- Detalles
- Escrito por Iker Martínez Fernández
Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones.
Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones. Pero para Séneca empatizar suponía más bien claudicar ante la amenaza que acecha tras las agitaciones humanas: la rendición de la razón al sentimiento. Si Séneca evitaba la empatía no era por un afán despiadado y cruel, sino porque temía que la emotividad nublara nuestro entendimiento.
La muerte de Séneca, Pedro Pablo Rubens
La idea se aprecia con claridad en su exploración sobre la ira. Séneca la concibe como un impulso indeseable que debemos soslayar. Esto no significa que ante una situación injusta debamos permanecer impertérritos. Si alguien se cruza con nosotros en la calle y nos propina una bofetada, será natural sentir sorpresa y una fuerte «sensación de ultraje», pero conviene evaluar la situación antes de dejarse arrebatar por el impulso de venganza. En su tratado sobre la ira señala: «Alguien se ha considerado ofendido, ha querido vengarse, al instante se ha apaciguado porque lo ha disuadido un motivo cualquiera; no llamo ira a esto, una emoción del espíritu que se pliega a la razón; ira es lo que sobrepasa la razón y la arrastra consigo» (De ira II, 3, 4). El problema de las emociones es ese semblante oscuro, propenso a dominar nuestra capacidad de discernir lo bueno y lo malo. Por eso, ante la situación descrita podemos devolver la bofetada al agresor o acudir a la policía y realizar una denuncia. Si optamos por lo segundo, la razón habrá triunfado sobre el deseo de venganza, pues habremos estimado la posibilidad más conveniente dentro de aquello que depende de nosotros hacer. No se trata de seguir caminando como si nada hubiera sucedido ni de «poner la otra mejilla».
Aristóteles mostró una reserva similar ante los excesos emocionales. Sin embargo, proponía una aproximación distinta: las emociones no tienen por qué ser negativas si conseguimos gestionarlas. La ira ha de evitarse, pero no en todos los casos; en determinadas circunstancias, si logramos canalizarla, puede resultar conveniente y útil.
Muchas veces se ha dicho que los estoicos como Séneca rechazaban las emociones. Esto es cierto sólo en parte. Los estoicos más antiguos reprobaron todo tipo de emoción, pero lo hicieron en referencia a un modelo, el sabio, que era ejemplo de racionalidad perfecta, otra forma de decir que sólo existía en la mente de los filósofos. Cuando en Roma el estoicismo se convirtió en algo distinto a un sistema filosófico cerrado y coherente y pasó a ser un conjunto de valores para orientar la vida humana, filósofos afines como Séneca tuvieron que admitir que el modelo de sabio era imposible de alcanzar. Las emociones son parte de la vida humana y resulta imprescindible gestionarlas. Por eso, estoicos y aristotélicos terminaron convergiendo en este preciso aspecto, a pesar de sus diferentes puntos de partida.
Esta reflexión me ha venido a la cabeza con la lectura del último libro de Mariana Alessandri, Visión nocturna. Un viaje filosófico a través de las emociones oscuras, publicado en 2022 por Princeton University Press y traducido al castellano a finales de 2024 por la editorial Kôan. Alessandri es profesora de Filosofía en la fronteriza Universidad de Texas Valle del Río Grande, la primera universidad bilingüe anglo-española de Estados Unidos. El objetivo del ensayo, ameno y accesible, consiste en «salir de debajo de la luz de la filosofía antigua» (p. 71) en lo que se refiere a la concepción de algunas emociones que tradicionalmente han sido arrinconadas por su iniquidad, como la ira o la angustia. Frente a estoicos y aristotélicos, Alessandri propone que tales emociones no deben considerarse intrínsecamente patológicas, sino instrumentos que permiten canalizar nuestras inquietudes y preocupaciones para alcanzar un mundo más justo. ¿Cómo no sentir ira o angustia ante algunas injusticias que nos rodean? Estas emociones supuestamente oscuras son parte necesaria del proceso para resolver los problemas que las desencadenan. Por lo tanto, frente a las reticencias y sospechas de los filósofos antiguos, Alessandri quiere destacar su potencial ético y político.
Aunque la posición de partida del libro es correcta, esto es, no se puede negar que los Antiguos sospecharon a priori de la ira o la angustia, las conclusiones de Alessandri no parecen ser distintas de las de Séneca y Aristóteles. Y es que también la filósofa estadounidense reconoce que, en ocasiones, la ira puede desencadenar situaciones injustas, razón por la cual debe someterse a un minucioso escrutinio. Igual sucede con la angustia, de cuyo profundo pozo a veces resulta muy difícil salir. En realidad, más que con el estoicismo o el aristotelismo, Alessandri se muestra crítica con la lectura que de estas filosofías se está haciendo en los últimos tiempos, sobre todo por parte de los gurús de la psicología positiva.
La psicología positiva es una tendencia que Martin Seligman llevó al éxito hace algunos años en Estados Unidos y que hoy gana terreno también en Europa. Su propuesta para alcanzar la felicidad ha sido magistralmente explicada y sometida a crítica por el célebre ensayo de Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycracia. Como la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. A juicio de los autores, detrás del éxito de esta corriente psicológica es fácil observar un conjunto de valores en alza para definir eso que se ha venido conociendo como inteligencia emocional: individualismo, sinceridad con uno mismo, determinación, resiliencia, optimismo o automotivación. Late en el fondo la idea según la cual la responsabilidad por la propia felicidad corresponde enteramente al individuo, sin que el contexto social, político o cultural sean relevantes a este respecto.
La pregunta es: ¿tiene la psicología positiva algo que ver con el estoicismo y el aristotelismo? Según se mire. Es cierto que, al igual que la psicología positiva, el estoicismo responsabiliza al ser humano de su propia felicidad, pero la moral de la responsabilidad que se deriva de esta premisa es para los estoicos antiguos ajena al individualismo tal y como hoy lo concebimos. Para ellos, la virtud -y con ella, la felicidad- consistía en someterse a unas normas de conducta prescritas por la razón. La libertad del ser humano no era, como es hoy, una facultad de elegir la forma en que se quiere vivir, sino la disposición a asentir ante las reglas que la razón había predispuesto. Los filósofos de esta escuela explicaban su concepto de libertad de manera muy gráfica con la imagen de un perro atado a un carro en movimiento: el perro puede optar por moverse en el mismo sentido que el carro o permanecer parado. Pero si opta por esto último, el carro terminará arrastrándolo.
No, los valores de la psicología positiva dibujan un agente moral moderno dotado de autonomía de la voluntad. Un individuo libre que define criterios propios para evaluar su éxito personal y social. En este aspecto la psicología positiva es hija de nuestro tiempo. Un estoico y un aristotélico considerarían ingenuo y peligroso este tipo de individualismo y no comprenderían qué se quiere decir cuando se habla de automotivación. Es más, el estoico antiguo diría que sólo el sabio y nadie más que él es capaz de comprender, nunca de crear, las normas morales derivadas de la razón. Y, con todo, este sabio sería, como ya he señalado, un ser semejante a un dios. Séneca y Aristóteles se contentarían con racionalizar nuestras emociones, que es, en definitiva, lo que Mariana Alessandri propone en su libro.
Por todo ello, pienso que aquello que incomoda a la autora de Visión nocturna es una determinada deriva de los valores y creencias de la Modernidad, deriva que no comparte y que combate, creo que con razón, de manera precisa y eficaz. A este respecto hay dos elementos de la obra que me parecen muy valiosos: el primero es la indagación en las pasiones oscuras. Se disecciona la ira, la angustia, el duelo y la depresión tratando de distinguir lo que estas emociones tienen de aprovechable y lo que no. Este ejercicio dialéctico, propiamente filosófico, resulta muy interesante y esclarecedor. En sentido estricto, el libro trata de arrojar luz sobre la oscuridad que ha envuelto a dichas emociones. El segundo aspecto no ha sido para mí menos iluminador. Me refiero a las fuentes de las que se nutre el ensayo. Por él circulan Kierkegaard y Unamuno, pero también autoras casi totalmente desconocidas para el público español no especializado, como Audre Lorde, Gloria Anzaldúa, María Lugones o bell hooks, a las que justamente se da la palabra. Otras voces que matizan, exploran y horadan el sufrimiento humano no para descartarlo de plano, sino para aceptarlo como compañero en nuestra pesquisa hacia el desembocadero de la platónica caverna.
- Visión Nocturna - - Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Elena Cué
En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años.
En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años. Esa Organización Internacional estaría basada en un órgano jurídico superior encargado de mantener la paz entre los Estados, utilizando el derecho como instrumento para su realización, y de este modo conseguir la tan ansiada y deseable “paz perpetua”.
Kant defendió este proyecto de Constitución de una comunidad de Estados con una “justicia global”, es decir, con leyes, instituciones y procedimientos democráticos de cumplimiento entre las naciones, para mantener la seguridad internacional y hacer posible la paz y el respeto a los derechos humanos. Para lo cual cierto grado de democracia se debería implantar a escala mundial, reforzándose los valores morales y políticos pero prevaleciendo sobre ellos la doctrina del derecho.
Es interesante también como Kant aludió, al mismo tiempo, a la fuerza pacificadora del libre mercado, en el sentido de que las naciones cada vez dependan más de las crecientes interrelaciones del mercado mundial, de modo que les obligue más a cooperar entre sí. Pero también, por otro lado subrayó la función crítica de una opinión pública mundial que movilizara la conciencia moral y la participación política de los ciudadanos, pues «las violaciones del derecho en un lugar de la tierra se sienten en todos los demás». Kant entendía la historia impulsada por la tendencia hacia un fin supremo de realización y progreso, de modo que las capacidades humanas se irían desarrollando hacia una cada vez mayor libertad y moralidad. Lo cual no sucedería si en la sociedad no tiene lugar la cooperación de individuos libres basada en la justicia social.
Nuestra realidad actual es que esto no se está produciendo con alguna eficacia. Los organismos supranacionales no ejercen su capacidad jurídica para emplear la fuerza contra los Estados soberanos, con el fin de cumplir el derecho cosmopolita e impedir las guerras. Por ello, el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929) ha pedido el retorno al proyecto internacionalista kantiano de una Constitución mundial.
Las medidas que se tomaron tras la II Guerra Mundial, parecían seguir, en parte, la sugerencia de Kant de formas de federación de Estados con leyes compartidas y de estrecha colaboración entre ellos capaces de hacer imposible que volvieran a repetirse las devastadoras catástrofes de las guerras que habían asolado a Europa. Así nacieron, junto a un plan de ayuda para la reconstrucción económica (plan Marshall), la ONU, después el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya (1945), la OTAN (1949), el Tratado de París (1951) y la Unión Europea, organismos que han contribuido de manera importante a preservar la paz durante más de 50 años.
La pregunta que debemos plantearnos hoy es qué tipo de crisis nos acecha, pues todos estos organismos están resultando ineficaces ante el aumento de la tensión belicista y el resurgimiento de la amenaza de una guerra nuclear en el panorama internacional. No hay duda de que, en su trasfondo más profundo, el gran problema del mundo occidental actual es su profunda crisis de valores, su quiebra moral. El catedrático de Filosofía moral de la universidad de Salamanca, Enrique Bonet Perales, en su último libro “Ética de la guerra” (Editorial Tecnos), recuerda los criterios morales que nos ofrece la historia del pensamiento como herramientas para poder enjuiciar con solidez los acontecimientos belicistas actuales. Bonet defiende que los principios éticos son anteriores y superiores al Derecho, pues es la ética la que inspira al Derecho y, por tanto, debería preceder al Derecho Internacional al orientar los comportamientos de quienes ostentan hoy el poder político, militar o económico.
Desgraciadamente, los valores morales y políticos han retrocedido peligrosamente, en las últimas décadas, ante el triunfo arrollador de los valores económicos. No es posible dejar de reconocer todos los beneficios que el progreso técnico y económico nos ha producido. Pero, como ya advirtió Kant, a ese progreso técnico no ha acompañado un progreso también moral, igualmente necesario hoy y tan provechoso como los beneficios de la economía.
- Detalles
- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre.
Ofelia de John Everett Millais
Nuestro mundo contemporáneo ha venido asistiendo, desde el pasado siglo, al progresivo debilitamiento y final disolución de casi todos los tabúes, o sea, de casi todo lo que antes se consideraba prohibido o de lo que era de mal gusto hablar, ver o pensar; tabúes, por ejemplo, tan arraigados y ancestrales como el de la sexualidad, algo de lo que ahora, en cambio, no se quiere parar de hablar, ni de ver, ni de pensar, incluso con exceso. Sin embargo, hay uno, tal vez el último, que aparentemente sigue tan fuerte, tan vigente y efectivo como siempre. Es algo de lo que evitamos hablar, de lo que procuramos no ver y en lo que no queremos pensar: es la muerte. (Puedo comprender, pues, la extrañeza del lector y su posible desagrado al encontrarse con este artículo que se propone hablar de lo que tal vez menos le guste).
La ciencia, la economía, la moral o la política trabajan unánimemente, con coraje y firme decisión, para mantener este tabú y reforzarlo. Por ejemplo, la ciencia ha creado procedimientos asombrosos y muy loables para combatir la enfermedad y prolongar la vida humana, pero los lleva también, incluso con orgullo tecnológico, a prolongarla indefinidamente incluso cuando sólo es ya vida vegetativa sin esperanza, o sea, cuando ni siquiera es ya prolongación de la vida sino del coma. La economía defiende con la misma firme decisión esta estrategia pues son, sin duda, muy rentables para algunos estos muertos vivientes sin vida cerebral, enchufados a carísimos aparatos que respiran por ellos y hacen latir su corazón por ellos. Para la actual economía hospitalaria, médica y farmacéutica son rentables la sobremedicación, el sobrediagnóstico y la excesiva obsesión de las personas por no caer enfermas, por lo que le beneficia el miedo y el horror ante la idea de la muerte. En cuanto a la moral, apoya y respalda estas actitudes sumándose con ahínco a la defensa de la vida como valor trascendente y absoluto, lo que en buena lógica significa negar la muerte como algo que nunca debería tener derecho a ser. Se fomenta y se difunde con todo ello el miedo a un hecho que tendría que ser visto, apreciado y sentido como el fin natural de la vida. Por último, la política se alinea también con los que obtienen réditos de este tabú y legisla aprobando, por ejemplo, una ley de eutanasia que convierte la decisión de suicidarse en facultad de un interminable cortejo de personajes extraños, en un auténtico calvario burocrático exigiendo la acreditación del cumplimiento de una serie de condiciones sumamente excluyentes, en vez de respetar, proteger y favorecer la libre decisión del individuo sobre su propia vida cuando ya considera imposible vivirla con dignidad. En fin, legisla para impedir la muerte digna y libre.
Pero, ¿y el arte? ¿Cómo se comporta el arte actual frente al último tabú? Por su talante predominantemente irreverente e iconoclasta no respeta el tabú sino que lo expone, lo muestra, lo representa, llama la atención sobre él y lo trae a la presencia. Pero no lo hace con el propósito de posicionarse críticamente frente a él y denunciarlo, sino para reconvertirlo en exponente agrandado de la negatividad de su contenido, y de este modo mantenerlo intensificando en los espectadores el temor y el pesimismo que la muerte genera. Algunas manifestaciones del arte contemporáneo se enfrentan con la muerte, por ello, con excesos figurativos, exageraciones y desmesuras temáticas llevadas a extremos difíciles de imaginar, como vamos a ver enseguida. En ellas toma claramente partido por nuestra inexorable condición mortal, en la que se centra para polarizar la atención sobre ella y convertir en emoción estética la depresión, el pavor y la intimidación que sentimos ante la perspectiva de nuestro desmoronamiento y autodisolución corporal y mental. El sentido de la mostración de la muerte en estos artistas parece ser así el de transmitir el mensaje de que la destrucción, la pérdida, la descomposición, el caos en definitiva, es el único y definitivo orden de la existencia. Un mensaje cuya gravedad justificaría lo excesivo y lo esperpéntico de su representación.
Sólo como muestra, he aquí algunos ejemplos. Dieter Roth, artista suizo del pasado siglo, presentó en una performance, como su última obra de arte, un libro impregnado de una mezcla de flan echado a perder y orina. Este libro así descompuesto estaría destinado a contagiar su podredumbre y destruir librerías enteras y bibliotecas. Además de atentar contra el olfato de los espectadores y producir en ellos el asco y la repugnancia insoportables que pueden sentirse ante este objeto putrefacto, lo que en realidad se pretende más directamente no es otra cosa que inducir al espectador a relacionar su efecto con la descomposición cadavérica. No sólo se sitúa, pues, este arte en la antítesis extrema de los valores estéticos, por ejemplo, del arte clásico antiguo, que trataba de presentar la belleza, la armonía de la naturaleza y el esplendor de la vida buscando suscitar en el espectador el gozo, la admiración y el amor al hecho de vivir, sino que gira hacia la experiencia de una sensibilidad opuesta, la de la negación de la vida, y el terror y el asco ante la muerte.
Banksy, el artista que oculta su identidad real, famoso por sus graffitis, vendió en 2018 una obra titulada Girl with balloon por más de un millón de libras que se autodestruyó, inmediatamente después de ser subastada, por una trituradora programada e instalada en la parte inferior del marco. ¿Qué vendió Banksy, en realidad, con este montaje? Pues, sin duda, una representación de lo efímero, caduco y evanescente, la experiencia de un deseo vivo en la mirada que, sin embargo, mata el inane objeto de su deseo. Ben Vautier, cuyo lema era que todo arte debía significar un choque y ser nuevo, y cuya última exposición en México en 2022 se titulaba La muerte no existe, solía acompañar sus obras plásticas de frases provocadoras. Este artista de vanguardia escribió una obra de teatro, Dinamita, cuyo guión sólo tiene estas pocas líneas. Dice así: “Telón.- Entra un actor que lleva en la mano un gran cartucho de dinamita con una larga mecha. Le prende fuego y espera sentado en una silla en medio de la escena. Cuando la llama alcanza el cartucho todo salta: el actor, el cartucho, la sala, el público y el teatro. Telón”.
Otro artista, Michel Journiac, exponente del llamado art corporel, un tipo de arte que se centra en la representación del cuerpo, es famoso por su Messe pour un corps, la performance que parodia un funeral católico en el que el artista, que actúa como sacerdote, ofrece para comulgar trozos de morcilla hechos con su propia sangre. Pues bien, este artista ofrecía un contrato a los espectadores de sus obras en el que él se comprometía, si le entregaban cada uno su propio esqueleto, a hacer de él una obra de arte pintándolo de blanco y oro. El contrato tenía sólo estas dos cláusulas: “Primera, sobre el objeto: su esqueleto será laqueado en blanco y oro. Segunda, sobre las condiciones: primera condición, ceder el cuerpo. Segunda: morirse”.
Es evidente que todos estos artistas desarrollan una concepción irónica de la existencia humana pero que se caracteriza por estar presidida por la intención de subrayar su carácter inconsistente, insignificante, carente de valor. Por ello rechazan la perdurabilidad de sus creaciones artísticas impregnadas de histrionismo, crueldad, arbitrariedad y activismo anarquizante. Podría, pues, considerarse el estilo más propio de estos artistas como el estilo de la destrucción, con el que se trata de representar la omnipresencia dominante del proceso de la muerte como autodisolución que hace de la nada la esencia de todo lo vital y existente. Y éste es el proceso que se muestra a través de realidades concretas tangibles y presentes: el libro podrido y hediondo, el teatro que salta hecho trizas, etc. Y, no obstante, todas estas producciones tienen algo que nos atrae e incluso nos fascina.
Se podría poner en relación con esta idea también cierto uso de la abstracción en algunos representantes actuales de las artes plásticas, cuando la emplean como desenfoque de la realidad visible a través de la negación de los objetos, huida del objeto imponiendo su negación parcial o total. En sus cuadros, grabados o esculturas asistimos a la destitución de la imagen concreta incluso de manera cruel, al maltrato de las formas, al descoyuntamiento de las figuras, como llevados de un impulso de lucha contra lo vivo, de no aceptación de los procesos biológicos naturales. Se trabaja, en multitud de modalidades, en la descomposición de la realidad, en el desplazamiento de la forma visual, en atentar contra el sujeto, en empeñarse en desintegrar totalmente la presencia y la belleza de los objetos conocidos como llamando la atención, de una manera más o menos consciente, sobre su esencial condición de apariencias en descomposición, especialmente en los seres humanos, pero igual en las naturalezas muertas y en la representación de acontecimientos, escenas o retratos psicológicos. Es preciso descubrir nuestro verdadero mundo en el que sólo pululan máscaras, fantasmas, sombras, nada.
Parece como si el libro podrido y descompuesto, el esqueleto grotescamente laqueado, el imposible drama de la dinamita, o los jeroglíficos de la abstracción ocultasen en su trasfondo la cifra de un secreto no pronunciado, el enigma que así se nos vuelve transparente a través de imágenes y acciones que suprimen o evitan el concepto y la palabra que fijan y estabilizan. No es posible una formulación racional de la muerte, sino que es algo que en cada momento se experimenta, se sufre y paradójicamente se vive. Y lo que estos artistas pretenden, incluso si no es esa su intención consciente, es obligarnos a vivirla, aunque sea en esa forma tan insólita, inaudita e incluso disparatada con la que nos enseñan que el caos de la destrucción y la descomposición es el auténtico orden de lo existente.
Y, no obstante, es muy posible que, tras el asombro que estas obras de arte provocadoras despiertan en el espectador, se sienta enseguida hacia ellas cierta admiración e incluso cierta fascinación que incita a fijar la atención una y otra vez en la representación. Hasta es posible incluso, y bastante frecuente, que estas insólitas representaciones nos atrapen por la fuerza fatal de la distorsión y el caos ante el que nos sitúan, y cuya violencia nos empuja a percibir nuestra propia experiencia interna del caos como subversión de todo orden establecido, como resistencia última a lo antinatural convertido en natural, siendo eso lo que de inmediato nos desconcierta al mismo tiempo que nos alucina.
La contemplación de las obras de arte de estos artistas, el efecto sobre nosotros de su histrionismo y su efectismo nos trasporta, en suma, a la vivencia del absurdo: lo que cotidianamente tenemos por estable, objetivo, consistente se nos revela como un mundo fantasmal poblado de sombras evanescentes. Vemos el mundo al revés, el mismo que vemos y sentimos con angustia cuando asistimos al desmantelamiento del orden social e institucional por la furia destructiva de los tiranos demoníacos, o el que valoramos como suspensión del orden creado por la civilización para protegernos de los poderes amenazadores de la naturaleza, sólo que en este caso se nos concreta en la sensación sublimada del quebrantamiento de los cuerpos y las vidas que se deshacen, y que en ese deshacerse se llevan consigo al espíritu. Es el puro absurdo. Donde antes había algo vivo, productivo y autónomo ahora no hay nada que no sea la dinámica del caos.
Self 1991 de Marc Quinn disponible en marcquinn.com
Consecuencia: se ha de venerar el absurdo, pues él constituye la única esencia visible en la que todas las dinámicas, edades e impulsos confluyen. La presencia es presencia de la ausencia, del caos de la descomposición, de la nada. Y este es el único y verdadero orden. Reaparecen de pronto, ante nosotros, llevados de la mano de estos temerarios artistas, los viejos motivos penitenciales de la religión cristiana: todo en este mundo no es más que fugacidad, disolución, muerte, polvo, ceniza, nada. Después de un enorme rodeo de siglos, resulta que las audacias ultravanguardistas y ultramodernas de este arte llegan a la misma vieja estimación nihilista de la vida. Bajo el escándalo y la irritación figurativa susurra de nuevo, sólo que de forma sarcástica, la desconsolada desesperación ante la muerte estimulada por la misma enseñanza de la religión.
¿Pero ha de aceptarse esta enseñanza y este mensaje como la única verdad de nuestra existencia? No sabemos lo que es la muerte ni su ineludible efecto sobre todo lo viviente. Pero si miramos a la historia del arte podemos encontrar en ella propósitos e intenciones distintas a la hora de afrontar su misterio y su enigma. Frente a la enseñanza desconsolada y nihilista de las formas de arte que hemos comentado, podemos encontrar muchas otras en las que, desde una apreciación de la vida y desde una moral bien distintas, el exceso figurativo y la desmesura imaginativa obedecen abiertamente a un impulso constructivo e incluso triunfal respecto a la vida. Podríamos decir entonces que en los artistas que hemos analizado, la desmesura y el exceso no son tanto imaginativos cuanto puramente tácticos y sarcásticos.
Si utilizamos la terminología freudiana, podemos distinguir entre obras de arte creadas desde una pulsión de vida (Eros) y obras que brotan y se configuran desde el impulso de muerte (Thánatos). Nuestras reacciones ante las obras de arte que ensalzan la vida, su gozo y su disfrute son reacciones vivísimas de goce estético, de enriquecimiento de la propia personalidad y de la propia vida a la que llenan de felicidad y la bendicen. Para los antiguos paganos la disolución de lo vital por obra de la muerte era nada más que apariencia engañadora, pues aprendían que esa disolución no era, en su realidad más profunda, sino un itinerario de retorno, de vuelta, que tenía su conclusión en el tránsito de la muerte. La muerte era así comprendida como la reinmersión final de la gota en la inmensidad del mar, la reincorporación en el Todo de lo que se hizo al nacer separado e individual. Ese momento lo veían como aquél en el que el alma está más viva de lo que lo estuvo en todo su deambular por el mundo, pues es cuando se abre y acoge en ella la inmensidad de la fuerza creadora que retorna una y otra vez por toda la eternidad, creando sin cesar nuevas vidas y nuevos mundos. Por el contrario, los artistas comediantes que hemos recordado no piensan en la positividad última de la vida. Se limitan a ver y a denunciar el momento regresivo exclusivamente, subrayando en él la deformación de la belleza, el derrumbe de las estructuras del orden de la vida y de la cultura, la rigidez de la vejez, la insufrible fealdad de la descomposición y la desaparición definitiva de la autonomía de lo individual.
El otro tipo de artista, en cambio, es el que, aspirando con profundidad a la belleza, la genera; el que permanece arrobado ante un mundo inventado y soñado, ante el mundo de las formas bellas como redención del destructivo e inexorable devenir; el que entiende y siente ese devenir, incluyéndose a sí mismo, como la furiosa voluptuosidad del creador que al mismo tiempo conoce la ira del destructor. Antagonismo, por tanto, de dos experiencias y de las pulsiones que están en la base de cada una de ellas: el artista que se entrega gozosamente al devenir y a la voluptuosidad de hacer-devenir, es decir, del crear y destruir, y su oponente, que gime y rabia porque quiere que la apariencia individual sea eterna. Ante la experiencia del sufrimiento y la desesperación de nuestra contingencia y transitoriedad, el artista que crea desde el impulso de vida ofrece su arte como liberación y redención en el gozo de lo no real, o sea, de la forma bella estabilizada en la obra de arte y propuesta como consuelo metafísico de algo no afectado por el tiempo. Trata de crear, de este modo, como una especie de bóveda protectora bajo la que pueda prosperar lo que vive y crece. Considera que sólo estéticamente habría una justificación metafísica del mundo, mientras el segundo tipo de artista permanece en el contexto mental de una justificación cristiano-moral del mundo que lo condena como cruel, injusto, perverso y malo.
Este último tipo de artista sería aquél, en suma, al que su gran insatisfacción consigo mismo le vuelve creativo. Lo productivo en él sería justamente la carencia de un tipo fecundo y noble de hombre: el histrionismo de sus medios, la inautenticidad de sus motivos, la falta de probidad de su formación artística, abocan a la abismal falsedad de su arte, que sólo aspira a ser esencialmente un arte de comediante. Es el artista que predomina en lo que desde Hegel se llama la época del agotamiento y el fin del arte. Sólo se es capaz de atender al cuerpo como autodisolución y podredumbre, sin prestar atención al cuerpo como organización y obra de arte él mismo que se da a luz a sí mismo.
El nacimiento de Venus de Botticelli
Por el contrario, las obras de artistas apoteósicos como fueron Homero, Miguel Ángel o Rubens expresan una gran riqueza de experiencias anímicas referidas a todo el espectro que va desde lo más grande a lo más pequeño y refinado. E impactan, no obstante, por los firmes contornos de su visión, por la intensidad, la coherencia, la lógica interna de su sueño, por la profundidad de su meditación y, en suma, por la magnitud sobrehumana de sus concepciones y diseños. Producen así imágenes de la vida realzada y triunfante. Su fuerza transfiguradora logra poner en las cosas una cierta perfección como belleza. «Bello» es lo que tiene el efecto de encender el sentimiento de placer; piénsese en la fuerza transfiguradora del «amor». El suyo es, en consecuencia, un arte como libertad respecto de la estrechez y la óptica cristiano-morales; o como burla de éstas. Ven la naturaleza como realidad en la que su belleza se acopla con lo terrible. Es, en suma, la antítesis del artista que reproduce en sus obras la posición nihilista frente a la vida, y, por tanto, la necesidad de lo mórbido, de lo brutal y de lo digno de lástima.
- Detalles
- Escrito por Iker Martínez Fernández
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención.
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención. Su obra fundamental, Order and History, en cinco volúmenes, todavía no ha sido, hasta donde yo sé, traducida al castellano. Sí lo han sido, en cambio, Las religiones políticas, Fe y filosofía y La nueva ciencia de la política, donde se puede acceder a algunas de sus principales ideas en el ámbito de la filosofía y la teología política.
Voegelin se doctoró en Viena con el más célebre abogado del positivismo jurídico, Hans Kelsen, y trabajó en la Universidad de la capital austriaca hasta 1938. Su obra Rasse und Staat (Raza y Estado), de 1933, calificada por Hannah Arendt como la mejor exposición del pensamiento racista, dejaba poco margen al filósofo de Colonia para convivir con el nacionalsocialismo. Fue separado de su puesto y emigró a Estados Unidos, donde recalarían otros destacados pensadores de su generación, como la autora de Los orígenes del totalitarismo, Leo Strauss o su maestro Kelsen. Tras su paso por diversas universidades estadounidenses, se asentó en Luisiana. En 1958, tras aceptar el ofrecimiento del gobierno de la República Federal Alemana para ocupar la cátedra de ciencia política de la Universidad de Múnich, Voegelin regresó a su país. Una década más tarde, disgustado por la situación de la universidad alemana y, en general, por lo que consideraba la persistencia de los problemas morales que habían propiciado años atrás el nacionalsocialismo, decidió retornar a Estados Unidos, donde prosiguió sus investigaciones hasta su fallecimiento.
De la mano de José María Carabante, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, Trotta nos ofrece ahora una serie de conferencias que Voegelin impartió en 1964 durante su estancia en Múnich y que posteriormente el autor publicó como libro bajo el título Hitler y los alemanes. El ensayo es un penetrante análisis sobre las condiciones intelectuales y morales que permitieron el ascenso al poder del nacionalsocialismo en tres ámbitos concretos: el académico, el religioso y el judicial. La tesis que se defiende en este conjunto de conferencias es que la degeneración moral sufrida por la sociedad alemana durante los años treinta, reforzada por una fuerte escisión entre los valores morales y políticos, por un lado, y los espirituales, por otro, fue la causante del proceso de deshumanización que permitió a los líderes nacionalsocialistas realizar su programa de exterminio del diferente. Ahora bien, lo que más inquietaba a Voegelin era que los relatos que Alemania se había dado a sí misma tras el fin de la Segunda Guerra Mundial denotaban que el páramo espiritual continuaba a la altura de los años sesenta.
En el ámbito universitario, Voegelin parte de un conjunto de estudios publicados por el medievalista Percy Ernst Schramm con el título «Anatomía de una dictadura» en Der Spiegel. En ellos se trataba de edificar un relato aséptico de algunos aspectos de la vida y la personalidad de Hitler, así como el influjo que habían tenido en su entorno y en el devenir del régimen. Su aparición había provocado un fuerte revuelo en Alemania por un supuesto exceso de condescendencia hacia la figura del dictador. Voegelin rechaza estas acusaciones y considera que el problema reside más bien en la mediocridad analítica de la obra derivada de un paupérrimo aparato conceptual para hacer frente a la aberrante deformación moral que supuso aquel régimen político.
Para el filósofo alemán, escritos como los de Schramm evidencian los límites éticos del historicismo, que narra los hechos como si se tratase de una crónica periodística ajena a toda consideración hacia la dignidad humana. Y este es realmente el problema, pues el mero relato de los hechos no resulta curativo sin un entramado de valores que los encuadre moralmente. Obras como la de Schramm indican más bien la persistencia de una sociedad enferma que ha olvidado los valores de justicia heredados de la tradición occidental, grecorromana y cristiana, a los que nuestro autor se refiere como «apertura a la trascendencia».
Este hecho resulta aún más grave si se examina el posicionamiento de las instituciones eclesiásticas alemanas, sin que a este respecto existan diferencias significativas entre las protestantes y la católica. Voegelin se sirve de los trabajos de varios historiadores para mostrar que las iglesias únicamente se preocuparon de los efectos perniciosos de las políticas inhumanas del nacionalsocialismo en relación con los judíos y otros grupos étnicos cuando ellas mismas o sus greses se vieron afectadas.
Pero quizá el capítulo más interesante sea el titulado «Descenso al abismo legal», pues en él se estudian las condiciones necesarias para la existencia de un Estado de Derecho, el constructo más relevante y duradero de los juristas alemanes del siglo XIX. La tesis de Voegelin a este respecto se edifica sobre las ruinas de la filosofía antigua: en las sociedades moralmente enfermas no es posible el Estado sometido a las leyes, pues los cimientos de este no se asientan en los textos legales, sino en el sustrato moral proporcionado por la historia. Más concretamente: la legitimidad del Código Penal, y con ella la aceptación social y su defensa pública, no procede de factores internos al ordenamiento jurídico (como por ejemplo, que tenga forma de ley o de decreto, o que haya superado un procedimiento establecido para su aprobación, como afirmaba el normativismo patrocinado por su maestro Kelsen). Es exactamente al revés: el Código Penal se integra en el ordenamiento jurídico de un Estado porque sus preceptos se alimentan de unos principios morales modelados por la comunidad generación tras generación.
Ahora bien, ¿cómo distinguir una sociedad enferma de una sana? A juicio de Voegelin, la primera es capaz de diferenciar con nitidez eso que nuestro autor denomina primera y segunda realidad, para acto seguido otorgar prioridad a la primera. En Hitler y los alemanes Voegelin no describe en detalle qué sea la primera realidad, definida simplemente como apertura a la trascendencia. Creo que no es desencaminado suponer que con esta denominación se refiere a aquello que los filósofos antiguos denominaban «vivir conforme a la naturaleza», un aserto ciertamente vago que, en último término, remite a una fundamentación religiosa -no necesariamente adscrita a una confesión concreta- de la vida humana. El abandono de la idea del ser humano como imago Dei que es consciente de sus posibilidades y de sus carencias constituye para nuestro autor un imperdonable descuido de la Modernidad.
De manera que la muerte de Dios decretada por la filosofía del siglo XIX ha dejado la fundamentación de la vida individual y social en manos de ideólogos, los modernos sacerdotes, que han venido a cubrir este vacío. La ideología política ha pasado así a convertirse en un club exclusivo que concita adhesiones entre quienes comparten la ortodoxia y produce rechazos hacia los que discrepan.
Las personas dominadas por su ideología viven en la segunda realidad. Se conducen como don Quijote, quien rendido a la pasión de su ideal (comportarse como un caballero andante), olvida sus limitaciones y su realidad concreta -su primera realidad- y ve gigantes donde solo hay molinos de viento. Sancho, que procura mantenerse en ella, se ve paulatinamente arrastrado por la locura quijotesca (o segunda realidad), pues carece de la energía moral para oponerse a ella. Algo similar a lo que ocurrió al pueblo alemán durante los años treinta.
Voegelin dedica agrias palabras a los intelectuales de aquellos años. Su culpabilidad es doble, pues son, por un lado, cómplices de unos hechos que deberían haber previsto. Pero, más aún, lo son por aceptar la segunda realidad nacionalsocialista como un mero entretenimiento intelectual. El dardo contra Heidegger resulta evidente.
Eric Voegelin
Voegelin no conoció el mundo de las redes sociales, donde en demasiadas ocasiones resulta difícil distinguir la realidad de la ficción, o la verdad de la mentira. Para nosotros, que sí lo conocemos, resulta muy sencillo comprender qué significa la segunda realidad y sus perniciosas consecuencias. Mucho más complicado es para las mujeres y los hombres de hoy comprender hasta dónde quiere llegar el autor cuando nos habla de la primera realidad. Queramos o no, lo cierto es que somos hijos de la Modernidad. Y entre las ideas que esta fase de la historia de Occidente ha sumergido bajo las aguas de Lethe, el río de la desmemoria de la mitología griega, se encuentran aquellas que conformaban la religión como el hilo que tejía la cohesión social. Voegelin quiere destacar este hecho, pero no ansía una teocracia. Sencillamente realiza una llamada de atención sobre las consecuencias negativas de esta grave circunstancia.
¿Cómo salir del atolladero? Voegelin no nos lo dice, y no lo hace porque no resulta fácil hacerlo. Regresar al pasado es, por imposible, una pésima idea; tan mala como olvidarlo o despreciarlo como si se tratase de una fase primitiva o preparatoria de la actual. ¿Qué nos queda entonces? Tal vez imitarlo a la manera en que los antiguos concebían la imitación, que no es la nuestra. Es esta una cuestión de enorme importancia que, sin embargo, ha de quedar para otra ocasión.
- Detalles
- Escrito por Iker Martínez Fernández
El poeta italiano Gabriele D’Annunzio dijo en una ocasión que el paseo marítimo de Reggio Calabria, con la ciudad de Messina a la derecha y el Etna al fondo atravesado en su mitad por las nubes bajas del alba, era el kilómetro más bello de Italia. Y, sin embargo, la pacífica armonía del trayecto contrasta con la historia y la leyenda del sitio, donde, según Tucídides, «por la estrechez del lugar y por confluir en el mismo punto aguas procedentes de los grandes mares (el Tirreno y el de Sicilia) y de corriente impetuosa, tiene justamente fama de peligroso»
El poeta italiano Gabriele D’Annunzio dijo en una ocasión que el paseo marítimo de Reggio Calabria, con la ciudad de Messina a la derecha y el Etna al fondo atravesado en su mitad por las nubes bajas del alba, era el kilómetro más bello de Italia. Y, sin embargo, la pacífica armonía del trayecto contrasta con la historia y la leyenda del sitio, donde, según Tucídides, «por la estrechez del lugar y por confluir en el mismo punto aguas procedentes de los grandes mares (el Tirreno y el de Sicilia) y de corriente impetuosa, tiene justamente fama de peligroso» (Historia de la guerra del Peloponeso, IV, 24). Tanto Reggio como Messina son, de hecho, ciudades nuevas, reconstruidas tras la devastación sufrida por el funesto terremoto de 1908.
También la leyenda refiere esta capacidad destructiva del estrecho, amplificada por la actividad carnífice del Etna. Cuenta el Poeta en la Odisea que Ulises, prevenido por Circe, logró atravesar con su nave la angosta franja situada entre dos peñas, en cada una de las cuales se hallaba un terrible monstruo: a un lado Escila, en otro tiempo bella ninfa enamorada de Poseidón y convertida por la despechada esposa de este, Anfitrite, en una bestia marina de seis cabezas y cuellos serpentinos idénticos; al otro, Caribdis, el monstruo marino, hijo de Poseidón y de Gea, que tres veces al día vomitaba negra agua para luego absorberla formando un remolino capaz de succionar todo lo que se encontraba a su alrededor. La aventura le costó a Ulises seis miembros de su tripulación, «los mejores por sus brazos y fuerzas» (Odisea, XII, 70-259). Antes de Ulises, sólo la famosa Argos, comandada por Jasón, había logrado escapar indemne de aquellas bestias, no sin ayuda divina. El episodio quedó inmortalizado en el Canto IV de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas.
Odiseo luchando contra Escila y Caribdis. Johann Heinrich Füssli
Aunque reconozco que a primera vista puede parecer descaminado, hablar hoy de la Ilustración remite inevitablemente a la legendaria amenaza de Escila y Caribdis. O, al menos, esa ha sido la conexión que he podido establecer al leer La herencia de la Ilustración. Ambivalencias de la modernidad. La obra es, sin duda, uno de los ensayos más interesantes que se exhiben actualmente en las librerías. Publicada en francés en 2019, se encuentra disponible desde finales de 2023 también en castellano gracias a Gedisa (y al artífice de su espléndida traducción, Cristopher Morales Bonilla). El autor, Antoine Lilti, es director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, un centro de investigación interdisciplinar destinado, como nos informa su portal web, «a comprender las sociedades en toda su complejidad». En coherencia con este objetivo, Lilti se propone explicar la singular complejidad del pensamiento ilustrado, irreductible a una sencilla definición.
La tesis de la obra es clara: la herencia de la Ilustración no puede aceptarse sin más a beneficio de inventario. Debemos recoger sus bienes, pero también hemos de afrontar sus deudas; alegrarnos de sus grandezas y revisar sus múltiples errores, sus considerables carencias. Sólo así podremos considerar vivos los valores que promovió en el pasado y sobre los cuales hemos edificado nuestras sociedades.
El libro examina en profundidad la obra de los ilustrados franceses más célebres, como Voltaire, Diderot o el ambiguo Marqués de Sade, en su contexto específico. La aproximación de Lilti no es condescendiente con estos primeros pensadores, de los que destaca sus contradicciones, como, por ejemplo, defender la autonomía y la libertad del individuo y, a la vez, la necesidad de civilizar a pueblos considerados salvajes, así como la tensión, nunca resuelta, entre universalismo e imperialismo. Para el autor, dichas contradicciones son un producto histórico, y podrían salvarse profundizando en los principios que guiaron el pensamiento ilustrado. Pero, para ello, resulta imprescindible actualizar estos principios, armándolos contra los feroces ataques recibidos por la posmodernidad.
Para ello, Lilti desmenuza el alcance de conceptos propios de la Ilustración, tales como universalismo, libre comercio o autonomía. Todos ellos tienen un objetivo común: la emancipación del individuo y el fin de todas las dominaciones. Conforman la base del programa ilustrado y han constituido el blanco de sus detractores. En la obra se afrontan las críticas al eurocentrismo derivadas del desafío poscolonial, o al historicismo, que a finales del siglo XX llegó a afirmar el fin de la historia. Es interesante a este respecto la valoración que en el libro se realiza sobre lo que allí se denomina «gramática de las civilizaciones», que tanto dio que hablar a finales del siglo XX tras la publicación de las obras de Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre) y de Huntington (El choque de civilizaciones).
Antoine Lilti cree en la vitalidad de una Ilustración consciente de sus límites como mejor solución para la emancipación real del mayor número de personas. De ahí que conceptos instrumentales como crítica, progreso y reforma social continúen estando vigentes. En consecuencia, considera que existe la posibilidad de rebatir todos estos juicios, que tantas veces han dado por finalizado el reinado de la modernidad, mediante la adaptación de los conceptos de la tradición ilustrada al contexto actual.
Sin embargo, hay algo paradójico en el planteamiento del autor, pues ¿no es precisamente esta operación de actualización de los principios ilustrados la que tratan de realizar sus más tenaces críticos, los mismos que han certificado su defunción? Detengámonos un instante en este curioso fenómeno.
A mi juicio, las críticas a la Ilustración, que son críticas a la modernidad, pueden agruparse, grosso modo, en dos tendencias: por un lado, las que realizan una lectura de signo posmarxista o postestructuralista (inspiradas en las filosofías de Foucault, Derrida o Judith Butler) y acusan a la modernidad de eurocentrismo e hipocresía en la aplicación de los principios filosóficos antes citados; por otro, las que defienden conceptos modernos como nación o libre mercado, u otros más antiguos aunque convenientemente renovados como propiedad privada o tradición. Robert Nozick o Roger Scruton son dos ejemplos notorios. Ambas tendencias declaran que los ideales de la Ilustración han sido superados, si bien -paradójicamente, como digo- los utilizan para construir propuestas filosóficas diferentes.
Entre las críticas que integran la primera tendencia, que en la obra se analizan con detalle, se encuentran las efectuadas por el pensamiento decolonial contra el eurocentrismo, muy potente en los últimos años. Lilti admite los excesos del pasado, pero, al mismo tiempo, alega que el discurso emancipador fue crucial para articular las rebeliones de los esclavos en Haití o las protestas contra del dominio colonial europeo en algunos países africanos. Por tanto, habría que admitir que, si bien es cierto que la Ilustración impuso a otras culturas, en ocasiones a la fuerza, los valores europeos, no lo es menos que esos mismos valores sirvieron a su vez para que muchas comunidades políticas pudieran alcanzar posteriormente un alto grado de autonomía. Lo mismo ocurriría con el movimiento indigenista o la filosofía queer, que han propalado ataques furibundos contra el modelo de hombre nuevo propiciado por la modernidad: varón, blanco y heterosexual. De nuevo, Lilti acepta tales argumentos para alegar a continuación que el reconocimiento de las identidades, individuales y colectivas, que estos movimientos persiguen habría sido imposible sin esa escalera previa que constituyen los valores ilustrados. Cortar esa escalera una vez que estamos arriba no parece sensato, pues impediría nuevos ascensos.
Frente a esta tendencia de corte progresista, las posturas más conservadoras son tratadas en la obra de forma menos atenta, casi siempre de pasada. Esto se debe muy probablemente a que nuestro autor no considera que tal tendencia, actualmente en ascenso en los discursos filosóficos y políticos occidentales, se desenvuelva en el campo de juego de los valores ilustrados. Pero lo cierto es que tanto sus objetivos como la retórica con la que sus representantes arman sus discursos conectan directamente con los postulados clásicos de la modernidad. Así, los libertarios o neoliberales extremos afirman buscar -en nombre del libre comercio, que Lilti incluye en el ideario ilustrado (capítulo IV)- la emancipación del individuo frente a un Estado de Bienestar cada vez más elefantiásico. Y qué decir de los nacionalismos, incluso los fuertemente identitarios y radicales: ¿acaso no es la nación, la patria, el sujeto político que aspira a gobernarse con autonomía plena, sin intromisiones externas? Bien podría calificarse al nacionalismo como el reverso perverso de la globalización.
Los críticos de uno y otro signo son, por lo tanto, hijos de la Ilustración que anuncian con tenacidad el final de la modernidad. Y quien dice la modernidad, dice la Ilustración misma. Defendiendo postulados distintos, muchas veces opuestos, ambas tendencias se asemejan en reivindicar un mundo nuevo cimentado sobre conceptos y tópicos propios del programa ilustrado. Esta simultánea reivindicación y apostasía constituye la paradoja de nuestro tiempo. Una paradoja que desarma discursivamente a los tradicionales valedores de la Ilustración, indefensos ante unos epígonos que persiguen, arrollándolos a su paso, aquello que ellos creían haber conseguido. Son sus particulares Escila y Caribdis.
El futuro del programa ilustrado es hoy incierto. Jasón logró atravesar el célebre estrecho impulsado por Tetis, nereida y madre del héroe Aquiles. Apolonio nos cuenta que la diosa Hera le había encomendado mantener «la nave allí donde haya, aunque angosta, una salida a la perdición» (Argonáuticas, IV, 831-832). Está por ver si la Ilustración encuentra su Tetis salvadora o perece devorada por sus monstruosos hijos.