Alejandra de Argos por Elena Cue

Leibniz. El mejor de los mundos posibles

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Gottfried Leibniz, nacido en 1646 en Leipzig, fue tal vez el último de los genios que dominó las matemáticas, la física, la geometría, el derecho, la historia y la filosofía. Su insaciable curiosidad intelectual lo abarcó todo. No sólo fue el gran pensador que llegó a las cotas de influencia alcanzadas por Descartes y Spinoza, sino que, además, fue el padre del cálculo diferencial e introdujo el concepto de algoritmo.

Leibniz  

 

Gottfried Leibniz sostuvo que las mónadas son la fuerza espiritual de la materia en un universo armónico predeterminado por Dios

Gottfried Leibniz, nacido en 1646 en Leipzig, fue tal vez el último de los genios que dominó las matemáticas, la física, la geometría, el derecho, la historia y la filosofía. Su insaciable curiosidad intelectual lo abarcó todo. No sólo fue el gran pensador que llegó a las cotas de influencia alcanzadas por Descartes y Spinoza, sino que, además, fue el padre del cálculo diferencial e introdujo el concepto de algoritmo. La matemática moderna no se entendería sin sus aportaciones.

Leibniz no sólo fue un hombre consagrado a la reflexión, ya que dedicó buena parte de su vida a la diplomacia y la política. Ya de joven entró al servicio del príncipe elector de Maguncia y luego trabajó para la casa Hannover. Conoció las grandes capitales europeas en sus viajes como representante de sus señores e intercambió correspondencia con los grandes científicos de su tiempo.

Era, por decirlo en términos actuales, un cosmopolita que escribía en latín, en francés y en alemán. Era hijo de una devota familia luterana y se sabe muy poco de su vida privada. Su padre murió prematuramente y fue un joven autodidacta que se formó en la biblioteca que heredó de su progenitor. Estudió derecho, pero nunca ejerció como letrado.

Leibniz fue un filósofo original y heterodoxo cuya obra todavía se sigue reinterpretando. Algunos le consideran un místico, mientras que otros ven en él un precursor de la física contemporánea. Pero no fue ni una cosa ni otra. Lo que intentó fue hacer una síntesis entre el mecanicismo que explicaba el movimiento por causas materiales, como propugnaba Descartes, y el pensamiento metafísico platónico y aristotélico, que apuntaba a las formas puras como razón última de las cosas.

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El concepto central de la filosofía de Leibniz son las mónadas. Todo su edificio conceptual está construido sobre esta palabra griega, que hace referencia a una unidad no divisible (monos). Si Descartes establecía una diferenciación entre la materia o res extensa y el espíritu, que reside en el alma, Leibniz concibe las mónadas como sustancias simples e inextensas, no divisibles. “Son los elementos de las cosas”, dirá.

En una carta de 1714 a su amigo Remond, poco antes de su muerte, señala que “las mónadas son sustancias simples y las únicas verdaderas, mientras que las cosas materiales no son más que fenómenos, aunque bien fundados y coordinados”. Las mónadas son eternas e indestructibles, ya que han sido creadas por Dios y son de naturaleza espiritual.

Siguiendo el desarrollo de este concepto, Leibniz sostiene que las mónadas son pura fuerza, origen y causa eficiente del movimiento. Ello explica tanto el afán de conocimiento de los hombres como el permanente cambio que perciben nuestros sentidos. Y a la vez las mónadas son parte integrante de un todo, por lo que sólo pueden ser comprensibles en el marco de una totalidad que queda reflejada en cada uno de los elementos. En este sentido, las cosas son a la vez únicas y plurales.

“Las mónadas no tienen ventanas”, subrayará Leibniz en la más célebre frase de su extensa obra. Lo que significa que las mónadas no se pueden comunicar entre sí ni con el entorno exterior. Simplemente son pura potencia: un esse (ser) del que emana un agere (actuar).

No hay un solo tipo de mónadas. Por el contrario, cada una de ellas es diferente de las demás. Las plantas y los animales son la expresión de mónadas imperfectas y primitivas. En cambio, el hombre es capaz de pensar y tener conciencia de sí mismo porque sus mónadas son superiores. En el último escalón, se encuentra Dios, que es acto puro. Ser y pensamiento se identifican en su omnisciencia.

Llegados a este punto, Leibniz sostendrá que vivimos en el mejor de los universos posibles porque Dios en su infinita sabiduría y bondad no podría haber hecho otra cosa. El Ser Supremo es la causa eficiente del mundo, el relojero universal que ha creado las leyes que rigen los movimientos de los planetas y las estrellas. Una tesis muy discutible porque no es difícil imaginar un mundo mejor que el que conocemos. 

Para conciliar esta idea de un Dios previsor y omnipotente con la libertad humana, Leibniz señalará que las mónadas son imperfectas. El mal y el dolor existen, pero pueden servir para que los hombres se rediman. Con sentido común, argumenta que no podría existir el bien sin la capacidad de hacer el mal.

Al profundizar en su filosofía, se puede llegar a la conclusión de que, a pesar de las apariencias, su teoría de las mónadas confluye con la idea de la sustancia única de Spinoza. Es verdad que Leibniz salva la pluralidad de los entes que niega su colega, pero ambos coinciden en que el mundo material y los fenómenos –sea cual sea su naturaleza– son la consecuencia de una voluntad divina que impregna el ser. Lo real existe a modo y semejanza de Dios porque las mónadas son partes de un todo creado por el Ser Supremo. Ese todo de Leibniz se parece mucho a la sustancia spinoziana, de lo que se deduce que ambos llegan al mismo final por muy distintos caminos. 

 

 

Gottfried Leibniz - Historia de la Matemática

 

 

 

Leibniz - La Aventura del Pensamiento. Fernando Savater

 

 

 

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