Alejandra de Argos por Elena Cue

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Desde la planta noble del palacio de Capodimonte, unos cortesanos con sus pelucas y plastrones se asoman a los balcones para celebrar la salida del joven rey Fernando IV de Nápoles y I de las Dos Sicilias, quien nos mira con su sombrero de tres picos desde su caballo tordo. La imponente mole palaciega, el séquito real con sus dignatarios vestidos de alegres casacas y calzones bordados con lentejuelas y espejuelos, dibujan un baile cortesano sobre la explanada de madera que se abre a los pies de la fachada. Al fondo, la inmensidad de la bahía de Nápoles. Es la descripción del gran cuadro datado en 1760-1761 que Antonio Joli, pintor de desfiles y celebraciones de la vida oficial del Reino de Nápoles, hace de este rey que aquí parece tener menos de 10 años.

 

Fernando IV a caballo con la corte

Antonio Joli, Fernando IV a caballo con la corte (1760-1761)

 

Este raro registro de una ceremonia pública celebrada en el sitio real o Reggia di Capodimonte se encuentra hoy entre las salas del museo del Louvre como parte de la exposición: “Nápoles en Paris”. El cierre temporal del museo napolitano, que acomete una fase de grandes obras, suponía una oportunidad única para exponer fuera parte de sus tesoros.

En la inauguración, Emmanuel Macron dirigiéndose al Presidente de la República italiana, Sergio Mattarella, alabó los lazos entre el palacio del Louvre y la Reggia di Capodimonte, entre la residencia parisina de los Borbones de Francia y el pabellón de caza de los Borbones de Nápoles, dos antiguos palacios reales convertidos en museos. La directora del Louvre, Laurence des Cars, explica que el préstamo resulta aún más sorprendente por la manera en la que están presentadas las 60 obras napolitanas, no como un conjunto aislado, sino entreveradas en la colección del museo francés, en un poderoso y fértil diálogo lleno de correspondencias, ecos y miradas cruzadas.

 

Nápoles en París 

La Gran Galería del Museo del Louvre en la exposición Nápoles en Paris.

 

Fue en el ala sudeste de Capodimonte, el palacio de “la cumbre del monte”, donde Carlos VII de Nápoles, antes de ser Carlos III de España, quiso construir su primera residencia volcada hacia el belvedere que domina la ciudad. Allí, en las salas que dan al mar, desde donde se distinguen la isla de Capri, el cabo de Posillipo y la colina del Vomero hasta el castillo de Sant'Elmo, fue donde se albergó la prestigiosa colección Farnesio en una veintena de salas que serían visitadas por los amantes del Grand Tour: desde Winckelman y Fragonard al marqués de Sade y Canova.

 

Palacio Real de Capodimonte

Giorgio Sommer (1834-1914), Palacio Real de Capodimonte, Nápoles

 

La primera piedra de Capodimonte se colocó a principios de 1738, pero las obras fueron largas y complejas. Mientras se construía, fue en el Palacio Real, su residencia en el centro de la ciudad, donde el rey expuso la colección de la Casa Farnesio llegada por vía marítima desde el puerto de Génova. El tesoro hizo su entrada triunfal en Nápoles el 10 de mayo de 1734, al principio de su reinado, mientras que las esculturas extraídas del Foro, de las Termas de Caracalla y del Palatino Romano llegarían después, reinando ya Fernando IV.

 

Salida de Carlos de Borbón

Antonio Joli, Salida de Carlos de Borbón hacia España, (1759) Propiedad de la ciudad de Nápoles, en depósito en el Museo de Capodimonte.

 

En este otoño disfrutamos en Madrid de la apertura de la extraordinaria Galería de las Colecciones Reales, en la que está muy presente la inmensa colección Farnesio, una de las más importantes de Italia en pintura, antigüedades, medallas y manuscritos. Carlos de Borbón la heredó de su madre la reina Isabel, perteneciente a esta familia que alcanzó la cima del poder cuando en 1534 Alejandro Farnesio fue nombrado Papa Paulo III. Este pontífice comenzó en poco tiempo la renovación urbana y arquitectónica de Roma, devolviéndole el esplendor tras el saqueo de 1527. Encargó a Antonio da Sangallo la construcción del Palacio Farnese, a Miguel Ángel el Juicio Final de la Sixtina y también ordenó importantes campañas de excavaciones en las Termas de Caracalla, sacando a la luz El Toro y el Hércules Farnesio. Su retrato, que encargó a Tiziano, sigue siendo uno de los más emblemáticos del siglo XVI. En línea con las grandes familias italianas del Renacimiento, -los Medici florentinos, los Montefeltro en Urbino, los Gonzaga en Mantua o los Este en Ferrara y Modena- y también en competición con ellos, los Farnese ejercieron su poder en Roma, en Palermo y en Piacenza.

 

Palazzo Farnese

Antonio da Sangallo, Palacio Farnesio, (sigloXVI), Roma.

 

La llegada a Nápoles de esta colección elevó de golpe a la ciudad al primer rango entre las capitales de Europa. Además, los descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano apuntalaron el nuevo reinado de Carlos de Borbón, revelando al mundo una civilización tanto o más refinada que la de Louis XV. En Pompeya, las excavaciones no desenterraron como en Roma las ruinas de un Imperio, sino vidas petrificadas, tiendas, dormitorios, cocinas, pinturas, plata, vajillas y todo el mobiliario de una vida cotidiana que cambió el imaginario del mundo.

 

Napoles desde Capodimonte

Aexandre Hyacinthe Dunoy, Vista de Nápoles desde Capodimonte, (1813) Museo de Capodimonte.

 

Capodimonte ofrece un viaje visual a través de los gustos de tres dinastías: los Farnesio, los Borbón y los Bonaparte-Murat. Todas las escuelas de pintura italiana están representadas, de Venecia a Roma, de Florencia a Nápoles. La exposición se desarrolla en tres lugares del Louvre: la Gran Galería, donde están La Transfiguración de Bellini, Dánae y el Retrato del Papa Paulo III Farnesio de Tiziano, la famosa y enigmática Antea de Parmigianino o el extraordinario baile de Hipómenes y Atalanta de Guido Reni; la Sala de la Capilla muestra dos magníficas piezas: el Cofre Farnese y La caída de los gigantes de Tagliolini. Y, por último, la Sala del Reloj, con los fabulosos cartones Moisés ante la zarza ardiente de Rafael y el Grupo de soldados de Miguel Ángel en los que se basó para las decoraciones del Vaticano.

 

Antea

Parmigianino, Antea, (hacia 1535), Museo de Capodimonte

 

Moisés ante la zarza ardiente

Rafael, Moisés ante la zarza ardiente, (ca.1514). Dibujo a carbón. Colección Farnese

 

Sin embargo, en estos días, en la Gran Galería del Louvre hay dos cuadros de Capodimonte que nos sacuden por su voltaje distinto.

La Crucifixión de Masaccio, rellena una laguna del museo carente de obras de este pintor cuatrocentista italiano del que solo se conocen cuatro tablas y que fue iniciador, junto a Brunelleschi y Donatello, de la era del arte moderno. Su  importancia deriva de ser considerado el primero en aplicar las leyes de la perspectiva científica. En 1426 trabaja en el políptico de la iglesia de Santa María del Carmine, en Pisa, que constaba de 19 tablas coronadas por esta Crucifixión en la que descubrimos una nueva solidez y unos volúmenes sobre los que Masaccio dibuja la luz. Son cuatro figuras en la soledad del Gólgota: Cristo crucificado en una perspectiva tan acentuada que hace que su cabeza, metida entre los hombros, descanse sobre un torso sin cuello. Masaccio había elegido el punto de vista de los que miran de abajo arriba, modificando el cuerpo según la perspectiva del observador. Por eso nos equivocamos si pretendemos mirar esta obra de frente. A su izquierda, la Virgen, de perfil vestida de azul, tiene la boca abierta y las manos apretadas en el dolor; San Juan, en el lado opuesto, expresa la agonía en el arco de sus cejas y en unos ojos hundidos en lágrimas. Ambas figuras están coronadas por unos halos cincelados con roleos y motivos vegetales sobre el pan de oro. Sin embargo, Magdalena, de espaldas al espectador y a quien no vemos la cara, es una figura llena de fuerza en la tragedia, con una melena que cae en mechones rubios sobre su capa roja como inmensas lágrimas sobre sangre, con sus brazos extendidos en un grito a los pies de la cruz.

 

Crucifixión

Masaccio, Crucifixión, (1426), Museo de Capodimonte

 

Un poco más adelante, entre las paredes nacaradas de la Gran Galería, sobresale un cuadro descomunal por su fondo negro atravesado de arriba a abajo por una columna vertical a la que está atado el cuerpo iluminado de Cristo. Es la estremecedora Flagelación (1607) de Caravaggio, una de sus obras napolitanas más importantes realizada para San Domenico Maggiore. En aquella ciudad, Caravaggio también pintó Las siete obras de misericordia en un inverosímil lienzo. A la salida de una taberna, en un callejón que aún existe, le tendieron una emboscada y le dejaron casi muerto. En este cuadro, Jesús ya coronado de espinas antes de ser flagelado, empieza a ser torturado por tres sayones que salen de la penumbra. Dos de ellos, dispuestos especularmente a los lados de Cristo y un tercero a sus pies que, en cuclillas, ata un manojo de ramas para hacer un azote. Toda la escena asciende desde el baile de pies descalzos, sucios e iluminados alrededor de la base de la columna hacia arriba, donde reconocemos la larga línea de unión entre el cuello y el hombro de Cristo, un motivo que venía siendo favorito de Caravaggio desde que lo empleara por primera vez en la Virgen de la Huida a Egipto y que, en este cuadro, refuerza la impresión del abandono de Cristo al martirio.

 

La flagelación

Caravaggio, La flagelación, (1607) Museo de Capodimonte

 

La leyenda de Nápoles remonta su origen a los amores entre una sirena y un centauro llamado Vesuvio y, más concretamente, a “Neapolis” o ciudad nueva, el nombre griego que le dieron sus fundadores y que suponía la existencia de otro asentamiento anterior llamado “Palepolis” (ciudad vieja) o “Parténope”. En la mitología griega Parténope fue la menor de las tres sirenas que desde las rocas de Capri cantaron para seducir a Odiseo, quien atado al mástil de su barco, consiguió no sucumbir al hechizo de sus voces. Parténope devastada se tiró al fondo del mar y su cuerpo llegó hasta la costa de la “ciudad vieja”. Los colonos griegos prefirieron establecerse en otra zona cercana a la que bautizaron como Neapolis, Napoli hoy.

 

Erupcion del Vesuvio

Pierre Jacques Volaire, Erupción del Vesubio desde el puente de la Magdalena, (1782), Museo de Capodimonte.

 

Avanzamos por la Gran Galería y el encuentro de estas dos colecciones nos sugiere el espectáculo de los fuegos artificiales sobre la bahía con que Nápoles evoca todos los años la erupción del Vesubio, ese memento mori monumental que palacios, casas, terrazas y ventanas de esta ciudad, construida como un inmenso anfiteatro, tratan de enmarcar.

 

Nápoles en París

Museo del Louvre

99, rue de Rivoli, 75001 Paris

Comisarios: Sébastien Allard y Sylvain Bellenger

Hasta el 8 de enero 2024

La gran exposición de esta primavera en el Museo de Orsay de Paris que viajará en septiembre al Metropolitan de Nueva York, es: “Manet/Degas”. La idea de reunir y confrontar por primera vez a estos dos gigantes en un diálogo inédito fue la última ambición de su directora, Laurence des Cars, antes de ser nombrada por Macron primera mujer en dirigir el Louvre.

Cartel Manet y Degas

Cartel de la exposición en el Museo de Orsay

 

Algún día, a principios de los años 1860, Édouard Manet paseaba por las salas del Louvre con su bastón de marfil y su sombrero de copa. Sus pasos, como acostumbraban, le dirigieron hasta el Retrato de la infanta Margarita de Velázquez que, aquella mañana, un joven artista copiaba sosteniendo en la mano una plancha de cobre que atacaba con una punta de aguafuerte. Intrigado por su manera de hacer las cosas, Manet se acercó para hablar con él. Fue la chispa que prendió la relación entre Édouard Manet y Edgar Degas, los dos genios de la “Nueva Pintura” francesa formados en la tradición de los maestros antiguos antes de convertirse en revolucionarios. Los grabados de Degas y Manet a partir de este retrato de Velázquez están entre las 120 obras de la gran exposición de esta primavera en el Museo de Orsay de Paris que viajará en septiembre al Metropolitan de Nueva York, es: “Manet/Degas”. La idea de reunir y confrontar por primera vez a estos dos gigantes en un diálogo inédito fue la última ambición de su directora, Laurence des Cars, antes de ser nombrada por Macron primera mujer en dirigir el Louvre.

Abren la muestra los autorretratos de Édouard Manet (1832-1883) y Edgard Degas (1834-1917). El de Manet es vivo, suelto y de una pincelada tan libre que su mano está solo sugerida por una simple mancha ocre. Sin embargo, Degas desde su retrato de factura más tradicional, nos mira con unos ojos intensos y ya apesadumbrados. Entre ambos cuadros el montaje de la exposición ha dejado un pequeño hueco vacío, una rendija por la que asoma Olympia colgada detrás. Sólo vemos parte de su cara y del ramo de flores que, como un intenso fuego artificial, le acerca su criada.

 

Autoretrato Manet

Edouard Manet, Autorretrato (1878-1879), Colección particular.

 

Edgar Degas retrato

Edgar Degas, Retrato del artista (1855), Paris, Museo de Orsay.

 

Ambos nacieron en París en los primeros años de la Monarquía de Julio, eran hijos de familias burguesas bien establecidas y compartieron tardes en los cafés y en las carreras de caballos.Tras asistir a escuelas de sólida reputación, abandonaron sus estudios de Derecho, a los que les predestinaban sus orígenes, para dedicarse a su vocación artística que completaron con viajes a Italia. Participaron en la guerra de 1870 y en las consecuencias de la Comuna. Estuvieron unidos por muchas circunstancias y permanentemente separados por otras. Manet era radiante, arrollador, un republicano convencido que teñía sus obras de política y tenía un estudio siempre abierto a amigos, críticos y escritores. Degas era más introvertido, nunca se casó, su taller era un espacio reducido a sus búsquedas y prácticas artísticas.

Antes y después del nacimiento del Impresionismo, abordado por la exposición bajo una nueva perspectiva, las similitudes y diferencias estilísticas entre los dos pintores resultan evidentes en los temas que pintaron, en las escenas de la vida parisina que comparten la misma cualidad de instantánea y en el mercado y los coleccionistas que conquistaron. Pero mientras Manet se limitó a conservar una fotografía de Degas, éste pintó varios retratos de Manet, entre ellos Monsieur et Madame Edouard Manet (1868-69). Es una escena de interior en la que Manet aparece cómodamente recostado en un sofá, con una pierna doblada sobre el asiento y una mano metida en el bolsillo, mira y escucha con atención a su mujer que toca el piano. Suzanne Leenhoff, música holandesa, fue su profesora de piano antes de convertirse en su mujer en 1863. Su presencia, siempre serena, aparece regularmente en las obras del artista. Cuando Manet, quien no soportaba "una deformación de los rasgos de su querida Suzanne", recibió el cuadro, lleno de ira recortó con una navaja toda la franja en la que aparecía ella. Degas descubrió su cuadro incompleto y se ofendió profundamente. Fue la causa de la "más grave disputa" entre los dos pintores. Años más tarde, Degas añadiría una tira de lienzo a la obra en la idea de "restaurar a Madame Manet" y devolverle su cuadro, pero nunca llegó a terminarlo. La exposición completa este vacío con una obra de Manet: Madame Manet al piano, en la que sí vemos a Suzanne vestida de negro, con su mirada fija en la partitura, delante de su piano y de un espejo dorado de estilo Napoleón III.

Edgar Degas Monsieur et Madame Edouard Manet

Edgar Degas, Monsieur et Madame Édouard Manet (1869-1869), Kitakyushu Municipal Museum of Art.

 

Es tentador suponer que el añadido de esta tira de lienzo fue realizado en la década de 1890, cuando Degas buscaba y reunía los fragmentos dispersos de la segunda versión de La ejecución de Maximiliano que la familia de Manet se había "atrevido a recortar". Este cuadro mutilado y brutal cierra hoy la exposición en una sala reservada solo para él. Sobre un fondo de paisaje en Querétaro, siete soldados apuntan sus fusiles sobre el emperador de México en una versión moderna de Los fusilamientos de la Moncloa de Goya. La influencia de Velázquez sobre Manet, que fue casi total entre 1865 y 1867, es sustituida por la huella de Goya que aparece cuando Manet se enfrenta a la composición de esta obra y a la de El balcón. Era como si la constante confrontación de Manet con el modelo antiguo fuera la esencia misma de su modernidad.

Ejecucion de Maximiliano

Edouard Manet, Ejecución de Maximiliano (1867-1868), Londres, National Gallery.

 

La Olympia (1863-1865) de Manet se expone centrada en la primera sala junto a otros desnudos de Degas. Es una obra poderosa en el despliegue de su belleza, en la espesura de todos los blancos de las sábanas conseguidos con una densidad excepcional de los pigmentos y en el abanico en platas y grises que conforman los pliegues de las almohadas. Sobre ellas, descansa la modelo favorita de Manet, Victorine Meurent, de piel clara y ojos avellana. Tiene una flor enganchada en el moño y nos mira fija en la misma postura de la Venus de Urbino de Tiziano. Está vestida solo por sus joyas, calzada con unos zapatos escotados de seda y tumbada sobre un mantón de Manila. Su criada le acerca un ramo que nos recuerda la delicadeza con la que Manet pintó pequeños jarrones de flores.

Edouard Manet Olympia

Édouard Manet, Olympia (1863-1865), Paris, Museo de Orsay.

 

Detrás de Olympia hay una pared dedicada a dos retratos de grupo: La familia Bellelli de Degas y El balcón de Manet. Degas pinta un monumental retrato de familia en el interior de su salón florentino. En el verano de 1858 se traslada a casa de su tía Laure de Gas -verdadera grafía del apellido que el artista utilizó hasta 1873- donde el joven pintor comenzó a trabajar en uno de sus lienzos más importantes. Ampliado al formato de un cuadro de Historia su modernidad reside en la sutileza con la que Degas expresa las tensiones de un hogar profundamente infeliz: delante de una pared de salón teñida en azules aparece Laure de Gas, aún joven pero rígida y vestida de luto hasta los pies. Al pintor le interesa tanto la fuerza expresiva de los cuerpos como la de los rostros. Su figura forma un gran triángulo en el cuadro junto a sus dos niñas también vestidas de negro y con delantales blancos y almidonados. El spaniel de la familia aparece decapitado por el borde del cuadro en un alarde de modernidad fotográfica.

Degas Retrat de la familia Bellelli

Edgar Degas, Retrato de la familia Bellelli (1858-1869), Paris, Museo de Orsay.

 

La parte más poderosa de la exposición es una esquina en la que, por la proximidad de los lienzos, la comparación resulta fascinante. De un lado, Torero muerto (1864) de Manet, del otro Jockey herido (1866) por Degas, unidas por el fuerte escorzo de sus protagonistas. En la soledad del torero muerto sobre el suelo, en sus negros, marrones y el capote rosa, en la espada, en la mano del torero apoyada sobre la herida mortal, en los botones azabache, en las medias blancas y en la profundidad del fondo en un ocre indefinido, Manet pinta el silencio y la muerte. Su moderna mirada sobre Velázquez buscaba trascenderlo y crear un realismo de su propio tiempo. En la otra pared, Degas y Jockey herido (1866). En él tres caballos en mitad de una carrera atraviesan el lienzo con la velocidad del galope tendido dejando atrás a un jinete caído. La solidez del cuerpo del torero tumbado sobre el suelo no está en el jinete, quien, con una perspectiva extraña y distinta, parece flotar en un terreno indefinido entre el sonido del galope y el relincho de la carrera.

Manet El torero muerto

Édouard Manet, El torero muerto (1864). Washington, National Gallery of Art.

 

Degas Jockey herido

Edgar Degas, Jockey herido (1866), Washington, National Gallery of Art.

 

El resto de la exposición transcurre por unas salas con escenas en el mar de uno y otro pintor, en plancheros, entre modistas y sombreros, en jardines y, sobre todo, por los soberbios retratos de los dos pintores. Como Manet, Degas fue ante todo un pintor del figuras, por sus venas corría la sangre de los hombres de ciudad, el flaneur parisino. Frente al Retrato de Diego Martelli (1879) de Degas, Manet exhibe el Retrato de Stéphane Mallarmé con la frescura de un apunte.

En 1883, Manet muere de manera repentina a los 51 años. Su fallecimiento marcó de manera profunda a Degas, quien en su entierro afirmó: “Era mucho más grande de lo que pensábamos”, y empezó a comprar obras de Manet como parte de su colección privada.

 

Degas Retrato de M Diego Martelli

Edgar Degas, Retrato de M.Diego Martelli, (1879),Edimburgo, National Galleries of Scotland.

 

 Manet Retrato de Stéphane Mallarmé

Édouard Manet, Retrato de Stéphane Mallarmé  (1876), Paris, Museo de Orsay.

 

Al salir de la exposición, nos acercamos hasta la sala en la que cuelga Homenaje a Delacroix (1864), el cuadro de grupo en el que Henri Fantin-Latour pintó a Manet entre Baudelaire, Whistler y otros intelectuales del momento. Esos diez hombres severos de levita negra y camisa de cuello duro, en unos blancos y negros más propios de Frans Hals, impulsaron la revolución de la pintura moderna.

Henri Fantin Latour Homenaje a Delacroix

Henri Fantin-Latour, Homenaje a Delacroix (1864)  Paris, Museo de Orsay.

 

Manet y Degas, "mano a mano" inédito en París (Agencia EFE)

 

Manet / Degas

Museo de Orsay

Esplanade Valéry Giscard d'Estaing 75007 Paris

Comisaria: Isolde Pludermacher

Hasta el 23 Julio

 

- Manet y Degas, Pintar la modernidad -                                - Alejandra de Argos -

hay un sustrato común que forma parte de la identidad de Anka Moldovan como creadora: el esfuerzo por lograr hacer perceptible el aire, la constante presencia humana, a mitad de camino entre lo corpóreo y la abstracción (y pese a ello es imposible no reconocerse en alguno de esos caminantes que avanzan con la determinación de quien conoce su responsabilidad y la asume) y una innegable capacidad de sinestesia.

Anka Moldovan

Hombre-grieta. Retina. (fragmento), Óleo sobre tabla.150x150 cm (2023). Cortesía Anka Moldovan

 

Intentar reseñar la última exposición de Anka Moldovan (Cluj-Napoca, Rumanía, 1976), “aquello que irrumpe”, es, tengo que reconocerlo, un ejercicio de soberbia, como pretender describir la alegría del vuelo de un gorrión o la belleza del “Son nata a lagrimar” de Händel. Es insensato pretender acotar en unas pocas palabras la complejidad de sus mundos que, sin dejar de ser el nuestro, presentan singularidades exóticas como el horizonte de sucesos de un agujero negro.

Los seres y atmósferas que, pertinaces, emergen de sus tablas parecen vivir en esa frontera misteriosa entre lo visible y lo invisible, el ser y el desaparecer. Aunque sería fácil segmentar la colección en cuatro categorías hay un sustrato común que forma parte de la identidad de Anka Moldovan como creadora: el esfuerzo por lograr hacer perceptible el aire, la constante presencia humana, a mitad de camino entre lo corpóreo y la abstracción (y pese a ello es imposible no reconocerse en alguno de esos caminantes que avanzan con la determinación de quien conoce su responsabilidad y la asume) y una innegable capacidad de sinestesia.

La pintura es en principio un arte visual, pero en este caso hay otros sentidos involucrados. Es imposible no sentir la necesidad de acariciar, como si fuésemos personas ciegas leyendo en Braille, las rugosidades, los relieves que forman parte esencial de su obra. Su significado es tan sugerente y misterioso como el “Manuscrito Voynich” que 600 años después de haber sido escrito, aún somos incapaces de traducir. Los cuadros de Moldovan huelen a lluvia y mar porque sus seres parecen vivir siempre en una niebla densa que atraviesan sin miedo para encontrarnos, aunque en el camino corren el peligro de sufrir una partida súbita, esa suavizada construcción lingüística con la que se referían a la desaparición de 140 millones de personas en la serie “The Leftovers”.

Esto sucede realmente en su obra y conforma la colección “Reflejos”, individuos que llegaron a existir en una de sus tablas y en la trabajosa construcción de la niebla, con sus decenas de capas pintadas y borradas una y otra vez, en la búsqueda de una veladura, sucede que, en ocasiones, un personaje se transforma, otro se desvanece creando el aire, otro desaparece y mediante un proceso de transferencia renace en papel. El precio de su osadía peregrina es vivir solos, en ventanas numeradas y ser las únicas criaturas o, mejor dicho, criaturas únicas alejadas del firme y natural soporte de una tabla para existir en el constructo humano del papel. Observadores singulares, ecos que observan desde fuera los cuadros de los que proceden, cada uno es un extranjero que descubre que la mejor manera de aceptar aquello en lo que se ha convertido es recordar lo que era, como escribió Theodor Kallifatides.

 

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Reflejo 112 y Reflejo 113. Ambas en óleo y lápiz sobre papel 14,8x21 cm (2023) . Cortesía Anka Moldovan

 

Estas obras también se escuchan. La obra de Anka Moldovan es narrativa, cuenta una historia, incompleta, fragmentada, como el mismo nombre de esta exposición, “aquello que irrumpe”, apenas media frase, una subordinada extraviada en un mundo, el nuestro, lleno de ruido y furia, que grita sin escuchar y habla sin decir nada. El crítico de arte Carlos Delgado Mayordomo define con precisión notarial y poética: “Dolor y amor, desesperación y gozo, ausencia y presencia, son —sin ser exhaustivos— algunos de los temas recurrentes en sus tablas, donde siempre resulta visible el deseo de liberar y de elevar lo propiamente humano, de trascenderlo.”

Lo que vemos son seres atribulados, que cargan con una gran responsabilidad, fatigados, pero no rendidos, doloridos, decididos y éticos. Todo paraíso es un paraíso perdido y las visiones que nos ofrece la creadora nos recuerdan que vida y herida riman y no por casualidad sino por causalidad. Esto es especialmente evidente en sus cuatro “Hombres-grieta” la transustanciación de un poema de Nichita Stănescu que describe a alguien que “viene desde el más allá / e incluso más lejos aún de ese más allá.”

 

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Anka Moldovan, work in progress

 

La mejor forma de describirlos es esta imagen en la que Moldovan observa la llegada del “Hombre-grieta Presencia” con la fascinación y curiosidad de un entomólogo que asiste a la aparición de los primeros insectos en un cadáver y, por el gesto consolador con que se toca un mechón de pelo, se diría que es un desconocido, incluso para ella. Los cuatro “Hombres-grieta” de apellido “Presencia, Retina, Vientre y Aliento” son entes a mitad de camino entre lo salvaje y lo humano. Han llegado, pero no a través de un elegante agujero de gusano sino abriéndose paso a cabezazos. Al verlos cobra un nuevo sentido la escena en la que el replicante Batty atraviesa una alicatada pared en su acoso a Deckard en “Blade runner”. En estas cuatro tablas, del tamaño de la propia autora, hay hambre, dolor y un poder que intimida. Miran y nos ven.

Si los “Reflejos” y los “Hombres-grieta” son desarraigados, los cuadros de la serie “Tierra” están literalmente enraizados.

 

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Tierra. Óleo sobre tabla y raíz, 100x100cm (2023). Cortesía Anka Moldovan

 

Son cabezas de mujeres que llaman nuestra atención por sus moños y complejos recogidos, detalles que forman parte de la memoria y los recuerdos de la autora. Otro lugar, otro tiempo, otras mujeres, sus ascendentes, capturadas en un detalle fútil que certifica su grandeza y generosidad porque ese delicado y trabajoso trenzado lo ven todos menos ellas. De su pelo surge una raíz porque estas mujeres, en la Rumanía de los años 80, tenían los pies en la tierra y cumplían su deber de cuidar, alimentar, educar, dar cariño y seguridad, sembrar responsabilidad y empatía, en definitiva, construir verdaderos seres humanos.

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Nacer el mundo. Óleo sobre madera, 18x27,5 cm (2021) y El hombre alegría. Óleo sobre tabla, 60x120 cm (2023). Cortesía Anka Moldovan

 

Con una raíz de frambuesa brotando de entre su pelo trenzado, lo natural y lo artificial, la naturaleza y el arte comparten el mismo espacio. “No es un simple artificio estilístico, sino una audaz reflexión acerca del fundamento inevitablemente simbólico de las artes visuales: las raíces, sin necesidad de perder su propia fisonomía, son leídas como una parte coherente de la representación humana” nos descubre Carlos Delgado Mayordomo.

Y finalmente llegamos a los caminantes, seres parecidos a nosotros que se mueven por espacios que reconocemos como la Gran Vía, prosaicos pasajeros, ciudadanos que habitan los meses como otros las ciudades y otros las metáforas. Lo que les convierte en sociedad, sin dejar de ser individuales, es que son esencialmente bellos y nobles, en lo físico y en lo moral. Comprometidos y empáticos, avanzando siempre sin eludir los desafíos de la vida. Es su grandeza lo que me hace pensar que son solo parecidos a nosotros, aunque a través de la bondadosa mirada de su creadora, es posible que seamos nosotros mismos libres de nuestros pecados.

Infatigables y decididos les rodea una atmósfera mística que podría ser su alma, porque la tienen o el aire que exhalan, porque respiran. Una de estas obras, “Nacer el mundo” fue portada de la novela “Una mujer en ciernes” de Christian Bobin. La cuidada edición de “La Cama Sol” construye un libro ilustrado en un doble sentido, en el que conviven las palabras del escritor del silencio (prematuramente fallecido) y las obras de la pintora del aire.

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 El transcurso del aire. Óleo sobre tabla, 150x50cm Cortesía Anka Moldovan

 

“El misterio que irrumpe en sus cuadros –explica Carlos Delgado Mayordomo- no es sólo la expresión de la Belleza, sino la celebración de la vida.” Ya sean sólidos como el concreto o etéreos como sombras, los seres de Anka Moldovan nos susurran historias de resistencia y esperanza. Lo segundo es una necesidad, pero lo primero es un acto de amor, la necesaria derrota del olvido y la indiferencia. La obstinada voluntad de seguir haciendo preguntas, aunque intuyamos que nunca conoceremos las respuestas.

 

- Los otros mundos de Anka Moldovan -                                   - Alejandra de Argos -

La exposición Basquiat x Warhol a cuatro manos, es la más importante dedicada a la colaboración de estos artistas, con 300 piezas entre las que destacan 70 obras que Warhol y Basquiat crearon juntos. Están acompañadas por las de otros artistas del momento recreando el escenario artístico de aquel Nueva York.

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Michael Halsband, Andy Warhol y Jean-Michel Basquiat, Nueva York, 10 de julio de 1985, colección del artista.

 

Cuando Frank Gehry pensó por primera vez en el edificio que iba a diseñar para la Fundación Louis Vuitton en el Bois de Boulogne en Paris, su cabeza dibujó un velero con doce velas de vidrio infladas por el viento del oeste como si navegara por el bosque. El interior de ese velero estalla ahora con el ruido y el colorido de las calles de Manhattan. Es la exposición: Basquiat x Warhol a cuatro manos, la más importante dedicada a la colaboración de estos artistas, con 300 piezas entre las que destacan 70 obras que Warhol y Basquiat crearon juntos. Están acompañadas por las de otros artistas del momento recreando el escenario artístico de aquel Nueva York.

 

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Michael Halsband, Andy Warhol y Jean-Michel Basquiat, Nueva York, 10 de julio de 1985, The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts.

 

Los años ochenta fueron allí una mezcla de muchas cosas: el ritmo del “beap”, el “hip hop” y los gritos de los niños saltando sobre los juegos pintados con tizas en las aceras de Brooklyn, las ventanas y puertas abandonadas en los contenedores, los trenes y vagones cubiertos de grafitis, los atronadores aviones que despegaban y aterrizaban desde el aeropuerto de LaGuardia, los camiones de leche, las ambulancias, los mejores conciertos de Central Park, el infierno del sida y, en fin, la pulsión callejera y multirracial de esa ciudad. Fue el alimento de estas dos estrellas, dos iconos del arte contemporáneo estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.

Entre 1983 y 1985, Jean Michel Basquiat (1960-1988) y Andy Warhol (1928-1987) crean una singular colaboración artística de la que surgirán 160 obras, algunas de ellas las más importantes de sus respectivas carreras.

El demiurgo de este encuentro es el marchante de arte suizo Bruno Bischofberger (Zürich, 1940). En el invierno de 1983-1984, en su casa de St. Moritz, ambos hablaron de las “colaboraciones”, esa forma de trabajar de algunos pintores de los siglos XV al XIX que fascinaban a Bischofberger. Basquiat había pintado un cuadro en el garaje de su casa con Cora, la hija del marchante, que entonces tenía cuatro años. Además, en el libro de visitas de la casa, Basquiat había hecho un dibujo a doble página con ella. Bischofberger había advertido cómo la técnica infantil de la niña y el estilo “primitivo" de Basquiat encajaban asombrosamente. Él era amigo y principal distribuidor de la obra de Warhol y pensó en él para trabajar con Basquiat. En la mañana del 4 de octubre de 1982 llevó a Basquiat a la Factory y le presentó a Warhol quien inmediatamente fotografió a Basquiat unas treinta veces con su Polaroid.

Después, Basquiat pidió a Warhol que pasara la cámara a Bischofberger para que hiciera un retrato de los dos. Cuando salieron a comer, Basquiat no quiso acompañarles. Su cabeza y su mano izquierda, era zurdo, bullían ya con una idea e infinitos colores. Empujó con ímpetu la puerta de su estudio, tiró de un lienzo de 1.50 x 1.50 y proyectó en él la rabia y todo el poder de su mirada. Con el cuadro aún fresco y goteando hilos de pintura negra, su asistente salió corriendo hacia la Factory, en Union Square. Warhol, impactado por el talento de un artista tan joven y tan libre, dijo con su voz aguda: “Es más rápido que yo”.

Este cuadro, Dos Cabezas, tiene la fuerza de toda obra inaugural y es hoy el pistoletazo de salida de la exposición de Paris. En él, Basquiat pinta a Warhol con una mano geométrica y azul, casi de avatar y un único ojo clavado en el espectador. El resto del lienzo es una particular lucha de peinados: la peluca platino acrílica de Warhol colocada de través para tapar su calvicie, frente a las magníficas rastas de la poderosa maraña oscura de Basquiat. A partir de este cuadro, los dos artistas no se separarán en dos años. Intercambiarán lienzos y pesas de gimnasio, el estudio, los amigos y las afrentas, las fiestas y las ideas, la rabia, la risa, la inseguridad, el miedo y el éxito.

 

Dos cabezas

Jean-Michel Basquiat, Dos cabezas, (1982), Colección particular.

 

Bischofberger sabía bien lo que hacía cuando provocó el encuentro entre la estrella más brillante y ascendente del momento y el pintor veterano cuya carrera necesitaba ser relanzada. Cuando propuso a los dos artistas exponer sus obras en colaboración, la relación pictórica entre ambos ya estaba consolidada. Basquiat había pintado casi todas las tardes de 1984 y 1985 en el estudio de Warhol. Existía una sinergia explosiva entre su producción conjunta y sus estilos distintos: Warhol, cuyo nombre de nacimiento era Andrew Warhola -empezó a firmar como “Warhol” no por elección sino por un error de tipografía-, pintaba utilizando la técnica de la proyección y el calco, aportaba titulares de periódicos, imágenes publicitarias, logotipos de marcas y leyendas siempre escritas a mano por Julia, su madre, y cuya caligrafía se haría indisociable de su obra. Basquiat intervenía a mano y pintaba figuras tribales y poderosas, fragmentos de frases, símbolos y su icónica corona.

De esos dos años surgirán obras de tamaño monumental que están presentes en la exposición. Desde el símbolo del dólar pintado por Warhol recorrido por una serpiente de Basquiat en Don’t tread on me o en Dollar sign, hasta las langostas, los cangrejos o el veneno. Están los lienzos más conocidos como Arm and Hammer con su logo y el brazo sujetando el martillo pintados por Warhol y la cabeza negra de Basquiat.

 

6.99 

Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol, 6.99, (1985), Colección Nicola Erni.

 

La maraña de palabras y letras que aparece en los cuadros de Basquiat suele haber menciones desconcertantes a Nerón, Marco Polo o Miles Davis, pero también al radio, el estaño o a las alas de cera de Ícaro. Sin embargo, la mayoría suele hacer referencia al cuerpo humano. Klaus Kertess, especialista en Basquiat, afirma: "La palabra estaba en el principio de su creación. Le gustaban por su sentido, por su sonido y por su forma. Le gustaba decir que usaba las palabras como si fueran pinceladas.”

El grafitti es una de las cuatro ramas de la cultura “hip hop”, con el breakdancing, el rapping y el deejaying. Las pintadas que tapizaban los vagones del metro eran inmediatamente tapadas por las huellas del siguiente grafitero. En este ambiente Basquiat inicia su carrera con el pseudonimo SAMO (SAMe Old shit).

op op

Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol, OP OP, 1984-1985, Colección Bischofberger.

 

En la exposición están los lienzos de más de 3 metros en colaboración con marcas como Zenith, o el cuadro 6.99 rodeado por las cabezas negras de Basquiat con sus dentaduras feroces, ojos vacíos y coronas puntiagudas. También una obra africana de 10 metros de largo que pintaron mientras Basquiat liaba sus porros y Warhol reconocía que Basquiat le hacía pintar distinto, de nuevo a mano y con pincel. A medida que se avanza por la exposición, los estilos de Warhol y Basquiat empiezan a confundirse.

 

Collaboration 23

Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol, Untitled (Collaboration 23) Quality, 1984-1985. Colección particular.

 

Esta relación suele abordarse desde sus diferencias en edad, raza o en la popularidad de cada uno en el momento en el que se conocieron. Sin embargo, compartieron muchas cosas, sobre todo en el dramático verano de 1968. El 3 de junio, Valerie Solanas intenta asesinar a Warhol en su estudio. El artista pasará ocho semanas en el Columbus Hospital y tras una operación difícil vuelve a su casa con el torso cosido. Un mes antes, Basquiat había sido atropellado por un coche mientras jugaba al balón en Brooklyn. En el King’s Country Hospital curan la fractura de su brazo y distintas lesiones internas. Durante la convalecencia, su madre le llevó un ejemplar del libro de Gray’s Anatomy, un clásico sobre anatomía que produce una honda impresión en Basquiat e influirá en las aportaciones de dibujos anatómicos en sus cuadros.

Ten punching bags

Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol, Ten Punching Bags (LastSupper), 1985-1986.  The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts.

 

En la última planta, está instalada una obra compleja y misteriosa. Es una de las más célebres de la colaboración: Ten Punching Bags (Last Supper) (1985), con diez sacos de boxeo alineados en los que, como si fueran las estaciones de un Via Crucis, Warhol pinta un Cristo de ojos cerrados y cabeza ladeada. La repetición de la imagen en los sacos y la manera en la que está representado el Cristo le dan un aire de icono del pop. Encima y debajo de la cara, en la frente o debajo de los ojos, aparece repetidamente la palabra “judge” (juez). La obra se vincula al asesinato del grafitero Michael Stewart, cercano a Basquiat, y a los años más escalofriantes del sida. También al entrenamiento que compartían en su estudio y a la foto del cartel de la exposición conjunta de 1985 en la galería Tony Shafrazi. Pero más allá de todo esto, hace referencia a las raíces religiosas de ambos. Basquiat había empezado a dibujar cuando, de niño, su madre le contaba historias de la Biblia. Warhol, a quien su madre, Julia Warhola, llevaba a misa todas las semanas, quedó marcado por los santos, arcángeles y apóstoles que decoraban la iglesia. En los iconos todo tenía un significado: el color, la inclinación de la cabeza de una Virgen, la forma de juntar las manos. Y así, como nuevos santos seculares americanos, pintaría después a Marilyn, Liz, Elvis o Jackie.

Paramount

Jean-Michel Basquiat y Andy Warhol, Paramount, (1984), Colección particular.

 

¿Cómo actuarían realmente Basquiat y Warhol sobre el lienzo? Basquiat lo explicó así: "Andy empezaba un cuadro y pintaba algo muy reconocible, o el logotipo de algún producto, y yo lo desfiguraba. Luego yo intentaba que trabajara más sobre él, que hiciera al menos dos cosas más". Warhol concretaría: "Primero lo dibujaba y luego lo pintaba como Jean-Michel. Creo que los cuadros que hacemos juntos son mejores cuando no se sabe quién pinta cada parte".

 

Basquiat x Warhol, pintando a cuatro manos

Fondation Louis Vuitton

8, Avenue du Mahatma Gandhi Bois de Boulogne, 75116 Paris

Comisarios: Dieter Buchhart y Anna Karina Hofbauer

Hasta el 28 de agosto

 

- Jenny Saville: Biografía, Obras y Exposiciones -                                - Alejandra de Argos -

Vermeer fue un pintor lento. El espectador de sus cuadros no ve las pinceladas, ni siquiera de cerca, sólo los valores lumínicos. También percibe la calma de sus escenas y sus figuras abstraídas mientras escriben una carta, tocan un instrumento o contemplan un globo terráqueo. Salvo raras excepciones, nunca nos miran.

Vista de Delft - Vermeer

Vista de Delft, c.1660-1663, Mauritshuis, La Haya.

 

En el ángulo inferior derecho del marco de ébano una mínima cartela atornillada lleva una fecha inscrita: 1632-1675. En el lado izquierdo hay un nombre: Johannes Vermeer. Alzamos la vista por encima de la última “r”, y ahí está el pedazo de tierra sobre el muelle del cuadro Vista de Delft. Es un pequeño trozo de arena con unas mujeres que conversan, con sus cofias blancas y su cesta bajo el brazo. Una de ellas está vestida del amarillo y azul de La joven de la perla. El reflejo en el agua de la ciudad de Delft está en sombra. En un segundo plano, el sol de la mañana ilumina el campanario de la Iglesia Nueva, que aún no tiene las campanas que empezaron a montarse en mayo de 1660. En la Puerta de Schiedam el reloj marca las siete. Es Delft en esa primavera. Ese mismo rayo de luz alegra las fachadas de unas casas bajas. Debieron ser ellas con sus pinceladas en amarillo las que por el impacto de su belleza aceleraron la muerte de Bergotte, el personaje de Proust. El escritor francés trasladó su emoción en La prisionera (quinto volumen de En busca del tiempo perdido), al ver aquel pequeño paño de pared amarilla pintado por Vermeer. Quizás por eso, el último pensamiento de Bergotte antes de morir fuera el que nos traslada la punzada con la que Proust definía el Arte.

En diciembre de 2021, Taco Dibbits, director del Rijksmuseum de Amsterdam, había anunciado el acontecimiento de las últimas décadas: la reunión en la pinacoteca holandesa de la mayor selección de obras de Vermeer en la historia. Son 28 las que podemos admirar hoy en unas salas que se suceden tapizadas en azul y morado para acoger unos cuadros que son como pequeñas ventanas abiertas a otro mundo, el de la quietud, el silencio y el misterio de Vermeer.

En la primera sala nos reciben sus dos únicos cuadros de exterior:Vista de Delft y La callejuela.Días antes, La lechera, Ama y criada y La callejuela habían sido descolgadas de sus paredes para emprender un corto viaje en su soporte con ruedas hasta las  salas de la exposición. Pasaron así por delante de la Ronda de Noche de Rembrandt y por el Cisne amenazado de Jan Asselijn para ser colgadas junto a sus hermanas de pincel, los otros cuadros de Vermeer, que habían llegado de diferentes partes del mundo.

En las siguientes salas, y antes de acercarnos a los cuadros, sorprende el colorido de Vermeer: el azul ultramar y el amarillo de cadmio de los trajes de sus modelos y el brillo del blanco y negro de los suelos. Entonces imaginamos al pintor, hace 360 años, en el estudio del piso alto de su casa de Delft, moliendo en un mortero su tesoro en forma de polvo de colores. Allí tenía su taller con ventanas hacia el norte. Mientras, en el piso inferior, su mujer Catharina, que habría hecho de modelo para el último cuadro, atendería a los 15 hijos que tuvieron. Ella debió ser la inspiración constante de Vermeer. Vemos en los lienzos la evolución de su piel, su colorido y sus peinados. En alguno de ellos aparece vestida con la chaqueta amarilla ribeteada de armiño, que a la muerte del pintor aparecería entre los escasos enseres de su legado en la ruina.

 

Dama escribiendo una carta - Vermeer

Dama escribiendo una carta, c. 1665-1667, National Gallery of Art, Washington, D.C.

 

Vermeer fue un pintor lento. El espectador de sus cuadros no ve las pinceladas, ni siquiera de cerca, sólo los valores lumínicos. También percibe la calma de sus escenas y sus figuras abstraídas mientras escriben una carta, tocan un instrumento o contemplan un globo terráqueo. Salvo raras excepciones, nunca nos miran.

Detrás de una sala con obras tempranas, se abre otra de la que cuelga un solo cuadro, primero de una sucesión de escenas de la vida cotidiana: es Muchacha leyendo una carta (1657-1659). Una cortina verde en primer plano da acceso a la mirada hacia un cuarto en el que una joven lee una carta frente a la ventana. La luz  configura casi todo: la mano que sostiene la carta, el perfil y el pelo de la modelo, la fruta en el plato de Delft y los nudos de la alfombra turca que cubre la mesa, convertidos en una miríada de gotas luminosas. A través sus ventanas, Vermeer no nos muestra el cielo o un paisaje, ellas solo aportan la luz que el cuadro necesita. La sala celebra la nueva visión de esta obra. Hasta esta muestra, el fondo que conocíamos era una pared blanca; tras su restauración ha surgido el cuadro de un Cupido que también aparecerá en otros dos vermeeres (vídeo explicativo).
 

Muchacha leyendo una carta Vermeer

Muchacha leyendo una carta (1657-1659), Dresden, Gemäldegalerie Alte Meister, Staatliche.

 

Más adelante encontramos Muchacha con flauta (1664-1667) colgada junto a Mujer con sombrero rojo (1664-1667), ambas poco más grandes que la palma de nuestra mano. El sombrero rojo de piel de castor rompe el cuadro en una diagonal espesa y luminosa. Su belleza es desconcertante. También lo es el hilo de pintura blanco que Vermeer dejó caer sobre la cabeza del león que remata la silla y que se mezcla entre los ocres para recibir el golpe exacto de luz. Algo más arriba, tres puntos blancos sobre el rojo carmesí confieren el volumen al labio de su boca entreabierta. Y por debajo de ella, Vermeer pinta un brochazo blanco al que rebana cuatro láminas verticales de materia para formar las transparencias del cuello de una blusa de gasa fina. El pintor trabajaba por eliminación, adelgazando la pintura hasta lograr su objetivo.

 

Cuadros Vermeer

A la izquierda, Muchacha con sombrero rojo, c. 1665-1667, A la derecha, Muchacha con flauta, c. 1665-1670, ambas en la National Gallery of Art, Washington, D.C.

 

El ajuar doméstico que pinta es reconocible una y otra vez: muebles, cuadros,
 chaquetas de satén, baldosas de un rodapié… Tras una mirada más atenta apreciamos que los motivos de una ventana de cristal emplomado, las baldosas del suelo o el tamaños de mapas y cuadros, varían. Vermeer manipulaba el escenario, inventaba o añadía decoraciones y diseñaba su propio mundo pictórico.

El hechizo de esta exposición está, además, en los detalles: el hilo de diez perlas alineadas sobre la mesa rematado con un lazo amarillo en Mujer escribiendo  (1664-1667), el paisaje boscoso de la tapa del virginal en El concierto (1662-1664), las dos manos paralelas y suspendidas en el aire que sujetan el collar en Joven con collar de perlas (1662-1664), el cepillo en escorzo sobre la mesa con su mango de ébano y marfil señalado con una gota de luz en Joven con collar de perlas. ¿y las tachuelas de la silla en el primer plano?. Cada una tiene un punto blanco que marca el brillo al sol de la mañana.

Dama joven con collar de perlas Vermeer

Dama joven con collar de perlas, c. 1663-1664 Staatliche Museen su Berlín, Gemäldegalerie.

 

Ese mundo pictórico surgió de la interacción de varios componentes coordinados con exactitud: la inmovilidad comparable a una naturaleza muerta, el dominio de la perspectiva y, por encima de todo, su manera de reproducir la luz.

Para dominar la perspectiva se fijó en Pieter de Hook, que trabajó en Delft antes de trasladarse a Amsterdam. Al igual que otros pintores, De Hook la establecía utilizando un alfiler que clavaba en el centro del punto de fuga del cuadro, al cual ataba un cordel tizado con el que marcaba en la superficie los ángulos buscados. Vermeer utilizó este método en, al menos, 16 de sus obras.

Llegamos hasta La encajera, del Louvre, a la que el pintor sitúa tan cerca de nosotros que su encuadre resulta moderno y fotográfico. Los dos hilos y los bolillos entre sus manos se distinguen con nitidez, en cambio, los objetos del primer plano resultan borrosos y disueltos en puntos de luz. Pintar así presupone un acto de observación muy consciente y una profunda comprensión del proceso de la visión. Inevitablemente, este cuadro nos recuerda a La costurera que Velázquez pintó unos 20 años antes y esta similitud encadena en nuestra memoria la de otras imágenes entre ambos pintores: Vista del jardín de Villa Medici y La callejuela, Las meninas y El arte de la pintura, El aguador de Sevilla y La lechera y que Alejandro Vergara nos descubrió en su magnífico texto Afinidades en la pintura española y holandesa del siglo XVII

 

La encajera Vermeer

La encajera, c. 1669-1670, Museo del Louvre, París.

 

La construcción de formas en pintura no se hace con colores sino con luces. Vermeer percibió sus efectos con una precisión desconocida. Intuyó los colores producidos por ella (claros y oscuros, fríos y cálidos) y, también, las superficies y las formas de los objetos iluminados, sus reflejos, su enfoque. Nuestro contacto actual con fotografía moderna nos permite catalogar estas características como "fotográficas". Pero, ¿cómo  alcanzaría Vermeer esta técnica en el Delft de 1660?, ¿de dónde proceden su ciencia y su habilidad? La investigación que acompaña a esta exposición plantea la utilización de la cámara oscura por parte del pintor.

 

La lechera Vermeer

La lechera, c. 1658-1661, Rijksmuseum, Amsterdam.

 

Gregor J.M. Weber, comisario de la muestra, ha estudiado el lado católico de Vermeer y sostiene que la cercanía de la residencia de los jesuitas en la calle Oude Langendijk influyó en su vida y obra. Ellos debieron de tener una cámara oscura y, a través de ella, el pintor entraría en contacto con esta nueva forma de ver. ¿Cuántas y cuáles de sus decisiones artísticas determinaría? ¿Le influiría para toda una composición, para los escorzos o sólo para los efectos de luz? Parece ser que Vermeer no pintó sentado delante de una de ellas sino que tomó nota de su visión y su maestría le permitió trasladarlo al lienzo con rigor verídico.

En el siglo XVII, los logros en el campo de las artes y las ciencias se relacionaban a menudo con la religión. Los conocimientos científicos permitían comprender mejor el mundo visible y también revelaban el esplendor de la creación divina. Weber explica como en el cuadro Alegoría de la fe católica un tapiz a modo de cortina recogida a un lado, nos introduce en la escena. En él la figura de un paje que tira de un camello está hecha de puntos luminosos que convierten cada nudo en algo táctil. Sin embargo, el misterio del cuadro es la esfera de cristal que cuelga del techo de una cinta azul. Las ventanas y los colores más luminosos del cuarto se reflejan en ella. Vermeer no trata de pintar una vista en miniatura perfectamente distorsionada de él, sino, los reflejos de luz de ese interior. La emblemática jesuítica está impregnada de alusiones a Dios como luz. Quizás la bola, considerada un modelo del ojo humano capaz de ilustrar el proceso de la visión y es simultáneamente metáfora de Dios, representa aquí el vínculo entre los jesuitas, sus tratados científicos sobre óptica y el pintor de Delft.

Johannes Vermeer es un misterio. No tenemos cartas ni diarios ni podemos identificarle con seguridad en ningún retrato. Viajamos hasta Delft donde es fácil imaginarle paseando por la orilla de algún canal. El museo Prinsenhof nos presenta una visión de su vida y su ciudad en la exposición El Delft de Vermeer.

Criado como un niño protestante, se casa en 1653 con Catharina Bolnes en una iglesia católica clandestina de Schipluiden. No es seguro que se convirtiera al catolicismo para contraer matrimonio. En 1660, ya viven ambos con María Thins, suegra del pintor, en la calle Oude Langendick y son padres de tres de los quince niños que tuvieron. Vermeer vivió allí el resto de su vida y también allí pintó la mayor parte de sus cuadros. En la época en la que inicia su carrera, Delft era uno de los principales centros artísticos de la República Holandesa. Florecía su cerámica a la que Vermeer incluye en sus cuadros. Sin embargo, no pinta una sola flor, ni un solo tulipán en la obra de un artista que vivió en el país y los años posteriores a la tulipomanía.

En el Delft la segunda mitad del siglo XVII, existía una tupida red de personas interesadas por los descubrimientos en medicina, astronomía, matemáticas y óptica, también empezaron a utilizarse los telescopios y microscopios. El mundo del arte y la ciencia estaban estrechamente relacionados.

 

El geógrafo - Vermeer

El geógrafo, 1669, Städel Museum, Francfort del Meno.

 

Pero en aquel pujante Delft había fuertes desigualdades económicas. Entre los pobres había muchas mujeres cuyos maridos desaparecían meses sirviendo en el ejército de los Estados holandeses o en los barcos de la Compañía de las Indias Orientales. Afortunadamente para Vermeer, su suegra les proporcionó la seguridad económica de la que carecían muchos ciudadanos. Entre ellos, una tía de Vermeer que mantuvo a su familia tras la muerte de su marido vendiendo callos, compró en 1645 la casa del número 42 de Vlamingstraat que Vermeer pinta en La callejuela.

 

La callejuela - Vermeer

La callejuela, c. 1658-1661 Rijksmuseum Amsterdam.

 

En 1672 la República Holandesa fue atacada simultáneamente por Inglaterra y Francia y por los arzobispados de Colonia y Munich. En este "Año del desastre" la economía del país se desplomó y el mercado del arte se hundió. Esto afectó directamente a la economía de los Vermeer. El artista murió repentinamente a los 43 años. El 16 de diciembre de 1675, 14 portadores llevaron su féretro a la Oude Kerk. La campana de la iglesia tañió una sola vez. Vermeer fue enterrado en la sepultura familiar de su suegra. Para entonces, tres de sus hijos ya habían sido enterrados allí. En los registros, detrás del nombre de Vermeer, aparece la palabra: "incobrable". Catharina Bolnes, con once hijos, fue declarada en quiebra. Un inventario de sus bienes del 26 de febrero de 1676, ofrece una emocionante visión del mundo del pintor: dos caballetes, tres paletas, seis paneles y 10 lienzos.

Paseamos hasta la esquina que Vermeer escogió para inmortalizar la vista de su ciudad. El campanario, las nubes y el cielo que pintó siguen ahí.

 

El misterio de la pintura de Vermeer de 350 años de antigüedad - DW documental

 

Vermeer

Rijksmuseum, Museumstraat 1, Amsterdam

Comisarios: Pieter Roefols y Gregor J.M. Weber

Hasta el 4 de junio 2023 

 

El Delft de Vermeer

Museo Prinsenhof, Sint Agathaplein, Delft

Comisarios: David de Haan y Arthur K. Wheelock Jr.

Hasta el 4 de junio 2023 

 

- Luz sobre Vermeer -                                - Alejandra de Argos -

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