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- Escrito por Elena Cué
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Acaba de inaugurarse en Florencia “Anselm Kiefer. Ángeles caídos”, una importante exposición del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Su monumental obra se confronta con el espíritu del Renacimiento del Palazzo Strozzi. Este Palacio de piedraforte florentina, inspirado en la arquitectura grecorromana albergará, hasta el día 21 de julio, una muestra comisionada por el historiador y crítico de arte Arturo Galansino compuesta de pinturas, esculturas, instalaciones y fotografías.
Anselm Kiefer. Ángeles caídos en Palazzo Strozzi.
Acaba de inaugurarse en Florencia “Anselm Kiefer. Ángeles caídos”, una importante exposición del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Su monumental obra se confronta con el espíritu del Renacimiento del Palazzo Strozzi. Este Palacio de piedraforte florentina, inspirado en la arquitectura grecorromana albergará, hasta el día 21 de julio, una muestra comisionada por el historiador y crítico de arte Arturo Galansino compuesta de pinturas, esculturas, instalaciones y fotografías.
El acervo intelectual de este artista visual es tan inabarcable como su obra. La lectura es su fuente principal de inspiración y sus intereses recorren la mitología, la religión católica en la que se educó, pero también los textos místicos judíos, que despertaron un gran interés en el autor cuando sintió la necesidad de saber sobre el pasado de su Alemania natal, en una época en que la memoria quería ser enterrada. La filosofía, la historia, la alquimia, la ciencia, la literatura y la poesía inspiran su obra y su pensamiento. Todo ello se encuentra reflejado en esta exposición con infinitos significados. Para Kiefer el arte interviene cuando el debate esta abierto a diferentes opiniones y conceptos.
En las lecciones que Anselm Kiefer impartió en París en el año 2011 invitado por el prestigioso Collège de France, en su lectura inaugural empieza explicando la dificultad de querer definir qué es el arte. Kiefer dice en ella que no hay una definición de arte. Si intentamos delimitar sus fronteras con la palabra corremos el riesgo de empobrecerlo, de pacificarlo, de hacerlo inofensivo. Y el arte debe actuar según sus propios criterios, debe ser subversivo, ser una molestia. También tiene que preguntar por las grandes cuestiones de la existencia, no es mero entretenimiento, es algo incómodo: "Al fin y al cabo -dice-, el artista produce sentido en un océano de absurdo. Lo hace transformando las cosas más feas y triviales en esplendor..."
Con esta idea nos adentramos en “Angeles caídos”, una obra monumental de 750x840 cms, creada específicamente para este espacio, que nos recibe en el patio porticado al que asistimos tras pasar la arcada de entrada del Palacio Strozzi. Alude al pasaje de la Biblia en el que los ángeles son expulsados del Paraíso por rebelarse contra Dios, pero la parte inferior del cuadro representa la humanidad. Nuestra condición humana es lo que esconde esta simbología y centra el interés de Kiefer en la teodicea y el problema del mal: cómo un Dios omnipotente y bondadoso puede permitir el mal del mundo.
Para Kiefer el arte no progresa como lo hace la ciencia, de forma que una obra de nuestro tiempo no tiene porqué ser más avanzada que una del Renacimiento. El pasado, presente y fututo se fusionan en esta exposición donde el tiempo nunca ha sido entendido por él de una manera lineal sino cíclica como un eterno retorno al pasado y a la memoria. Este concepto procede de la manera oriental de entender el tiempo, el mundo y con él, cada instante, cada acontecimiento se repetirá donde se extinga para volver a crearse. Para Kiefer la memoria crea lo nuevo. Y la memoria está en la ingente cantidad de diarios, escritos y reflexiones de este artista.
Ver una exposición de Kiefer es mucho más que una experiencia estética. Sus obras simbolizan su pensamiento, un pensamiento reflexivo que tiene sus fuentes en los libros. El conocimiento y la poesía son el motor que enciende sus obras. Para Kiefer "arte y poesía son la única realidad en nuestras vidas, el resto es pura ilusión. Es el anclaje en el infinito vacío". Para que su proceso creativo y destructivo, (ambos unidos) se ponga en funcionamiento tiene que haber algo que violente su pensamiento. Su obra está en un perpetuo estado de evolución, nunca está concluido. Kiefer explica que vuelve a sus obras, las saca de la oscuridad y les otorga una nueva luz, nuevos estados. La vibración por sus obras sólo termina cuando las obras dejan el estudio, cuando ya no puede volver a ellas. Su obra es ampliamente reconocida pero su pensamiento y sus escritos son brillantes y sólo pueden producir admiración y respeto a todos aquellos interesados en saber qué es el arte y qué es un artista.
- El eterno retorno de Anselm Kiefer - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
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La trepidante batalla de pujas cortocircuitaba el aire en la modesta sala de subastas en aquella ciudad de provincias francesa. En menos de diez minutos, al caer el martillo, el pequeño cuadro de Cimabue había alcanzado más de 24 millones de euros, multiplicando así por cuatro su estimación inicial y batiendo un nuevo récord para una obra anterior al 1500. El nombre de Cimabue (1240-1302) había saltado a los titulares de la prensa francesa el 23 de septiembre de 2019 cuando, en el inventario de la casa de una señora nonagenaria cerca de Compiègne, en el departamento francés de Oise, destacó una tabla aparentemente sin valor en el pasillo a una cocina donde siempre había estado colgada. Los propietarios la consideraban "un simple icono", de esos refulgentes que se venden en los puestos de recuerdos a la salida de alguna iglesia copta. Los expertos de Éric Turquin se dieron cuenta de que se trataba de La burla de Cristo de Cimabue, el maestro florentino de Giotto, del que se solo se conocen una decena de obras y que está considerado uno de los más grandes artistas de la época prerenacentista. Cinco años más tarde, el pasado 2 de noviembre, la entonces ministra de Cultura Rima Abdul Malak y la presidenta-directora del Louvre Laurence des Cars, anunciaron la adquisición para el museo parisino de esta obra extremadamente rara, un hito para la comprensión del desarrollo de la pintura occidental. Una exultante Laurence des Cars explicaba: "La burla de Cristo es crucial en la Historia del Arte, porque marca la fascinante transición del icono a la pintura. Próximamente se expondrá junto a la Maestà, otra obra maestra de Cimabue que forma parte de las colecciones del Louvre y que actualmente está en proceso de restauración. Las dos obras serán objeto de una gran exposición en la primavera de 2025.”
Cimabue, La burla de Cristo, Museo del Louvre, hacia 1280.
La burla de Cristo, fechada en torno a 1280, está pintada en aguada al huevo sobre fondo dorado. Cimabue representó en ella a Cristo en uno de los episodios del inicio de su Pasión narrada por San Marcos. El artista nunca pintó temas profanos. En aquella época, el Arte se había convertido en un arte de la Iglesia y era utilizado para educar a los fieles. Las imágenes adquirieron un valor equivalente al de la palabra.
Esta tabla formaba parte de un díptico devocional que constaba de ocho pinturas de las que sólo se conocen tres. Las otras dos son una Virgen con el Niño en el trono (National Gallery, Londres) y una Flagelación (The Frick Collection, Nueva York). Los ocho paneles fueron desmontados y recortados, probablemente en el siglo XIX, para su venta por separado a un mejor precio. También se redujo su espesor lo que permite seguir por el reverso los túneles creados por las carcomas y gracias a ellos la conexión entre los distintos paneles. El soporte de 25,8 x 20,3 centímetros es de tabla de álamo, la variedad utilizada con mayor frecuencia en Florencia donde esa madera común se conocía, hasta bien entrado el siglo XVI, simplemente como «árbol». Esta variedad de álamo coincide con la de la tabla de Londres.
Representación esquemática del díptico de devoción de Cimabue.
¿Fue Cimabue el último gran maestro del Arte Bizantino o, más bien, el padre fundador del Renacimiento? La respuesta es ambos, pues Cimabue parte de la deuda con la pintura bizantina, de miniaturas e iconos, mosaicos y frescos, que conquistó la Italia del Duecento para dar un salto decisivo hasta las obras más figurativas y evolucionadas de la pintura renacentista. Según el libro de Vasari Las Vidas de pintores, escultores y arquitectos, publicado unos 250 años después de que Cimabue pintara La burla de Cristo, la sorpresa del pueblo de Florencia ante este nuevo “lenguaje” artístico fue colosal porque evidenciaba la apertura de una gran ventana hacia algo nuevo que ahora insuflaba vida al Arte y hacía que las obras narraran historias. La que aquí acontece describe el momento en el que Cristo, entre los edificios de una ciudad, es escarnecido por una multitud que se agolpa a su alrededor para increparlo mientras Él, en el centro, permanece sereno. La perspectiva de los dos edificios que enmarcan la escena es aún rudimentaria, con unos tejados que deberían volcar hacia otro lado. Delante de ellos, acción y movimiento se modelan a través de la masa de hombres que se agolpa alrededor de Cristo alzando sus brazos hacia Él. Entre las dos montañas de cabezas cuyos rostros ya se diferencian unos de otros, solo hay media docena a los que les pinta unas piernas. En el extremo derecho de la tabla, se distingue la preciosa silueta de un hombre con rasgos exóticos que sujeta elegantemente una espada enfundada en una vaina negra con filigrana blanca. Viste capa azul y calzas en un rojo bermellón vibrante, una tonalidad que se repite en otros elementos de la escena marcando un ritmo de diagonales y rectas.
El verdadero nombre de este pintor y mosaiquista, del que solo se conoce una escasa decena de obras, era Cenni (Benciviene) di Pepe y había nacido en una familia noble de Florencia en 1240. Como ocurría en aquella época trabajó en un taller como artesano anónimo, sin embargo, su nombre prefigura ya el nuevo estatus del artista independiente que se asocia al Renacimiento. Introdujo el realismo óptico en pintura, aunque será Giotto (1267-1337), su discípulo, quien llegará por este camino hasta el firmamento de los revolucionadores del Arte. Vasari dejó escrito que fue él quien encendió "la primera luz al arte de la pintura", aunque añadiría que Giotto “eclipsó la fama de Cimabue al igual que una gran luz eclipsa a una mucho más pequeña". En el Purgatorio, Dante (1265-1321), contemporáneo de ambos, lamentó la pérdida del interés del público por Cimabue eclipsado por el vendaval imparable de Giotto: “¡Oh, vanagloria de la grandeza humana!/ ¡Cuán poco dura tu verdor sobre la cumbre,/ Se creyó Cimabue reinar en el campo de la pintura/ Y ahora es Giotto el que tiene la fama.” John Ruskin en su libro Giotto y sus obras de Padua, relatará el encuentro entre los dos maestros: Giotto había pasado los primeros diez años de su vida como pastor en las montañas. Un día, Cimabue, que viajaba hacia Bolonia, encontró al joven con su rebaño cerca de su pueblo natal mientras dibujaba a una de sus ovejas sobre una piedra. Admirado por su destreza, preguntó al muchacho por su nombre: “Me llamo Giotto. A mi padre lo llaman Bondone y vive en aquella casa”, hasta donde le acompañó. Allí Cimabue le pidió a su padre que le confiara la educación de su hijo a lo que accedió. Maestro y discípulo continuaron juntos el camino. Podemos imaginar la mirada del niño Giotto cuando se encontraron en la tierra de Fiesole y pudo ver por primera el reflejo del Arno y las torres de la ciudad del lirio.
Domenico di Michelino, Dante entre la montaña del Purgatorio y la ciudad de Florencia, detalle, (1465) Museo dell’Opera del Duomo, Florencia.
En el siglo XIII resultaba muy difícil encontrar modelos antiguos en pintura, no había ningún equivalente de Vitrubio o del Laocoonte, a excepción de la Domus Áurea de Nerón. La pintura clásica no se conoció hasta el descubrimiento en 1748 de Pompeya. Cimabue estudió el escaso arte griego conocido y de él aprendió a pintar el drapeado de sus telas. Entre 1268 y 1271 ultimó el Crucifijo de la iglesia de San Domenico de Arezzo, pieza maestra del Duecento florentino que nutrirá gran parte de la tradición occidental que llegará hasta las crucifixiones de Bacon. Tras una estancia en Roma -mencionada en un documento de 1272-, el maestro se encuentra en Asís donde trabaja en los frescos de la Iglesia inferior (la Maestà) y en los de la Iglesia superior con escenas de la vida de Cristo y la Crucifixión.
Cimabue, Flagelación de Cristo, hacia 1280, The Frick Collection, Nueva York.
El escaso corpus de obras de Cimabue hubo de enfrentarse a lo que parece una maldición bíblica: la utilización del blanco de plomo o albayalde en lugar del blanco de cal en la definición de las carnaciones y otras zonas claras de los frescos para la Basílica Superior de San Francisco de Asís produjo un resultado pasmoso. Los franciscanos que le encargaron las obras estaban motivados por la mística de la luz y Cimabue utilizó este blanco para conseguir un efecto de luz cambiante a medida que avanzaba el día. La teología de la luz en el espacio había sido el elemento fundador de la arquitectura gótica de Suger al diseñar las primeras vidrieras de la Historia para la abadía de Saint Denis. El color dominante de la paleta de Cimabue, basado en el blanco de plomo, brillaría al ser más luminoso. Sin embargo, con el tiempo y el efecto de la oxidación, todo cuanto fue pintado en ese blanco se transformó en negro convirtiendo obras como la Crucifixión en una especie de negativo fotográfico inquietante. Además, el Crucifijo de la Santa Croce sufrió daños irreversibles durante la inundación de Florencia de 1966. Y el terremoto de 1997 deterioró gravemente la bóveda de los frescos de la Basílica Superior de San Francisco de Asís, pulverizando el San Mateo.
Cimabue, Crucifixión de Cristo, (hacia 1280), transepto izquierdo, Basílica de San Francisco de Asis, Asis, Italia.
Quizás por eso, la secuencia de los últimos eventos con el descubrimiento y adquisición de La burla de Cristo resulta milagrosa: una obra pintada por Cimabue en su pequeño taller florentino y anónimo allá por el ocaso de la Edad Media, cuyo hilo se perdería hasta 2019 y que, a partir de ahora, brillará en el Louvre con sus 744 años de sobrecogedora antigüedad.
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- Escrito por Elena Cué
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Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada.
Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada. Friedrich elevó el género del paisajismo a otra dimensión. Considerado hasta el siglo XIX un género de carácter menor, el paisajismo trasciende a lo místico en una época en que la filosofía romántica era panteista, es decir, donde el mundo, la naturaleza y Dios son equivalentes. Este caracter sagrado y trascendental de la naturaleza se manifiesta en sus paisajes y sus personajes solitarios, cargados de simbolismo.
Friedrich nació en septiembre de 1774 en la antigua Prusia. En el mismo mes y año de su nacimiento se publica la novela epistolar “Las penas del joven Werther” de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), que hizo historia convirtiendose en el libro más vendido en Alemania. De cariz autobiográfico, el amor imposible de Goethe por Charlotte Buff inspiró esta novela que termina con el suicidio de Werther cuando comprende que su pasión por Lotte es irrealizable. El amor que trasciende a la muerte en el Romanticismo: “!Todo es efímero, pero ni la propia eternidad apagará la ardiente vida que ayer disfruté en tus labios, que ahora siento en mi interior!”, escribe el joven a Lotte antes de quitarse la vida. Tal fue su éxito que los rumores de suicidio por imitación le persiguieron en su vida. Este tipo de imitación tomó el nombre de “efecto Werther” acuñado por el sociólogo David Phillips en 1974.
Con este libro empieza a despuntar el primer Romanticismo alemán, aunque Goethe nunca se consideró un autor romántico e incluso lo criticó duramente en favor de los ideales clasicistas. Pero no cabe duda que revolucionó la literatura con esta novela al ensalzar la subjetividad expresando con libertad las emociones, la naturaleza individual, desvinculándose de la razón y prevaleciendo el sentimiento. El Romanticismo es la expresión del infinito, de lo ilimitado porque lo limitado es el canon, es decir, el clasicismo. Este movimiento empieza como una rebelión contra el clasicismo, por los límites que impone a la inspiración estética. Goethe fue el máximo representante del movimiento literario “Sturm und drung” (tempestad e ímpetu), que tuvo sus manifestaciones también en otras artes, como en el caso de la pintura de Friedrich. Este grupo será una antesala del movimiento romántico caracterizado por el redescubrimiento de la naturaleza, la nostalgia de la herencia del pasado, lo sublime frente a la belleza clásica, o el concepto de genio.
Pero no sólo se podrán visitar exposiciones y conciertos sino también recorridos por los senderos que visitaba e inspiraron a Friedrich, como las montañas del Elba que representó magistralmente en el cuadro "Errante sobre el mar de niebla", epítome de lo sublime. Un sentimiento que el filósofo alemán Immanuel Kant (1724- 1804) en su obra “Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime” describe certeramente: “Lo sublime conmueve, lo bello encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime.” Es decir, la relación de conflicto surgido entre nuestro entendimiento y la imaginación provoca nuestro sentimiento sublime hacia lo que observamos. Fascinación y terror ante lo ilimitado, lo inconmensurable. “El monje junto al mar” (1808-10) es otra representación de la categoría de lo sublime. En este cuadro, la figura solitaria de un monje se confronta al universo. Su insignificancia se hace patente ante la inmensidad de la playa, el mar y el cielo como fuente de esperanza. Es otro ejemplo de sobrecogimiento y melancolía que expresa este concepto de forma magistral.
Caspar David Friedrich. El monje junto al mar
Los cuadros de Friedrich son, sin duda, la mejor expresión de la comprensión romántica de la pintura, en la que la creación artística se produce en analogía con la fuerza creativa de la naturaleza. Él cree que la pintura romántica debe ser el lenguaje de esa unidad del cosmos y de la vida, haciendo que las imágenes se liberen de su subordinación a la evidencia cotidiana para convertirse en alusiones de lo infinito. La noche, la muerte, lo negativo pierden su aspecto hostil y muestran su rostro poético.
También está presente en su pintura el elemento nacionalista. Friedrich era un adolescente cuando tuvo lugar la Revolución francesa que convulsionará el panorama europeo. Las campañas napoleónicas en Alemania impulsaron la conciencia nacional, especialmente en los círculos intelectuales y artísticos. El nuevo orden político de Europa producirá entonces una energía artística e intelectual que se convertirá en una nueva revolución en las ideas y en las artes.
- Caspar David Friedrich. El paisajismo a otra dimensión - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Kilian Lavernia
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Jean-Jacques Rousseau siempre gustó de nadar a contracorriente, como un enfant terrible que no se dejaba arrastrar por modas u opiniones, tal vez porque entendió la filosofía como un compromiso existencial más que profesional. Creció acompañado de muchas lecturas en las que “se formó ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, incapaz de sufrir el yugo y la servidumbre” (Rousseau, 1997, 34).
Vida y obra
Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712, en el seno de una familia humilde de artesanos. Pese a perder a su madre al nacer, su infancia fue feliz, con una educación autodidacta, mayormente informal, acompañado de muchas lecturas en las que “se formó ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, incapaz de sufrir el yugo y la servidumbre” (Rousseau, 1997, 34). Su adolescencia y juventud, sin embargo, lo arrojaron lejos de casa, ejerciendo todo género de oficios: de aprendiz de grabador a copista de partituras musicales, pasando por lacayo, secretario o preceptor en familias aristocráticas; así, hasta su llegada a la cosmopolita París, allá por 1742, su vida estuvo marcada por el signo del anonimato y la movilidad geográfica, por la errancia y precariedad.
Asentado en la capital, Rousseau empezó a frecuentar los círculos ilustrados, colaborando como articulista para la flamante Encyclopédie, mientras intentaba sin éxito afianzar su carrera como músico y compositor. Sin embargo, en 1750 saltó a la fama de la noche a la mañana, cuando la Academia de Dijon galardonó con el primer premio su Discurso sobre las ciencias y las artes, obra que suscitó un auténtico revuelo. A ese primer Discours le siguió en 1755 el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que ratificó su condición de ensayista y brillante polemista, aunque su polifacética producción se mostró versátil en distintos géneros: desde óperas hasta piezas teatrales, desde textos sobre anotación musical hasta poesía o tratados de economía política, sin olvidar su exitoso estreno en el arte novelístico con Julia, o la nueva Eloísa, de 1761, y desde luego su legado epistolar, público como privado, uno de los más ingentes en la historia del pensamiento.
El año 1762 marcó un punto de inflexión decisivo en la vida y obra rousseaunianas. La simultánea aparición de El contrato social y Emilio, o De la educación desembocó en su condena pública por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas en París y Ginebra. Ese contexto de hostilidad supuso el inicio de una convulsa época marcada por proscripciones y viajes sin rumbo fijo por distintas ciudades europeas. Sintiéndose perseguido y abandonado por sus contemporáneos, sus años finales encontraron un refugio en investigaciones botánicas y por supuesto en sus escritos autobiográficos, un género literario del que puede considerarse su padre moderno: desde sus célebres Confesiones hasta Las ensoñaciones de un paseante solitario, ambas publicadas con carácter póstumo; léanse como escritos de (auto)justificación y exculpación, de fuerte deseo de insularidad, donde estilizó su vida en los márgenes de una soledad tan querida como buscada en la naturaleza. Murió, ya de nuevo en París, en 1778.
Les Charmettes, Chambéry. Residencia de Jean-Jacques Rousseau de 1735 a1736. En la actualidad convertida en museo dedicado a Rousseau.
Un ilustrado crítico de la Ilustración
Rousseau es por supuesto un ilustrado, un hijo del Siglo de las Luces, pero ciertamente un hijo díscolo. Siempre gustó de nadar a contracorriente, como un enfant terrible que no se dejaba arrastrar por modas u opiniones, tal vez también porque entendió la filosofía como un compromiso existencial más que profesional. En la época de las academias doctas, su actitud fue más bien antiacadémica, contestataria, y su poderosa capacidad de irritar a los philosophes, cuya amistad inicial terminaba siempre en sonadas rupturas (Voltaire, Diderot, D’Holbach, etc.), se debió en parte al hecho de verlos como formando parte del mundo que ellos criticaban. Sin duda, su irrupción resultó novedosa para un espacio público burgués en plena configuración, al ejercerse desde un doble papel de observador e implacable acusador de la sociedad: alguien que mira la civilización en que vive y, debajo de su pompa y boato, descubre podredumbre que sin reparos empieza a denunciar con un hechizante estilo de escritura. Como “hombre de letras que hablaba en contra de las letras” (Starobinski, 1983, 261), ya su primera acusación en el Discours de 1750 se dirigió contra quienes, pertrechos de optimismo, confiaban en el imparable poder de la cultura y la función social del conocimiento científico. Así que detrás de su elocuente retórica, la tesis del premiado era nítida: frente a la convicción ilustrada de que la felicidad de la especie humana llegaría con el progreso de las ciencias y de las artes, ninguna de las dos habría contribuido a promover la libertad ni mejorar la moralidad colectiva, sino que velaban la opresión social y la corrupción de las costumbres; ambas, de hecho, deberían empezar a juzgarse no tanto por los placeres que aportan cuanto por las miserias que esconden:
Las ciencias, las letras y las artes […] extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que aquellos hombres están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad originaria para la que parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman lo que se llama pueblos civilizados (Rousseau, 52005, 7).
Con su estilo desafiante, Rousseau atacó un punto ciego que todavía hoy reviste una innegable actualidad: bajo la apariencia de brillantez e ingenio, el aparato cultural de las Lumières semejaba a una inmensa pompa de jabón que escondía hipocresía, egoísmo y vanidad, como un falso decorado engalanado con discursos vacuos y formalismos sin sustancia donde la distancia entre las palabras y las acciones de sus protagonistas no coincidían en absoluto; en los salones parisinos, sin ir más lejos, se podía decir de todo, pero no se creía nada de lo que se decía, y frente a la búsqueda de la verdad o el saber se habrían impuesto valores como el prestigio, el lujo o la opinión de los demás. En suma: además de tender hacia un modelo homogeneizador de la cultura –basta pensar en su crítica al teatro (Rousseau, 1994a)–, la civilización moderna consagraba la divergencia entre el ser y el parecer, una antítesis habitual en la época del Tartufo que Rousseau llevará a un extremo dramático decisivo. “Nadie se atreve ya a aparecer lo que es, y en esta perpetua compulsión, los hombres que forman este rebaño que se llama sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harían siempre las mismas cosas” (ibid., 9).
Una primera faceta quedaría así introducida: como áspero crítico de la cultura y de la civilización, Rousseau arriesgó un diagnóstico sobre los males de una sociedad que juzgaba como inauténtica, denunciando la omnipresencia del amor propio (amour propre), “sentimiento relativo, ficticio y nacido dentro de la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a los hombres todos los males que se infligen mutuamente” (ibid., 235). Al mismo tiempo, sin embargo, quiso buscar también una explicación de cómo y por qué esos vicios, mentiras y miserias habrían llegado a configurarse en la propia condición humana, un enfoque novedoso donde el ginebrino supo problematizar las complejas relaciones entre naturaleza y cultura: pues si el hombre civilizado estaba degenerado, si el velo que cubría su sociedad disimulaba sus genuinos sentimientos naturales, ¿cuál habría el verdadero hombre, si es que lo hubo, y cómo indagar las fuentes de esa desigualdad que seguía perpetuándose?
Rousseau en traje armenio. Pintura al óleo por Allan Ramsay
La cuestión del hombre: sobre el estado de la naturaleza y la desigualdad
En el segundo Discurso, leemos la siguiente declaración de principios: “Es del hombre de quien voy a hablar” (ibid., 117), entre otras cosas porque “el más útil y el menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre” (ibid., 109). Sin embargo, a propósito de cómo estudiar al hombre, Rousseau fue el primer filósofo que, ejerciendo también de primer etnólogo (Lévi-Strauss), puso el acento en la forma de mirarnos a nosotros mientras lo estudiamos (Rousseau, 2006, 25). Al menos dos vertientes de esta praxis me parecen reseñables.
Por un lado, sabemos que la exigencia de mirarnos de otro modo la práctico consigo mismo, mirando a lo lejos pero hacia adentro, como tenaz observador que hizo de sí mismo su mejor (y más contradictorio) instrumento de observación: todo el arte de introspección ejercido en sus Confesiones, todo el recurso obsesivo a la interioridad y el abandono al sentimiento revelan que, para Rousseau, escribir sobre sí era un acto individual e intransferible vinculado a la conciencia moral, en el sentido de que estudiarse a uno mismo, “por dentro y por debajo de la piel” (Rousseau, 1997, 27), significaba buscar la sinceridad del corazón y detectar sus más mínimas alteraciones. Apenas sorprende que fuera el precursor del Sturm und Drang o el romanticismo: si el sentimiento era la primera modalidad de la existencia humana, mucho antes que la razón, el entendimiento o las ideas, debíamos observar nuestra existencia como un constante encadenamiento de afecciones secretas que nos constituyen, sugiriéndonos el pavoroso vértigo de la diferencia con los otros y con uno mismo, su incomunicación y opacidad siempre acechantes; sin ese compromiso (público) de observación (privada), su vida no habría podido consagrarse a su reiterada búsqueda de la verdad. En este sentido, en la historia de las ideas hay pocos pensadores cuya vida y obra se encuentren tan entrelazadas. Rousseau gustó de enmascararse en sus autobiografías y personajes literarios, trasuntos de sus encrucijadas vitales; y qué duda cabe que lo hizo para justificarse y defenderse, en relatos apologéticos que se mueven entre la autocompasión y el lamento de sí, la impostura y la manía persecutoria. Pero al mismo tiempo articulaban un esconderse para mostrarse mejor: posicionarse frente al ruido y la superficialidad del mundo exterior mediante una escritura que, desde los márgenes de una soledad querida, buscaba un ideal de transparencia enfrentada con la mentira y el egoísmo.
Por otro lado, es bajo la exigencia de mirarnos de otra forma cómo pueden introducirse sus conocidas ideas sobre el estado de la naturaleza y el buen salvaje, herramientas ambas que servirían para examinar los fundamentos de la sociedad y juzgar su presente. Su centralidad es indiscutible, aunque conviene deshacer un equívoco: el état de nature es un “estado que ya no existe, que quizá no ha existido, que probablemente no existirá jamás” (Rousseau, 52005, 111). Como reconstrucción experimental de los orígenes de la humanidad, se sustrae a la investigación empírica: ni remite a un periodo histórico particular (ibid., 120), ni a un paraíso perdido que canta un elogio al primitivismo. Pero siendo impracticable como experiencia científica, sí nos abre a la experiencia filosófica del pensar: como hipótesis para conjeturar la progresiva civilización de la humanidad, ofrece un punto de referencia para que, como viera Kant –su mejor lector–, el hombre “mirase a él desde el puesto en que ahora se encuentra” (2014, 241), determinando los aspectos corrompidos que se habrían introducido en nuestra naturaleza humana, en un arco desde sus orígenes prepolíticos hasta la aparición de la propiedad privada y la desigualdad, pasando por la instituciones del lenguaje o la familia, entre otros muchos dispositivos. Claro que no cabría volver a dicho estado primordial, ni predicar una huida de la civilización a “cuatro patas” (Voltaire); el ginebrino sabe que la sociedad es un hecho irreversible, resultado de la perfectibilidad del ser humano y su especie (Rousseau, 52005, 132), y como ser social dotado de razón estaría capacitado para (re)descubrir un sentimiento moral incluso en la peor de las corrupciones. No hay que dar al hombre por perdido, pues solo en sociedad podríamos convertirnos en seres morales: pesimismo histórico, sí, con briznas de fatalismo, pero siempre compensado por un optimismo antropológico.
A la luz de esta prevención, ¿quién sería ese homme sauvage que habría vivido aislado y en armonía con la naturaleza? Libres e iguales, solitarios y ociosos, los hombres salvajes habrían vivido en sí mismos (ibid., 203), en contacto directo con las cosas, sin necesidad de transformar el mundo para satisfacer sus necesidades: su comunicación sería silenciosa, su lenguaje y sus signos, naturales, como la voz y el gesto, expresión y presencia viva de un sentimiento primigenio. Sin embargo, la flexión decisiva en la descripción rousseauniana es otra, y reviste una dimensión moral: y es que ese hombre salvaje sería bueno por naturaleza –a diferencia de Hobbes, para quien el hombre sería malo por naturaleza–, pero habría sido corrompido por la sociedad. De este modo, el mito milenario del salvaje –que es un mito sobre la imagen y encarnación del Otro, cuya representación iconográfica y expresiones literarias atraviese toda nuestra civilización occidental– es reconstruido moralmente en clave moderna: el buen salvaje de Rousseau sirve para reflejar una alteridad, que somos siempre nosotros, y narrar el mito de un otro que siempre fuimos nosotros; de ahí que articule una narrativa conjetural sobre la caída, que entremezclaría también el imaginario del mito de la Edad de Oro con la cristiana atribución de la responsabilidad del mal a la humanidad, una versión secularizada del pecado original que habría nacido, sin embargo, de las consecuencias de la organización de la sociedad humana. Tales son algunos de los avatares de la “bondad natural”, que emerge como una línea maestra que, como expresó en la famosa carta a Beaumont de noviembre de 1762, daría unidad a todo su pensamiento:
El principio fundamental de toda moral, sobre el cual he razonado en todos mis escritos […] es que el hombre es naturalmente bueno, amante de la justicia y el orden, que no hay perversidad original en el corazón humano y que los primeros impulsos de la naturaleza son siempre rectos (Rousseau, 1994b, 61).
En la evolución que conduce al hombre del estado natural al de civilización habría que distinguir varias etapas, y sin duda una lectura habitual la interpreta como degradación de una suerte de inocencia original perdida en favor de su alienación en las cosas materiales. Habrá quien crea identificar una anticipación de Marx, aunque esta denuncia rousseauniana se articuló, a mi entender, desde su formidable gusto por las paradojas: y es que los progresos materiales de la civilización, las instituciones políticas y la conquista moderna de la libertad no generaban progreso moral, por mucho que el derecho natural proclamase la igualdad natural de todos los hombres; es más, tales progresos continuaban siendo perfectamente compatibles con la explotación del hombre por el hombre, la descomposición de lazos fraternales comunitarios y la generación de nuevas desigualdades insolidarias, o la perpetuación de viejas. Dotado de una enorme sensibilidad, la denuncia de Rousseau siempre fue incómoda porque señalaba desigualdades no tanto físicas o naturales cuanto sociales y económicas, que son siempre desigualdades de naturaleza moral o política, pues depende de una especie de convención que está establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en los diferentes privilegios de los que gozan unos en detrimento de los otros, como el ser más ricos, más honrados, más poderoso que ellos o, incluso, hacerse obedecer (ibid., 118).
¿Absolutismo igualitario, por tanto? No, más bien que “ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse” (Rousseau, 52017, 58). Así, bajo esta luz, su tratamiento de la propiedad privada, fuente por excelencia de la desigualdad cuya escena originaria ha sido mil veces citada (Rousseau, 52005, 161 s.), adquiere mejores contornos. Más allá de la ignorancia de quienes le atribuyen la abolición de la propiedad privada, su defensa de la propiedad como derecho sagrado sobre el que se asentaba la sociedad política quiso, antes bien, ser compatible con la defensa de la pequeña propiedad del campesino o artesano sobre sus medios de producción; lejos de exigir una nivelación de las condiciones, reclamó que la propiedad permaneciese limitada a las necesidades reales del individuo, de modo que la fundamentación del derecho de propiedad no desembocara en una defensa de la propiedad desigualitaria ilimitada, algo que venía agudizándose en un contexto creciente de proletarización del campesinado francés a mediados de siglo, esto es, la expulsión de sus tierras de una parte de los pequeños propietarios o usufructuarios: entreviendo la transformación que se estaba produciendo en las relaciones sociales con la introducción del sistema capitalista, las relaciones de libertad e independencia que sostenían entre sí productores independientes se habían resquebrajado dejando paso a la servidumbre de nuevas relaciones salariales (ibid., 203).
Portada del Contrato Social 1762 por Jean-Jacques Rousseau
La cuestión del ciudadano, o sobre un nuevo pacto de asociación
Aunque la civilización hubiera causado muchos de nuestros males, Rousseau entendía que solo devenimos hombres tras hacernos ciudadanos; de hecho, por mucho que el Estado moderno sea un momento más dentro del proceso de decadencia moral que se habría desencadenado cuando estos comenzaron a alejarse de su estado natural, renunciar hoy a su libertad “equivale a renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad e incluso a sus deberes” (52017, 10). Por consiguiente, al tomarse en serio la idea de que el hombre que no goza de una libertad completa no es un hombre, la filosofía rousseauniana se torna inevitablemente política: debemos buscar los fundamentos generales del buen gobierno, saber qué regímenes pueden construirse sobre bases legítimas y, sobre todo, pactar entre todos algún principio de la autoridad civil fundadora de derecho político, sin que por ello dejemos de ser lo que somos. Esta es, claro está, la pesquisa iniciada en El contrato social:
Quiero averiguar si en el orden civil puede haber alguna regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres como son y a las leyes como pueden ser [...]. Un Estado así diseñado podría poner un límite a las guerras e injusticias, pero también evitaría el desgarramiento del hombre, el alejamiento de su naturaleza originaria (ibid., 3).
Por todos es sabido que Rousseau ha pasado a la historia como uno de los pensadores por excelencia de la teoría democrática moderna, en particular de la teoría republicana de la democracia, no exento de dificultades interpretativas, polémicas y claroscuros en su recepción. Hoy, que por descuido o indolencia damos por hecho nuestras democracias, tendemos a no apreciar bien lo explosiva que fue su defensa como única forma de Estado legítima que podría no tanto instaurar una sociedad rigurosamente igualitaria cuanto reducir las desigualdades y corregir las injusticias sociales, revelándose fiel heredero de la tradición política republicana y su modelo de ciudadanía, cuya prioridad era garantizar la libertad civil de los hombres. Pero el ginebrino no se llamaba a engaño: “El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado. […] ¿De qué manera se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión” (ibid., 4). Así, la resolución de ese problema consistió en (re)plantearse la pregunta misma por el pacto que haría posible el bienestar de una sociedad desde un orden justo y legitimado por el pueblo como depositario de la soberanía. He aquí el dilema:
Hay que encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes (ibid., 16).
Refundar la teoría del contrato social exigió originalidad, e incluso manteniéndose en el ámbito del derecho natural debía sortear las fórmulas más consagradas del contractualismo moderno: ni pacto de sumisión, donde se alienaba la libertad en aras de la seguridad (Hobbes, Grocio), ni doble contrato de asociación civil seguido por otro de sumisión política (Pufendorf), pues ambas modalidades dependían de la garantía de un soberano externo cuyos límites podían ser tan abstractos como ineficaces. Por tanto, la firma debía replantearse como un único contrato de asociación simultáneamente civil y política, de carácter normativo y procedimental, a través del cual se crease la comunidad cívico-política según las exigencias de libertad e igualdad. Ese sería el lugar de la voluntad general (volonté générale): cada uno (como singular) se daría a todos los otros (como comunidad) mediante una alienación sin reservas de sus derechos y deberes, de sus bienes y poder y, a su vez, como miembros de la comunidad recibiríamos a todos los otros (como singulares) en las mismas condiciones, de modo que la reciprocidad y la igualdad fueran la garantía de la libertad.
De nuevo, conviene deshacer algunos equívocos, pese a la complejidad del concepto. Pues lejos de ser una sumatoria de voluntades particulares (volonté de tous), la voluntad general superaría las disputas entre arbitrios individuales de la mano de una autoridad superior e inapelable (ibid., 17). De unirse así, señala Rousseau, los hombres formarían una persona pública llamada soberano, y serían libres porque obedecerían, no a un hombre, sino a la ley que ellos mismos se han prescrito y que define sus derechos al mismo tiempo que sus deberes (ibid,, 35), es decir, reconocerían la autoridad de la razón para unirse por una ley común en un mismo cuerpo político, ya que la ley que obedecen nacería de ellos mismos. La soberanía, por consiguiente, entendida como principio de legitimidad del poder radicado en el pueblo, no sería “sino el ejercicio de la voluntad general” (ibid., 27), y de ella emanaría el poder soberano, poder político que sería inalienable, indivisible y absoluto; de ahí también que, lejos de pensar en términos de poder representativo y delegado (ibid., 108), el pueblo deba obligatoriamente legislar por sí mismo y aprobar las leyes mediante votación en asambleas públicas deliberativas, de carácter periódico y en condiciones de equidad y libertad reales, siendo el gobierno un simple comisionado, encargado de la ejecución de sus mandatos, obligado a rendir cuentas y pudiendo ser destituido en cualquier momento.
Se ha dicho que el modelo político propuesto en El contrato social se inspira en el Conseil Géneral de Ginebra o en los antiguos cantones suizos, donde se practicaba una democracia directa; Ginebra idealizada de juventud, cabría puntualizar, y revestida de las admiradas instituciones y virtudes de las repúblicas de la Antigüedad. Pero difícilmente quepa ver en la propuesta rousseauniana solo una simple utopía, tal como se desprende de su menos conocido Proyecto de Constitución para Córcega (1765) y sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia (1771), donde los principios del Contrato se fundieron con reflexiones y programas políticos concretos: desde la reivindicación de un gobierno democrático a la igualdad de derechos; desde el respeto a las costumbres tradicionales a la defensa de un patriotismo cívico; desde la defensa de la propiedad privada a la (quimérica) autarquía económica vía limitación de las ganancias individuales o del comercio exterior; desde la defensa democrática del pluralismo religioso, basado en las piedras angulares de la tolerancia y libertad de conciencia, hasta la propuesta de una religión civil, laica y utilitaria, una profesión de fe que coadyuvaría a cimentar la cohesión interna de los ciudadanos.
Portada de la primera edición de Emilio, o De la educación.
La educación también es política
Entre la naturaleza perdida, a la que no podemos volver, y la sociedad actual, sede de los males y desigualdades de nuestra civilización, surge la necesaria experiencia social de la educación, pilar del pensamiento rousseauniano recogido en Emilio y Julia, o la nueva Eloísa, novela elegíaca que imagina la idílica educación de una pequeña sociedad de almas bellas, universo diáfano cuyos personajes logran comunicarse sin (aparentes) obstáculos. Es cierto que, antes de saltar a la fama, Rousseau se había dedicado a la enseñanza como medio de subsistencia: había enseñado música y trabajado como preceptor, y se había interesado, como muchos de sus coetáneos, por cuestiones referentes a la enseñanza precursora de la pedagogía activa. No debiera sorprender: la educación fue un campo de batalla decisivo de la Ilustración, pero en Rousseau solo eclosionó como problema político y moral de primerísimo orden a partir de su comprensión del estado de la naturaleza y el hombre natural.
Habrá quien crea que su respuesta a esta cuestión parezca ingenua: el fin de la educación debe ser aprender a vivir. ¿Y cómo se aprende a vivir? Tomando a la naturaleza como maestra, aprendiendo de ella: “Observad la naturaleza y seguid la ruta que os marca” (Rousseau, 1990, 49). Exhortación por tanto a ejercitar las facultades que la naturaleza –que no conoce el mal ni desorden– nos ha otorgado, para alcanzar la plena autonomía individual, algo que desde luego no se logra en la soledad de los bosques sino actuando según los mandatos de los que el individuo mismo, en tanto que ciudadano, es responsable. En todo momento, Rousseau quiso construir un sujeto de juicio independiente capaz de admitir la necesidad de las cosas, pero no la arbitrariedad de los hombres: pues el mal, cierto, existe, y en parte remite a un problema de constitución social y desigualdad económica. Pero no solo se resuelve con buenas leyes, sino que requiere una transformación profunda de la sociedad, un reencontrarse con la naturaleza en la sociedad –o a pesar de ella– hallando la primera naturaleza del hombre en uno mismo:
Pero considerad, primero, que, al pretender formar al hombre de la naturaleza, no se trata por ello de hacerle un salvaje y relegarlo al fondo de los bosques, sino que, encerrado en el torbellino social, basta con que no dejemos que lo arrastren ni las pasiones ni las opiniones de los hombres; basta con que vea por sus ojos, con que sienta por su corazón, con que ninguna autoridad lo gobierne, salvo la de su propia razón (ibid., 342).
Desde esta perspectiva, tal vez entendamos mejor por qué el método educativo expuesto en Emilio, obra a caballo entre la novela, el tratado pedagógico y el ensayo, pone el énfasis en la libertad del niño para desarrollarse: “[C]onceder a los niños más libertad verdadera y menos dominio, dejarles más obrar por ellos mismos y exigir menos de otro” (ibid., 79). Ahora bien, con los métodos imperantes, ¿cómo defender y garantizar la libertad como valor supremo de la educación? Desde luego no a través de la imposición o la instrucción, ni a través de principios como la emulación o la reproducción, pues con ellos se perpetuarían normas o conductas humanas preexistentes. Su joven protagonista, Emilio, es un laboratorio para experimentar la educación de los hombres –más que las mujeres, pues el personaje de Sofía no hará su aparición hasta el libro quinto, y su circunscripción a la esfera doméstica de docilidad, modestia y pudor resultan criticables por su determinismo natural– y evitar los peligros prematuros de la educación positiva, “que tiende a formar el espíritu antes de tiempo y a dar a conocer al niño deberes de hombre” (Rousseau, 1994b, 88), como escribió en la citada carta a Beaumont. En su lugar, se defiende una educación negativa tendente a perfeccionar “los instrumentos de nuestros conocimientos, antes de darnos conocimientos” (ibid.), entendiendo por negativa aquella educación que “prepare para el conocimiento protegiéndole del error” (Shklar, 1985, 148), algo que se ejercería a través de la figura del tutor, sutil mediador en el aprendizaje de la naturaleza; se trataría de cultivar el máximo de sus capacidades naturales, físicas y mentales, al tiempo que se minimiza o retrasa en él el desarrollo de las debilidades propias de la sociedad.
Es imposible recoger aquí todos los matices y aspectos decisivos del giro copernicano impreso por Rousseau en materia educativa, pero de su indiscutible legado, de su rica recepción, hay al menos uno que merece destacarse a modo de reflexión final. Pues, en efecto, Rousseau insistió como pocos que pretender educar a un niño desde la razón, acaso para proporcionarle virtudes o conocer la verdad, sería tanto como empezar por el final, “querer hacer de la obra el instrumento (Rousseau, 1990, 107). La razón no es innata, y en todo caso emergerá de ese cultivo de los sentidos: pues el niño no es un adulto pequeño cuya mente en blanco permite la simple impresión externa de ideas sobre el mundo y la sociedad. Antes bien, representa una realidad radicalmente autónoma, distinta de aquella otra en la que habrá de convertirse, por eso el proceso educativo debe tomar en consideración no solo las materias prácticas frente a las teóricas y abstractas, sino sobre todo la edad del alumno y las particularidades de cada etapa vital en el momento de determinar los contenidos didácticos: cuatro etapas (edad de la naturaleza, de la fuerza, de la razón y las pasiones, del matrimonio y la sabiduría), que corresponderían con las dos fases en que, como sujeto adulto, el sujeto se relacionará con las instituciones de la familia y el Estado: la educación doméstica y la cívica, la primera como ser particular, la segunda, como sujeto en tanto que miembro de la sociedad.
Rousseau - Voluntad General y Contrato Social
Bibliografía
Cottret, M. y B. (2005). Jean-Jacques Rousseau en son temps, París: Perrin.
Kant, I. (2014). Antropología en sentido pragmático, edición bilingüe y traducción de D. M. Granja, G. Leyva y P. Storand, México: FCE.
Rousseau, J.-J.
— (1990). Emilio, o De la educación, prólogo, traducción y notas de M. Armiño, Madrid: Alianza.
— (1994a). Carta a D’Alembert, estudio preliminar de J. Rubio Carracedo, traducción y notas de Q. Calle Carabias, Madrid: Tecnos.
— (1994b). Escritos polémicos, edición de J. Rubio Carracedo, Madrid: Tecnos.
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— (52005). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, estudio preliminar, traducción y notas de A. Pintor Ramos, Madrid: Tecnos.
— (2006). Ensayo sobre el origen de las lenguas, traducción de A. Castañedo, México: FCE.
— (2016). Ensoñaciones de un paseante solitario y otros fragmentos autobiográficos, edición de R. R. Aramayo, Madrid: Plaza y Valdés.
— (52017). El contrato social o Principios de derecho político, estudio preliminar y traducción de Mª. J. Villaverde, Madrid: Tecnos.
Shklar, J. (1985). Men and Citizens. A Study of Rousseau’s Social Theory, Cambridge: Cambridge UP.
Starobinski, J. (1983). Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, Madrid: Taurus.
Trousson, J. (1995). Jean-Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una conciencia, Madrid: Alianza.
- Jean-Jacques Rousseau: Biografía, Pensamiento y Obras - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Iker Martínez Fernández
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En los últimos años el estoicismo se ha popularizado hasta convertirse en un fenómeno de masas. No hay semana que la prensa generalista no nos ofrezca una síntesis estoica de nueva aparición en las librerías o un somero análisis de los motivos del regreso de esta filosofía ancestral. Circulan por la red todo tipo de podcasts estoicos; youtubers, líderes de opinión y grandes empresarios dicen promover valores estoicos y los clásicos grecorromanos de esta escuela, como Epicteto o Marco Aurelio, encuentran por primera vez hueco en los escaparates de las librerías.
En los últimos años el estoicismo se ha popularizado hasta convertirse en un fenómeno de masas. No hay semana que la prensa generalista no nos ofrezca una síntesis estoica de nueva aparición en las librerías o un somero análisis de los motivos del regreso de esta filosofía ancestral. Circulan por la red todo tipo de podcasts estoicos; youtubers, líderes de opinión y grandes empresarios dicen promover valores estoicos y los clásicos grecorromanos de esta escuela, como Epicteto o Marco Aurelio, encuentran por primera vez hueco en los escaparates de las librerías. Las Meditaciones del emperador filósofo es en estos momentos el texto de un autor romano más traducido al español. En 2023 Arpa y Trotta nos han ofrecido dos nuevas traducciones a cargo de David Hernández de la Fuente y de Jorge Cano Cuenca, respectivamente. Por su parte, Alianza Editorial ha publicado, a cargo Ignacio Pajón Leyra, una recopilación de textos de Epicteto bajo el título El arte de vivir en tiempos difíciles. Son trabajos muy valiosos que se unen a otros existentes en nuestra lengua.
La recuperación del estoicismo no es un hecho novedoso, sino una tendencia que se inicia a finales del siglo XX con la publicación de la obra A New Stoicism, de Lawrence Becker. Becker conoce muy bien a los estoicos antiguos y trata de adaptar su pensamiento al mundo moderno. Para ello, pone el acento en la ética, ya que las restantes partes del sistema (la lógica y la física) son de difícil transposición a la actualidad. El regreso del estoicismo se ha visto posteriormente estimulado por el episodio pandémico que se inició en 2020. Hoy todo lo que lleva la palabra ‘estoico’ despierta un considerable interés entre amplios sectores de la población. Pero ¿cuál es el motivo, o motivos, de este extraordinario renacimiento?
Para responder a esta pregunta es necesario determinar qué entienden por estoicismo quienes promueven la adhesión a esta «filosofía de vida». Una vez resuelta esta cuestión previa, convendrá determinar qué valores rechazan o a cuáles dan cobertura sus seguidores. Por último, será interesante examinar las críticas vertidas hacia el movimiento estoico, así como los valores que estas rechazan o los que desean preservar. Solo entonces podremos responder a la cuestión de las causas de este potente resurgimiento.
Busto de Marco Aurelio, Glyptothek
¿A qué llamamos estoicismo hoy?
Estamos ante una pregunta complicada de responder. Para hacerlo debemos distinguir, al menos, dos niveles de discurso. Por un lado tenemos un estoicismo más teórico, recuperado por académicos que conocen bien los principios de esta escuela y su aportación en la antigüedad. Así, para Becker, el estoicismo consiste en una serie de principios éticos que pueden indicarnos rutas para vivir de una manera más acorde con nuestra naturaleza. Entender qué significa vivir conforme a la naturaleza es un tema nuclear en el estoicismo y constituye la clave del libro de Becker.
El dominio de nuestras pulsiones, eso que William B. Irvine, otro académico que promueve los valores estoicos, considera «nuestro amo evolutivo», es el fundamento del control de nuestros deseos. Para este filósofo estadounidense, que desarrolla estas cuestiones en Sobre el deseo o en El arte de la buena vida: un camino hacia la alegría estoica, el mayor provecho del estoicismo consiste hoy en la revalorización y revitalización de la racionalidad frente a unas pulsiones emocionales que adoptan un papel cada vez más protagonista. Solo con las virtudes de un animus magnus, como decía Cicerón, esto es, con la fortaleza sostenida por la constancia, el nuevo estoico puede apoderarse de sus emociones y dominarlas.
En general este estoicismo más teórico rescata del antiguo casi todos sus valores éticos. Algunos han generado cierta controversia, ya que, en principio, conforman una ética que chirría con el espíritu de nuestro tiempo. Por ejemplo: tanto Becker como Irvine, pero también otros promotores de este movimiento como Sellars, Gill o Pigliucci, mantienen que el control de los deseos debe sustentarse en la aceptación de las cosas tal y como son y no como quisiéramos que fuesen. Se trata de una conclusión coherente con el principio estoico conocido como «dicotomía del control», que obliga a distinguir aquellos aspectos de nuestras vidas que podemos cambiar porque en último término dependen de nosotros y aquellos otros que, sin embargo, resultan inmodificables por no encontrarse bajo nuestro control. Esta doctrina, que ya mantuvieron los estoicos antiguos, ha sido sometida a una fuerte crítica por su carácter presuntamente conservador. Más adelante me referiré a ella con mayor detenimiento.
Otro de los elementos comunes a los autores neoestoicos es la recuperación para la ética del concepto de virtud, abandonado por la gran mayoría de las filosofías modernas, pero esencial para entender las éticas de la antigüedad. De acuerdo con esta doctrina, el fin último del ser humano sería comportarse de manera virtuosa y coherente a lo largo de su vida. Pero ¿qué significa «comportarse de manera virtuosa» o «vivir conforme a la naturaleza»? En principio, parecen significantes vacíos que es necesario dotar de contenido. Los neoestoicos tratan de hacerlo, aunque entre ellos hay matices. No obstante, es posible descubrir algunos elementos comunes que giran en torno al desarrollo de las viejas virtudes clásicas de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la valentía ante la adversidad. De manera que los tratados neoestoicos consisten fundamentalmente en un intento por descubrir -a veces con una casuística muy precisa- en qué consistiría la práctica de estas virtudes en la actualidad. Dado que su fundamentación está presidida por la racionalidad, estamos ante exposiciones con un aroma prescriptivo y muy críticas contra lo que consideran la perversa y debilitante deriva emocional del individuo y las comunidades en las que se integra.
Con la teoría de las virtudes, el estoicismo recupera la polémica noción de naturaleza humana para ofrecer un recipiente sólido a sus doctrinas. La naturaleza propiamente humana fungiría de patrón de conducta que permite distinguir entre las acciones beneficiosas para el ser humano y las que lo apartan de una convivencia pacífica consigo mismo y con los demás. Pero, de nuevo, este concepto requiere un contenido preciso que los neoestoicos no siempre proporcionan de una manera nítida.
En síntesis, podríamos decir que el neoestoicismo viene formulado como una crítica a algunas propuestas éticas de la modernidad basadas en el predominio de lo cultural sobre lo biológico o en el auge de las identidades y deseos individuales, que, a su juicio, han abandonado principios básicos del bagaje de la filosofía clásica: el conocimiento como forma de jerarquizar las distintas posiciones en la sociedad, el papel de la naturaleza humana como límite para la acción y el deseo o el valor de la imitación frente a la centralidad moderna de los conceptos de autonomía y emancipación. Estos principios pondrían de manifiesto los límites de dichas propuestas y de algunos valores propios de la Ilustración.
Junto a estos textos de corte más filosófico o académico, hallamos en la red multitud de voces que apelan a principios, doctrinas o prácticas denominadas estoicas. Veamos algunos ejemplos: para el inversor, empresario y podcaster estadounidense, Tim Ferriss, el estoicismo sería un sistema operativo para tener éxito en entornos de alto estrés, una definición que se centra en el plano psicológico. Y es que las doctrinas estoicas han resultado inspiradoras para algunos psicólogos defensores del paradigma cognitivo-conductual, como Donald Robertson, terapeuta escocés muy conocido en redes sociales por proponer las Meditaciones de Marco Aurelio como la base de sus terapias.
Otro lector declarado del emperador-filósofo es el celebérrimo empresario Elon Musk, propietario de Tesla y de Space X. Hace unos años, Musk declaró que la lectura de las Meditaciones había cambiado su vida. Desde entonces dice aplicar los principios de resiliencia y perseverancia en todas las acciones que acomete, enfrenta los problemas con calma y serenidad (sic), se mantiene alerta a las oportunidades y alimenta una perspectiva a largo plazo sin dejarse seducir por ensoñaciones o deseos. Para él la dicotomía del control estoica resulta básica, pues le ayuda a aceptar lo que no se puede cambiar y a abordar aquello que depende de uno mismo. Musk denomina a esta forma de proceder «enfoque pragmático y estratégico».
El fundador de Amazon, Jeff Bezos, defiende un planteamiento similar a los de Ferriss y Musk. Su propuesta, a la que denomina «liderazgo estoico», se resume en dos principios: enfoque en el cliente y mantener la calma bajo presión.
A primera vista, este lenguaje empresarial y de negocios parece resultar extraño al vocabulario estoico y, en parte, lo es. Si en los neoestoicos más académicos se aprecia con claridad el interés por establecer un vínculo entre sus propuestas éticas y las de la Stoa antigua, este estoicismo de corte empresarial prescinde de cualquier perspectiva histórica y reduce el estoicismo a los valores del esfuerzo, el tesón, la resistencia a la adversidad y una prudente y serena gestión del riesgo. Sin duda estamos ante ‘virtudes’ que un estoico clásico -y también un neoestoico- estarían dispuestos a reconocer como propias, pero toda voluntad de sistema se ha perdido. El respaldo teórico y el papel de la razón en la ética estoica se sustituyen por la evidencia de una experiencia exitosa.
Esta vulgarización del estoicismo revela, sin embargo, dos elementos que conviene tener en cuenta. El primero es la ductilidad de esta filosofía para adaptarse a distintos contextos, factor que ya fue determinante en su expansión durante la antigüedad. En Roma el triunfo de esta escuela se debió fundamentalmente a su progresivo acoplamiento con el carácter y tradiciones romanos. Su éxito en la actualidad es prueba de su capacidad de adaptación a sociedades bien distintas de aquellas.
El segundo elemento que debemos tener en consideración es que el núcleo del estoicismo -en sus dos versiones aquí expuestas- permite conectar con unos valores clásicos que en las últimas décadas han sido muy contestados, no solo en el ámbito académico, sino también en el imaginario colectivo. Pensemos en conceptos como naturaleza humana, mérito o esfuerzo. Son postulados clásicos que la modernidad ha atacado con ferocidad sin que, al parecer, un sector de la sociedad esté dispuesto a abandonarlos sin discusión. El lenguaje estoico, algunos de sus principios y valores más típicos, serían el cauce a través del cual articular una crítica ante la progresiva preterición de estos conceptos y frente a lo que consideran una exagerada deriva posmoderna en favor del individualismo y el emotivismo.
¿Qué dicen los críticos con el estoicismo?
La Stoa recibió ya fuertes críticas en la antigüedad. Su dura competencia con otras escuelas de filosofía, como el epicureísmo o el escepticismo de la Academia Nueva patrocinada por Arcesilao y Carnéades, favoreció la controversia con muchos elementos de su sistema. Uno de los campos donde la discusión resultó más intensa fue el de la epistemología, donde las acometidas del escepticismo de Carnéades fueron feroces. Un registro, profundo y detallado, de todas estas críticas puede encontrarse en un espléndido libro publicado recientemente en abierto por Salvador Mas Torres, profesor de Historia de la Filosofía Antigua en la UNED y especialista en la filosofía de este periodo: Escépticos y dogmáticos. Estudios sobre la Academia Nueva.
Dado que el neoestoicismo no adopta una posición definida en el terreno epistemológico, no me centraré en estas críticas. Es, como ya he indicado, el terreno de la ética en el que este resurgimiento de la nueva Stoa ha resultado más provechoso, por lo que me centraré exclusivamente en este ámbito.
Ya en el siglo I a.C., Cicerón dedicó algunos de sus tratados a reflexionar sobre los principios de la ética estoica. El filósofo romano no se muestra opuesto a muchos de ellos, como veremos que sí hizo, y todavía hace, el epicureísmo. En realidad declara su simpatía sobre todo por la concepción de la honestidad o integridad moral como el supremo bien de la escuela, por haber hecho siempre bandera de un patriotismo que la República romana necesitaba en ese momento y por haber antepuesto los deberes de ciudadanía a los deseos y placeres personales. Las críticas de Cicerón son sutiles y, si se quiere, de detalle, aunque resultan demoledoras cuando refuta el modelo de sabio estoico (Sobre el supremo bien y el supremo mal) como maquinal y extraño al sentido común.
Algunas de estas críticas se han reproducido en la actualidad. Para su exposición las dividiré en dos: por un lado, las dirigidas al sector más teórico o académico y, por otro, aquellas que sospechan el resurgimiento de ideas reaccionarias detrás del estoicismo que yo he denominado aquí «empresarial». Empezaré por las primeras, pues poseen una mayor complejidad.
Las críticas a los aspectos más teóricos del neoestoicismo proceden igualmente de ambientes académicos. Sus defensores son filósofos o profesores de filosofía que se sitúan del lado de una de las escuelas rivales del estoicismo antiguo: el epicureísmo. Como es sabido, la filosofía epicúrea promueve el placer -entendido como ausencia de dolor- como el supremo bien del ser humano. De esta discrepancia con los estoicos se extraen numerosas consecuencias para la ética que ya fueron consignadas en la antigüedad.
En su obra Cómo ser un epicúreo. Una filosofía para la vida moderna, la profesora de filosofía de la Universidad de York, Catherine Wilson, dedica un capítulo entero a contraponer los principios de la ética epicúrea con los de la estoica. De acuerdo con Wilson, las diferencias podrían reconducirse a cuatro aspectos distintos:
1.- Mientras el estoico es determinista y considera que algunas tragedias que suceden en la vida son inevitables (por ejemplo, la muerte prematura de personas por enfermedades como el cáncer o la existencia de violencia entre los seres humanos), el epicúreo piensa que estos hechos son fortuitos y, en consecuencia, podrían ser de otra manera. Estamos ante la disyunción a la que Marco Aurelio se refiere como «providencia o átomos»: los estoicos consideran que la razón, que ordena la naturaleza, es providencial, mientras que los epicúreos creen que el mundo, constituido por átomos y vacío, se rige por el azar. Para Wilson, el determinismo estoico deriva éticamente en un conformismo con los males que asolan el mundo, mientras que los epicúreos abren la puerta al cambio. Más adelante me referiré a los problemas derivados de la postura de Wilson en torno a esta cuestión.
2.- La fortaleza estoica ante la adversidad, necesaria para afrontar los inevitables males existentes, deriva, a juicio de Wilson, en un excesivo rigorismo moral. La combinación entre resistencia a la adversidad, sufrimiento y cumplimiento del deber hace del estoicismo una filosofía con una acusada tendencia al belicismo. De ahí, nos dice la autora, que los sectores militares y policiales se vean más atraídos por esta filosofía que por el epicureísmo, cuya invocación del placer como ausencia de dolor funcionaría como un fármaco contra la violencia.
3.- El programa estoico de supresión de las emociones le parece a esta autora poco realista. Para los estoicos, las emociones eran algo muy parecido a enfermedades que uno debía bloquear desde un principio. Esta tesis parece coherente con la centralidad que la Stoa concedió a la razón. Pero cabe analizar, como hace Wilson, qué espacio ocupan las emociones en nuestra vida o si las emociones no forman parte también de la naturaleza humana. Se trata de una discusión muy antigua, incluso dentro del estoicismo, que no es a este respecto una doctrina unánime. El epicureísmo de Wilson, en cambio, considera las emociones como algo positivo o, como mínimo, un factor importante al que conviene atender por ser determinante en nuestras vidas.
4.- El último aspecto que enfrenta a Wilson con los estoicos es el de los llamados «indiferentes». Como es sabido, los estoicos admiten la existencia de un único bien - la honestidad o integridad moral- y declaran la indiferencia de todo lo demás. Otras filosofías, como el aristotelismo o el epicureísmo, admitían lo que en la antigüedad se llamaban «bienes externos», esto es, los amigos, la familia, la riqueza o los placeres. Para Wilson, la indiferencia estoica desemboca en resultados aberrantes como el de comparar la muerte de un hijo con la rotura de un jarrón, como hace el filósofo estoico Epicteto. De manera que la honestidad, algo en principio positivo, convierte a los militantes de esta escuela en seres apáticos con el mundo que les rodea. Al objeto de evitar el sufrimiento derivado de las pérdidas de la vida, se revisten de una frialdad casi inhumana.
Vistas así las cosas, algunos críticos del estoicismo han propuesto el epicureísmo como complemento o corrección de los principios más rígidos de la doctrina. Es el caso del reciente libro de Charles Senard, Ser estoico no basta. Sabiduría epicúrea para vivir el presente, publicado en español por Rosamerón.
Cabeza del filósofo Epicuro. Anónimo veneciano1670/1700
Como puede observarse, se trata de críticas similares a las que recibió esta escuela en la antigüedad, lo que indica que los neoestoicos han recuperado con bastante fidelidad el núcleo de la sabiduría de la antigua Stoa. Ahora bien, las críticas de Wilson poseen ingredientes que no tuvieron las versiones anteriores. Son críticas que provienen de una «mentalidad moderna», si el lector me permite expresarlo de esta manera. Quiero decir: se trata de críticas hechas con las herramientas teóricas de la modernidad, con conceptos, valores y principios herederos de la Ilustración.
Me referiré a uno en concreto: el que tiene que ver con la contraposición que Wilson establece entre determinismo y azar. La profesora inglesa presenta la cuestión como una disyuntiva entre la forzosa necesidad estoica y el libre albedrío epicúreo. De nuevo, el tema es complejo y extraordinariamente interesante desde el punto de vista de la evolución de las ideas, ya que constituye lo que podríamos llamar la prehistoria de nuestro concepto actual de libertad individual. Lamentablemente no puedo detenerme en él. Solo quisiera señalar que, en realidad, providencia y azar son, desde el punto de vista de nuestras posibilidades de intervenir en los eventos determinados por ellos, dos caras de la misma moneda. Es cierto que, para el determinista estoico, los eventos se producen de acuerdo con una estricta necesidad racional. Ahora bien, si nuestra capacidad racional fuera total, podríamos incluso predecir el futuro, ya que deduciríamos las causas de todos ellos. Para el estoico, la Razón (con mayúscula, esto es, la racionalidad perfecta) es providencial. En cambio, para el epicúreo no existe orden racional alguno: todo sucede por azar. Pero, al igual que en el caso de los estoicos, los eventos azarosos tampoco admiten posibilidad de intervención humana alguna, salvo la que procede de la casualidad. Son tan necesarios como los racionales. Cabría decir que el estoicismo es en este sentido más esperanzador, pues afirma que a mayor comprensión de la racionalidad de la naturaleza, mayor capacidad predictiva y, en consecuencia, mayor control. En cambio, el azar resulta totalmente incontrolable pues, por definición, carece de leyes. Vincular el libre albedrío con el azar no parece, pues, lo más adecuado, aunque actualmente resulta eficaz para asociar al estoicismo con unos valores caducos e intransigentes y al epicureísmo con unos valores más flexibles, más propios de nuestro tiempo.
Este es el sentido del segundo conjunto de críticas, las realizadas en un plano más general y ajeno a aspectos estrictamente filosóficos. Son críticas que sospechan que detrás de los valores estoicos defendidos por empresarios exitosos se aprecia un intento de generar cierto clima de conformismo social en torno a sus políticas empresariales. Así, cuando se nos dice «debes admitir la realidad tal cual es» se está queriendo decir en realidad «acepta tus condiciones de trabajo y de vida, por precarias que estas sean, como algo natural»; y cuando se nos dice «cumple con tu deber ocupes la posición que ocupes en la sociedad» en realidad se nos quiere decir «no cuestiones dicha posición y cumple con los deberes asociados a ella sin intentar modificarlos». Concebido de esta manera, el neoestoicismo no sería una filosofía útil para quienes se encuentran insatisfechos con el mundo que les rodea. De ahí que, hoy por hoy, tenga mucho éxito entre las élites socioeconómicas.
Séneca, después de abrirse las venas, Manuel Domínguez, 1871. Óleo sobre lienzo, Museo del Prado
Algunas consideraciones finales (y una tentativa de respuesta a la pregunta inicial)
En general, las críticas vertidas a ese especial tipo de estoicismo que es el «empresarial» me parecen razonables. Ahora bien, debemos tener en cuenta que se trata de un estoicismo constituido por tópicos, bastante vagos e imprecisos, más que por la doctrina real que enseña esta escuela. En ocasiones, estas mismas críticas se han extendido a los tratados de los neoestoicos más teóricos y, en este caso, me parecen pobres y desenfocadas. Trataré de explicar por qué para, finalmente, ofrecer una respuesta a la pregunta inicial por las causas del éxito actual de este movimiento.
El estoicismo antiguo, como el resto de las filosofías helenísticas, surgió como respuesta crítica a unas condiciones humanas que se consideraban insatisfactorias. Su filosofía trata de convertir al ser humano en un agente moral capaz de alcanzar una vida en armonía con la naturaleza. La primera regla para lograr este objetivo consistía en conocerse a sí mismo. El estoico entendió que el autoconocimiento consistía en averiguar los rasgos que definen nuestra vida biológica y cultural y que todos los humanos compartimos en tanto que animales racionales. El siguiente paso debía ser el de comprender el propio carácter y tratar de vivir conforme a la naturaleza humana sin traicionarlo. Por lo tanto, lo primero que un estoico debía hacer era examinar el mundo y tratar de comprenderlo, prestando su asentimiento a aquellas cuestiones que, de acuerdo con su experiencia, se le presentan como seguras. No es, por tanto, un ser dominado por la desidia o la resignación.
Las acusaciones de conformismo suelen referirse a su débil preocupación por las condiciones socioeconómicas que nos rodean. Como ha señalado Martha Nussbaum en La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal, publicado por Paidós en 2019, la tradición estoica olvidó en sus escritos este importante aspecto. Suponiendo que esto fuera así, cabe preguntarse, por un lado, si esa tradición tenía los instrumentos para mostrar su preocupación por este aspecto y, por otro, si los neoestoicos han corregido esta carencia.
Para responder a la primera cuestión es necesario adoptar una perspectiva abierta. Es cierto que los filósofos estoicos antiguos no concibieron como principios fundamentales de sus comunidades circunstancias tales como el establecimiento de condiciones adecuadas -sociales, económicas y culturales- para el ejercicio de la libertad individual o de la autonomía en la toma de decisiones. Tampoco consideraban relevantes conceptos que sí lo son para nuestras sociedades, como los de dignidad o emancipación, aunque paradójicamente algunos de estos principios serían imposibles sin ellos. Eran conscientes de la existencia de desigualdades, pero las consideraban naturales. Nunca pensaron en atajarlas, sino en que esas desigualdades no fueran tan graves que produjeran conflictos sociales desestabilizadores. El ejemplo de la esclavitud es muy notorio. Si el reproche hacia la filosofía estoica se realiza desde estos presupuestos, el estoicismo se convierte en una filosofía apática y fría ante el sufrimiento de los menos favorecidos. Pero, a mi juicio, esta crítica podría realizarse en mayor o menor medida a todas las filosofías de la antigüedad.
El problema de esta objeción es que se le reprocha al estoicismo no ser moderno. Dicho de otra forma: se le reprocha no dar respuesta a dificultades que solo en la modernidad hemos planteado en estos términos. Ahora bien, creo que si se aprecia una necesidad de volver sobre el estoicismo es porque, a pesar de ser una filosofía antigua, es capaz de aportar algún beneficio al pensamiento actual. Para advertir cuáles podrían ser estos beneficios, propongo como ejercicio plantear el problema desde la perspectiva de los estoicos antiguos: ¿qué habrían dicho acerca de la centralidad moderna de conceptos como autonomía de la voluntad, dignidad o emancipación? Podemos conjeturar una respuesta verosímil a la vista de los tratados neoestoicos. Probablemente dirían que nuestras sociedades occidentales se encuentran fundadas en principios ingenuos. ¿Cómo se puede defender una voluntad autónoma y a la vez pretender amar y ser amados por nuestros amigos y familiares? Nuestros lazos de dependencia son infinitos: tenemos padres que nos educan y crecemos imitándolos e imitando a nuestros maestros; trabajamos en organizaciones que solo se sostienen con la participación conjunta de todos sus integrantes. Añadirían que a todos estos condicionantes es necesario sumar los biológicos, que nos hacen ser más o menos inteligentes, más o menos vitales, enfermar o morir prematuramente. En muchas ocasiones, no podremos evitar los perjuicios que de ellos se derivan. También nos dirían que el ideal emancipatorio no tiene en cuenta la naturaleza humana, que no es ajena a la violencia y a la dominación. Ser conscientes de todas estas cuestiones -concluirían- evitará la violencia artificial generada como consecuencia de tratar de imponer las propias ideas a una realidad que funciona de acuerdo con sus reglas específicas. Unas reglas que los modernos hemos renunciado a comprender como lo que son: firmes e inapelables.
Por otra parte, también nos dirían que cuando afirman que las riquezas, los amigos o la salud son indiferentes, se refieren a que no poseen relevancia para alcanzar el supremo bien, esto es, la integridad moral. Pero en ningún caso son indiferentes para vivir una vida acorde con la naturaleza. Refiriéndose a los bienes externos como la riqueza, los amigos o la salud, Aristón, un estoico antiguo, afirmaba que más allá del supremo bien no había nada que mereciera la pena. Crisipo, uno de los padres del estoicismo, le contestó que los bienes externos eran, en efecto, indiferentes para llevar una vida honesta, pero muy relevantes como indicadores del camino hacia la virtud. Es decir, resulta más sencillo y agradable ser virtuoso con amigos que sin ellos; con comodidades que sin ellas; con salud que sin ella.
Esta fue la posición de los estoicos antiguos y es también la de los neoestoicos, al menos de los más teóricos. Y creo que, en muchos de ellos no solo no hay conformismo, sino que en sus escritos late una crítica a las condiciones de vida actuales y, desde el punto de vista filosófico, a algunos de los valores propios de la modernidad representados por las propuestas éticas actuales. Si no me equivoco, el éxito actual del estoicismo sería un indicador de que el consenso en torno a estos valores no es tan sólido como creíamos. Que esta crítica adopte un carácter conservador o no depende del talante del neoestoico en cuestión: uno puede entender los deberes derivados de su posición social como un ardor guerrero imperialista o entenderlos como una aportación a la comunidad para alcanzar un equilibrio entre sus diferentes estratos o clases sociales. Piénsese, por ejemplo, en el deber de pagar impuestos o el deber de contribuir al sostenimiento del sistema de Seguridad Social de su país.
Que el lector decida el espacio que quiere conceder a los principios de la filosofía estoica en su vida, si es que desea hacerlo. Por mi parte, me conformo con haber aportado algo de claridad a este complejo fenómeno.
- El estoicismo como fenómeno de masas - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
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Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. Según el pintor, la “distancia adecuada” era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño. La densidad de pintura es tal, que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibieran los márgenes, su principio ni su fin, como si fueran especies distintas que intentan atrapar a todo el que se acerca con su lenguaje, sus medidas y sensaciones propias. Directos al alma.
Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. Según el pintor, la “distancia adecuada” era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño. La densidad de pintura es tal, que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibieran los márgenes, su principio ni su fin, como si fueran especies distintas que intentan atrapar a todo el que se acerca con su lenguaje, sus medidas y sensaciones propias. Directos al alma. Muchos de los cuadros del final de su vida son de tamaño humano, insistía en que se colgaran casi en el suelo, para que el espectador pudiera dar un paso y entrar en ellos. Es difícil describir esta pintura porque vence a las palabras y sobrepasa al lenguaje. Ocurre como con la música cuando nos habla desde otro registro. Rothko vibraba al oír a Mozart y creía, como Kandinsky, que el color usado de una manera precisa, con determinada intensidad y combinación, podía actuar de forma parecida al sonido, como notas musicales.
Mark Rothko, Numero 14, (1960) San Francisco Museum of Modern Art.
En este invierno, la Fundación Louis Vuitton nos propone adentrarnos en la complejidad de este genio con una ambiciosa retrospectiva que ha reunido hasta 115 obras procedentes de los fondos de su familia y de importantes instituciones: desde la Tate Gallery de Londres a la National Gallery of Art de Washington. Ellas son las que trazan, paso a paso, en un itinerario cronológico, el camino del pintor desde sus primeros cuadros figurativos hasta las abstracciones que le definen y que hoy inundan con sosiego la goleta de velas de cristal que Frank Gerhy diseñó en el Bois de Boulogne de Paris.
Christopher Rothko (1963), hijo del artista y comisario de la muestra, nos da una clave antes de entrar en esta misteriosa galaxia de colores: “Debemos dejar de mirar la superficie pintada y mirar a través del cuadro”. Las composiciones clásicas de Rothko son una serie de “puertas” que facilitan este proceso. Sus campos horizontales de pintura son el resultado de nuestros campos visuales.
Mark Rothko en 1960 delante de Número 7.
En la sala 1 nos recibe el único Autoretrato (1936) de Mark Rothko (Daugavpils, 1903-Nueva York, 1970), de silueta sólida, impenetrable y girada tres cuartos. Todo el poder del retrato se concentra en una mirada protegida detrás de unas gafas oscuras que parecen indicarnos desde el principio, que el artista no miraba hacia fuera, sino que buscaba y pintaba desde dentro de si mismo.
Mark Rothko, Autorretrato, (1936), Colección Christopher Rothko.
Markus Rothkowitz llegó al seno de una familia judía de clase acomodada y culta en Daugavpils, actual Letonia, entonces parte del Imperio ruso, en 1903. El asesinato del zar Alejandro II en San Petersburgo había desatado una oleada de linchamientos hacia el pueblo judío que se alargaron hasta la Revolución de 1917, en este ambiente creció el joven Rothko. Las purgas obligaron a su familia a emigrar a Estados Unidos y el niño de diez años que solo hablaba yidish y ruso atravesó el país de costa a costa en un tren hasta llegar a Portland con la única compañía de un cartel en el que llevaba escrito su nombre y destino colgando del cuello. La visión del paisaje infinito, percibido desde su tamaño de niño a través de las ventanas del vagón, le acompañó ya para siempre. De adulto, se nutrirá de lecturas y reflexiones sobre arte y filosofía, desarrollando un carácter intelectual de ideas avanzadas. Después de dejar Yale su escuela fue la vida que le puso a prueba. En 1923, descubrirá por casualidad la pintura en el “Art Students Leage”. Se nacionalizó en 1938 y dos años más tarde adoptó el nombre de Mark Rothko.
En estos años, la pintura había trascendido su finalidad meramente figurativa. Los movimientos vanguardistas empezaban a elevar el arte a niveles casi religiosos o filosóficos que desembocarían en el cubismo o la abstracción teorizada de Kandinsky. Rothko canalizará todas estas ideas a través de uno de sus maestros, Max Weber, pionero del cubismo estadounidense de origen ruso judío, quien le influirá en la concepción de la pintura como medio de expresión en el plano emocional y religioso.
Rothko delante de una de sus obras
Empezó a pintar en un Nueva York efervescente, convertido a partes iguales en un escenario artístico floreciente y, a su vez, en una ciudad tambaleante sumida en el crack de 1929. Como la mayoría de los pertenecientes al Expresionismo Abstracto, su pintura se desarrollará bajo la influencia del postimpresionismo y del surrealismo consolidados en EE.UU por la entrada de grandes colecciones privadas que se exponían en museos y galerías de Nueva York. En el Rothko inicial calará hondo el surrealismo en su última etapa de las post vanguardias, el más onírico o biomórfico, de formas abstractas y disueltas que se mueven por paisajes difusos y amplios. Cronológicamente, la exposición comienza en estos años, tras varias tentativas de paisajes y un importante encuentro con Milton Avery en 1928. La sensación de crisis en Nueva York es perceptible en una serie de lienzos figurativos de colores apagados, basados en el metro y otros espacios cerrados que rodean a figuras anónimas y solitarias de siluetas alargadas y atrapadas en el espacio arquitectónico.
Mark Rothko, Sin título (El metro), 1937, Colección Elie y Sarah Hirschfeld.
En los años cuarenta su obra evolucionó al plantearse la cuestión crucial del tema en su dimensión "trágica e intemporal", a través de mitos universales. Rothko fue un gran lector de Nietzsche y del teatro de Esquilo, en cuyas obras encontró un repertorio mitológico, imágenes de héroes arcaicos transformados en monstruos con cuerpos híbridos y desmembrados. El pintor canalizaba así, como en un eco íntimo, el recuerdo atormentado de los pogromos de su infancia entreverado con nociones de la Shoah. En sus cuadros los espacios y las formas se irán licuando en manchas de color translúcido. Las plantas y pájaros, los tótems y "organismos" derivarán hacia unos espacios subacuáticos, en una división espacial de zonas diferenciadas que, desde entonces, se convertirán en una constante. Los títulos desaparecen.
A partir de 1946, dio un giro decisivo hacia la abstracción, cuya primera fase fueron los Multiforms, en los que masas de color suspendidas tendían a equilibrarse. Cuando miramos el cuadro Monje ante el mar de Friedrich (1808-1810), Rothko parece estar ya ahí, convertido en ese pequeño fraile pintando con su mirada la escena abismal y sublime del océano.
Caspar David Friedrich, Monje a la orilla del mar, (1808–10) Alte Nationalgalerie, Berlín.
Mark Rothko pertenece a una disciplina con sus propias clasificaciones. No es un pintor actual, ni siquiera contemporáneo, es un “modernista innovador”, algo así como el último de los maestros. A principios de los años 1950, llegan las “obras clásicas”: campos de color abstractos en los que a través de múltiples estratos translúcidos de pintura se producen miles de variaciones de tonos, acordes y disonancias, como si fueran llamas de apogeo cromático. A menudo y con ligereza se piensa que artistas como Rothko pintaban con una técnica elemental, sin embargo, su fórmula complejísima y secreta podría compararse a la de los maestros venecianos de los siglos XV y XVI. Rothko pintaba con veladuras: sucesivas capas semitranspatentes sobre un color previo que buscan un efecto de superposición para intensificar el tono subyacente de la base. Hay que apreciar su elección por esta técnica tradicional, utilizada desde los romanos hasta los hermanos Van Eyck, para llevarla a una escena tan radical y minimalista.
Mark Rothko, Número 9 (1952), Colección privada.
La época central de su carrera pictórica está particularmente bien representada en esta retrospectiva con unas 70 obras que incluyen dos instalaciones excepcionales: la de la Colección Phillips de Washington y los Murales Seagram llegados desde la Tate con sus rojos y marrones de intensidad apagada que colorean un espacio para el que Rothko se dejó influir por la Biblioteca Laurenciana de Miguel Ángel.
Sin embargo, la sala 10 es la que tiene el eco más difícil de describir: entre los lienzos negros y grises del pintor, tres esculturas de Giacometti defienden, convertidos en guardianes de bronce, los cuadros del último año de su vida. Las palabras de Rothko resuenan allí con un eco hondo: “A los que piensan que mis cuadros son serenos, me gustaría decirles que, en cada centímetro cuadrado de su superficie, he capturado la violencia más absoluta.”
Sala 10 en la exposición Rothko, París, Fondation Louis Vuitton.
A las 09:00 hs del lunes 25 de febrero de 1970, Oliver Steindecker, ayudante de Mark Rothko, entraba, como acostumbraba todos los días, en el estudio del pintor del número 157 de la calle 69 Este. Pero aquella mañana en lugar de encontrarle trabajando, vio su cuerpo sin vida, vestido solo con una camiseta blanca y unos calcetines negros, tumbado boca arriba, con los brazos ligeramente abiertos, sobre un pequeño charco de sangre coagulada. La hoja de afeitar con la que se había seccionado las venas del antebrazo había sido meticulosamente envuelta en un pañuelo de papel. El veredicto del forense fue escueto: “An open-and-shut suicide” (un suicidio a cara descubierta) y la causa de la muerte el desangramiento, aunque previamente había ingerido una fuerte dosis de barbitúricos atenuantes del dolor y la agonía. El New York Times fue el primero en difundir la noticia. Tenía 66 años y había decidido poner fin a su vida en el mismo lugar en el que nacían sus lienzos.
Mark Rothko
Fondation Louis Vuitton
8, Avenue du Mahatma Gandhi, Bois de Boulogne, 75116 Paris
Comisarios: Suzanne Pagé y Christopher Rothko
Hasta el 2 de abril de 2024
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- Escrito por Marta Sánchez
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Luc Tuymans explora espacios liminales, lugares que quedan fuera de los bordes de los lienzos y configuran una dimensión oscura que se oculta tras las imágenes. Su obra es comprometida, realizada por un creador que trabaja como activista silencioso y que no duda en definir la realidad que nos rodea como una “zona de guerra”. Actualmente, Luc Tuymans es uno de los artistas más importantes y cotizados a nivel mundial, pero también un activista silencioso que nos incita a ver más allá de aquello que nos quieren mostrar.
“El arte es fallo. Cómo falle cada uno, es ya otra cuestión”
Foto: Matteo De Fina © Palazzo Grassi. En theartnewspaper.com
El uso de imágenes de prensa o de actualidad para crear arte y reflexionar sobre la realidad no es nada nuevo. El pop-art empleó esta técnica para despojar de valor a los iconos y convertirlos en un producto fabricado en serie, cuestionando la esencia misma de la obra de arte como algo único e irrepetible. Luc Tuymans (n. Amberes, Bélgica, 1958) parte de un punto similar, pero en su caso la frivolización de las imágenes no es parte de la ecuación. La intención de su obra se acerca más a una propuesta de reflexión, modificando las escenas de forma que el espectador pueda situarse en un punto alejado que le permita disociarse de la realidad.
Se podría decir que Tuymans explora espacios liminales, lugares que quedan fuera de los bordes de los lienzos y configuran una dimensión oscura, ubicada en el reverso de lo que las imágenes nos enseñan. Sus pinturas parten de fotografías tomadas por él mismo o publicadas en los medios; escenas que acerca, acorta, difumina, emborrona o esquematiza. Obras comprometidas, realizadas por un creador que define la realidad como “zona de guerra”. Actualmente, Luc Tuymans es uno de los artistas más importantes y cotizados a nivel mundial, pero también un activista silencioso que nos incita a ver más allá de aquello que nos quieren mostrar.
'Corso III' (2015). En dailyartfair.com
Una infancia entre dos mundos
Luc Tuymans nace en las cercanías de la ciudad belga de Amberes, en el año 1958. A lo largo de su vida, el artista ha mostrado siempre una mezcla de rechazo y atracción por su lugar de origen; en un momento dado, no dudó en afirmar que era una ciudad de “sabelotodos y liantes”. Al mismo tiempo, siempre ha dicho que de alguna forma, se siente íntimamente conectado a ella. No hay mucha información sobre su infancia o adolescencia, probablemente similar a la de muchos de los habitantes de clase media que vivían en la región. Sin embargo, para Tuymans sus recuerdos de esa etapa han sido en ocasiones fuente de inspiración: es el caso de la serie 'Corso' (2015), creada a partir de fotografías tomadas por su padre durante unas vacaciones en Zundert. En esos días, el artista colaboró en el montaje de las carrozas flotantes que participaban en el Desfile Floral de la ciudad.
No todo fueron tiempos felices en los primeros días de la vida del artista. El propio Tuymans ha contado en varias ocasiones que su familia vivía en una complicada dicotomía: su madre participó en la resistencia antinazi de los Países Bajos, mientras que dos de los hermanos de su padre fueron miembros de las Juventudes Hitlerianas. Este conflicto asomaba a menudo en las comidas y cenas familiares, generando en él una mezcla de terror y atracción que no ha dudado en reflejar en su obra.
'Autorretrato' (1977). En bonhams.com
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En 1976, ya con 18 años y con una clara vocación por el arte, Tuymans empieza a estudiar en el Saint-Lukas Institut de Bruselas. De ahí pasa a la Escuela Nacional Superior de Artes Visuales de la Cambre, donde termina sus estudios en 1980. Sus primeras pinturas al óleo están fechadas a finales de los años 70; entre ellas, un autorretrato con el que gana uno de los premios de un concurso en el que participan escuelas de arte de todo el país. La importancia del este evento no es tanta en cuanto a reconocimiento, sino al premio en sí: un libro sobre el artista James Ensor, cuya obra ha ejercido una influencia constante en su obra. Claramente influenciado por las vanguardias artísticas europeas y en línea con el estilo figurativo que siempre ha abrazado el artista, el autorretrato es una delicada composición de formas y colores difusos que avanza parte de los postulados en los que basará su trayectoria posterior.
Desencanto. Huída y vuelta a la pintura
Antichambre [Anteroom] (1985)
Los años 80 le suponen al artista un choque con una realidad que intuye fuera de su campo de interés. Se traslada a Amberes para estudiar en la Koninklijke Academie voor Schone Kunsten; le bastan dos cursos para darse cuenta de que la tendencia predominante que muestra la institución hacia la abstracción (en aquella época el Neo-Expresionismo causaba furor) no tiene nada que ver con su trabajo. Las enseñanzas le parecen “aburridas”, y el nulo interés por la pintura que demuestran tanto profesores como estudiantes hacen que, desde ese momento, Tuymans se desentienda cada vez más de la formación académica.
Regresa a Bruselas y decide seguir con su formación, esta vez en el campo de la Historia del Arte: asiste a dos cursos en la Universidad de Vrije. En ese momento decide dejar de pintar de forma temporal y adquiere una afición inmediata por la realización de películas: el uso de la cámara Super 8 le permite alejarse de una realidad que considera “sofocante”, y empieza a interesarse por los planos cortos y los encuadres complejos que más tarde resurgirán en sus pinturas. “Tenía que escapar; no tenía suficiente distancia [con la realidad]”, comentó entonces.
'Cámara de gas' (1986). En theindependent.co.uk
A mediados de la década, Tuymans regresa a la pintura. En una época en la que esta disciplina permanecía en segundo plano, son muchos los expertos que consideran su trabajo como fundamental en el revival que experimentó el medio en aquel momento. Sobre todo, después de su primera exposición en solitario en el Palais des Thermes de Ostend, en 1985: la muestra le convertirá en un artista reconocido, así como en una figura con discurso político y social. Prueba de ello serán sus series sobre las consecuencias de la II Guerra Mundial en Europa, donde reproduce y reinterpreta imágenes de las cámaras de gas de los campos de concentración nazis.
Durante los años siguientes prosigue su investigación sobre el reflejo de la realidad en el medio pictórico, afianzando su prestigio y alcanzando una difusión cada vez mayor a nivel mundial. Ya en la década de los 90 es elegido como uno de los primeros artistas representados por la galería David Zwirner de Nueva York; es la primera vez que Tuymans apuesta por poner su obra en el mercado. En sus propias palabras, la necesidad cada vez mayor de mostrar su trabajo al público le impulsó a tomar esta decisión. Desde entonces y hasta la fecha su relación con el mercado del arte ha sido contradictoria, no dudando en definir este mundo como un auténtico “campo de batalla”.
La aproximación a la realidad: distanciamiento y reflexión
'The Passion' (1999). En mutualart.com
Durante esos años, la obra de Tuymans se expande tanto en producción como en investigación. Empieza a trabajar en proyectos que conllevan la búsqueda y captación de imágenes obtenidas con Polaroids, capturas de pantallas, fotogramas, bocetos preparatorios… Y cuyo resultado final plasma en una única jornada. El resultado son obras grandes, con líneas difusas y encuadres complejos. El uso de medios pictóricos acuosos y frescos en capas sucesivas contribuye a generar esta sensación difuminada, lo que permite al espectador establecer una separación entre su consciencia y la imagen. Una separación necesaria para realizar una reflexión adecuada sobre la obra, pero también sobre la temática escogida.
Por otra parte, ciertas obras (como ‘The Passion’, de 1999) las pinta con materiales baratos que tienden a deteriorarse, con un objetivo claro: evocar una reflexión sobre ‘la pérdida de significado, pero también sobre el fracaso en la representación".
'Mwana Kitoko' (1992). En kunstvensters.com
Si bien Luc Tuymans siempre se ha distanciado de la calificación de “artista político”, su obra refleja en muchas ocasiones el conflicto y la lucha social. Una de sus series más conocidas, ‘Mwana Kitoko’ (2000), no deja lugar a dudas: incita a la reflexión sobre la época postcolonial en la que Patrice Lumumba, primer presidente elegido democráticamente en la República Democrática del Congo (antes colona de Bélgica), es asesinado inmediatamente después de su ascenso al poder.
El título es el apelativo congolés que se le dio en su día al rey Balduino, y significa ‘bello muchacho’. Más adelante se cambió por Bwana Kitoko (‘bello hombre’) para afianzar la figura de autoridad. La elección del primer apodo por parte de Tuymans añade una capa más a la obra y profundiza en la reflexión sobre la figura y la relevancia del monarca, y sobre el colonialismo y las injerencias extranjeras en África.
Una obra no exenta de polémica
'Still life' (2011). En wikiart
Series como esta convierten a Tuymans en lo que él nunca deseó ser: un artista con conciencia política. Su participación en la Documenta de Kassel de 2002 levantó una encendida polémica entre expertos y aficionados al arte. Dos años después del 11S, el artista desconcertó al mundo con un bodegón a gran escala, (‘Still Life’) con amplio fondo blanco y de una sencillez inesperada. En una entrevista posterior, Tuymans se declaró incapaz de pintar una reflexión adecuada ante una tragedia de esa envergadura. “No es esa la forma en la que funciona la pintura”, comentó. De esta forma, el artista afianzó su identidad como artista no político, dejando claro que según su punto de vista el arte no es el medio para denunciar o dar visibilidad al horror.
Por otra parte, en 2015 fue denunciado por plagio por la fotógrafa Katrijn Van Giel a causa de su obra ‘Un político belga’ (2011). Tuymans la pintó a partir de un retrato de Jean-Marie Dedecker tomado por Van Girl. El artista alegó que se trataba de una crítica al conservadurismo belga, y al final el asunto se arregló de forma amistosa fuera de los tribunales.
'The shore' (2014)
A lo largo de los años siguientes, el artista ha proseguido con su investigación sobre la realidad que reflejan los medios y lo que sucede fuera de los límites de la imagen. La magnífica ‘The Shore’ (2014), donde se ve una imagen esquematizada de una serie de personas en una costa arenosa, es una pieza paradigmática en este sentido. Realizada a partir de un fotograma de la película ‘A Twist of Sand’ (1968), en la secuencia el grupo de personas está esperando un rescate; en su lugar, son ametrallados. La imagen cobra otro sentido cuando somos conscientes de lo que sucederá después,retratando el momento anterior a la tragedia. Los espacios liminales fuera del tiempo, tan queridos por el artista, suman interés y capas a la obra.
'Roma' (2007). En artslife.com
Actualmente Luc Tuymans combina el trabajo en su estudio con su labor como comisario artístico. Ha organizado distintas exposiciones que combinan obras de distintas culturas, como la belga y la china, y artistas de nacionalidades y edades diferentes. También ha trabajado como tutor en la Rijksakademie van beeldende kunsten de Ámsterdam, y continúa produciendo obra pictórica y ampliando su monumental archivo digital. Algunas de sus obras, como 'Roma' o 'Versailles' (2007), han alcanzado cotizaciones de más de un millón de libras en el mercado del arte.
'Versailles' (2007). En mutualart.com
En el año 2017 presentó su obra más reciente en el Palazzo Grassi de Venecia. El nombre, 'La Pelle' ('La Piel'), está inspirado en el título de la novela de Curzio Malaparte. La muestra fue una de las retrospectivas más importantes de la obra de Luc Tuymans hasta la fecha, e incluía obras tan conocidas y cotizadas como Balloone y Twenty Seventeen, ambas de 2017.
'Balloone' (2017). En artrabbit.com
'Twenty Seventeen' (2017). En artbasel.com
Exposiciones
‘Saint Croce’. Luc Tuymans en el MAC. Chicago (2019)
Inspirado por el techo del Atrium del Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, el artista creó este mural como parte de la exposición que el centro le dedicó en 2010. Pintado en tan solo 24 horas, se trata de un gran tríptico inspirado en fotografías de esculturas tomadas en la Basílica de la Santa Croce de Florencia.
'Luc Tuymans'. Galería David Zwirner, Nueva York (2010)
La Galería David Zwirner lleva décadas representando a Luc Tuymans. Hace 13 años, el espacio le dedicó al artista una muestra en solitario con las últimas obras creadas por él durante el año anterior. Según el propio Tuymans declaró en su momento, la muestra le fue inspirada “por el concepto de luz: la luz que recibes cuando vas a eventos o a edificios corporativos, justo cuando accedes al hall de entrada”.
“La Pelle”. Palazzo Grassi, Venecia (2019)
El magnífico Palazzo Grassi de Venecia acogió la primera retrospectiva de Luc Tuymans en Italia, ‘La Pelle’ (La piel), en el año 2019. Comisariada por el propio artista y Caroline Bourgeois, la retrospectiva estaba formada por una completa y cuidada selección de pinturas, desde 1986 hasta el año en que se celebró. En el vídeo, el artista habla sobre su obra ‘Twenty Seventeen’, que formó parte de la exposición.
'Luc Tuymans in De Pont'. Tillburg, Países Bajos (2019)
En 2019, Tuymans volvió a ver su obra expuesta en el Museo De Pont (Tillburg, Países Bajos) tras la primera exposición que le dedicó el centro casi 25 años antes. El nombre de la muestra, ‘El regreso’, hace alusión a ese retorno a los comienzos. El vídeo muestra cómo el propio Tuymans se encargó de ubicar y colocar sus obras en el espacio expositivo.
‘Luc Tuymans: Eternity’. David Zwirner Gallery, París (2022)
En este caso, fue la sede parisina de la Galería Zwirner la que acogió la obra reciente de Luc Tuymans en su exposición ‘Eternity’. Tal y como señala la web de la muestra, “en estas obras Tuymans centra su atención en la historia de la pintura, y en el énfasis que este medio hace sobre la ilusión”. El artista emplea dicha ilusión como analogía de la creciente disolución sociopolítica de la sociedad occidental, haciendo hincapié en la disociación entre “ver” y “saber” que se ha convertido en un hito de esta disciplina.
'Luc Tuymans: The Barn'. David Zwirner Gallery, Nueva York (2023)
De nuevo en Nueva York, Tuymans regresa al espacio Zwirner con ‘The barn’ (El granero), una exposición concebida como cierre de la trilogía comenzada por ‘Good Luck’ (Hong Kong, 2020) y continuada en ‘Eternity’ (París, 2022). Formada por obras recientes de gran formato, la muestra ahonda en el concepto de disolución, cuya investigación comenzó en las dos anteriores exposiciones.
Libros
“Luc Tuymans (Contemporary Artists Series)”. VVAA. Phaidon. 1999
Esta recopilación de obras de Luc Tuymans hasta el año 1998 es, hasta la fecha, uno de los volúmenes de referencia sobre el artista. Tanto por su completa selección de trabajos como por la intervención de tres expertos en arte, que ofrecen tres visiones distintas sobre su obra. Juan Vicente Aliaga explora sus fuentes primigenias y el rastro psicológico en una entrevista, mientras que Ulrich Loock recorre sus pinturas a través de distintas exposiciones, y del efecto que la forma de mostrarlas tiene en nuestra manera de entenderlas. Por último, Nancy Spector se basa en la obra ‘Pillows’ para explorar las narrativas relacionadas con el desamor y el insomnio. A su vez, el propio artista cierra el volumen con un ensayo, Desencanto, en el que habla sobre sus motivos y sus técnicas.
“Luc tuymans: is it safe?” Ed. Phaidon, 2010
Producido en estrecha colaboración con el artista, este volumen reúne más de un centenar de obras creadas entre 2004 y 2008. La narrativa visual que articula todas las piezas sigue el rastro de las raíces filosóficas y psíquicas de la civilización contemporánea, entretejiendo distintas fuentes para crear un relato sobre la terrorífica y banal historia de nuestros tiempos. Además de la selección de obras, en las páginas también encontramos fotografías, bocetos, acuarelas e imágenes de los montajes expositivos. Cada cuerpo de obra lleva un texto introductorio a cargo del artista, acompañados de un ensayo de Gerrit Vermeiren y otro a cargo de Pablo Sigg. Por último, el volumen incluye una larga entrevista con el artista realizada por Tommy Simoens.
“The Image Revisited: Luc Tuymans in Conversation with Gottfried Böehm, T.J. Clark & Habns M. De Wolf”. Ed. Ludion, 2018
Con 19 años, Luc Tuymans descubrió la obra de El Greco en Budapest. Este momento fue crucial en su vida y su trabajo, ya que fue el que encendió la chispa que le llevaría a ser uno de los artistas más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI. Cuatro décadas después, el libro ‘La Imagen Revisitada’ recupera y celebra esa experiencia vital en un volumen que cumple dos cometidos: es una monografía, pero también un libro sobre historia del arte. Las páginas reflejan las conversaciones que el artista mantuvo con tres expertos a lo largo de tres años, entre 2007 y 2009, acerca de un tema concreto: el diálogo entre el mundo académico y el artístico durante el desarrollo del Proceso de Bolonia.
- Luc Tuymans: Biografía, Obras y Exposiciones - - Alejandra de Argos -