los retratos de cardenales y papas, pero esto no ensombrece la lección más importante que Sargent recibió de Hals: la audacia de su pincelada.

 

Dr Pozzi en casa

John Singer Sargent, El Doctor Pozzi en casa, (1881), Hammer Museum de Los Ángeles.

 

Entre los clientes de Sargent había ricos aristócratas, industriales, arribistas y políticos, pero también artistas, escritores e intérpretes. Algunos de sus modelos, como Madame Gautreau o Lord Ribblesdale, no le encargaron sus retratos, sino que, más bien, fue Sargent quien les buscó a ellos. Virginie Amélie Avegno Gautreau, nacida en Louisiana y esposa de un banquero francés, era el rostro más famoso del Paris de la belle époque, destacaba por su belleza que realzaba con llamativos trajes de alta costura y un elaborado maquillaje. En 1882, el artista cautivado por su manera de interpretarse la convenció para que posara para él, quería retratarla a tamaño natural para un cuadro destinado al escenario más prestigioso, el Salón de 1884. Conocido desde 1916 como Madame X, el retrato fue el resultado de una ambiciosa colaboración entre el pintor y su cada vez más conocida modelo: dos americanos en busca de reconocimiento en la capital francesa. El traje negro de escote pronunciado y hombros desnudos permitía la amplia exposición de la piel artificialmente pálida de Madame Gautreau. La contorsionada postura contra un fondo monocromático, subrayaba sus "bellas líneas" y recordaba a los lienzos manieristas. Sin embargo, el cuadro se convirtió en blanco de todas las críticas. En contraste con La Parisienne de Manet, que representaba a una mujer moderna andando, la versión de Sargent sobrepasaba los límites del decoro por haber pintado el tirante del traje deslizándose por su hombro, un detalle que demostró ser un grave error de cálculo. Tras el cierre de la exposición, Sargent volvió a pintar el tirante caído en posición vertical. Pero el paso en falso ya había quedado documentado.

 

 Madame X

John Singer Sargent, Retrato de Madame X, (1883–1885), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, Estados Unidos.

 

Tras el escándalo, Henry James, que ya se había establecido en Londres, convenció a su amigo para que viajara a Inglaterra. En 1885, en Broadway-Cotswolds, escribiría Las bostonianas mientras Sargent pintaba Clavel, Lirio, Azucena, Rosa, uno de los hitos de esta exposición. Para Sargent, que atravesaba una crisis profunda, fue una obra importante pero también lo fue para la historia de la pintura inglesa, pues marcó la entrada del impresionismo en Gran Bretaña. La inspiración surgió a lo largo una expedición en barco por el Támesis que el pintor realizó en Pangbourne, durante la cual vio farolillos chinos colgados entre árboles y lirios. Trabajó en el cuadro, una de las pocas composiciones que hizo al aire libre, hasta octubre de 1886. Cuando llegó el otoño y las flores murieron, las sustituyó por flores artificiales. Todas las tardes, con antelación, el pintor sacaba el caballete y hacía posar a las niñas en espera de los instantes en los que poder pintar la luz violácea del crepúsculo. Entonces llegaba su momento, Sargent parecía un esgrimista delante del lienzo: avanzaba, daba un paso hacia atrás y luego volvía hacia adelante para dar una pincelada precisa, o dos, mientras fumaba incesantemente y balbucía exabruptos. Era su poema visual.

 

Clavel lirio azucena rosa

John Singer Sargent, Clavel, Lirio, Azucena, Rosa, (1885), Tate Gallery, Londres.

 

Sargent and fashion

Tate Britain, Millbank, London SW1P 4RG

Comisario: James Finch

Hasta el 7 de julio de 2024

 

- Sargent, su hilo invisible -                                - Alejandra de Argos -

A la historia de la filosofía le rebosan los tratados sobre el conocimiento y sus presupuestos, sus condicionantes y los prejuicios que lo dificultan o lo favorecen. En general, todos ellos sitúan la ignorancia en los márgenes inferiores: o bien se presenta sencillamente como la antagonista indeseable del saber, o bien como el enemigo a batir por una sociedad que valora la cultura como bien superior.

 

ignorancia

 

En su clasificación sobre los grados del conocimiento, Platón aproximó la opinión a la ignorancia, y con ello propuso a aquella como el nivel más bajo del saber. Desde entonces la filosofía distinguió muy claramente entre el sabio, una rara avis que solía coincidir con el filósofo, y los necios, esto es, la inmensa mayoría de los mortales. Quizá el grado supremo de desprecio hacia la ignorancia se haya dado en el siglo XVIII, cuando la filosofía ilustrada asimiló esta circunstancia con las tinieblas sobre las que debía arrojarse la luz de la razón. Todavía hoy la ignorancia germina en los discursos como una mala hierba, forastera y salvaje, resuelta a entorpecer el progreso hacia un mundo mejor.

Con estos presupuestos, no es de extrañar que una historia de la ignorancia sea tan insólita como necesaria. De su carácter perentorio quiere convencernos el historiador británico Peter Burke en su Ignorancia. Una historia global, publicada en 2023 y que ahora nos ofrece Alianza Editorial traducida de manera muy eficaz por Cristina Macía Orio. Burke no es un extraño para el público en español, pues muchas de sus obras han sido traducidas ya a nuestro idioma: la mayoría de ellas dedicadas a la historia de las costumbres, de la vida cotidiana o de la cultura en la Modernidad. Recordemos aquí su Historia social del conocimiento: de Gutenberg a Diderot, a la que posteriormente añadió un segundo volumen con el subtítulo De la Enciclopedia a la Wikipedia. En ¿Qué es la historia cultural? nos orienta acerca de este movimiento historiográfico, de menguante atractivo en la actualidad, aunque extraordinariamente cautivador en los años setenta y ochenta. Sus trabajos sobre Luis XIV (La fabricación de Luis XIV) o sobre las transacciones entre las distintas culturas (Hibridismo cultural) son sin duda trabajos de gran calidad historiográfica y de considerable valor estilístico.

 

ignorancia portada

 

Ignorancia se divide en dos partes. La primera introduce al lector en la historia social del concepto desde distintas perspectivas: histórica, filosófica, científica, religiosa y geográfica. Con ello, Burke trata de persuadirnos de que, en último término, la ignorancia camina de la mano del conocimiento. Ahora bien, a diferencia de los abordajes al uso a los que me acabo de referir, la ignorancia no es para el historiador británico un antagonista indeseable, sino el complemento necesario del saber.

Para Burke, toda conquista epistémica trae consigo un correlativo aumento de preguntas, dudas e incertezas. Dicho en palabras de C. S. Lewis, al que se da voz en esta primera parte: «Tal vez todo nuestro aprendizaje se abre espacio creando una nueva ignorancia […] La capacidad de atención del hombre parece limitada: un clavo saca a otro clavo». Pero, además, el autor muestra que todo saber nuevo trae consigo cierto olvido, pues no es infrecuente que con él se soslayen las respuestas a las preguntas, dudas o incertezas que habían planteado los problemas anteriores, ahora desplazados.

En la segunda parte se exponen las consecuencias sociales y culturales de los distintos grados de ignorancia. Y aquí reside la parte más compacta y original del planteamiento de la obra, pues no todas estas consecuencias son negativas. Pensemos, por ejemplo, en el incentivo que para la investigación supone el mero hecho de no saber algo, o de saberlo solo de manera parcial; o la capacidad mostrada por el reconocimiento de la propia ignorancia para gestar movimientos filosóficos como el escepticismo, o religiosos como el agnosticismo. Ignorancia realiza un fenomenal recorrido intelectual e histórico de las distintas manifestaciones del concepto, desde la época grecorromana hasta el siglo XXI, sin eludir cuestiones de actualidad como los movimientos antivacunas favorecidos por la pandemia de la COVID -19 o los efectos sociales de las fake news.

El lector se preguntará si las sociedades actuales, tantas veces definidas «del conocimiento», han logrado disminuir nuestra ignorancia en términos globales. Burke nos ofrece una respuesta al final del ensayo que me permito reproducir aquí: «Dada la brevedad de la vida humana, la necesidad de dormir y las nuevas formas de arte o deporte que compiten por nuestra atención, es obvio que cada generación en cada cultura no puede saber más que sus predecesoras. Sencillamente conoce los poemas de Du Fu en lugar de los de Tennyson, por ejemplo, o la historia de África en lugar de la de los Tudor». Es decir, para el historiador británico no somos más sabios que nuestros abuelos; sencillamente tenemos intereses distintos, lo que significa que ellos no sabían muchas cosas que nosotros sí sabemos, pero nosotros desconocemos o hemos olvidado otras tantas que ellos tenían por obvias.

 

Minerva

Bartolomeus Spranger, Minerva vence a la ignorancia

 

La respuesta de Burke puede resultar poco alentadora si la juzgamos con los ojos del ilustrado que cree en el progreso infinito del conocimiento de la humanidad en términos globales. Sin embargo, los avatares del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI ofrecen poco margen para alimentar este presupuesto. Por mi parte, diré que la conclusión de Ignorancia resulta estimulante a la vez que realista. Estimulante, pues permite situar al ser humano como el eslabón de una cadena que no comienza con su nacimiento, sino que se enlaza con sus semejantes a través de un entramado de tradiciones, relatos y recuerdos esparcidos por los muertos y anotados con solícita atención por los vivos. Aceptar el valor de la sabiduría de nuestros antepasados permite observar la historia como verdadera magistra vitae de la que extraer ejemplos que nos ayuden a escudriñar soluciones a los problemas presentes. La historia no es un depósito de respuestas, sino de ejemplos de cómo se afrontaron en el pasado preguntas similares a las nuestras. Considero realista esta visión del ser humano, pues huye del individuo ensimismado y arrogante y nos lo presenta como un ser indigente y necesariamente solidario del grupo, con el que comparte parvas certezas y una profunda, casi infinita, ignorancia.

 

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Peter Burke

 

 

- Ignorancia. Una historia global -                                - Alejandra de Argos -

Acaba de inaugurarse en Florencia “Anselm Kiefer. Ángeles caídos”, una importante exposición del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Su monumental obra se confronta con el espíritu del Renacimiento del Palazzo Strozzi. Este Palacio de piedraforte florentina, inspirado en la arquitectura grecorromana albergará, hasta el día 21 de julio, una muestra comisionada por el historiador y crítico de arte Arturo Galansino compuesta de pinturas, esculturas, instalaciones y fotografías.

Anselm Kiefer 3 Elena Cué

Anselm Kiefer. Ángeles caídos en Palazzo Strozzi

 

Acaba de inaugurarse en Florencia “Anselm Kiefer. Ángeles caídos”, una importante exposición del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Su monumental obra se confronta con el espíritu del Renacimiento del Palazzo Strozzi. Este Palacio de piedraforte florentina, inspirado en la arquitectura grecorromana albergará, hasta el día 21 de julio, una muestra comisionada por el historiador y crítico de arte Arturo Galansino compuesta de pinturas, esculturas, instalaciones y fotografías.

El acervo intelectual de este artista visual es tan inabarcable como su obra. La lectura es su fuente principal de inspiración y sus intereses recorren la mitología, la religión católica en la que se educó, pero también los textos místicos judíos, que despertaron un gran interés en el autor cuando sintió la necesidad de saber sobre el pasado de su Alemania natal, en una época en que la memoria quería ser enterrada. La filosofía, la historia, la alquimia, la ciencia, la literatura y la poesía inspiran su obra y su pensamiento. Todo ello se encuentra reflejado en esta exposición con infinitos significados. Para Kiefer el arte interviene cuando el debate esta abierto a diferentes opiniones y conceptos.

 

Anselm Kiefer 2

 

En las lecciones que Anselm Kiefer impartió en París en el año 2011 invitado por el prestigioso Collège de France, en su lectura inaugural empieza explicando la dificultad de querer definir qué es el arte. Kiefer dice en ella que no hay una definición de arte. Si intentamos delimitar sus fronteras con la palabra corremos el riesgo de empobrecerlo, de pacificarlo, de hacerlo inofensivo. Y el arte debe actuar según sus propios criterios, debe ser subversivo, ser una molestia. También tiene que preguntar por las grandes cuestiones de la existencia, no es mero entretenimiento, es algo incómodo: "Al fin y al cabo -dice-, el artista produce sentido en un océano de absurdo. Lo hace transformando las cosas más feas y triviales en esplendor..."

Con esta idea nos adentramos en “Angeles caídos”, una obra monumental de 750x840 cms, creada específicamente para este espacio, que nos recibe en el patio porticado al que asistimos tras pasar la arcada de entrada del Palacio Strozzi. Alude al pasaje de la Biblia en el que los ángeles son expulsados del Paraíso por rebelarse contra Dios, pero la parte inferior del cuadro representa la humanidad. Nuestra condición humana es lo que esconde esta simbología y centra el interés de Kiefer en la teodicea y el problema del mal: cómo un Dios omnipotente y bondadoso puede permitir el mal del mundo.

 

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Para Kiefer el arte no progresa como lo hace la ciencia, de forma que una obra de nuestro tiempo no tiene porqué ser más avanzada que una del Renacimiento. El pasado, presente y fututo se fusionan en esta exposición donde el tiempo nunca ha sido entendido por él de una manera lineal sino cíclica como un eterno retorno al pasado y a la memoria. Este concepto procede de la manera oriental de entender el tiempo, el mundo y con él, cada instante, cada acontecimiento se repetirá donde se extinga para volver a crearse. Para Kiefer la memoria crea lo nuevo. Y la memoria está en la ingente cantidad de diarios, escritos y reflexiones de este artista.

 

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Ver una exposición de Kiefer es mucho más que una experiencia estética. Sus obras simbolizan su pensamiento, un pensamiento reflexivo que tiene sus fuentes en los libros. El conocimiento y la poesía son el motor que enciende sus obras. Para Kiefer "arte y poesía son la única realidad en nuestras vidas, el resto es pura ilusión. Es el anclaje en el infinito vacío". Para que su proceso creativo y destructivo, (ambos unidos) se ponga en funcionamiento tiene que haber algo que violente su pensamiento. Su obra está en un perpetuo estado de evolución, nunca está concluido. Kiefer explica que vuelve a sus obras, las saca de la oscuridad y les otorga una nueva luz, nuevos estados. La vibración por sus obras sólo termina cuando las obras dejan el estudio, cuando ya no puede volver a ellas. Su obra es ampliamente reconocida pero su pensamiento y sus escritos son brillantes y sólo pueden producir admiración y respeto a todos aquellos interesados en saber qué es el arte y qué es un artista.

 

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- El eterno retorno de Anselm Kiefer -                                - Alejandra de Argos -

La trepidante batalla de pujas cortocircuitaba el aire en la modesta sala de subastas en aquella ciudad de provincias francesa. En menos de diez minutos, al caer el martillo, el pequeño cuadro de Cimabue había alcanzado más de 24 millones de euros, multiplicando así por cuatro su estimación inicial y batiendo un nuevo récord para una obra anterior al 1500. El nombre de Cimabue (1240-1302) había saltado a los titulares de la prensa francesa el 23 de septiembre de 2019 cuando, en el inventario de la casa de una señora nonagenaria cerca de Compiègne, en el departamento francés de Oise, destacó una tabla aparentemente sin valor en el pasillo a una cocina donde siempre había estado colgada. Los propietarios la consideraban "un simple icono", de esos refulgentes que se venden en los puestos de recuerdos a la salida de alguna iglesia copta. Los expertos de Éric Turquin se dieron cuenta de que se trataba de La burla de Cristo de Cimabue, el maestro florentino de Giotto, del que se solo se conocen una decena de obras y que está considerado uno de los más grandes artistas de la época prerenacentista. Cinco años más tarde, el pasado 2 de noviembre, la entonces ministra de Cultura Rima Abdul Malak y la presidenta-directora del Louvre Laurence des Cars, anunciaron la adquisición para el museo parisino de esta obra extremadamente rara, un hito para la comprensión del desarrollo de la pintura occidental. Una exultante Laurence des Cars explicaba: "La burla de Cristo es crucial en la Historia del Arte, porque marca la fascinante transición del icono a la pintura. Próximamente se expondrá junto a la Maestà, otra obra maestra de Cimabue que forma parte de las colecciones del Louvre y que actualmente está en proceso de restauración. Las dos obras serán objeto de una gran exposición en la primavera de 2025.”

 

 Cimabue burla de Cristo

Cimabue, La burla de Cristo, Museo del Louvre, hacia 1280.

 

La burla de Cristo, fechada en torno a 1280, está pintada en aguada al huevo sobre fondo dorado. Cimabue representó en ella a Cristo en uno de los episodios del inicio de su Pasión narrada por San Marcos. El artista nunca pintó temas profanos. En aquella época, el Arte se había convertido en un arte de la Iglesia y era utilizado para educar a los fieles. Las imágenes adquirieron un valor equivalente al de la palabra.

Esta tabla formaba parte de un díptico devocional que constaba de ocho pinturas de las que sólo se conocen tres. Las otras dos son una Virgen con el Niño en el trono (National Gallery, Londres) y una Flagelación (The Frick Collection, Nueva York). Los ocho paneles fueron desmontados y recortados, probablemente en el siglo XIX, para su venta por separado a un mejor precio. También se redujo su espesor lo que permite seguir por el reverso los túneles creados por las carcomas y gracias a ellos la conexión entre los distintos paneles. El soporte de 25,8 x 20,3 centímetros es de tabla de álamo, la variedad utilizada con mayor frecuencia en Florencia donde esa madera común se conocía, hasta bien entrado el siglo XVI, simplemente como «árbol». Esta variedad de álamo coincide con la de la tabla de Londres.

 

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Representación esquemática del díptico de devoción de Cimabue.

¿Fue Cimabue el último gran maestro del Arte Bizantino o, más bien, el padre fundador del Renacimiento? La respuesta es ambos, pues Cimabue parte de la deuda con la pintura bizantina, de miniaturas e iconos, mosaicos y frescos, que conquistó la Italia del Duecento para dar un salto decisivo hasta las obras más figurativas y evolucionadas de la pintura renacentista. Según el libro de Vasari Las Vidas de pintores, escultores y arquitectos, publicado unos 250 años después de que Cimabue pintara La burla de Cristo, la sorpresa del pueblo de Florencia ante este nuevo “lenguaje” artístico fue colosal porque evidenciaba la apertura de una gran ventana hacia algo nuevo que ahora insuflaba vida al Arte y hacía que las obras narraran historias. La que aquí acontece describe el momento en el que Cristo, entre los edificios de una ciudad, es escarnecido por una multitud que se agolpa a su alrededor para increparlo mientras Él, en el centro, permanece sereno. La perspectiva de los dos edificios que enmarcan la escena es aún rudimentaria, con unos tejados que deberían volcar hacia otro lado. Delante de ellos, acción y movimiento se modelan a través de la masa de hombres que se agolpa alrededor de Cristo alzando sus brazos hacia Él. Entre las dos montañas de cabezas cuyos rostros ya se diferencian unos de otros, solo hay media docena a los que les pinta unas piernas. En el extremo derecho de la tabla, se distingue la preciosa silueta de un hombre con rasgos exóticos que sujeta elegantemente una espada enfundada en una vaina negra con filigrana blanca. Viste capa azul y calzas en un rojo bermellón vibrante, una tonalidad que se repite en otros elementos de la escena marcando un ritmo de diagonales y rectas.

El verdadero nombre de este pintor y mosaiquista, del que solo se conoce una escasa decena de obras, era Cenni (Benciviene) di Pepe y había nacido en una familia noble de Florencia en 1240. Como ocurría en aquella época trabajó en un taller como artesano anónimo, sin embargo, su nombre prefigura ya el nuevo estatus del artista independiente que se asocia al Renacimiento. Introdujo el realismo óptico en pintura, aunque será Giotto (1267-1337), su discípulo, quien llegará por este camino hasta el firmamento de los revolucionadores del Arte. Vasari dejó escrito que fue él quien encendió "la primera luz al arte de la pintura", aunque añadiría que Giotto “eclipsó la fama de Cimabue al igual que una gran luz eclipsa a una mucho más pequeña". En el Purgatorio, Dante (1265-1321), contemporáneo de ambos, lamentó la pérdida del interés del público por Cimabue eclipsado por el vendaval imparable de Giotto:¡Oh, vanagloria de la grandeza humana!/ ¡Cuán poco dura tu verdor sobre la cumbre,/ Se creyó Cimabue reinar en el campo de la pintura/ Y ahora es Giotto el que tiene la fama.” John Ruskin en su libro Giotto y sus obras de Padua, relatará el encuentro entre los dos maestros: Giotto había pasado los primeros diez años de su vida como pastor en las montañas. Un día, Cimabue, que viajaba hacia Bolonia, encontró al joven con su rebaño cerca de su pueblo natal mientras dibujaba a una de sus ovejas sobre una piedra. Admirado por su destreza, preguntó al muchacho por su nombre: “Me llamo Giotto. A mi padre lo llaman Bondone y vive en aquella casa”, hasta donde le acompañó. Allí Cimabue le pidió a su padre que le confiara la educación de su hijo a lo que accedió. Maestro y discípulo continuaron juntos el camino. Podemos imaginar la mirada del niño Giotto cuando se encontraron en la tierra de Fiesole y pudo ver por primera el reflejo del Arno y las torres de la ciudad del lirio.

 

 Domenico di Michelino Dante Illuminating Florence with his Poem detalle

Domenico di Michelino, Dante entre la montaña del Purgatorio y la ciudad de Florencia, detalle, (1465) Museo dell’Opera del Duomo, Florencia.

En el siglo XIII resultaba muy difícil encontrar modelos antiguos en pintura, no había ningún equivalente de Vitrubio o del Laocoonte, a excepción de la Domus Áurea de Nerón. La pintura clásica no se conoció hasta el descubrimiento en 1748 de Pompeya. Cimabue estudió el escaso arte griego conocido y de él aprendió a pintar el drapeado de sus telas. Entre 1268 y 1271 ultimó el Crucifijo de la iglesia de San Domenico de Arezzo, pieza maestra del Duecento florentino que nutrirá gran parte de la tradición occidental que llegará hasta las crucifixiones de Bacon. Tras una estancia en Roma -mencionada en un documento de 1272-, el maestro se encuentra en Asís donde trabaja en los frescos de la Iglesia inferior (la Maestà) y en los de la Iglesia superior con escenas de la vida de Cristo y la Crucifixión.


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Cimabue, Flagelación de Cristo, hacia 1280, The Frick Collection, Nueva York.

 

El escaso corpus de obras de Cimabue hubo de enfrentarse a lo que parece una maldición bíblica: la utilización del blanco de plomo o albayalde en lugar del blanco de cal en la definición de las carnaciones y otras zonas claras de los frescos para la Basílica Superior de San Francisco de Asís produjo un resultado pasmoso. Los franciscanos que le encargaron las obras estaban motivados por la mística de la luz y Cimabue utilizó este blanco para conseguir un efecto de luz cambiante a medida que avanzaba el día. La teología de la luz en el espacio había sido el elemento fundador de la arquitectura gótica de Suger al diseñar las primeras vidrieras de la Historia para la abadía de Saint Denis. El color dominante de la paleta de Cimabue, basado en el blanco de plomo, brillaría al ser más luminoso. Sin embargo, con el tiempo y el efecto de la oxidación, todo cuanto fue pintado en ese blanco se transformó en negro convirtiendo obras como la Crucifixión en una especie de negativo fotográfico inquietante. Además, el Crucifijo de la Santa Croce sufrió daños irreversibles durante la inundación de Florencia de 1966. Y el terremoto de 1997 deterioró gravemente la bóveda de los frescos de la Basílica Superior de San Francisco de Asís, pulverizando el San Mateo.

 

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Cimabue, Crucifixión de Cristo, (hacia 1280), transepto izquierdo, Basílica de San Francisco de Asis, Asis, Italia.

 

Quizás por eso, la secuencia de los últimos eventos con el descubrimiento y adquisición de La burla de Cristo resulta milagrosa: una obra pintada por Cimabue en su pequeño taller florentino y anónimo allá por el ocaso de la Edad Media, cuyo hilo se perdería hasta 2019 y que, a partir de ahora, brillará en el Louvre con sus 744 años de sobrecogedora antigüedad.

 

 

- El milagro de Cimabue -                                - Alejandra de Argos -

Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada.

Caspar David Friedrich 

Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada. Friedrich elevó el género del paisajismo a otra dimensión. Considerado hasta el siglo XIX un género de carácter menor, el paisajismo trasciende a lo místico en una época en que la filosofía romántica era panteista, es decir, donde el mundo, la naturaleza y Dios son equivalentes. Este caracter sagrado y trascendental de la naturaleza se manifiesta en sus paisajes y sus personajes solitarios, cargados de simbolismo.

Friedrich nació en septiembre de 1774 en la antigua Prusia. En el mismo mes y año de su nacimiento se publica la novela epistolar “Las penas del joven Werther” de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), que hizo historia convirtiendose en el libro más vendido en Alemania. De cariz autobiográfico, el amor imposible de Goethe por Charlotte Buff inspiró esta novela que termina con el suicidio de Werther cuando comprende que su pasión por Lotte es irrealizable. El amor que trasciende a la muerte en el Romanticismo: “!Todo es efímero, pero ni la propia eternidad apagará la ardiente vida que ayer disfruté en tus labios, que ahora siento en mi interior!”, escribe el joven a Lotte antes de quitarse la vida. Tal fue su éxito que los rumores de suicidio por imitación le persiguieron en su vida. Este tipo de imitación tomó el nombre de “efecto Werther” acuñado por el sociólogo David Phillips en 1974.

Con este libro empieza a despuntar el primer Romanticismo alemán, aunque Goethe nunca se consideró un autor romántico e incluso lo criticó duramente en favor de los ideales clasicistas. Pero no cabe duda que revolucionó la literatura con esta novela al ensalzar la subjetividad expresando con libertad las emociones, la naturaleza individual, desvinculándose de la razón y prevaleciendo el sentimiento. El Romanticismo es la expresión del infinito, de lo ilimitado porque lo limitado es el canon, es decir, el clasicismo. Este movimiento empieza como una rebelión contra el clasicismo, por los límites que impone a la inspiración estética. Goethe fue el máximo representante del movimiento literario “Sturm und drung” (tempestad e ímpetu), que tuvo sus manifestaciones también en otras artes, como en el caso de la pintura de Friedrich. Este grupo será una antesala del movimiento romántico caracterizado por el redescubrimiento de la naturaleza, la nostalgia de la herencia del pasado, lo sublime frente a la belleza clásica, o el concepto de genio.

Pero no sólo se podrán visitar exposiciones y conciertos sino también recorridos por los senderos que visitaba e inspiraron a Friedrich, como las montañas del Elba que representó magistralmente en el cuadro "Errante sobre el mar de niebla", epítome de lo sublime. Un sentimiento que el filósofo alemán Immanuel Kant (1724- 1804) en su obra “Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime” describe certeramente: “Lo sublime conmueve, lo bello encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime.” Es decir, la relación de conflicto surgido entre nuestro entendimiento y la imaginación provoca nuestro sentimiento sublime hacia lo que observamos. Fascinación y terror ante lo ilimitado, lo inconmensurable. “El monje junto al mar” (1808-10) es otra representación de la categoría de lo sublime. En este cuadro, la figura solitaria de un monje se confronta al universo. Su insignificancia se hace patente ante la inmensidad de la playa, el mar y el cielo como fuente de esperanza. Es otro ejemplo de sobrecogimiento y melancolía que expresa este concepto de forma magistral.

 

Friedrich Monje frente al mar

 Caspar David Friedrich. El monje junto al mar

 

Los cuadros de Friedrich son, sin duda, la mejor expresión de la comprensión romántica de la pintura, en la que la creación artística se produce en analogía con la fuerza creativa de la naturaleza. Él cree que la pintura romántica debe ser el lenguaje de esa unidad del cosmos y de la vida, haciendo que las imágenes se liberen de su subordinación a la evidencia cotidiana para convertirse en alusiones de lo infinito. La noche, la muerte, lo negativo pierden su aspecto hostil y muestran su rostro poético.

También está presente en su pintura el elemento nacionalista. Friedrich era un adolescente cuando tuvo lugar la Revolución francesa que convulsionará el panorama europeo. Las campañas napoleónicas en Alemania impulsaron la conciencia nacional, especialmente en los círculos intelectuales y artísticos. El nuevo orden político de Europa producirá entonces una energía artística e intelectual que se convertirá en una nueva revolución en las ideas y en las artes.

 

 

 

- Caspar David Friedrich. El paisajismo a otra dimensión -                                - Alejandra de Argos -

Jean-Jacques Rousseau siempre gustó de nadar a contracorriente, como un enfant terrible que no se dejaba arrastrar por modas u opiniones, tal vez porque entendió la filosofía como un compromiso existencial más que profesional. Creció acompañado de muchas lecturas en las que “se formó ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, incapaz de sufrir el yugo y la servidumbre” (Rousseau, 1997, 34).

Jean Jacques Rousseau de Maurice Quentin de la Tour en 1753

 

Vida y obra

Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712, en el seno de una familia humilde de artesanos. Pese a perder a su madre al nacer, su infancia fue feliz, con una educación autodidacta, mayormente informal, acompañado de muchas lecturas en las que “se formó ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, incapaz de sufrir el yugo y la servidumbre” (Rousseau, 1997, 34). Su adolescencia y juventud, sin embargo, lo arrojaron lejos de casa, ejerciendo todo género de oficios: de aprendiz de grabador a copista de partituras musicales, pasando por lacayo, secretario o preceptor en familias aristocráticas; así, hasta su llegada a la cosmopolita París, allá por 1742, su vida estuvo marcada por el signo del anonimato y la movilidad geográfica, por la errancia y precariedad.

Asentado en la capital, Rousseau empezó a frecuentar los círculos ilustrados, colaborando como articulista para la flamante Encyclopédie, mientras intentaba sin éxito afianzar su carrera como músico y compositor. Sin embargo, en 1750 saltó a la fama de la noche a la mañana, cuando la Academia de Dijon galardonó con el primer premio su Discurso sobre las ciencias y las artes, obra que suscitó un auténtico revuelo. A ese primer Discours le siguió en 1755 el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que ratificó su condición de ensayista y brillante polemista, aunque su polifacética producción se mostró versátil en distintos géneros: desde óperas hasta piezas teatrales, desde textos sobre anotación musical hasta poesía o tratados de economía política, sin olvidar su exitoso estreno en el arte novelístico con Julia, o la nueva Eloísa, de 1761, y desde luego su legado epistolar, público como privado, uno de los más ingentes en la historia del pensamiento.

El año 1762 marcó un punto de inflexión decisivo en la vida y obra rousseaunianas. La simultánea aparición de El contrato social y Emilio, o De la educación desembocó en su condena pública por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas en París y Ginebra. Ese contexto de hostilidad supuso el inicio de una convulsa época marcada por proscripciones y viajes sin rumbo fijo por distintas ciudades europeas. Sintiéndose perseguido y abandonado por sus contemporáneos, sus años finales encontraron un refugio en investigaciones botánicas y por supuesto en sus escritos autobiográficos, un género literario del que puede considerarse su padre moderno: desde sus célebres Confesiones hasta Las ensoñaciones de un paseante solitario, ambas publicadas con carácter póstumo; léanse como escritos de (auto)justificación y exculpación, de fuerte deseo de insularidad, donde estilizó su vida en los márgenes de una soledad tan querida como buscada en la naturaleza. Murió, ya de nuevo en París, en 1778.

 

Les Charmettes

Les Charmettes, Chambéry. Residencia de Jean-Jacques Rousseau de 1735 a1736. En la actualidad convertida en museo dedicado a Rousseau.

 

Un ilustrado crítico de la Ilustración

Rousseau es por supuesto un ilustrado, un hijo del Siglo de las Luces, pero ciertamente un hijo díscolo. Siempre gustó de nadar a contracorriente, como un enfant terrible que no se dejaba arrastrar por modas u opiniones, tal vez también porque entendió la filosofía como un compromiso existencial más que profesional. En la época de las academias doctas, su actitud fue más bien antiacadémica, contestataria, y su poderosa capacidad de irritar a los philosophes, cuya amistad inicial terminaba siempre en sonadas rupturas (Voltaire, Diderot, D’Holbach, etc.), se debió en parte al hecho de verlos como formando parte del mundo que ellos criticaban. Sin duda, su irrupción resultó novedosa para un espacio público burgués en plena configuración, al ejercerse desde un doble papel de observador e implacable acusador de la sociedad: alguien que mira la civilización en que vive y, debajo de su pompa y boato, descubre podredumbre que sin reparos empieza a denunciar con un hechizante estilo de escritura. Como “hombre de letras que hablaba en contra de las letras” (Starobinski, 1983, 261), ya su primera acusación en el Discours de 1750 se dirigió contra quienes, pertrechos de optimismo, confiaban en el imparable poder de la cultura y la función social del conocimiento científico. Así que detrás de su elocuente retórica, la tesis del premiado era nítida: frente a la convicción ilustrada de que la felicidad de la especie humana llegaría con el progreso de las ciencias y de las artes, ninguna de las dos habría contribuido a promover la libertad ni mejorar la moralidad colectiva, sino que velaban la opresión social y la corrupción de las costumbres; ambas, de hecho, deberían empezar a juzgarse no tanto por los placeres que aportan cuanto por las miserias que esconden:

Las ciencias, las letras y las artes […] extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que aquellos hombres están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad originaria para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman lo que se llama pueblos civilizados (Rousseau, 52005, 7).

Con su estilo desafiante, Rousseau atacó un punto ciego que todavía hoy reviste una innegable actualidad: bajo la apariencia de brillantez e ingenio, el aparato cultural de las Lumières semejaba a una inmensa pompa de jabón que escondía hipocresía, egoísmo y vanidad, como un falso decorado engalanado con discursos vacuos y formalismos sin sustancia donde la distancia entre las palabras y las acciones de sus protagonistas no coincidían en absoluto; en los salones parisinos, sin ir más lejos, se podía decir de todo, pero no se creía nada de lo que se decía, y frente a la búsqueda de la verdad o el saber se habrían impuesto valores como el prestigio, el lujo o la opinión de los demás. En suma: además de tender hacia un modelo homogeneizador de la cultura –basta pensar en su crítica al teatro (Rousseau, 1994a)–, la civilización moderna consagraba la divergencia entre el ser y el parecer, una antítesis habitual en la época del Tartufo que Rousseau llevará a un extremo dramático decisivo. “Nadie se atreve ya a aparecer lo que es, y en esta perpetua compulsión, los hombres que forman este rebaño que se llama sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harían siempre las mismas cosas” (ibid., 9).

Una primera faceta quedaría así introducida: como áspero crítico de la cultura y de la civilización, Rousseau arriesgó un diagnóstico sobre los males de una sociedad que juzgaba como inauténtica, denunciando la omnipresencia del amor propio (amour propre), “sentimiento relativo, ficticio y nacido dentro de la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a los hombres todos los males que se infligen mutuamente” (ibid., 235). Al mismo tiempo, sin embargo, quiso buscar también una explicación de cómo y por qué esos vicios, mentiras y miserias habrían llegado a configurarse en la propia condición humana, un enfoque novedoso donde el ginebrino supo problematizar las complejas relaciones entre naturaleza y cultura: pues si el hombre civilizado estaba degenerado, si el velo que cubría su sociedad disimulaba sus genuinos sentimientos naturales, ¿cuál habría el verdadero hombre, si es que lo hubo, y cómo indagar las fuentes de esa desigualdad que seguía perpetuándose?

 

Rousseau

Rousseau en traje armenio. Pintura al óleo por Allan Ramsay

 

La cuestión del hombre: sobre el estado de la naturaleza y la desigualdad

En el segundo Discurso, leemos la siguiente declaración de principios: “Es del hombre de quien voy a hablar” (ibid., 117), entre otras cosas porque “el más útil y el menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre” (ibid., 109). Sin embargo, a propósito de cómo estudiar al hombre, Rousseau fue el primer filósofo que, ejerciendo también de primer etnólogo (Lévi-Strauss), puso el acento en la forma de mirarnos a nosotros mientras lo estudiamos (Rousseau, 2006, 25). Al menos dos vertientes de esta praxis me parecen reseñables.

Por un lado, sabemos que la exigencia de mirarnos de otro modo la práctico consigo mismo, mirando a lo lejos pero hacia adentro, como tenaz observador que hizo de sí mismo su mejor (y más contradictorio) instrumento de observación: todo el arte de introspección ejercido en sus Confesiones, todo el recurso obsesivo a la interioridad y el abandono al sentimiento revelan que, para Rousseau, escribir sobre sí era un acto individual e intransferible vinculado a la conciencia moral, en el sentido de que estudiarse a uno mismo, “por dentro y por debajo de la piel” (Rousseau, 1997, 27), significaba buscar la sinceridad del corazón y detectar sus más mínimas alteraciones. Apenas sorprende que fuera el precursor del Sturm und Drang o el romanticismo: si el sentimiento era la primera modalidad de la existencia humana, mucho antes que la razón, el entendimiento o las ideas, debíamos observar nuestra existencia como un constante encadenamiento de afecciones secretas que nos constituyen, sugiriéndonos el pavoroso vértigo de la diferencia con los otros y con uno mismo, su incomunicación y opacidad siempre acechantes; sin ese compromiso (público) de observación (privada), su vida no habría podido consagrarse a su reiterada búsqueda de la verdad. En este sentido, en la historia de las ideas hay pocos pensadores cuya vida y obra se encuentren tan entrelazadas. Rousseau gustó de enmascararse en sus autobiografías y personajes literarios, trasuntos de sus encrucijadas vitales; y qué duda cabe que lo hizo para justificarse y defenderse, en relatos apologéticos que se mueven entre la autocompasión y el lamento de sí, la impostura y la manía persecutoria. Pero al mismo tiempo articulaban un esconderse para mostrarse mejor: posicionarse frente al ruido y la superficialidad del mundo exterior mediante una escritura que, desde los márgenes de una soledad querida, buscaba un ideal de transparencia enfrentada con la mentira y el egoísmo.

Por otro lado, es bajo la exigencia de mirarnos de otra forma cómo pueden introducirse sus conocidas ideas sobre el estado de la naturaleza y el buen salvaje, herramientas ambas que servirían para examinar los fundamentos de la sociedad y juzgar su presente. Su centralidad es indiscutible, aunque conviene deshacer un equívoco: el état de nature es un “estado que ya no existe, que quizá no ha existido, que probablemente no existirá jamás” (Rousseau, 52005, 111). Como reconstrucción experimental de los orígenes de la humanidad, se sustrae a la investigación empírica: ni remite a un periodo histórico particular (ibid., 120), ni a un paraíso perdido que canta un elogio al primitivismo. Pero siendo impracticable como experiencia científica, sí nos abre a la experiencia filosófica del pensar: como hipótesis para conjeturar la progresiva civilización de la humanidad, ofrece un punto de referencia para que, como viera Kant –su mejor lector–, el hombre “mirase a él desde el puesto en que ahora se encuentra” (2014, 241), determinando los aspectos corrompidos que se habrían introducido en nuestra naturaleza humana, en un arco desde sus orígenes prepolíticos hasta la aparición de la propiedad privada y la desigualdad, pasando por la instituciones del lenguaje o la familia, entre otros muchos dispositivos. Claro que no cabría volver a dicho estado primordial, ni predicar una huida de la civilización a “cuatro patas” (Voltaire); el ginebrino sabe que la sociedad es un hecho irreversible, resultado de la perfectibilidad del ser humano y su especie (Rousseau, 52005, 132), y como ser social dotado de razón estaría capacitado para (re)descubrir un sentimiento moral incluso en la peor de las corrupciones. No hay que dar al hombre por perdido, pues solo en sociedad podríamos convertirnos en seres morales: pesimismo histórico, sí, con briznas de fatalismo, pero siempre compensado por un optimismo antropológico.

A la luz de esta prevención, ¿quién sería ese homme sauvage que habría vivido aislado y en armonía con la naturaleza? Libres e iguales, solitarios y ociosos, los hombres salvajes habrían vivido en sí mismos (ibid., 203), en contacto directo con las cosas, sin necesidad de transformar el mundo para satisfacer sus necesidades: su comunicación sería silenciosa, su lenguaje y sus signos, naturales, como la voz y el gesto, expresión y presencia viva de un sentimiento primigenio. Sin embargo, la flexión decisiva en la descripción rousseauniana es otra, y reviste una dimensión moral: y es que ese hombre salvaje sería bueno por naturaleza –a diferencia de Hobbes, para quien el hombre sería malo por naturaleza–, pero habría sido corrompido por la sociedad. De este modo, el mito milenario del salvaje –que es un mito sobre la imagen y encarnación del Otro, cuya representación iconográfica y expresiones literarias atraviese toda nuestra civilización occidental– es reconstruido moralmente en clave moderna: el buen salvaje de Rousseau sirve para reflejar una alteridad, que somos siempre nosotros, y narrar el mito de un otro que siempre fuimos nosotros; de ahí que articule una narrativa conjetural sobre la caída, que entremezclaría también el imaginario del mito de la Edad de Oro con la cristiana atribución de la responsabilidad del mal a la humanidad, una versión secularizada del pecado original que habría nacido, sin embargo, de las consecuencias de la organización de la sociedad humana. Tales son algunos de los avatares de la “bondad natural”, que emerge como una línea maestra que, como expresó en la famosa carta a Beaumont de noviembre de 1762, daría unidad a todo su pensamiento:

El principio fundamental de toda moral, sobre el cual he razonado en todos mis escritos […] es que el hombre es naturalmente bueno, amante de la justicia y el orden, que no hay perversidad original en el corazón humano y que los primeros impulsos de la naturaleza son siempre rectos (Rousseau, 1994b, 61).

En la evolución que conduce al hombre del estado natural al de civilización habría que distinguir varias etapas, y sin duda una lectura habitual la interpreta como degradación de una suerte de inocencia original perdida en favor de su alienación en las cosas materiales. Habrá quien crea identificar una anticipación de Marx, aunque esta denuncia rousseauniana se articuló, a mi entender, desde su formidable gusto por las paradojas: y es que los progresos materiales de la civilización, las instituciones políticas y la conquista moderna de la libertad no generaban progreso moral, por mucho que el derecho natural proclamase la igualdad natural de todos los hombres; es más, tales progresos continuaban siendo perfectamente compatibles con la explotación del hombre por el hombre, la descomposición de lazos fraternales comunitarios y la generación de nuevas desigualdades insolidarias, o la perpetuación de viejas. Dotado de una enorme sensibilidad, la denuncia de Rousseau siempre fue incómoda porque señalaba desigualdades no tanto físicas o naturales cuanto sociales y económicas, que son siempre desigualdades de naturaleza moral o política, pues depende de una especie de convención que está establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en los diferentes privilegios de los que gozan unos en detrimento de los otros, como el ser más ricos, más honrados, más poderoso que ellos o, incluso, hacerse obedecer (ibid., 118).

¿Absolutismo igualitario, por tanto? No, más bien que “ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse” (Rousseau, 52017, 58). Así, bajo esta luz, su tratamiento de la propiedad privada, fuente por excelencia de la desigualdad cuya escena originaria ha sido mil veces citada (Rousseau, 52005, 161 s.), adquiere mejores contornos. Más allá de la ignorancia de quienes le atribuyen la abolición de la propiedad privada, su defensa de la propiedad como derecho sagrado sobre el que se asentaba la sociedad política quiso, antes bien, ser compatible con la defensa de la pequeña propiedad del campesino o artesano sobre sus medios de producción; lejos de exigir una nivelación de las condiciones, reclamó que la propiedad permaneciese limitada a las necesidades reales del individuo, de modo que la fundamentación del derecho de propiedad no desembocara en una defensa de la propiedad desigualitaria ilimitada, algo que venía agudizándose en un contexto creciente de proletarización del campesinado francés a mediados de siglo, esto es, la expulsión de sus tierras de una parte de los pequeños propietarios o usufructuarios: entreviendo la transformación que se estaba produciendo en las relaciones sociales con la introducción del sistema capitalista, las relaciones de libertad e independencia que sostenían entre sí productores independientes se habían resquebrajado dejando paso a la servidumbre de nuevas relaciones salariales (ibid., 203).

 

Contrato social Rousseau

Portada del Contrato Social 1762 por Jean-Jacques Rousseau

 

La cuestión del ciudadano, o sobre un nuevo pacto de asociación

Aunque la civilización hubiera causado muchos de nuestros males, Rousseau entendía que solo devenimos hombres tras hacernos ciudadanos; de hecho, por mucho que el Estado moderno sea un momento más dentro del proceso de decadencia moral que se habría desencadenado cuando estos comenzaron a alejarse de su estado natural, renunciar hoy a su libertad “equivale a renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad e incluso a sus deberes” (52017, 10). Por consiguiente, al tomarse en serio la idea de que el hombre que no goza de una libertad completa no es un hombre, la filosofía rousseauniana se torna inevitablemente política: debemos buscar los fundamentos generales del buen gobierno, saber qué regímenes pueden construirse sobre bases legítimas y, sobre todo, pactar entre todos algún principio de la autoridad civil fundadora de derecho político, sin que por ello dejemos de ser lo que somos. Esta es, claro está, la pesquisa iniciada en El contrato social:

Quiero averiguar si en el orden civil puede haber alguna regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres como son y a las leyes como pueden ser [...]. Un Estado así diseñado podría poner un límite a las guerras e injusticias, pero también evitaría el desgarramiento del hombre, el alejamiento de su naturaleza originaria (ibid., 3).

Por todos es sabido que Rousseau ha pasado a la historia como uno de los pensadores por excelencia de la teoría democrática moderna, en particular de la teoría republicana de la democracia, no exento de dificultades interpretativas, polémicas y claroscuros en su recepción. Hoy, que por descuido o indolencia damos por hecho nuestras democracias, tendemos a no apreciar bien lo explosiva que fue su defensa como única forma de Estado legítima que podría no tanto instaurar una sociedad rigurosamente igualitaria cuanto reducir las desigualdades y corregir las injusticias sociales, revelándose fiel heredero de la tradición política republicana y su modelo de ciudadanía, cuya prioridad era garantizar la libertad civil de los hombres. Pero el ginebrino no se llamaba a engaño: “El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado. […] ¿De qué manera se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (ibid., 4). Así, la resolución de ese problema consistió en (re)plantearse la pregunta misma por el pacto que haría posible el bienestar de una sociedad desde un orden justo y legitimado por el pueblo como depositario de la soberanía. He aquí el dilema:

Hay que encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes (ibid., 16).

Refundar la teoría del contrato social exigió originalidad, e incluso manteniéndose en el ámbito del derecho natural debía sortear las fórmulas más consagradas del contractualismo moderno: ni pacto de sumisión, donde se alienaba la libertad en aras de la seguridad (Hobbes, Grocio), ni doble contrato de asociación civil seguido por otro de sumisión política (Pufendorf), pues ambas modalidades dependían de la garantía de un soberano externo cuyos límites podían ser tan abstractos como ineficaces. Por tanto, la firma debía replantearse como un único contrato de asociación simultáneamente civil y política, de carácter normativo y procedimental, a través del cual se crease la comunidad cívico-política según las exigencias de libertad e igualdad. Ese sería el lugar de la voluntad general (volonté générale): cada uno (como singular) se daría a todos los otros (como comunidad) mediante una alienación sin reservas de sus derechos y deberes, de sus bienes y poder y, a su vez, como miembros de la comunidad recibiríamos a todos los otros (como singulares) en las mismas condiciones, de modo que la reciprocidad y la igualdad fueran la garantía de la libertad.

De nuevo, conviene deshacer algunos equívocos, pese a la complejidad del concepto. Pues lejos de ser una sumatoria de voluntades particulares (volonté de tous), la voluntad general superaría las disputas entre arbitrios individuales de la mano de una autoridad superior e inapelable (ibid., 17). De unirse así, señala Rousseau, los hombres formarían una persona pública llamada soberano, y serían libres porque obedecerían, no a un hombre, sino a la ley que ellos mismos se han prescrito y que define sus derechos al mismo tiempo que sus deberes (ibid,, 35), es decir, reconocerían la autoridad de la razón para unirse por una ley común en un mismo cuerpo político, ya que la ley que obedecen nacería de ellos mismos. La soberanía, por consiguiente, entendida como principio de legitimidad del poder radicado en el pueblo, no sería “sino el ejercicio de la voluntad general” (ibid., 27), y de ella emanaría el poder soberano, poder político que sería inalienable, indivisible y absoluto; de ahí también que, lejos de pensar en términos de poder representativo y delegado (ibid., 108), el pueblo deba obligatoriamente legislar por sí mismo y aprobar las leyes mediante votación en asambleas públicas deliberativas, de carácter periódico y en condiciones de equidad y libertad reales, siendo el gobierno un simple comisionado, encargado de la ejecución de sus mandatos, obligado a rendir cuentas y pudiendo ser destituido en cualquier momento.

Se ha dicho que el modelo político propuesto en El contrato social se inspira en el Conseil Géneral de Ginebra o en los antiguos cantones suizos, donde se practicaba una democracia directa; Ginebra idealizada de juventud, cabría puntualizar, y revestida de las admiradas instituciones y virtudes de las repúblicas de la Antigüedad. Pero difícilmente quepa ver en la propuesta rousseauniana solo una simple utopía, tal como se desprende de su menos conocido Proyecto de Constitución para Córcega (1765) y sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia (1771), donde los principios del Contrato se fundieron con reflexiones y programas políticos concretos: desde la reivindicación de un gobierno democrático a la igualdad de derechos; desde el respeto a las costumbres tradicionales a la defensa de un patriotismo cívico; desde la defensa de la propiedad privada a la (quimérica) autarquía económica vía limitación de las ganancias individuales o del comercio exterior; desde la defensa democrática del pluralismo religioso, basado en las piedras angulares de la tolerancia y libertad de conciencia, hasta la propuesta de una religión civil, laica y utilitaria, una profesión de fe que coadyuvaría a cimentar la cohesión interna de los ciudadanos.

 

Emile primera edición

Portada de la primera edición de Emilio, o De la educación.

 

La educación también es política

Entre la naturaleza perdida, a la que no podemos volver, y la sociedad actual, sede de los males y desigualdades de nuestra civilización, surge la necesaria experiencia social de la educación, pilar del pensamiento rousseauniano recogido en Emilio y Julia, o la nueva Eloísa, novela elegíaca que imagina la idílica educación de una pequeña sociedad de almas bellas, universo diáfano cuyos personajes logran comunicarse sin (aparentes) obstáculos. Es cierto que, antes de saltar a la fama, Rousseau se había dedicado a la enseñanza como medio de subsistencia: había enseñado música y trabajado como preceptor, y se había interesado, como muchos de sus coetáneos, por cuestiones referentes a la enseñanza precursora de la pedagogía activa. No debiera sorprender: la educación fue un campo de batalla decisivo de la Ilustración, pero en Rousseau solo eclosionó como problema político y moral de primerísimo orden a partir de su comprensión del estado de la naturaleza y el hombre natural.

Habrá quien crea que su respuesta a esta cuestión parezca ingenua: el fin de la educación debe ser aprender a vivir. ¿Y cómo se aprende a vivir? Tomando a la naturaleza como maestra, aprendiendo de ella: “Observad la naturaleza y seguid la ruta que os marca” (Rousseau, 1990, 49). Exhortación por tanto a ejercitar las facultades que la naturaleza –que no conoce el mal ni desorden– nos ha otorgado, para alcanzar la plena autonomía individual, algo que desde luego no se logra en la soledad de los bosques sino actuando según los mandatos de los que el individuo mismo, en tanto que ciudadano, es responsable. En todo momento, Rousseau quiso construir un sujeto de juicio independiente capaz de admitir la necesidad de las cosas, pero no la arbitrariedad de los hombres: pues el mal, cierto, existe, y en parte remite a un problema de constitución social y desigualdad económica. Pero no solo se resuelve con buenas leyes, sino que requiere una transformación profunda de la sociedad, un reencontrarse con la naturaleza en la sociedad –o a pesar de ella– hallando la primera naturaleza del hombre en uno mismo:

Pero considerad, primero, que, al pretender formar al hombre de la naturaleza, no se trata por ello de hacerle un salvaje y relegarlo al fondo de los bosques, sino que, encerrado en el torbellino social, basta con que no dejemos que lo arrastren ni las pasiones ni las opiniones de los hombres; basta con que vea por sus ojos, con que sienta por su corazón, con que ninguna autoridad lo gobierne, salvo la de su propia razón (ibid., 342).

Desde esta perspectiva, tal vez entendamos mejor por qué el método educativo expuesto en Emilio, obra a caballo entre la novela, el tratado pedagógico y el ensayo, pone el énfasis en la libertad del niño para desarrollarse: “[C]onceder a los niños más libertad verdadera y menos dominio, dejarles más obrar por ellos mismos y exigir menos de otro” (ibid., 79). Ahora bien, con los métodos imperantes, ¿cómo defender y garantizar la libertad como valor supremo de la educación? Desde luego no a través de la imposición o la instrucción, ni a través de principios como la emulación o la reproducción, pues con ellos se perpetuarían normas o conductas humanas preexistentes. Su joven protagonista, Emilio, es un laboratorio para experimentar la educación de los hombres –más que las mujeres, pues el personaje de Sofía no hará su aparición hasta el libro quinto, y su circunscripción a la esfera doméstica de docilidad, modestia y pudor resultan criticables por su determinismo natural– y evitar los peligros prematuros de la educación positiva, “que tiende a formar el espíritu antes de tiempo y a dar a conocer al niño deberes de hombre” (Rousseau, 1994b, 88), como escribió en la citada carta a Beaumont. En su lugar, se defiende una educación negativa tendente a perfeccionar “los instrumentos de nuestros conocimientos, antes de darnos conocimientos” (ibid.), entendiendo por negativa aquella educación que “prepare para el conocimiento protegiéndole del error” (Shklar, 1985, 148), algo que se ejercería a través de la figura del tutor, sutil mediador en el aprendizaje de la naturaleza; se trataría de cultivar el máximo de sus capacidades naturales, físicas y mentales, al tiempo que se minimiza o retrasa en él el desarrollo de las debilidades propias de la sociedad.

Es imposible recoger aquí todos los matices y aspectos decisivos del giro copernicano impreso por Rousseau en materia educativa, pero de su indiscutible legado, de su rica recepción, hay al menos uno que merece destacarse a modo de reflexión final. Pues, en efecto, Rousseau insistió como pocos que pretender educar a un niño desde la razón, acaso para proporcionarle virtudes o conocer la verdad, sería tanto como empezar por el final, “querer hacer de la obra el instrumento (Rousseau, 1990, 107). La razón no es innata, y en todo caso emergerá de ese cultivo de los sentidos: pues el niño no es un adulto pequeño cuya mente en blanco permite la simple impresión externa de ideas sobre el mundo y la sociedad. Antes bien, representa una realidad radicalmente autónoma, distinta de aquella otra en la que habrá de convertirse, por eso el proceso educativo debe tomar en consideración no solo las materias prácticas frente a las teóricas y abstractas, sino sobre todo la edad del alumno y las particularidades de cada etapa vital en el momento de determinar los contenidos didácticos: cuatro etapas (edad de la naturaleza, de la fuerza, de la razón y las pasiones, del matrimonio y la sabiduría), que corresponderían con las dos fases en que, como sujeto adulto, el sujeto se relacionará con las instituciones de la familia y el Estado: la educación doméstica y la cívica, la primera como ser particular, la segunda, como sujeto en tanto que miembro de la sociedad.

 

Rousseau - Voluntad General y Contrato Social

 

 

 

Bibliografía

Cottret, M. y B. (2005). Jean-Jacques Rousseau en son temps, París: Perrin.

Kant, I. (2014). Antropología en sentido pragmático, edición bilingüe y traducción de D. M. Granja, G. Leyva y P. Storand, México: FCE.

Rousseau, J.-J.

— (1990). Emilio, o De la educación, prólogo, traducción y notas de M. Armiño, Madrid: Alianza.

— (1994a). Carta a D’Alembert, estudio preliminar de J. Rubio Carracedo, traducción y notas de Q. Calle Carabias, Madrid: Tecnos.

— (1994b). Escritos polémicos, edición de J. Rubio Carracedo, Madrid: Tecnos.

— (1997). Confesiones, traducción, prólogo y notas de M. Armiño, Madrid: Alianza.

— (52005). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, estudio preliminar, traducción y notas de A. Pintor Ramos, Madrid: Tecnos.

— (2006). Ensayo sobre el origen de las lenguas, traducción de A. Castañedo, México: FCE.

— (2016). Ensoñaciones de un paseante solitario y otros fragmentos autobiográficos, edición de R. R. Aramayo, Madrid: Plaza y Valdés.

— (52017). El contrato social o Principios de derecho político, estudio preliminar y traducción de Mª. J. Villaverde, Madrid: Tecnos.

Shklar, J. (1985). Men and Citizens. A Study of Rousseau’s Social Theory, Cambridge: Cambridge UP.

Starobinski, J. (1983). Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, Madrid: Taurus.

Trousson, J. (1995). Jean-Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una conciencia, Madrid: Alianza.

 

 

- Jean-Jacques Rousseau: Biografía, Pensamiento y Obras -                                - Alejandra de Argos -

En los últimos años el estoicismo se ha popularizado hasta convertirse en un fenómeno de masas. No hay semana que la prensa generalista no nos ofrezca una síntesis estoica de nueva aparición en las librerías o un somero análisis de los motivos del regreso de esta filosofía ancestral. Circulan por la red todo tipo de podcasts estoicos; youtubers, líderes de opinión y grandes empresarios dicen promover valores estoicos y los clásicos grecorromanos de esta escuela, como Epicteto o Marco Aurelio, encuentran por primera vez hueco en los escaparates de las librerías.

Estoicismo fenómeno de masas

 

En los últimos años el estoicismo se ha popularizado hasta convertirse en un fenómeno de masas. No hay semana que la prensa generalista no nos ofrezca una síntesis estoica de nueva aparición en las librerías o un somero análisis de los motivos del regreso de esta filosofía ancestral. Circulan por la red todo tipo de podcasts estoicos; youtubers, líderes de opinión y grandes empresarios dicen promover valores estoicos y los clásicos grecorromanos de esta escuela, como Epicteto o Marco Aurelio, encuentran por primera vez hueco en los escaparates de las librerías. Las Meditaciones del emperador filósofo es en estos momentos el texto de un autor romano más traducido al español. En 2023 Arpa y Trotta nos han ofrecido dos nuevas traducciones a cargo de David Hernández de la Fuente y de Jorge Cano Cuenca, respectivamente. Por su parte, Alianza Editorial ha publicado, a cargo Ignacio Pajón Leyra, una recopilación de textos de Epicteto bajo el título El arte de vivir en tiempos difíciles. Son trabajos muy valiosos que se unen a otros existentes en nuestra lengua.

La recuperación del estoicismo no es un hecho novedoso, sino una tendencia que se inicia a finales del siglo XX con la publicación de la obra A New Stoicism, de Lawrence Becker. Becker conoce muy bien a los estoicos antiguos y trata de adaptar su pensamiento al mundo moderno. Para ello, pone el acento en la ética, ya que las restantes partes del sistema (la lógica y la física) son de difícil transposición a la actualidad. El regreso del estoicismo se ha visto posteriormente estimulado por el episodio pandémico que se inició en 2020. Hoy todo lo que lleva la palabra ‘estoico’ despierta un considerable interés entre amplios sectores de la población. Pero ¿cuál es el motivo, o motivos, de este extraordinario renacimiento?

Para responder a esta pregunta es necesario determinar qué entienden por estoicismo quienes promueven la adhesión a esta «filosofía de vida». Una vez resuelta esta cuestión previa, convendrá determinar qué valores rechazan o a cuáles dan cobertura sus seguidores. Por último, será interesante examinar las críticas vertidas hacia el movimiento estoico, así como los valores que estas rechazan o los que desean preservar. Solo entonces podremos responder a la cuestión de las causas de este potente resurgimiento.

 

Marcus Aurelius

Busto de Marco Aurelio, Glyptothek

 

¿A qué llamamos estoicismo hoy?

Estamos ante una pregunta complicada de responder. Para hacerlo debemos distinguir, al menos, dos niveles de discurso. Por un lado tenemos un estoicismo más teórico, recuperado por académicos que conocen bien los principios de esta escuela y su aportación en la antigüedad. Así, para Becker, el estoicismo consiste en una serie de principios éticos que pueden indicarnos rutas para vivir de una manera más acorde con nuestra naturaleza. Entender qué significa vivir conforme a la naturaleza es un tema nuclear en el estoicismo y constituye la clave del libro de Becker.

El dominio de nuestras pulsiones, eso que William B. Irvine, otro académico que promueve los valores estoicos, considera «nuestro amo evolutivo», es el fundamento del control de nuestros deseos. Para este filósofo estadounidense, que desarrolla estas cuestiones en Sobre el deseo o en El arte de la buena vida: un camino hacia la alegría estoica, el mayor provecho del estoicismo consiste hoy en la revalorización y revitalización de la racionalidad frente a unas pulsiones emocionales que adoptan un papel cada vez más protagonista. Solo con las virtudes de un animus magnus, como decía Cicerón, esto es, con la fortaleza sostenida por la constancia, el nuevo estoico puede apoderarse de sus emociones y dominarlas.

En general este estoicismo más teórico rescata del antiguo casi todos sus valores éticos. Algunos han generado cierta controversia, ya que, en principio, conforman una ética que chirría con el espíritu de nuestro tiempo. Por ejemplo: tanto Becker como Irvine, pero también otros promotores de este movimiento como Sellars, Gill o Pigliucci, mantienen que el control de los deseos debe sustentarse en la aceptación de las cosas tal y como son y no como quisiéramos que fuesen. Se trata de una conclusión coherente con el principio estoico conocido como «dicotomía del control», que obliga a distinguir aquellos aspectos de nuestras vidas que podemos cambiar porque en último término dependen de nosotros y aquellos otros que, sin embargo, resultan inmodificables por no encontrarse bajo nuestro control. Esta doctrina, que ya mantuvieron los estoicos antiguos, ha sido sometida a una fuerte crítica por su carácter presuntamente conservador. Más adelante me referiré a ella con mayor detenimiento.

Otro de los elementos comunes a los autores neoestoicos es la recuperación para la ética del concepto de virtud, abandonado por la gran mayoría de las filosofías modernas, pero esencial para entender las éticas de la antigüedad. De acuerdo con esta doctrina, el fin último del ser humano sería comportarse de manera virtuosa y coherente a lo largo de su vida. Pero ¿qué significa «comportarse de manera virtuosa» o «vivir conforme a la naturaleza»? En principio, parecen significantes vacíos que es necesario dotar de contenido. Los neoestoicos tratan de hacerlo, aunque entre ellos hay matices. No obstante, es posible descubrir algunos elementos comunes que giran en torno al desarrollo de las viejas virtudes clásicas de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la valentía ante la adversidad. De manera que los tratados neoestoicos consisten fundamentalmente en un intento por descubrir -a veces con una casuística muy precisa- en qué consistiría la práctica de estas virtudes en la actualidad. Dado que su fundamentación está presidida por la racionalidad, estamos ante exposiciones con un aroma prescriptivo y muy críticas contra lo que consideran la perversa y debilitante deriva emocional del individuo y las comunidades en las que se integra.

Con la teoría de las virtudes, el estoicismo recupera la polémica noción de naturaleza humana para ofrecer un recipiente sólido a sus doctrinas. La naturaleza propiamente humana fungiría de patrón de conducta que permite distinguir entre las acciones beneficiosas para el ser humano y las que lo apartan de una convivencia pacífica consigo mismo y con los demás. Pero, de nuevo, este concepto requiere un contenido preciso que los neoestoicos no siempre proporcionan de una manera nítida.

En síntesis, podríamos decir que el neoestoicismo viene formulado como una crítica a algunas propuestas éticas de la modernidad basadas en el predominio de lo cultural sobre lo biológico o en el auge de las identidades y deseos individuales, que, a su juicio, han abandonado principios básicos del bagaje de la filosofía clásica: el conocimiento como forma de jerarquizar las distintas posiciones en la sociedad, el papel de la naturaleza humana como límite para la acción y el deseo o el valor de la imitación frente a la centralidad moderna de los conceptos de autonomía y emancipación. Estos principios pondrían de manifiesto los límites de dichas propuestas y de algunos valores propios de la Ilustración.

Junto a estos textos de corte más filosófico o académico, hallamos en la red multitud de voces que apelan a principios, doctrinas o prácticas denominadas estoicas. Veamos algunos ejemplos: para el inversor, empresario y podcaster estadounidense, Tim Ferriss, el estoicismo sería un sistema operativo para tener éxito en entornos de alto estrés, una definición que se centra en el plano psicológico. Y es que las doctrinas estoicas han resultado inspiradoras para algunos psicólogos defensores del paradigma cognitivo-conductual, como Donald Robertson, terapeuta escocés muy conocido en redes sociales por proponer las Meditaciones de Marco Aurelio como la base de sus terapias.

Otro lector declarado del emperador-filósofo es el celebérrimo empresario Elon Musk, propietario de Tesla y de Space X. Hace unos años, Musk declaró que la lectura de las Meditaciones había cambiado su vida. Desde entonces dice aplicar los principios de resiliencia y perseverancia en todas las acciones que acomete, enfrenta los problemas con calma y serenidad (sic), se mantiene alerta a las oportunidades y alimenta una perspectiva a largo plazo sin dejarse seducir por ensoñaciones o deseos. Para él la dicotomía del control estoica resulta básica, pues le ayuda a aceptar lo que no se puede cambiar y a abordar aquello que depende de uno mismo. Musk denomina a esta forma de proceder «enfoque pragmático y estratégico».

El fundador de Amazon, Jeff Bezos, defiende un planteamiento similar a los de Ferriss y Musk. Su propuesta, a la que denomina «liderazgo estoico», se resume en dos principios: enfoque en el cliente y mantener la calma bajo presión.

A primera vista, este lenguaje empresarial y de negocios parece resultar extraño al vocabulario estoico y, en parte, lo es. Si en los neoestoicos más académicos se aprecia con claridad el interés por establecer un vínculo entre sus propuestas éticas y las de la Stoa antigua, este estoicismo de corte empresarial prescinde de cualquier perspectiva histórica y reduce el estoicismo a los valores del esfuerzo, el tesón, la resistencia a la adversidad y una prudente y serena gestión del riesgo. Sin duda estamos ante ‘virtudes’ que un estoico clásico -y también un neoestoico- estarían dispuestos a reconocer como propias, pero toda voluntad de sistema se ha perdido. El respaldo teórico y el papel de la razón en la ética estoica se sustituyen por la evidencia de una experiencia exitosa.

Esta vulgarización del estoicismo revela, sin embargo, dos elementos que conviene tener en cuenta. El primero es la ductilidad de esta filosofía para adaptarse a distintos contextos, factor que ya fue determinante en su expansión durante la antigüedad. En Roma el triunfo de esta escuela se debió fundamentalmente a su progresivo acoplamiento con el carácter y tradiciones romanos. Su éxito en la actualidad es prueba de su capacidad de adaptación a sociedades bien distintas de aquellas.

El segundo elemento que debemos tener en consideración es que el núcleo del estoicismo -en sus dos versiones aquí expuestas- permite conectar con unos valores clásicos que en las últimas décadas han sido muy contestados, no solo en el ámbito académico, sino también en el imaginario colectivo. Pensemos en conceptos como naturaleza humana, mérito o esfuerzo. Son postulados clásicos que la modernidad ha atacado con ferocidad sin que, al parecer, un sector de la sociedad esté dispuesto a abandonarlos sin discusión. El lenguaje estoico, algunos de sus principios y valores más típicos, serían el cauce a través del cual articular una crítica ante la progresiva preterición de estos conceptos y frente a lo que consideran una exagerada deriva posmoderna en favor del individualismo y el emotivismo.

 

escepticos y dogmaticos

 

¿Qué dicen los críticos con el estoicismo?

La Stoa recibió ya fuertes críticas en la antigüedad. Su dura competencia con otras escuelas de filosofía, como el epicureísmo o el escepticismo de la Academia Nueva patrocinada por Arcesilao y Carnéades, favoreció la controversia con muchos elementos de su sistema. Uno de los campos donde la discusión resultó más intensa fue el de la epistemología, donde las acometidas del escepticismo de Carnéades fueron feroces. Un registro, profundo y detallado, de todas estas críticas puede encontrarse en un espléndido libro publicado recientemente en abierto por Salvador Mas Torres, profesor de Historia de la Filosofía Antigua en la UNED y especialista en la filosofía de este periodo: Escépticos y dogmáticos. Estudios sobre la Academia Nueva.

Dado que el neoestoicismo no adopta una posición definida en el terreno epistemológico, no me centraré en estas críticas. Es, como ya he indicado, el terreno de la ética en el que este resurgimiento de la nueva Stoa ha resultado más provechoso, por lo que me centraré exclusivamente en este ámbito.

Ya en el siglo I a.C., Cicerón dedicó algunos de sus tratados a reflexionar sobre los principios de la ética estoica. El filósofo romano no se muestra opuesto a muchos de ellos, como veremos que sí hizo, y todavía hace, el epicureísmo. En realidad declara su simpatía sobre todo por la concepción de la honestidad o integridad moral como el supremo bien de la escuela, por haber hecho siempre bandera de un patriotismo que la República romana necesitaba en ese momento y por haber antepuesto los deberes de ciudadanía a los deseos y placeres personales. Las críticas de Cicerón son sutiles y, si se quiere, de detalle, aunque resultan demoledoras cuando refuta el modelo de sabio estoico (Sobre el supremo bien y el supremo mal) como maquinal y extraño al sentido común.

Algunas de estas críticas se han reproducido en la actualidad. Para su exposición las dividiré en dos: por un lado, las dirigidas al sector más teórico o académico y, por otro, aquellas que sospechan el resurgimiento de ideas reaccionarias detrás del estoicismo que yo he denominado aquí «empresarial». Empezaré por las primeras, pues poseen una mayor complejidad.

Las críticas a los aspectos más teóricos del neoestoicismo proceden igualmente de ambientes académicos. Sus defensores son filósofos o profesores de filosofía que se sitúan del lado de una de las escuelas rivales del estoicismo antiguo: el epicureísmo. Como es sabido, la filosofía epicúrea promueve el placer -entendido como ausencia de dolor- como el supremo bien del ser humano. De esta discrepancia con los estoicos se extraen numerosas consecuencias para la ética que ya fueron consignadas en la antigüedad.

 

como ser un epicureo

 

En su obra Cómo ser un epicúreo. Una filosofía para la vida moderna, la profesora de filosofía de la Universidad de York, Catherine Wilson, dedica un capítulo entero a contraponer los principios de la ética epicúrea con los de la estoica. De acuerdo con Wilson, las diferencias podrían reconducirse a cuatro aspectos distintos:

1.- Mientras el estoico es determinista y considera que algunas tragedias que suceden en la vida son inevitables (por ejemplo, la muerte prematura de personas por enfermedades como el cáncer o la existencia de violencia entre los seres humanos), el epicúreo piensa que estos hechos son fortuitos y, en consecuencia, podrían ser de otra manera. Estamos ante la disyunción a la que Marco Aurelio se refiere como «providencia o átomos»: los estoicos consideran que la razón, que ordena la naturaleza, es providencial, mientras que los epicúreos creen que el mundo, constituido por átomos y vacío, se rige por el azar. Para Wilson, el determinismo estoico deriva éticamente en un conformismo con los males que asolan el mundo, mientras que los epicúreos abren la puerta al cambio. Más adelante me referiré a los problemas derivados de la postura de Wilson en torno a esta cuestión.

2.- La fortaleza estoica ante la adversidad, necesaria para afrontar los inevitables males existentes, deriva, a juicio de Wilson, en un excesivo rigorismo moral. La combinación entre resistencia a la adversidad, sufrimiento y cumplimiento del deber hace del estoicismo una filosofía con una acusada tendencia al belicismo. De ahí, nos dice la autora, que los sectores militares y policiales se vean más atraídos por esta filosofía que por el epicureísmo, cuya invocación del placer como ausencia de dolor funcionaría como un fármaco contra la violencia.

3.- El programa estoico de supresión de las emociones le parece a esta autora poco realista. Para los estoicos, las emociones eran algo muy parecido a enfermedades que uno debía bloquear desde un principio. Esta tesis parece coherente con la centralidad que la Stoa concedió a la razón. Pero cabe analizar, como hace Wilson, qué espacio ocupan las emociones en nuestra vida o si las emociones no forman parte también de la naturaleza humana. Se trata de una discusión muy antigua, incluso dentro del estoicismo, que no es a este respecto una doctrina unánime. El epicureísmo de Wilson, en cambio, considera las emociones como algo positivo o, como mínimo, un factor importante al que conviene atender por ser determinante en nuestras vidas.

4.- El último aspecto que enfrenta a Wilson con los estoicos es el de los llamados «indiferentes». Como es sabido, los estoicos admiten la existencia de un único bien - la honestidad o integridad moral- y declaran la indiferencia de todo lo demás. Otras filosofías, como el aristotelismo o el epicureísmo, admitían lo que en la antigüedad se llamaban «bienes externos», esto es, los amigos, la familia, la riqueza o los placeres. Para Wilson, la indiferencia estoica desemboca en resultados aberrantes como el de comparar la muerte de un hijo con la rotura de un jarrón, como hace el filósofo estoico Epicteto. De manera que la honestidad, algo en principio positivo, convierte a los militantes de esta escuela en seres apáticos con el mundo que les rodea. Al objeto de evitar el sufrimiento derivado de las pérdidas de la vida, se revisten de una frialdad casi inhumana.

Vistas así las cosas, algunos críticos del estoicismo han propuesto el epicureísmo como complemento o corrección de los principios más rígidos de la doctrina. Es el caso del reciente libro de Charles Senard, Ser estoico no basta. Sabiduría epicúrea para vivir el presente, publicado en español por Rosamerón.

 

epicuro

Cabeza del filósofo Epicuro. Anónimo veneciano1670/1700

 

Como puede observarse, se trata de críticas similares a las que recibió esta escuela en la antigüedad, lo que indica que los neoestoicos han recuperado con bastante fidelidad el núcleo de la sabiduría de la antigua Stoa. Ahora bien, las críticas de Wilson poseen ingredientes que no tuvieron las versiones anteriores. Son críticas que provienen de una «mentalidad moderna», si el lector me permite expresarlo de esta manera. Quiero decir: se trata de críticas hechas con las herramientas teóricas de la modernidad, con conceptos, valores y principios herederos de la Ilustración.

Me referiré a uno en concreto: el que tiene que ver con la contraposición que Wilson establece entre determinismo y azar. La profesora inglesa presenta la cuestión como una disyuntiva entre la forzosa necesidad estoica y el libre albedrío epicúreo. De nuevo, el tema es complejo y extraordinariamente interesante desde el punto de vista de la evolución de las ideas, ya que constituye lo que podríamos llamar la prehistoria de nuestro concepto actual de libertad individual. Lamentablemente no puedo detenerme en él. Solo quisiera señalar que, en realidad, providencia y azar son, desde el punto de vista de nuestras posibilidades de intervenir en los eventos determinados por ellos, dos caras de la misma moneda. Es cierto que, para el determinista estoico, los eventos se producen de acuerdo con una estricta necesidad racional. Ahora bien, si nuestra capacidad racional fuera total, podríamos incluso predecir el futuro, ya que deduciríamos las causas de todos ellos. Para el estoico, la Razón (con mayúscula, esto es, la racionalidad perfecta) es providencial. En cambio, para el epicúreo no existe orden racional alguno: todo sucede por azar. Pero, al igual que en el caso de los estoicos, los eventos azarosos tampoco admiten posibilidad de intervención humana alguna, salvo la que procede de la casualidad. Son tan necesarios como los racionales. Cabría decir que el estoicismo es en este sentido más esperanzador, pues afirma que a mayor comprensión de la racionalidad de la naturaleza, mayor capacidad predictiva y, en consecuencia, mayor control. En cambio, el azar resulta totalmente incontrolable pues, por definición, carece de leyes. Vincular el libre albedrío con el azar no parece, pues, lo más adecuado, aunque actualmente resulta eficaz para asociar al estoicismo con unos valores caducos e intransigentes y al epicureísmo con unos valores más flexibles, más propios de nuestro tiempo.

Este es el sentido del segundo conjunto de críticas, las realizadas en un plano más general y ajeno a aspectos estrictamente filosóficos. Son críticas que sospechan que detrás de los valores estoicos defendidos por empresarios exitosos se aprecia un intento de generar cierto clima de conformismo social en torno a sus políticas empresariales. Así, cuando se nos dice «debes admitir la realidad tal cual es» se está queriendo decir en realidad «acepta tus condiciones de trabajo y de vida, por precarias que estas sean, como algo natural»; y cuando se nos dice «cumple con tu deber ocupes la posición que ocupes en la sociedad» en realidad se nos quiere decir «no cuestiones dicha posición y cumple con los deberes asociados a ella sin intentar modificarlos». Concebido de esta manera, el neoestoicismo no sería una filosofía útil para quienes se encuentran insatisfechos con el mundo que les rodea. De ahí que, hoy por hoy, tenga mucho éxito entre las élites socioeconómicas.

 

seneca despues de abrirse las venas

Séneca, después de abrirse las venas, Manuel Domínguez, 1871. Óleo sobre lienzo, Museo del Prado

 

Algunas consideraciones finales (y una tentativa de respuesta a la pregunta inicial)

En general, las críticas vertidas a ese especial tipo de estoicismo que es el «empresarial» me parecen razonables. Ahora bien, debemos tener en cuenta que se trata de un estoicismo constituido por tópicos, bastante vagos e imprecisos, más que por la doctrina real que enseña esta escuela. En ocasiones, estas mismas críticas se han extendido a los tratados de los neoestoicos más teóricos y, en este caso, me parecen pobres y desenfocadas. Trataré de explicar por qué para, finalmente, ofrecer una respuesta a la pregunta inicial por las causas del éxito actual de este movimiento.

El estoicismo antiguo, como el resto de las filosofías helenísticas, surgió como respuesta crítica a unas condiciones humanas que se consideraban insatisfactorias. Su filosofía trata de convertir al ser humano en un agente moral capaz de alcanzar una vida en armonía con la naturaleza. La primera regla para lograr este objetivo consistía en conocerse a sí mismo. El estoico entendió que el autoconocimiento consistía en averiguar los rasgos que definen nuestra vida biológica y cultural y que todos los humanos compartimos en tanto que animales racionales. El siguiente paso debía ser el de comprender el propio carácter y tratar de vivir conforme a la naturaleza humana sin traicionarlo. Por lo tanto, lo primero que un estoico debía hacer era examinar el mundo y tratar de comprenderlo, prestando su asentimiento a aquellas cuestiones que, de acuerdo con su experiencia, se le presentan como seguras. No es, por tanto, un ser dominado por la desidia o la resignación.

 

la tradicion cosmopolita

 

Las acusaciones de conformismo suelen referirse a su débil preocupación por las condiciones socioeconómicas que nos rodean. Como ha señalado Martha Nussbaum en La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal, publicado por Paidós en 2019, la tradición estoica olvidó en sus escritos este importante aspecto. Suponiendo que esto fuera así, cabe preguntarse, por un lado, si esa tradición tenía los instrumentos para mostrar su preocupación por este aspecto y, por otro, si los neoestoicos han corregido esta carencia.

Para responder a la primera cuestión es necesario adoptar una perspectiva abierta. Es cierto que los filósofos estoicos antiguos no concibieron como principios fundamentales de sus comunidades circunstancias tales como el establecimiento de condiciones adecuadas -sociales, económicas y culturales- para el ejercicio de la libertad individual o de la autonomía en la toma de decisiones. Tampoco consideraban relevantes conceptos que sí lo son para nuestras sociedades, como los de dignidad o emancipación, aunque paradójicamente algunos de estos principios serían imposibles sin ellos. Eran conscientes de la existencia de desigualdades, pero las consideraban naturales. Nunca pensaron en atajarlas, sino en que esas desigualdades no fueran tan graves que produjeran conflictos sociales desestabilizadores. El ejemplo de la esclavitud es muy notorio. Si el reproche hacia la filosofía estoica se realiza desde estos presupuestos, el estoicismo se convierte en una filosofía apática y fría ante el sufrimiento de los menos favorecidos. Pero, a mi juicio, esta crítica podría realizarse en mayor o menor medida a todas las filosofías de la antigüedad.

El problema de esta objeción es que se le reprocha al estoicismo no ser moderno. Dicho de otra forma: se le reprocha no dar respuesta a dificultades que solo en la modernidad hemos planteado en estos términos. Ahora bien, creo que si se aprecia una necesidad de volver sobre el estoicismo es porque, a pesar de ser una filosofía antigua, es capaz de aportar algún beneficio al pensamiento actual. Para advertir cuáles podrían ser estos beneficios, propongo como ejercicio plantear el problema desde la perspectiva de los estoicos antiguos: ¿qué habrían dicho acerca de la centralidad moderna de conceptos como autonomía de la voluntad, dignidad o emancipación? Podemos conjeturar una respuesta verosímil a la vista de los tratados neoestoicos. Probablemente dirían que nuestras sociedades occidentales se encuentran fundadas en principios ingenuos. ¿Cómo se puede defender una voluntad autónoma y a la vez pretender amar y ser amados por nuestros amigos y familiares? Nuestros lazos de dependencia son infinitos: tenemos padres que nos educan y crecemos imitándolos e imitando a nuestros maestros; trabajamos en organizaciones que solo se sostienen con la participación conjunta de todos sus integrantes. Añadirían que a todos estos condicionantes es necesario sumar los biológicos, que nos hacen ser más o menos inteligentes, más o menos vitales, enfermar o morir prematuramente. En muchas ocasiones, no podremos evitar los perjuicios que de ellos se derivan. También nos dirían que el ideal emancipatorio no tiene en cuenta la naturaleza humana, que no es ajena a la violencia y a la dominación. Ser conscientes de todas estas cuestiones -concluirían- evitará la violencia artificial generada como consecuencia de tratar de imponer las propias ideas a una realidad que funciona de acuerdo con sus reglas específicas. Unas reglas que los modernos hemos renunciado a comprender como lo que son: firmes e inapelables.

Por otra parte, también nos dirían que cuando afirman que las riquezas, los amigos o la salud son indiferentes, se refieren a que no poseen relevancia para alcanzar el supremo bien, esto es, la integridad moral. Pero en ningún caso son indiferentes para vivir una vida acorde con la naturaleza. Refiriéndose a los bienes externos como la riqueza, los amigos o la salud, Aristón, un estoico antiguo, afirmaba que más allá del supremo bien no había nada que mereciera la pena. Crisipo, uno de los padres del estoicismo, le contestó que los bienes externos eran, en efecto, indiferentes para llevar una vida honesta, pero muy relevantes como indicadores del camino hacia la virtud. Es decir, resulta más sencillo y agradable ser virtuoso con amigos que sin ellos; con comodidades que sin ellas; con salud que sin ella.

Esta fue la posición de los estoicos antiguos y es también la de los neoestoicos, al menos de los más teóricos. Y creo que, en muchos de ellos no solo no hay conformismo, sino que en sus escritos late una crítica a las condiciones de vida actuales y, desde el punto de vista filosófico, a algunos de los valores propios de la modernidad representados por las propuestas éticas actuales. Si no me equivoco, el éxito actual del estoicismo sería un indicador de que el consenso en torno a estos valores no es tan sólido como creíamos. Que esta crítica adopte un carácter conservador o no depende del talante del neoestoico en cuestión: uno puede entender los deberes derivados de su posición social como un ardor guerrero imperialista o entenderlos como una aportación a la comunidad para alcanzar un equilibrio entre sus diferentes estratos o clases sociales. Piénsese, por ejemplo, en el deber de pagar impuestos o el deber de contribuir al sostenimiento del sistema de Seguridad Social de su país.

Que el lector decida el espacio que quiere conceder a los principios de la filosofía estoica en su vida, si es que desea hacerlo. Por mi parte, me conformo con haber aportado algo de claridad a este complejo fenómeno.

 

estoicos

 

 

- El estoicismo como fenómeno de masas -                                     - Alejandra de Argos -

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