Alejandra de Argos por Elena Cue

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Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada.

Caspar David Friedrich 

Se cumplen 250 años del nacimiento de Caspar David Friedrich (1774-1840), uno de los grandes pintores alemanes del Romanticismo. Con motivo de su efemeride, Alemania prepara diversos homenajes siendo el más importante el del Museo Alte Nationalgalerie de Berlin que inaugurará el 19 de Abril: "Caspar David Friedrich. Paisajes infinitos". Será una importante exposición que contará con 60 cuadros y 50 dibujos del pintor paradigmático del Romanticismo alemán incluyendo sus obras más icónicas. Fue en Alemania donde el Romanticismo europeo tuvo su origen a través de su literatura, su pintura y su música, exaltando el sentimiento por encima de la preponderancia de la razón Ilustrada. Friedrich elevó el género del paisajismo a otra dimensión. Considerado hasta el siglo XIX un género de carácter menor, el paisajismo trasciende a lo místico en una época en que la filosofía romántica era panteista, es decir, donde el mundo, la naturaleza y Dios son equivalentes. Este caracter sagrado y trascendental de la naturaleza se manifiesta en sus paisajes y sus personajes solitarios, cargados de simbolismo.

Friedrich nació en septiembre de 1774 en la antigua Prusia. En el mismo mes y año de su nacimiento se publica la novela epistolar “Las penas del joven Werther” de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), que hizo historia convirtiendose en el libro más vendido en Alemania. De cariz autobiográfico, el amor imposible de Goethe por Charlotte Buff inspiró esta novela que termina con el suicidio de Werther cuando comprende que su pasión por Lotte es irrealizable. El amor que trasciende a la muerte en el Romanticismo: “!Todo es efímero, pero ni la propia eternidad apagará la ardiente vida que ayer disfruté en tus labios, que ahora siento en mi interior!”, escribe el joven a Lotte antes de quitarse la vida. Tal fue su éxito que los rumores de suicidio por imitación le persiguieron en su vida. Este tipo de imitación tomó el nombre de “efecto Werther” acuñado por el sociólogo David Phillips en 1974.

Con este libro empieza a despuntar el primer Romanticismo alemán, aunque Goethe nunca se consideró un autor romántico e incluso lo criticó duramente en favor de los ideales clasicistas. Pero no cabe duda que revolucionó la literatura con esta novela al ensalzar la subjetividad expresando con libertad las emociones, la naturaleza individual, desvinculándose de la razón y prevaleciendo el sentimiento. El Romanticismo es la expresión del infinito, de lo ilimitado porque lo limitado es el canon, es decir, el clasicismo. Este movimiento empieza como una rebelión contra el clasicismo, por los límites que impone a la inspiración estética. Goethe fue el máximo representante del movimiento literario “Sturm und drung” (tempestad e ímpetu), que tuvo sus manifestaciones también en otras artes, como en el caso de la pintura de Friedrich. Este grupo será una antesala del movimiento romántico caracterizado por el redescubrimiento de la naturaleza, la nostalgia de la herencia del pasado, lo sublime frente a la belleza clásica, o el concepto de genio.

Pero no sólo se podrán visitar exposiciones y conciertos sino también recorridos por los senderos que visitaba e inspiraron a Friedrich, como las montañas del Elba que representó magistralmente en el cuadro "Errante sobre el mar de niebla", epítome de lo sublime. Un sentimiento que el filósofo alemán Immanuel Kant (1724- 1804) en su obra “Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime” describe certeramente: “Lo sublime conmueve, lo bello encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime.” Es decir, la relación de conflicto surgido entre nuestro entendimiento y la imaginación provoca nuestro sentimiento sublime hacia lo que observamos. Fascinación y terror ante lo ilimitado, lo inconmensurable. “El monje junto al mar” (1808-10) es otra representación de la categoría de lo sublime. En este cuadro, la figura solitaria de un monje se confronta al universo. Su insignificancia se hace patente ante la inmensidad de la playa, el mar y el cielo como fuente de esperanza. Es otro ejemplo de sobrecogimiento y melancolía que expresa este concepto de forma magistral.

 

Friedrich Monje frente al mar

 Caspar David Friedrich. El monje junto al mar

 

Los cuadros de Friedrich son, sin duda, la mejor expresión de la comprensión romántica de la pintura, en la que la creación artística se produce en analogía con la fuerza creativa de la naturaleza. Él cree que la pintura romántica debe ser el lenguaje de esa unidad del cosmos y de la vida, haciendo que las imágenes se liberen de su subordinación a la evidencia cotidiana para convertirse en alusiones de lo infinito. La noche, la muerte, lo negativo pierden su aspecto hostil y muestran su rostro poético.

También está presente en su pintura el elemento nacionalista. Friedrich era un adolescente cuando tuvo lugar la Revolución francesa que convulsionará el panorama europeo. Las campañas napoleónicas en Alemania impulsaron la conciencia nacional, especialmente en los círculos intelectuales y artísticos. El nuevo orden político de Europa producirá entonces una energía artística e intelectual que se convertirá en una nueva revolución en las ideas y en las artes.

 

 

 

- Caspar David Friedrich. El paisajismo a otra dimensión -                                - Alejandra de Argos -

Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. Según el pintor, la “distancia adecuada” era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño. La densidad de pintura es tal, que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibieran los márgenes, su principio ni su fin, como si fueran especies distintas que intentan atrapar a todo el que se acerca con su lenguaje, sus medidas y sensaciones propias. Directos al alma.

Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. Según el pintor, la “distancia adecuada” era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño. La densidad de pintura es tal, que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibieran los márgenes, su principio ni su fin, como si fueran especies distintas que intentan atrapar a todo el que se acerca con su lenguaje, sus medidas y sensaciones propias. Directos al alma. Muchos de los cuadros del final de su vida son de tamaño humano, insistía en que se colgaran casi en el suelo, para que el espectador pudiera dar un paso y entrar en ellos. Es difícil describir esta pintura porque vence a las palabras y sobrepasa al lenguaje. Ocurre como con la música cuando nos habla desde otro registro. Rothko vibraba al oír a Mozart y creía, como Kandinsky, que el color usado de una manera precisa, con determinada intensidad y combinación, podía actuar de forma parecida al sonido, como notas musicales.

 

Rothko, Numero 14

Mark Rothko, Numero 14, (1960) San Francisco Museum of Modern Art.

 

En este invierno, la Fundación Louis Vuitton nos propone adentrarnos en la complejidad de este genio con una ambiciosa retrospectiva que ha reunido hasta 115 obras procedentes de los fondos de su familia y de importantes instituciones: desde la Tate Gallery de Londres a la National Gallery of Art de Washington. Ellas son las que trazan, paso a paso, en un itinerario cronológico, el camino del pintor desde sus primeros cuadros figurativos hasta las abstracciones que le definen y que hoy inundan con sosiego la goleta de velas de cristal que Frank Gerhy diseñó en el Bois de Boulogne de Paris.

Christopher Rothko (1963), hijo del artista y comisario de la muestra, nos da una clave antes de entrar en esta misteriosa galaxia de colores: “Debemos dejar de mirar la superficie pintada y mirar a través del cuadro”. Las composiciones clásicas de Rothko son una serie de “puertas” que facilitan este proceso. Sus campos horizontales de pintura son el resultado de nuestros campos visuales.

 

Rothko delante de Número 7

Mark Rothko en 1960 delante de Número 7.

 

En la sala 1 nos recibe el único Autoretrato (1936) de Mark Rothko (Daugavpils, 1903-Nueva York, 1970), de silueta sólida, impenetrable y girada tres cuartos. Todo el poder del retrato se concentra en una mirada protegida detrás de unas gafas oscuras que parecen indicarnos desde el principio, que el artista no miraba hacia fuera, sino que buscaba y pintaba desde dentro de si mismo.

 

Rothko autorretrato

Mark Rothko, Autorretrato, (1936), Colección Christopher Rothko.

 

Markus Rothkowitz llegó al seno de una familia judía de clase acomodada y culta en Daugavpils, actual Letonia, entonces parte del Imperio ruso, en 1903. El asesinato del zar Alejandro II en San Petersburgo había desatado una oleada de linchamientos hacia el pueblo judío que se alargaron hasta la Revolución de 1917, en este ambiente creció el joven Rothko. Las purgas obligaron a su familia a emigrar a Estados Unidos y el niño de diez años que solo hablaba yidish y ruso atravesó el país de costa a costa en un tren hasta llegar a Portland con la única compañía de un cartel en el que llevaba escrito su nombre y destino colgando del cuello. La visión del paisaje infinito, percibido desde su tamaño de niño a través de las ventanas del vagón, le acompañó ya para siempre. De adulto, se nutrirá de lecturas y reflexiones sobre arte y filosofía, desarrollando un carácter intelectual de ideas avanzadas. Después de dejar Yale su escuela fue la vida que le puso a prueba. En 1923, descubrirá por casualidad la pintura en el “Art Students Leage”. Se nacionalizó en 1938 y dos años más tarde adoptó el nombre de Mark Rothko.

En estos años, la pintura había trascendido su finalidad meramente figurativa. Los movimientos vanguardistas empezaban a elevar el arte a niveles casi religiosos o filosóficos que desembocarían en el cubismo o la abstracción teorizada de Kandinsky. Rothko canalizará todas estas ideas a través de uno de sus maestros, Max Weber, pionero del cubismo estadounidense de origen ruso judío, quien le influirá en la concepción de la pintura como medio de expresión en el plano emocional y religioso.

 

Rothko

Rothko delante de una de sus obras

 

Empezó a pintar en un Nueva York efervescente, convertido a partes iguales en un escenario artístico floreciente y, a su vez, en una ciudad tambaleante sumida en el crack de 1929. Como la mayoría de los pertenecientes al Expresionismo Abstracto, su pintura se desarrollará bajo la influencia del postimpresionismo y del surrealismo consolidados en EE.UU por la entrada de grandes colecciones privadas que se exponían en museos y galerías de Nueva York. En el Rothko inicial calará hondo el surrealismo en su última etapa de las post vanguardias, el más onírico o biomórfico, de formas abstractas y disueltas que se mueven por paisajes difusos y amplios. Cronológicamente, la exposición comienza en estos años, tras varias tentativas de paisajes y un importante encuentro con Milton Avery en 1928. La sensación de crisis en Nueva York es perceptible en una serie de lienzos figurativos de colores apagados, basados en el metro y otros espacios cerrados que rodean a figuras anónimas y solitarias de siluetas alargadas y atrapadas en el espacio arquitectónico.

 

Rothko el Metro

Mark Rothko, Sin título (El metro), 1937, Colección Elie y Sarah Hirschfeld.

 

En los años cuarenta su obra evolucionó al plantearse la cuestión crucial del tema en su dimensión "trágica e intemporal", a través de mitos universales. Rothko fue un gran lector de Nietzsche y del teatro de Esquilo, en cuyas obras encontró un repertorio mitológico, imágenes de héroes arcaicos transformados en monstruos con cuerpos híbridos y desmembrados. El pintor canalizaba así, como en un eco íntimo, el recuerdo atormentado de los pogromos de su infancia entreverado con nociones de la Shoah. En sus cuadros los espacios y las formas se irán licuando en manchas de color translúcido. Las plantas y pájaros, los tótems y "organismos" derivarán hacia unos espacios subacuáticos, en una división espacial de zonas diferenciadas que, desde entonces, se convertirán en una constante. Los títulos desaparecen.

A partir de 1946,  dio un giro decisivo hacia la abstracción, cuya primera fase fueron los Multiforms, en los que masas de color suspendidas tendían a equilibrarse. Cuando miramos el cuadro Monje ante el mar de Friedrich (1808-1810), Rothko parece estar ya ahí, convertido en ese pequeño fraile pintando con su mirada la escena abismal y sublime del océano.

 

Friedrich Monje a la orilla del mar

Caspar David Friedrich, Monje a la orilla del mar, (1808–10) Alte Nationalgalerie, Berlín.

 

Mark Rothko pertenece a una disciplina con sus propias clasificaciones. No es un pintor actual, ni siquiera contemporáneo, es un “modernista innovador”,  algo así como el último de los maestros. A principios de los años 1950, llegan las  “obras clásicas”: campos de color abstractos en los que a través de múltiples estratos translúcidos de pintura se producen miles de variaciones de tonos, acordes y disonancias, como si fueran llamas de apogeo cromático. A menudo y con ligereza se piensa que artistas como Rothko pintaban con una técnica elemental, sin embargo, su fórmula complejísima y secreta podría compararse a la de los maestros venecianos de los siglos XV y XVI. Rothko pintaba con veladuras: sucesivas capas semitranspatentes sobre un color previo que buscan un efecto de superposición para intensificar el tono subyacente de la base. Hay que apreciar su elección por esta técnica tradicional, utilizada desde los romanos hasta los hermanos Van Eyck, para llevarla a una escena tan radical y minimalista.

Rothko Numero 9

Mark Rothko, Número 9 (1952), Colección privada.

 

La época central de su carrera pictórica está particularmente bien representada en esta retrospectiva con unas 70 obras que incluyen dos instalaciones excepcionales: la de la Colección Phillips de Washington y los Murales Seagram llegados desde la Tate con sus rojos y marrones de intensidad apagada que colorean un espacio para el que Rothko se dejó influir por la Biblioteca Laurenciana de Miguel Ángel.

Sin embargo, la sala 10 es la que tiene el eco más difícil de describir: entre los lienzos negros y grises del pintor, tres esculturas de Giacometti defienden, convertidos en guardianes de bronce, los cuadros del último año de su vida. Las palabras de Rothko resuenan allí con un eco hondo: “A los que piensan que mis cuadros son serenos, me gustaría decirles que, en cada centímetro cuadrado de su superficie, he capturado la violencia más absoluta.”

 

Rothko sala 10

Sala 10 en la exposición Rothko, París, Fondation Louis Vuitton.

 

A las 09:00 hs del lunes 25 de febrero de 1970, Oliver Steindecker, ayudante de Mark Rothko, entraba, como acostumbraba todos los días, en el estudio del pintor del número 157 de la calle 69 Este. Pero aquella mañana en lugar de encontrarle trabajando, vio su cuerpo sin vida, vestido solo con una camiseta blanca y unos calcetines negros, tumbado boca arriba, con los brazos ligeramente abiertos, sobre un pequeño charco de sangre coagulada. La hoja de afeitar con la que se había seccionado las venas del antebrazo había sido meticulosamente envuelta en un pañuelo de papel. El veredicto del forense fue escueto: “An open-and-shut suicide” (un suicidio a cara descubierta) y la causa de la muerte el desangramiento, aunque previamente había ingerido una fuerte dosis de barbitúricos atenuantes del dolor y la agonía. El New York Times fue el primero en difundir la noticia. Tenía 66 años y había decidido poner fin a su vida en el mismo lugar en el que nacían sus lienzos.

 

Mark Rothko

Fondation Louis Vuitton

8, Avenue du Mahatma Gandhi, Bois de Boulogne, 75116 Paris

Comisarios: Suzanne Pagé y Christopher Rothko 

Hasta el 2 de abril de 2024

 

 

- Mark Rothko, a 18 pulgadas -                                     - Alejandra de Argos -

Desde la planta noble del palacio de Capodimonte, unos cortesanos con sus pelucas y plastrones se asoman a los balcones para celebrar la salida del joven rey Fernando IV de Nápoles y I de las Dos Sicilias, quien nos mira con su sombrero de tres picos desde su caballo tordo. La imponente mole palaciega, el séquito real con sus dignatarios vestidos de alegres casacas y calzones bordados con lentejuelas y espejuelos, dibujan un baile cortesano sobre la explanada de madera que se abre a los pies de la fachada. Al fondo, la inmensidad de la bahía de Nápoles. Es la descripción del gran cuadro datado en 1760-1761 que Antonio Joli, pintor de desfiles y celebraciones de la vida oficial del Reino de Nápoles, hace de este rey que aquí parece tener menos de 10 años.

 

Fernando IV a caballo con la corte

Antonio Joli, Fernando IV a caballo con la corte (1760-1761)

 

Este raro registro de una ceremonia pública celebrada en el sitio real o Reggia di Capodimonte se encuentra hoy entre las salas del museo del Louvre como parte de la exposición: “Nápoles en Paris”. El cierre temporal del museo napolitano, que acomete una fase de grandes obras, suponía una oportunidad única para exponer fuera parte de sus tesoros.

En la inauguración, Emmanuel Macron dirigiéndose al Presidente de la República italiana, Sergio Mattarella, alabó los lazos entre el palacio del Louvre y la Reggia di Capodimonte, entre la residencia parisina de los Borbones de Francia y el pabellón de caza de los Borbones de Nápoles, dos antiguos palacios reales convertidos en museos. La directora del Louvre, Laurence des Cars, explica que el préstamo resulta aún más sorprendente por la manera en la que están presentadas las 60 obras napolitanas, no como un conjunto aislado, sino entreveradas en la colección del museo francés, en un poderoso y fértil diálogo lleno de correspondencias, ecos y miradas cruzadas.

 

Nápoles en París 

La Gran Galería del Museo del Louvre en la exposición Nápoles en Paris.

 

Fue en el ala sudeste de Capodimonte, el palacio de “la cumbre del monte”, donde Carlos VII de Nápoles, antes de ser Carlos III de España, quiso construir su primera residencia volcada hacia el belvedere que domina la ciudad. Allí, en las salas que dan al mar, desde donde se distinguen la isla de Capri, el cabo de Posillipo y la colina del Vomero hasta el castillo de Sant'Elmo, fue donde se albergó la prestigiosa colección Farnesio en una veintena de salas que serían visitadas por los amantes del Grand Tour: desde Winckelman y Fragonard al marqués de Sade y Canova.

 

Palacio Real de Capodimonte

Giorgio Sommer (1834-1914), Palacio Real de Capodimonte, Nápoles

 

La primera piedra de Capodimonte se colocó a principios de 1738, pero las obras fueron largas y complejas. Mientras se construía, fue en el Palacio Real, su residencia en el centro de la ciudad, donde el rey expuso la colección de la Casa Farnesio llegada por vía marítima desde el puerto de Génova. El tesoro hizo su entrada triunfal en Nápoles el 10 de mayo de 1734, al principio de su reinado, mientras que las esculturas extraídas del Foro, de las Termas de Caracalla y del Palatino Romano llegarían después, reinando ya Fernando IV.

 

Salida de Carlos de Borbón

Antonio Joli, Salida de Carlos de Borbón hacia España, (1759) Propiedad de la ciudad de Nápoles, en depósito en el Museo de Capodimonte.

 

En este otoño disfrutamos en Madrid de la apertura de la extraordinaria Galería de las Colecciones Reales, en la que está muy presente la inmensa colección Farnesio, una de las más importantes de Italia en pintura, antigüedades, medallas y manuscritos. Carlos de Borbón la heredó de su madre la reina Isabel, perteneciente a esta familia que alcanzó la cima del poder cuando en 1534 Alejandro Farnesio fue nombrado Papa Paulo III. Este pontífice comenzó en poco tiempo la renovación urbana y arquitectónica de Roma, devolviéndole el esplendor tras el saqueo de 1527. Encargó a Antonio da Sangallo la construcción del Palacio Farnese, a Miguel Ángel el Juicio Final de la Sixtina y también ordenó importantes campañas de excavaciones en las Termas de Caracalla, sacando a la luz El Toro y el Hércules Farnesio. Su retrato, que encargó a Tiziano, sigue siendo uno de los más emblemáticos del siglo XVI. En línea con las grandes familias italianas del Renacimiento, -los Medici florentinos, los Montefeltro en Urbino, los Gonzaga en Mantua o los Este en Ferrara y Modena- y también en competición con ellos, los Farnese ejercieron su poder en Roma, en Palermo y en Piacenza.

 

Palazzo Farnese

Antonio da Sangallo, Palacio Farnesio, (sigloXVI), Roma.

 

La llegada a Nápoles de esta colección elevó de golpe a la ciudad al primer rango entre las capitales de Europa. Además, los descubrimientos arqueológicos de Pompeya y Herculano apuntalaron el nuevo reinado de Carlos de Borbón, revelando al mundo una civilización tanto o más refinada que la de Louis XV. En Pompeya, las excavaciones no desenterraron como en Roma las ruinas de un Imperio, sino vidas petrificadas, tiendas, dormitorios, cocinas, pinturas, plata, vajillas y todo el mobiliario de una vida cotidiana que cambió el imaginario del mundo.

 

Napoles desde Capodimonte

Aexandre Hyacinthe Dunoy, Vista de Nápoles desde Capodimonte, (1813) Museo de Capodimonte.

 

Capodimonte ofrece un viaje visual a través de los gustos de tres dinastías: los Farnesio, los Borbón y los Bonaparte-Murat. Todas las escuelas de pintura italiana están representadas, de Venecia a Roma, de Florencia a Nápoles. La exposición se desarrolla en tres lugares del Louvre: la Gran Galería, donde están La Transfiguración de Bellini, Dánae y el Retrato del Papa Paulo III Farnesio de Tiziano, la famosa y enigmática Antea de Parmigianino o el extraordinario baile de Hipómenes y Atalanta de Guido Reni; la Sala de la Capilla muestra dos magníficas piezas: el Cofre Farnese y La caída de los gigantes de Tagliolini. Y, por último, la Sala del Reloj, con los fabulosos cartones Moisés ante la zarza ardiente de Rafael y el Grupo de soldados de Miguel Ángel en los que se basó para las decoraciones del Vaticano.

 

Antea

Parmigianino, Antea, (hacia 1535), Museo de Capodimonte

 

Moisés ante la zarza ardiente

Rafael, Moisés ante la zarza ardiente, (ca.1514). Dibujo a carbón. Colección Farnese

 

Sin embargo, en estos días, en la Gran Galería del Louvre hay dos cuadros de Capodimonte que nos sacuden por su voltaje distinto.

La Crucifixión de Masaccio, rellena una laguna del museo carente de obras de este pintor cuatrocentista italiano del que solo se conocen cuatro tablas y que fue iniciador, junto a Brunelleschi y Donatello, de la era del arte moderno. Su  importancia deriva de ser considerado el primero en aplicar las leyes de la perspectiva científica. En 1426 trabaja en el políptico de la iglesia de Santa María del Carmine, en Pisa, que constaba de 19 tablas coronadas por esta Crucifixión en la que descubrimos una nueva solidez y unos volúmenes sobre los que Masaccio dibuja la luz. Son cuatro figuras en la soledad del Gólgota: Cristo crucificado en una perspectiva tan acentuada que hace que su cabeza, metida entre los hombros, descanse sobre un torso sin cuello. Masaccio había elegido el punto de vista de los que miran de abajo arriba, modificando el cuerpo según la perspectiva del observador. Por eso nos equivocamos si pretendemos mirar esta obra de frente. A su izquierda, la Virgen, de perfil vestida de azul, tiene la boca abierta y las manos apretadas en el dolor; San Juan, en el lado opuesto, expresa la agonía en el arco de sus cejas y en unos ojos hundidos en lágrimas. Ambas figuras están coronadas por unos halos cincelados con roleos y motivos vegetales sobre el pan de oro. Sin embargo, Magdalena, de espaldas al espectador y a quien no vemos la cara, es una figura llena de fuerza en la tragedia, con una melena que cae en mechones rubios sobre su capa roja como inmensas lágrimas sobre sangre, con sus brazos extendidos en un grito a los pies de la cruz.

 

Crucifixión

Masaccio, Crucifixión, (1426), Museo de Capodimonte

 

Un poco más adelante, entre las paredes nacaradas de la Gran Galería, sobresale un cuadro descomunal por su fondo negro atravesado de arriba a abajo por una columna vertical a la que está atado el cuerpo iluminado de Cristo. Es la estremecedora Flagelación (1607) de Caravaggio, una de sus obras napolitanas más importantes realizada para San Domenico Maggiore. En aquella ciudad, Caravaggio también pintó Las siete obras de misericordia en un inverosímil lienzo. A la salida de una taberna, en un callejón que aún existe, le tendieron una emboscada y le dejaron casi muerto. En este cuadro, Jesús ya coronado de espinas antes de ser flagelado, empieza a ser torturado por tres sayones que salen de la penumbra. Dos de ellos, dispuestos especularmente a los lados de Cristo y un tercero a sus pies que, en cuclillas, ata un manojo de ramas para hacer un azote. Toda la escena asciende desde el baile de pies descalzos, sucios e iluminados alrededor de la base de la columna hacia arriba, donde reconocemos la larga línea de unión entre el cuello y el hombro de Cristo, un motivo que venía siendo favorito de Caravaggio desde que lo empleara por primera vez en la Virgen de la Huida a Egipto y que, en este cuadro, refuerza la impresión del abandono de Cristo al martirio.

 

La flagelación

Caravaggio, La flagelación, (1607) Museo de Capodimonte

 

La leyenda de Nápoles remonta su origen a los amores entre una sirena y un centauro llamado Vesuvio y, más concretamente, a “Neapolis” o ciudad nueva, el nombre griego que le dieron sus fundadores y que suponía la existencia de otro asentamiento anterior llamado “Palepolis” (ciudad vieja) o “Parténope”. En la mitología griega Parténope fue la menor de las tres sirenas que desde las rocas de Capri cantaron para seducir a Odiseo, quien atado al mástil de su barco, consiguió no sucumbir al hechizo de sus voces. Parténope devastada se tiró al fondo del mar y su cuerpo llegó hasta la costa de la “ciudad vieja”. Los colonos griegos prefirieron establecerse en otra zona cercana a la que bautizaron como Neapolis, Napoli hoy.

 

Erupcion del Vesuvio

Pierre Jacques Volaire, Erupción del Vesubio desde el puente de la Magdalena, (1782), Museo de Capodimonte.

 

Avanzamos por la Gran Galería y el encuentro de estas dos colecciones nos sugiere el espectáculo de los fuegos artificiales sobre la bahía con que Nápoles evoca todos los años la erupción del Vesubio, ese memento mori monumental que palacios, casas, terrazas y ventanas de esta ciudad, construida como un inmenso anfiteatro, tratan de enmarcar.

 

Nápoles en París

Museo del Louvre

99, rue de Rivoli, 75001 Paris

Comisarios: Sébastien Allard y Sylvain Bellenger

Hasta el 8 de enero 2024

Frans Hals (Amberes, 1582 o 1583- Haarlem, 1666) es uno de los más grandes retratistas de la Historia del Arte occidental. El retrato, como género de representación, tiene sus raíces en los primeros esfuerzos pictóricos de la humanidad. Las sugerentes contribuciones de Hals supusieron una impresionante innovación para este género.

De los bosques que rodean Haarlem, un día de 1600 alguien taló un roble viejo. Tiempo más tarde, Frans Hals, pintor de la ciudad, observaba en su taller aquella tabla ancha, siguió y calculó sus vetas y partió de ella dos planchas gemelas sobre las que pintó una pareja de retratos: Hombre sujetando una calavera y Mujer de pie. Vuelven a reunirse hoy, tras una separación de dos siglos, para darnos una emocionante bienvenida a la primera sala de la gran retrospectiva con la que la National Gallery londinense celebra a este portentoso pintor de la Edad de Oro holandesa.

 

Frans Hals, Retrato de un hombre sujetando una calavera 

Frans Hals, Retrato de un hombre sujetando una calavera, hacia 1612, The Henry Barber Trust, University of Birmingham.

 

Frans Hals, Retrato de una mujer de pie

Frans Hals, Retrato de una mujer de pie, hacia 1612, The Devonshire Collections, Chatsworth.

 

Frans Hals (Amberes, 1582 o 1583- Haarlem, 1666) es uno de los más grandes retratistas de la Historia del Arte occidental. El retrato, como género de representación, tiene sus raíces en los primeros esfuerzos pictóricos de la humanidad. Las sugerentes contribuciones de Hals supusieron una impresionante innovación para este género.

En una carta de octubre de 1885 a su hermano Teo, Vincent Van Gogh escribe: “Frans Hals pinta nada menos que 27 negros diferentes”. El ojo del pintor postimpresionista percibía que Hals manipulaba el negro hasta lograr transmitir con él distintos tipos de texturas. Es cierto que, al observar las salas de esta exposición, dominan, por encima de otros, tres colores: blancos, marrones y negros. En cada uno de ellos hay decenas de variaciones.

 

Frans Hals, El tocador de laud

Frans Hals, El tocador de laúd. (Hacia 1623). Musée du Louvre, Paris.

 

Los retratos de Frans Hals nos hablan a través de sus pinceladas. Al principio de su carrera, éstas eran finas y dibujaban cada onda de una gola, las hojas que decoran el borde de una cofia o los pelos rubios que, independientes, vuelan al aire fuera de un moño. Sin embargo, en la madurez, los brochazos se volvieron más libres, sueltos y amplios. Trabajaba “alla prima”, dibujando directamente sobre el lienzo, podía perfilar las figuras con un contorno marrón pero, por lo general, su pincel iba directo al soporte. Una técnica difícil, que requiere de enorme destreza y cuyo resultado es una pintura muy fresca, inmediata e increíblemente espontánea. Uno de los misterios de Hals es que no se conserva ningún dibujo preparatorio, quizás nunca los hizo.

La clave era la pincelada. Hals dejaba con esmero que los diferentes tonos de pintura se fundieran entre sí. Añadía sus características pinceladas húmedas, sobre las anteriores húmedas aún. El último cuadro de la exposición: Retrato de un hombre desconocido (hacia 1660), es un estallido de audacia y modernidad. La capa gris del modelo está construida por pocas y amplias pinceladas que, de un lado al otro, dan volumen al paño. Las filigranas precisas de las golas y los puños desaparecen dando paso a masas de color que, como había ocurrido a Tiziano y a Velázquez al final de sus carreras, parecen anticipar el impresionismo. La libertad tardía de Hals era tal que, en la parte inferior del cuadro, dejó gotear la pintura como si fuera una larguísima lágrima que desciende por el lienzo en blanco.

 

Frans Hals, Peeckelhaering

Frans Hals, Peeckelhaering (El alegre juerguista), hacia 1628, Museo de Bellas Artes de Leipzig, Alemania.

 

En la era de las exposiciones inmersivas en las que no tenemos contacto con las obras del artista, una monográfica así, con 50 cuadros a los que podemos acercarnos y recorrer con la mirada, permite entender la magia de la pintura.

 

Frans Hals Muchacho sonriente con una flauta 

Frans Hals, Muchacho sonriente con una flauta, hacia 1630, Staatliche Schlösser, Schwerin.

 

Sin embargo, la fuerza de Hals está en su portentosa capacidad para insuflar vida en los personajes. Produce asombro al espectador el encuentro con personas que vivieron siglos atrás, pero que parecen hablarnos hoy. Hals fue, por encima de todo, el pintor del gesto, de la risa a la locura, del esbozo de una sonrisa a la sorpresa de un niño con su flauta y a la sabiduría y sobriedad en la mirada de unas ancianas. En la exposición está el considerado su cuadro más famoso: El caballero que ríe (1624), al que le ha sido excepcionalmente permitido unirse a este homenaje. Es un retrato cuya inmediatez solo podrá emular siglos más tarde la fotografía.

El virtuoso pintor de Haarlem pintó a la burguesía holandesa y trató de transmitir la calma de algunos hombres frente a las tempestades de la vida, pues en esos años la historia de Europa entró en uno de sus habituales procesos acelerados. Holanda era un país único en muchas cosas, entre otras, produjo el primer mercado de Arte del mundo. Las casas de los ricos y no tan ricos estaban cubiertas de cuadros, mapas, azulejos, grabados e incluso cristales tallados. En ellos aparecían escenas con las dos caras de la moneda de la cultura de los holandeses: la sobria piedad del calvinismo oficial y los placeres más festivos. El calvinismo había hecho desaparecer las imágenes de las iglesias y la creatividad se canalizaba a través de nuevas versiones de géneros tradicionales, entre ellos, los retratos de matrimonios. En la exposición está el de Beatrix von der Laen y su marido, el comerciante Isaac Abrahamsz Massa, pintado en 1622 para celebrar su boda. Beatrix y Abrahamsz aparecen aquí resplandecientes en una felicidad conyugal que se contagia al paisaje con su cielo primaveral y a las puntas de las hojas de un roble que brillan con el sol. El matrimonio sonríe, Beatrix descansa sobre su marido vestido, como ella, a la moda de mediados de siglo. Sus trajes son un buen ejemplo de todas las texturas que este revolucionario pintor es capaz de diferenciar. Allí está la filigrana de la puntilla del traje de Beatrix con cada uno de los hilos de los bolillos y su vestido color berenjena que contrasta con el mar de negros de la vestimenta de su marido, todo un oleaje de grandes brochazos que dan forma a la faja, los bombachos y la hilera de botones.

 

Frans Hals Retrato de un matrimonio

Frans Hals, Retrato de un matrimonio, probablemente Isaac Massa y Beatrix van Der Laen, hacia 1622, Rijksmuseum, Amsterdam.

 

Hals pintará a Massa dos retratos más, en 1626 y 1635. En el primero de ellos coloca a su amigo en una postura distinta y original que repetirá en otros cuadros: cubierto por un gran sombrero de ala ancha, apoya el codo sobre el respaldo de una silla y se vuelve hacia nosotros en una actitud tan espontánea que podría prefigurar los Jugadores de cartas de Cézanne.

 

Frans Hals, Retrato de Isaac Abrahamsz Massa

Frans Hals, Retrato de Isaac Abrahamsz Massa, 1626, Collection Art Gallery of Ontario, Toronto.

 

Sabemos poco de la vida de Hals, incluso la fecha de su nacimiento, entre 1582 y 1584, es un misterio. Se casó dos veces y pasó casi toda su vida en Haarlem. En 1616 hizo un único viaje a Amberes donde pudo admirar la audacia pictórica de Rubens y del Tiziano tardío. Durante muchos años fue un artista de tanto éxito como Warhol en el Manhattan de 1950, pero Hals tuvo un declive tan pronunciado que, al final de su vida, no tenía con qué alimentar el fuego para calentarse.

De su pintura solo conservamos retratos. Pintó entre tres y cinco al año a lo largo de los más de 50 que duró su carrera. Casi todos fueron encargos de sus modelos: burgueses o comerciantes, grupos de milicias cívicas o líderes provinciales. Pero en alguno Hals se limitó a retratar a personas que le interesaban, figuras anónimas, "tronies" o tipos, que en la época se vendían muy bien. En la exposición está la impactante Malle Babbe (hacia 1640), una mujer con una cofia humilde por la que asoma su pelo mal cortado, mira hacia abajo y, en el arranque de su sonrisa, en sus dientes, ya podemos leer toda la carga de la locura. Lleva una lechuza en el hombro y una enorme jarra de cerveza en la mano. Es necesario detenerse unos instantes delante de este cuadro explosivo, pintado en la máxima audacia de la madurez. Las pinceladas tienen la fiereza de la libertad total. La lechuza está construida por una escasa decena de ellas que parecen disparadas por la fuerza de un expresionista alemán.

 

Frans Hals Malle Babbe
Frans Halls, Malle Babbe, hacia 1640, Staatliche Museen zu Berlin, Gemäldegalerie.

 

Théophile Thoré-Bürger -periodista y crítico de arte francés- y otros con él, consideraban que la sociedad holandesa del siglo XVII era el modelo de sociedad ideal al no ser dirigida por la aristocracia ni por la Iglesia, sino por los propios ciudadanos. En su pintura veían reflejados los ideales republicanos y aplaudían la elección de temas que escogían la vida cotidiana por encima de historias de la Biblia, alegorías complejas o mitos clásicos. Hals pronto fue aclamado como el maestro indiscutible entre los holandeses del siglo XVII y fue venerado por Manet y Van Gogh. Sin embargo, con el tiempo y la llegada del impresionismo, perdió su reputación de revolucionario. Kenneth Clark lo criticó con una demoledora frase en su libro Civilización, por su pintura "repugnantemente alegre y obviamente hábil". Esta exposición y el catálogo que la acompaña deben su existencia a la convicción de que Hals fue un artista excepcional.

 

Frans Hals, Banquete de los oficiales

Frans Hals, Banquete de los oficiales de la Guardia Cívica de San Jorge, hacia 1627, Frans Hals Museum, Haarlem.

 

A finales del siglo XIX, algunos artistas como Courbet, Sargent, Van Gogh o Max Liebermann reconocieron en Hals a un alma gemela, un adelantado a su tiempo.

Un día de finales de agosto de 1902, el pintor estadounidense Whistler viajó hasta Haarlem para ver los retratos que Frans Hals había hecho de la Guardia Cívica y los Regentes. Delante de uno de ellos, acercándose tanto como para poder seguir el baile de cada una de sus miradas, las fajas de color naranja, el discurso de sus manos y las banderas que, como las aspas de un molino holandés, atravesaban el lienzo, sin poder contenerse exclamo: "¡Mírenlo, miren ese blanco y el negro, miren cómo están puestos esos lazos! ¡Qué genio!".

 

Frans Hals

National Gallery, Trafalgar Square, Londres

Comisario: Bart Cornelis

Hasta el 21 de enero 2024

La gran exposición de esta primavera en el Museo de Orsay de Paris que viajará en septiembre al Metropolitan de Nueva York, es: “Manet/Degas”. La idea de reunir y confrontar por primera vez a estos dos gigantes en un diálogo inédito fue la última ambición de su directora, Laurence des Cars, antes de ser nombrada por Macron primera mujer en dirigir el Louvre.

Cartel Manet y Degas

Cartel de la exposición en el Museo de Orsay

 

Algún día, a principios de los años 1860, Édouard Manet paseaba por las salas del Louvre con su bastón de marfil y su sombrero de copa. Sus pasos, como acostumbraban, le dirigieron hasta el Retrato de la infanta Margarita de Velázquez que, aquella mañana, un joven artista copiaba sosteniendo en la mano una plancha de cobre que atacaba con una punta de aguafuerte. Intrigado por su manera de hacer las cosas, Manet se acercó para hablar con él. Fue la chispa que prendió la relación entre Édouard Manet y Edgar Degas, los dos genios de la “Nueva Pintura” francesa formados en la tradición de los maestros antiguos antes de convertirse en revolucionarios. Los grabados de Degas y Manet a partir de este retrato de Velázquez están entre las 120 obras de la gran exposición de esta primavera en el Museo de Orsay de Paris que viajará en septiembre al Metropolitan de Nueva York, es: “Manet/Degas”. La idea de reunir y confrontar por primera vez a estos dos gigantes en un diálogo inédito fue la última ambición de su directora, Laurence des Cars, antes de ser nombrada por Macron primera mujer en dirigir el Louvre.

Abren la muestra los autorretratos de Édouard Manet (1832-1883) y Edgard Degas (1834-1917). El de Manet es vivo, suelto y de una pincelada tan libre que su mano está solo sugerida por una simple mancha ocre. Sin embargo, Degas desde su retrato de factura más tradicional, nos mira con unos ojos intensos y ya apesadumbrados. Entre ambos cuadros el montaje de la exposición ha dejado un pequeño hueco vacío, una rendija por la que asoma Olympia colgada detrás. Sólo vemos parte de su cara y del ramo de flores que, como un intenso fuego artificial, le acerca su criada.

 

Autoretrato Manet

Edouard Manet, Autorretrato (1878-1879), Colección particular.

 

Edgar Degas retrato

Edgar Degas, Retrato del artista (1855), Paris, Museo de Orsay.

 

Ambos nacieron en París en los primeros años de la Monarquía de Julio, eran hijos de familias burguesas bien establecidas y compartieron tardes en los cafés y en las carreras de caballos.Tras asistir a escuelas de sólida reputación, abandonaron sus estudios de Derecho, a los que les predestinaban sus orígenes, para dedicarse a su vocación artística que completaron con viajes a Italia. Participaron en la guerra de 1870 y en las consecuencias de la Comuna. Estuvieron unidos por muchas circunstancias y permanentemente separados por otras. Manet era radiante, arrollador, un republicano convencido que teñía sus obras de política y tenía un estudio siempre abierto a amigos, críticos y escritores. Degas era más introvertido, nunca se casó, su taller era un espacio reducido a sus búsquedas y prácticas artísticas.

Antes y después del nacimiento del Impresionismo, abordado por la exposición bajo una nueva perspectiva, las similitudes y diferencias estilísticas entre los dos pintores resultan evidentes en los temas que pintaron, en las escenas de la vida parisina que comparten la misma cualidad de instantánea y en el mercado y los coleccionistas que conquistaron. Pero mientras Manet se limitó a conservar una fotografía de Degas, éste pintó varios retratos de Manet, entre ellos Monsieur et Madame Edouard Manet (1868-69). Es una escena de interior en la que Manet aparece cómodamente recostado en un sofá, con una pierna doblada sobre el asiento y una mano metida en el bolsillo, mira y escucha con atención a su mujer que toca el piano. Suzanne Leenhoff, música holandesa, fue su profesora de piano antes de convertirse en su mujer en 1863. Su presencia, siempre serena, aparece regularmente en las obras del artista. Cuando Manet, quien no soportaba "una deformación de los rasgos de su querida Suzanne", recibió el cuadro, lleno de ira recortó con una navaja toda la franja en la que aparecía ella. Degas descubrió su cuadro incompleto y se ofendió profundamente. Fue la causa de la "más grave disputa" entre los dos pintores. Años más tarde, Degas añadiría una tira de lienzo a la obra en la idea de "restaurar a Madame Manet" y devolverle su cuadro, pero nunca llegó a terminarlo. La exposición completa este vacío con una obra de Manet: Madame Manet al piano, en la que sí vemos a Suzanne vestida de negro, con su mirada fija en la partitura, delante de su piano y de un espejo dorado de estilo Napoleón III.

Edgar Degas Monsieur et Madame Edouard Manet

Edgar Degas, Monsieur et Madame Édouard Manet (1869-1869), Kitakyushu Municipal Museum of Art.

 

Es tentador suponer que el añadido de esta tira de lienzo fue realizado en la década de 1890, cuando Degas buscaba y reunía los fragmentos dispersos de la segunda versión de La ejecución de Maximiliano que la familia de Manet se había "atrevido a recortar". Este cuadro mutilado y brutal cierra hoy la exposición en una sala reservada solo para él. Sobre un fondo de paisaje en Querétaro, siete soldados apuntan sus fusiles sobre el emperador de México en una versión moderna de Los fusilamientos de la Moncloa de Goya. La influencia de Velázquez sobre Manet, que fue casi total entre 1865 y 1867, es sustituida por la huella de Goya que aparece cuando Manet se enfrenta a la composición de esta obra y a la de El balcón. Era como si la constante confrontación de Manet con el modelo antiguo fuera la esencia misma de su modernidad.

Ejecucion de Maximiliano

Edouard Manet, Ejecución de Maximiliano (1867-1868), Londres, National Gallery.

 

La Olympia (1863-1865) de Manet se expone centrada en la primera sala junto a otros desnudos de Degas. Es una obra poderosa en el despliegue de su belleza, en la espesura de todos los blancos de las sábanas conseguidos con una densidad excepcional de los pigmentos y en el abanico en platas y grises que conforman los pliegues de las almohadas. Sobre ellas, descansa la modelo favorita de Manet, Victorine Meurent, de piel clara y ojos avellana. Tiene una flor enganchada en el moño y nos mira fija en la misma postura de la Venus de Urbino de Tiziano. Está vestida solo por sus joyas, calzada con unos zapatos escotados de seda y tumbada sobre un mantón de Manila. Su criada le acerca un ramo que nos recuerda la delicadeza con la que Manet pintó pequeños jarrones de flores.

Edouard Manet Olympia

Édouard Manet, Olympia (1863-1865), Paris, Museo de Orsay.

 

Detrás de Olympia hay una pared dedicada a dos retratos de grupo: La familia Bellelli de Degas y El balcón de Manet. Degas pinta un monumental retrato de familia en el interior de su salón florentino. En el verano de 1858 se traslada a casa de su tía Laure de Gas -verdadera grafía del apellido que el artista utilizó hasta 1873- donde el joven pintor comenzó a trabajar en uno de sus lienzos más importantes. Ampliado al formato de un cuadro de Historia su modernidad reside en la sutileza con la que Degas expresa las tensiones de un hogar profundamente infeliz: delante de una pared de salón teñida en azules aparece Laure de Gas, aún joven pero rígida y vestida de luto hasta los pies. Al pintor le interesa tanto la fuerza expresiva de los cuerpos como la de los rostros. Su figura forma un gran triángulo en el cuadro junto a sus dos niñas también vestidas de negro y con delantales blancos y almidonados. El spaniel de la familia aparece decapitado por el borde del cuadro en un alarde de modernidad fotográfica.

Degas Retrat de la familia Bellelli

Edgar Degas, Retrato de la familia Bellelli (1858-1869), Paris, Museo de Orsay.

 

La parte más poderosa de la exposición es una esquina en la que, por la proximidad de los lienzos, la comparación resulta fascinante. De un lado, Torero muerto (1864) de Manet, del otro Jockey herido (1866) por Degas, unidas por el fuerte escorzo de sus protagonistas. En la soledad del torero muerto sobre el suelo, en sus negros, marrones y el capote rosa, en la espada, en la mano del torero apoyada sobre la herida mortal, en los botones azabache, en las medias blancas y en la profundidad del fondo en un ocre indefinido, Manet pinta el silencio y la muerte. Su moderna mirada sobre Velázquez buscaba trascenderlo y crear un realismo de su propio tiempo. En la otra pared, Degas y Jockey herido (1866). En él tres caballos en mitad de una carrera atraviesan el lienzo con la velocidad del galope tendido dejando atrás a un jinete caído. La solidez del cuerpo del torero tumbado sobre el suelo no está en el jinete, quien, con una perspectiva extraña y distinta, parece flotar en un terreno indefinido entre el sonido del galope y el relincho de la carrera.

Manet El torero muerto

Édouard Manet, El torero muerto (1864). Washington, National Gallery of Art.

 

Degas Jockey herido

Edgar Degas, Jockey herido (1866), Washington, National Gallery of Art.

 

El resto de la exposición transcurre por unas salas con escenas en el mar de uno y otro pintor, en plancheros, entre modistas y sombreros, en jardines y, sobre todo, por los soberbios retratos de los dos pintores. Como Manet, Degas fue ante todo un pintor del figuras, por sus venas corría la sangre de los hombres de ciudad, el flaneur parisino. Frente al Retrato de Diego Martelli (1879) de Degas, Manet exhibe el Retrato de Stéphane Mallarmé con la frescura de un apunte.

En 1883, Manet muere de manera repentina a los 51 años. Su fallecimiento marcó de manera profunda a Degas, quien en su entierro afirmó: “Era mucho más grande de lo que pensábamos”, y empezó a comprar obras de Manet como parte de su colección privada.

 

Degas Retrato de M Diego Martelli

Edgar Degas, Retrato de M.Diego Martelli, (1879),Edimburgo, National Galleries of Scotland.

 

 Manet Retrato de Stéphane Mallarmé

Édouard Manet, Retrato de Stéphane Mallarmé  (1876), Paris, Museo de Orsay.

 

Al salir de la exposición, nos acercamos hasta la sala en la que cuelga Homenaje a Delacroix (1864), el cuadro de grupo en el que Henri Fantin-Latour pintó a Manet entre Baudelaire, Whistler y otros intelectuales del momento. Esos diez hombres severos de levita negra y camisa de cuello duro, en unos blancos y negros más propios de Frans Hals, impulsaron la revolución de la pintura moderna.

Henri Fantin Latour Homenaje a Delacroix

Henri Fantin-Latour, Homenaje a Delacroix (1864)  Paris, Museo de Orsay.

 

Manet y Degas, "mano a mano" inédito en París (Agencia EFE)

 

Manet / Degas

Museo de Orsay

Esplanade Valéry Giscard d'Estaing 75007 Paris

Comisaria: Isolde Pludermacher

Hasta el 23 Julio

 

- Manet y Degas, Pintar la modernidad -                                - Alejandra de Argos -

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