Alejandra de Argos por Elena Cue

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La artista inglesa Jenny Saville (1970), perteneciente al grupo de los Young British Artist, deconstruye los conceptos estereotipados de belleza y erotismo del cuerpo femenino desde la perspectiva del arte y la visión masculina, y los amplía. Experimenta con mujeres obesas, con los cambios que sufren los cuerpos, pero sobre todo con el suyo propio que utiliza como modelo y medio de reflexión. Muestra la belleza natural en la individualidad de las mujeres que retrata y la suya propia. Expresa a través del cuerpo estados de sensibilidad que nos vinculan a nuestra propia existencia; carnalidad incomoda, angustiosa, dolorosa... Esa carnalidad en lo figurativo define su lenguaje artístico con una técnica pictórica tradicional. Las figuras son el único centro de atención contenidas en lienzos descomunales que en muchos casos no llegan a abarcan los cuerpos, del mismo modo que nuestro yo tampoco puede controlar su cuerpo. Tanto su pintura como su destreza con el dibujo se desdobla en una multiplicidad de realidades que imprimen movimiento.

 Autor: Elena Cué

 

 Jenny Saville. 

Jenny Saville. Foto: Elena Cué

 

La artista inglesa Jenny Saville (1970), perteneciente al grupo de los Young British Artist, deconstruye los conceptos estereotipados de belleza y erotismo del cuerpo femenino desde la perspectiva del arte y la visión masculina, y los amplía. Experimenta con mujeres obesas, con los cambios que sufren los cuerpos, pero sobre todo con el suyo propio que utiliza como modelo y medio de reflexión. Muestra la belleza natural en la individualidad de las mujeres que retrata y la suya propia. Expresa a través del cuerpo estados de sensibilidad que nos vinculan a nuestra propia existencia; carnalidad incomoda, angustiosa, dolorosa... Esa carnalidad en lo figurativo define su lenguaje artístico con una técnica pictórica tradicional. Las figuras son el único centro de atención contenidas en lienzos descomunales que en muchos casos no llegan a abarcan los cuerpos, del mismo modo que nuestro yo tampoco puede controlar su cuerpo. Tanto su pintura como su destreza con el dibujo se desdobla en una multiplicidad de realidades que imprimen movimiento.  

Empezamos nuestra conversación en Londres rodeadas de sus ultimos dibujos.

E.C.: Su arte esta basado en la exploración del cuerpo.  Estos cuerpos experimentan ansiedad, extrañeza, dolor... ¿Se reconoce a sí misma en sus multiples representaciones? 

Jenny Saville: La verdad es que creo que estamos en todo lo que hacemos. Me gusta incluirlo todo, incluso  mostrar la tristeza o la violencia. Cuando creo una obra, me propongo abarcar el mundo entero, no quiero excluir nada. Creo firmemente que tengo que seguir mi instinto. Las mejores obras las he hecho gracias a él. Cuando intento ser inteligente o demasiado analítica, no sale bien. Mientras trabajo no me hago demasiadas preguntas porque me guío por mi instinto que contiene una verdad que es mayor que la verdad a la que estoy intentado llegar con un análisis excesivo de lo que sea. Es una lección que aprendí muy pronto: que hay verdades que son más grandes que el conocimiento. No tiene mucho sentido excederse en el análisis o la crítica. Entonces no hay riesgo. Me gustan el riesgo, el cambio y la transformación, lo que  engrandece el arte que creas. Trasciende la razón. Eso es lo que intentas alcanzar: la verdad más allá de la razón. Porque si lo pudieses escribir o lo pudieses decir, no necesitarías hacerlo.

 

 

 Jenny Saville. Reverse 

 Jenny Saville. Reverse, 2002 - 2003. Oil on canvas.© Jenny Saville. Courtesy the artist and Gagosian Gallery.

 

E.C.: En sus dibujos se superponen las figuras como en una pluralidad identitaria. Su rostro está presente en la mayoría de sus retratos, ¿Es la identidad un tema importante para usted? 

Jenny Saville: No se trata realmente de mi identidad. Me presto mi cuerpo a mí misma, así es como lo he visto siempre. Desde muy joven soy consciente de que llegará un día en que estaré bajo tierra, seré polvo, no seré nada. Por lo tanto, ¿qué riesgo hay? ¿Que te juzguen? ¿Que mi cuerpo es feo? Esas cosas no me importan. Me importa intentar utilizar mi capacidad como ser humano. Se trata de la identidad humana. Si miras los enanos de Velázquez ves una identidad que atraviesa a toda la humanidad. Yo no soy una vieja de un cuadro de Rembrandt; no sé lo que supone ser una mujer de 70 años, pero cuando contemplo ese cuadro, siento la humanidad, así es como lo he contemplado.

Si mi cuerpo me ofrece la capacidad de hacer algo interesante, uso mi propio cuerpo. Si no, trabajo con otra persona. Es decir, no se trata de hacer un autorretrato infinito. Se trata únicamente de que yo sirva y de la capacidad de utilizar mi cuerpo para decir algo o de llegar a la emoción a la que intento llegar en mi trabajo. 

 

 

  Jenny Saville. Compass  

 

Jenny Saville. Compass, 2013. Charcoal and pastel on paper on board. Photo: Steven Russell.

 

E.C.: Y ¿Cuál es el interés o la fascinación por la carne violentada, imperfecta, herida o sometida a operaciones quirúrgicas? ¿De donde procede?

Jenny Saville: La verdad es que no lo sé. Es algo que tengo desde que era niña. Si alguien se caía, yo quería ver lo que había pasado. Sentía curiosidad por ello. También es interés estético. Es decir, no me interesa tanto un tipo de belleza superficial. Creo que hay cierta humildad en meterse debajo de la superficie de algo o estar preparado para mostrar la realidad de algo. Si estás viendo una obra teatral o una tragedia griega y te duelen las emociones en escena y la violencia extrema, en cierto modo te hace sentir humildad por quien eres como ser humano comparado con los dioses o con el universo. Eres muy pequeño e insignificante. Creo que esa es la motivación, porque esa es la clase de arte que me gusta en general, ya sea en cine o en música.

E.C.: Ha mencionado con anterioridad la influencia que han ejercido artistas del pasado en su obra. Hay toda una tradición de lo carnal en la pintura occidental. ¿Cómo mira hacia el arte de otras épocas? 

Jenny Saville: Naturalmente, siempre me he fijado en el arte del pasado. Mantengo un diálogo constante con artistas como Picasso, Velázquez, Miguel Ángel, Leonardo, Tiziano, Tintoretto, Rubens, y por otra parte, hay otra manifestación artística que me entusiasma, que es la escultura griega antigua, las diosas de la fertilidad del mundo antiguo, todas esas cosas. Después de tener a mis hijos, quise encontrar una forma de arte que transmitiese la misma sensación de crudeza que el parto. Viví en Sicilia mucho tiempo. Estar en Palermo me conectó con ella y con los mitos del mundo griego antiguo, con los dioses y el poder de la fertilidad. Todo eso impregnó profundamente mi trabajo en ese momento, y ahora es una gran fuerza impulsora presente en mi obra, en particular en los dibujos. Estoy mucho más interesada en lo que la fuerza vital tiene de ansia creativa, o en cómo hacer algo, destruirlo y resucitarlo. A través de ese ciclo, que es esencialmente un ciclo de la naturaleza, se accede a una verdad superior o a un área de tu trabajo más interesante. Yo solo lo he conseguido fijándome en el arte antiguo.

 

 

 Jenny Saville. Propped 

Jenny Saville. Propped, 1992. Oil on canvas 84 x 72 inches / 213.4 x 182.9cm © Jenny Saville. Courtesy the artist and Gagosian Gallery.

 

 

E.C.: También mantuvo un diálogo, esta vez, a través de una exposición con el artista expresionista austriaco, Egon Schiele (1890-1918), en Zurich. ¿Qué fue para usted lo más destacable de esta experiencia?

Jenny Saville: Toda la experiencia fue un viaje asombroso. Mi interés estético por la honestidad y brutalidad de los dibujos de Egon Schiele procede de mi juventud, así que cuando me propusieron exponer junto a su obra, fue un sueño. La experiencia de establecer esos diálogos fue maravillosa.

E.C.: En los desnudos de Schiele el erotismo impregna la obra. ¿Es éste un tema importante para usted, está implícito en su obra?

Jenny Saville: Yo diría que ha ido adquiriendo cada vez más importancia. En vez de erótico en un sentido sexual, lo llamaría erótico como fuerza o impulso vital. Es una parte esencial de mi trabajo, especialmente en los dibujos, debido a la forma en que trabajo actualmente. Es casi como una representación en las que dibujo montones de figuras. Las figuras empiezan a desmoronarse y entonces las vuelvo a levantar. A través de ese proceso físico, como un juego, empiezan a emerger nuevas formas de la naturaleza del dibujo. Es una especie de juego en el que te extravías, y a través del cual prácticamente extraes una realidad que esculpes a partir del proceso de ese momento. Es casi como una danza, o algo así. Creas cosas que no sabías que estaban en ti.

En lugar de una cosa que representa lo que es, cuando la multiplicas, te aproximas a una naturaleza mayor. Tener varios dedos del pie entrelazados, o un cuerpo masculino en la parte superior de uno femenino, y entonces, de repente, se convierte en un hermafrodita. Pero yo no estoy dibujando un hermafrodita. Estoy dibujando muchos cuerpos juntos, de manera que el género se convierte en fluido. Partes del cuerpo masculino se convierten en el cuerpo femenino, y esto se convierte en algo muy emocionante porque es más representativo de cómo somos en nuestra condición de humanos que los sexos separados. Estamos hechos de masculinidad y feminidad, así que esas son las cosas que adquieren interés al superponerlas en capas.

E.C.: ¿Siente que tiene un cuerpo o que es un cuerpo?

Jenny Saville: Algunos artistas, como Miguel Ángel, trabajaban casi con Dios trabajando a través de ellos. Miguel Ángel llevaba a cabo la obra de Dios, y ello conllevaba una especie de divinidad. Dios se nos ha escabullido a la mayoría de nosotros, pero cuando creamos, me interesa qué nos impulsa. Cuando estoy trabajando en plena noche e intento lograr algo, ¿estoy trabajando con una apuesta por la existencia de Dios? Yo no trabajo para un público. Pero, indudablemente, es una forma de comunicación, así que es casi como si interviniese una tercera persona, ya sea Dios o lo que sea. Eso me impulsa a ir más allá en el trabajo, y no sé qué es.

E.C.: ¿Y le interesa también el mundo exterior?

Jenny Saville: El paisaje me interesa muchísimo. El mar en especial. Miro cómo se mueve la luz en el agua. Pero no quiero pintar paisajes. Todas esas cosas me interesan, pero nunca he querido pintarlas directamente como sí he querido hacerlo con el cuerpo. Y la verdad es que cuanto mayor me hago, más estrechamente relacionada con la naturaleza me siento, o más interés tengo en representarla. Mi mediación tiene lugar a través del cuerpo. En realidad, toda mi obra ha sido una especie de paisaje, el paisaje del cuerpo, o la arquitectura del cuerpo en la naturaleza, o la naturaleza de la carne, o la forma en que la luz afecta al cuerpo.

E.C.: Entonces ¿En qué cree que consiste ser artista?

Jenny Saville: Yo diría que en la capacidad de tener libertad. Es fundamental. Creo firmemente en la imaginación y en la inventiva. Es una combinación de factores que incluyen la humildad, un trabajo increíblemente duro –se tarda mucho en adquirir maestría, sea de la clase que sea–, además de ser lo bastante valiente como para asumir un riesgo. Si en el trabajo he conseguido algo realmente bueno, me relajo y pienso que está quedando bien, en ese momento intento destruirlo, mientras que antes lo habría concluido. Ese es el acceso fácil. Me pregunto a dónde más podría ir y me digo que, si estoy preparada para hacerlo, puedo llegar a algo mucho más grande. Tardaré muchas horas y supondrá un gran riesgo, pero no tengo nada que perder. ¿Por qué no intentar crear algo? He aprendido de Picasso que la verdadera calidad del arte estriba en la capacidad de no saber cómo hacer algo. Y en la travesía de intentar articular algo que no sabes hacer es donde reside el arte. Si conoces el camino que estás recorriendo, en cierto modo no tiene mucho sentido hacer ese viaje. Está en la lucha por intentar articular algo aparentemente casi imposible, pero tu iniciativa ha encontrado una pista, o un instinto que te lleva a hacerlo, y tú lo sigues. En esa lucha por articular es donde realmente puedes encontrar algo interesante, y el artista que he descubierto que es capaz de hacerlo es Picasso. Por eso ha sido una guía para mí en los últimos años.

 

 

  Elena Cue entrevista a Jenny Saville 

 

- Entrevista a Jenny Saville -                                            - Página principal: Alejandra de Argos -

 

Continuamente tenemos necesidad de comprendernos e interpretarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para orientarnos y actuar en él. Esto lo hacemos cada día los humanos a través de nuestra integración en un sistema de cultura. Acciones esenciales a este proceso son el uso adecuado de nuestra competencia lingüística y el aprendizaje de valores morales y de conocimientos. Pues la adquisición de cultura es lo que proporciona al individuo la capacidad de elegir sus propios fines y realizarlos. La cultura es, por tanto, el marco en el que se desenvuelve la vida de una sociedad. Por ello, entendida como tarea de reflexión sobre la cultura, la filosofía ha de plantear continuamente la pregunta por cómo debe ser cada ámbito cultural (conocimientos, valores, costumbres, leyes, etc.).

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Continuamente tenemos necesidad de comprendernos e interpretarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para orientarnos y actuar en él. Esto lo hacemos cada día los humanos a través de nuestra integración en un sistema de cultura. Acciones esenciales a este proceso son el uso adecuado de nuestra competencia lingüística y el aprendizaje de valores morales y de conocimientos. Pues la adquisición de cultura es lo que proporciona al individuo la capacidad de elegir sus propios fines y realizarlos. La cultura es, por tanto, el marco en el que se desenvuelve la vida de una sociedad. Por ello, entendida como tarea de reflexión sobre la cultura, la filosofía ha de plantear continuamente la pregunta por cómo debe ser cada ámbito cultural (conocimientos, valores, costumbres, leyes, etc.). Es decir, su reflexión debería desarrollar un trabajo de análisis para salvaguardar la cultura de modo que no sea empleada, instrumentalizada y falseada como factor de ideologización y de alienación.

Pues bien, ¿qué es lo que dice hoy la filosofía acerca de la cultura? ¿Qué luz aporta la reflexión de sus más conspicuos cultivadores actuales? Lamentablemente, una parte considerable de la filosofía contemporánea ha desarrollado -y desarrolla aún- un pensamiento formalista y positivista, bien adaptado al mundo tecnológico y capitalista; o bien se entretiene en el inocuo juego bizantino y verbalista de analizar y reanalizar cuestiones eruditas en juegos de lenguaje puramente conceptualistas y exhibicionistamente oscuros. Se trata, en todo caso, de un pensamiento que no se implica ni se compromete con las necesidades de concienciación y de cambio de los individuos que luchan por superar los aspectos insatisfactorios de las situaciones en las que viven. Toda la filosofía analítica y neopositivista, dominante aún en el mundo anglosajón y convertida finalmente en la filosofía oficial del actual imperio americano, se conforma con describir el estado de cosas existente, identifica el sentido del lenguaje con su uso, y rechaza el pensamiento que critica, niega y supera considerándolo como una enfermedad a la que es preciso aplicar una terapia de naturaleza lingüística: el filósofo -dice esta filosofía- debería dejar de utilizar el lenguaje de manera disfuncional y causante de inquietud, y limitarse al uso ordinario y al sentido común que lo acompaña.

 

 

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Es posible que a este tipo de filosofía -y junto a la filosofía analítica se podrían sumar también a este respecto otras corrientes como el deconstrucionismo o ciertas formas de ejercer hoy la fenomenología- se la valore, se la cultive y se la fomente justamente porque está desprovista de fuerza crítica. Y porque su trabajo consiste en disolver como sinsentido, no sólo las cuestiones especulativas y metafísicas, sino también los planteamientos críticos que buscan desenmascarar en los argumentos manipulaciones y motivaciones de naturaleza ideológica. Los poderes que rigen y orientan la cultura saben muy bien qué filosofía conviene promover y cuál combatir y desacreditar. Por eso hace falta hoy más filosofía crítica, que bien podría desarrollarse y ofrecerse bajo el lema impactante y sorprendente que le señaló Deleuze: entristecer. Afirmaba este pensador que una filosofía que no entristece ni contraría a nadie no es una verdadera filosofía, porque la verdadera misión de ésta no es otra que detestar la estupidez, es decir, hacer que la estupidez sea para cualquiera una cosa vergonzosa. Me parece que sería un gran servicio éste si la filosofía fuese capaz de ofrecerlo a la sociedad: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas: "¿Existe alguna disciplina, fuera de la filosofía -dice Deleuze- que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión. Combatir el resentimiento, la mala conciencia, que ocupan el lugar del pensamiento. Vencer lo negativo y sus falsos prestigios. ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?".

Se puede pensar, sin duda, en una sociedad que, como una máquina, funcione sin necesidad de fundarse en significados y valores. Tal vez los asesores de los gobiernos actuales y sus dirigentes han hecho valer la idea de que la necesidad general de que la sociedad funcione hace finalmente que los individuos acaben por aceptar la legalidad ordenada y promulgada de manera decisionista por los poderes públicos. Por lo que el reconocimiento fáctico de esta legalidad hace innecesaria la cuestión de su grado de racionalidad o la de su fundamentación en valores. Puede que esto sea así, pero también es posible que las cosas no sean tan simples como esta teoría funcionalista quiere hacer ver. Porque en una sociedad así se ha de suponer que se tiene que dar, por parte de los ciudadanos, la pura aceptación inmotivada de la legalidad. Ahora bien, este supuesto no dice nada, o incluso oculta de manera sospechosa, la necesidad concomitante, por parte del Estado, de un creciente reforzamiento de sus capacidades de vigilancia, de control y de represión para hacer frente y sofocar la insatisfacción y la no adhesión de los ciudadanos al sistema. Oculta que estas sociedades arrastran un potencial explosivo de rebelión y de violencia que hace que en ellas cualquier avance en la vía del reforzamiento del orden, de los deberes ciudadanos y de la seguridad signifique también una mayor destrucción de lo humano y de su contenido vital.

 

 

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Puesto que las tradiciones y las creencias del pasado ya no se imponen automáticamente, sino que sólo se incorporan en la medida en que son asumidas reflexivamente, la integración social deja de basarse en la tradición y se enfrenta al reto de producirse en el ámbito de una universalización de normas y valores que sólo es capaz de producir identidades abstractas. Este proceso potencia el aislamiento y la individualización, genera a la vez esa fuerte nostalgia de las raíces y de las tradiciones, característica de los nacionalismos, que delatan la falta de una cosmovisión capaz de dar a los individuos un sentido de mayor integración y sentido. Una forma aceptable de organización de la sociedad sólo puede ser, en consecuencia, la que se base en un consenso que reúna y exprese la aspiración comunitaria a que unos valores o ideas ampliamente compartidos configuren el proyecto conjunto y el sentido de esa sociedad. Si eso no existe, si no se propicia, o si existiendo -al menos en gérmen- se ignora y se trata de reprimir, entonces falta la instancia efectiva a la que poder recurrir a modo de legitimación.

En este contexto, el objetivo de la filosofía debería seguir siendo la búsqueda de una racionalidad global de sentido. Creo que este objetivo sigue teniendo vigencia en un mundo como el nuestro, marcado por el predominio casi exclusivo de racionalidades científico-técnicas especializadas. Pues semejante fragmentación del conocimiento y de la técnica no afecta sólo al mundo físico y a las estructuras externas de la sociedad, sino también a la interioridad misma de los individuos, dando origen a múltiples conflictos. Al quedar engranados en un funcionamiento universal, objetivo y diferenciadamente especializado, los sujetos no son quienes dan sentido y coherencia a los procesos y ámbitos de lo que científica, técnica o socialmente sucede, sino que su existencia se reduce a representar los distintos papeles y llevar a cabo los cometidos que ese funcionamiento anónimo y sus dinámicas le exigen y le obligan a asumir. En esta situación hace falta la filosofía, o sea, un modo de pensamiento que sobrevuele ese conjunto de operaciones funcionales de deducciones, cálculos e inferencias en los consiste la racionalidad instrumental, para platearnos y enseñarnos cuestiones como qué es la existencia o cómo debemos vivir.

Hace falta una filosofía que nos abra también perspectivas de comprensión sobre lo humano. Frente a las definiciones individualistas y colectivistas, habría que empezar a comprender al ser humano como el núcleo personal de un ser en relación. El otro no es, entonces, para el yo simplemente un objeto con el que se establece una relación de objetivación y de uso, sino un tú como alguien con quien realizo mi propio ser. Si se percibe al otro simplemente como un objeto a utilizar no puede haber reciprocidad como fundamento de la responsabilidad en el sentido propiamente ético del término. Por último, también hace falta la filosofía como tarea de revisión del modo de pensar y de vivir que ha dominado y domina a Occidente, y que nos ha sumergido en esta racionalización y tecnocratización de las sociedades que hoy casi recubre ya la totalidad del planeta. Todas estas formas de hacer filosofía necesitarían, en suma, el vigor para sacudir al hombre occidental desmovilizado y anestesiado, para hacerle recapacitar en medio de esta especie de resignación escéptica en la que nos sume ya una visión cada vez más desesperanzada sobre la marcha de nuestra propia civilización.

 

- Detestar la estupidez -                                                           - Página principal: Alejandra de Argos - 

Hay unos pocos artistas y escritores en la historia occidental cuya referencia constante y legado en las generaciones posteriores, lejos de agotar su caudal, más bien su torrente en lo que se refiere a la capacidad de transmitir o contagiar fuentes de inspiración, lo han fortalecido y multiplicado de manera incesante. Se nos ocurren solo unos nombres: Shakespeare, Goethe o Picasso... En este Olimpo muchas veces está también Eugène Delacroix (1798-1863). Por su técnica pictórica pero también por su temperamento, su genio y por su Diario publicado en tres volúmenes, entre 1893 y 1895. A finales del siglo XIX, Paul Signac, discípulo de Georges Seurat, hace una de las afirmaciones más rotundas en la valoración de Delacroix considerándole la única y más importante figura de la pintura moderna. Eso es un atrevimiento en el país de Ingres y Monet.

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Eugène Delacroix, La caza del León (detalle). 1861

 

Hay unos pocos artistas y escritores en la historia occidental cuya referencia constante y legado en las generaciones posteriores, lejos de agotar su caudal, más bien su torrente en lo que se refiere a la capacidad de transmitir o contagiar fuentes de inspiración, lo han fortalecido y multiplicado de manera incesante. Se nos ocurren solo unos nombres: Shakespeare, Goethe o Picasso... En este Olimpo muchas veces está también Eugène Delacroix (1798-1863). Por su técnica pictórica pero también por su temperamento, su genio y por su Diario publicado en tres volúmenes, entre 1893 y 1895. A finales del siglo XIX, Paul Signac, discípulo de Georges Seurat, hace una de las afirmaciones más rotundas en la valoración de Delacroix considerándole la única y más importante figura de la pintura moderna. Eso es un atrevimiento en el país de Ingres y Monet.

Estos días podemos contrastar las palabras de Signac en la National Gallery de Londres, Delacroix: El despertar de la pintura moderna, es una exposición, la más importante de los últimos 50 años en Gran Bretaña sobre el pintor, en la que sus cuadros mantienen emocionantes diálogos con sus otros compañeros de sala: Van Gogh, Matisse, Cézanne, Gaugin, Kandisnky...

 

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Eugène Delacroix, Autorretrato, hacia 1837.

 

En un artículo de 1858, Théophile Silvestre lo define así: "Tiene un sol en la cabeza y un huracán en el corazón; durante 40 años ha tocado todas las teclas de la pasión humana; grandioso, terrible o tranquilo, el pincel fue de los santos a los guerreros, de los guerreros a los amantes, de los amantes a los tigres y de los tigres a las flores". De esta manera, las salas bajo tierra de la Sainsbury Wing de la National Gallery van saltando por los grandes temas del pintor francés: Marruecos, la caza, la deuda a Rubens, las flores, los cuadros narrativos, los religiosos... Y un único hilo conductor: el color. El color y, sobre todo, su pincelada.

 

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Eugène Delacroix, Naufragio en la costa. 1862.

 

La teoría del arte en Francia había dividido, a lo largo del siglo XVII, en una particular litigio, la pintura entre Poussin y Rubens. El dibujo frente al color volvían a encontrarse en la batalla esta vez en el Salón de 1824: Ingres representaba el dibujo y a su idolatrado Rafael con El voto de Luis XIII, mientras que Delacroix se convertía en un huracán mucho más violento que Rubens avanzando hacia el romanticismo y hacia el color con su Masacre de Chios.

Walter Friedlaender, en su ensayo De David a Delacroix, narra una escena llena de ingenio cuando Bernini, refiriéndose a Poussin, le describe como: "Ese pintor que trabaja desde aquí", señalándose a la frente. Poussin y Delacroix aparentemente enemigos en su camino por la pintura, estaban llenos de afinidades, entre otras, la confianza de ambos en la teoría. Delacroix es un gran teórico de la pintura. Dominándola hasta parecer que todo lo que salía de su paleta no lo hacía del trabajo incesante: pintaba 12 horas al día, su pincel corría por los lienzos mientras uno de sus amigos le leía El Infierno de Dante. Eran pruebas y errores, estudios y centenares de bocetos, llegó a hacer hasta seis versiones de Cristo en el mar de Galilea. Él quería que su pintura pareciera solo surgir de la rabia y la locura, de la búsqueda y la pasión. De la soltura del genio.

"El primer deber de la pintura es que sea una fiesta para el ojo", dijo el pintor francés. Delacroix pretendía, por encima de todo, que la mirada del espectador se clavara sin posibilidad de salida en sus lienzos, a veces inmensos como el Sardanápalo, otras veces de dimensiones discretas, como la desgarradora Crucifixión de esta muestra. Para ello se inventa las composiciones más barrocas, más demenciales, los cuerpos más retorcidos, los gestos más terribles, los desequilibrios más exagerados, los paisajes brillantes y las noches infinitas, las Pasiones de Cristo y las otras pasiones, los bodegones de caza en los que se mezclan liebres con langostas, los tigres y las contorsiones de las bailarinas en Tánger. Fue, además, uno de los mejores pintores que reflejaron la superficie del agua, el mar, y también las lágrimas.

 

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Eugène Delacroix, Crucifixión, 1853.

 

 

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 Vincent Van Gogh, Pietá, 1889

  

Delacroix es la paradoja del romanticismo. Dice Baudelaire: "Estaba pasionalmente enamorado de la pasión y fríamente determinado a encontrar aquellos medios que le permitieran expresar esa pasión de la manera más visible". Pero por encima de todo hay algo que le conduce directamente a ese despertar de las vanguardias del fin de siglo en cientos de perspectivas: el uso del color.

Entre 1824 y 1832 ocurren dos hechos que marcan la pintura de Delacroix: el contacto con la pintura inglesa y su viaje a Marruecos. En el salón de 1824, Delacroix se queda absorto delante de los tres grandes paisajes de Constable. Le desconciertan la fuerza y la frescura del verde de la hierba propuesta a través de una aplicación distinta del color. Esta intensidad se conseguía colocando diferentes tonos de verde, uno al lado del otro, en lugar de las tradicionales superficies monocromas. El color redoblaba así su potencia a base de ser fragmentado, separado en pinceladas cortas, nerviosas, dotadas de lenguaje propio, más vivo y brillante. Mucho más real. El viaje a Marruecos de 1832 supone la confrontación del pintor a una luz y unos colores distintos a los que había visto en París. Siendo consciente de la libertad que ofrece la acuarela, traduce su experiencia norteafricana en cuadernos de viaje que llena de esbozos de paisajes de Tánger, de casas blancas en las que rebota la luz, de plantas mediterráneas y de trajes llenos de brillos alegres. Una vez más el espíritu anglófilo que vive en Delacroix sale a la superficie. No es solo la literatura de sus admirados Lord Byron y Walter Scott, cuyas historias llenan sus cuadros, también lo hace en la pintura: Turner y la técnica de la acuarela heredada de Bonington.

 

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Cézanne, La apoteosis de Delacroix, 1890-4

 

La imagen del cartel de esta exposición recoge el mensaje de esta muestra. Es un detalle del cuadro La caza del león, del que solo vemos la cabeza del animal en una torsión absoluta, a punto de ser atravesado por una lanza. La mirada de la fiera clavada en la hoja metálica y las fauces abiertas en un aullido del que casi puede oírse el eco sordo que sale del cuadro, son solo un apoyo para que el pintor concentre toda la violencia, brutalidad y belleza en una única arma: la pincelada. La cabeza de este león está formada por hilos de pintura como si fueran llamas de fuego, abrasadoras pinceladas en ocres, oros y cremas superpuestas de las que va surgiendo la melena en torbellino de la fiera. El color llega al último término de la extravagancia. Quizás este, y poco más, sea el paso y al mismo tiempo, el comienzo de mucho de lo que viene después: fauvismo, impresionismo, puntillismo y de ahí hasta Van Gogh. "Todos pintamos como Delacroix", dijo Cézanne.

Hay en esta exposición parejas de cuadros, cuadros sueltos y momentos de belleza sobrecogedora. Están las Bañistas de Delacroix y también las de Cézanne. La pequeña Crucifixion de Delacroix que sale desde el suelo para meter la cabeza de Cristo dentro de un cielo de tormenta. Tiene al lado la Pietá de Van Gogh, con ese extraño Cristo pelirrojo, hecho de un nervio concéntrico. Hay también un Cristo en el mar de Galilea: Cristo duerme pacífico con esa horla de luz que enloqueció a Van Gogh y le llevó a imitarla en soles que atardecían sobre campos franceses. Las olas de este cuadro son uno de los golpes de la exposición.

 

 

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Eugène Delacroix, Cristo en el mar de Galilea, 1853.

 

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Vincent Van Gogh, Sembrador en el campo, Atardecer, 1888.

 

 

Toda la muestra está llena de referencias y paralelismos con otros escritores y artistas vinculados con Delacroix. Desde el cuadro inagural, Homenaje a Delacroix, de Henri Fantin-Latour, hasta una sala dedicada solo a los cuadros de flores, presidida por un cesto de flores y frutas de Delacroix, en la que entran en una alucinante competencia floral ascendente Cézanne, Courbet, Bazille, Renoir, Van Gogh... Según la leyenda, Delacroix regaló su paleta a Fantin-Latour, y ésta es ciertamente asombrosa porque decenas de pequeñas manchas de color, ordenadas una al lado de la otra, conforman en si un cuadro de Delacroix: cada mancha es una sugerencia. Baudelaire escribió sobre ella: "Jamás he visto una paleta ordenada de manera tan minuciosa, parece un ramo de flores escogido con maestría".

En 1858, ya al final de su vida, Delacroix alquila una nueva casa en el barrio de Saint-Germain-des-Prés para estar cerca de la Iglesia de San Sulpicio donde pinta su descomunal Jacob y el ángel. Allí, en el número 6 de la Plaza Fürstenberg, invierte toda su ilusión en la decoración de la fachada de su estudio que diseña con una enorme cristalera bordeada con moldes de bajorrelieves clásicos que encarga en el Louvre. De su estudio de techos altos sale una pequeña escalera, de la que él era el único beneficiario, a un pequeño jardín interior donde esta semana crecían los tulipanes. Hay algo distinto entre ese jardín monacal y la pequeña plaza que se ilumina por la noche con una única farola central de cinco globos de luz. Delacroix heredó por parte de madre, Victoire Oeben, la sangre, la sofisticación en el detalle y la paciencia de los mejores ebanistas franceses del siglo XVIII. Por parte de padre era posible hijo natural del príncipe de Talleyrand-Périgord.

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La historia de Versalles es larga y complicada, y ha sido escrita con todo detalle desde 1624, cuando Luis XIII construyó el primer palacio. Pero no es hasta el reinado de su hijo, Luis XIV cuando el palacio se convierte en el centro de atención del mundo entero. En 1661 Charles Le Brun (1619-1690) recibe el primer encargo de Luis XIV, Alejandro y la familia de Darío y, a partir de ese momento su carrera artística será imparable. Tres años más tarde de esta primera obra fue nombrado pintor real y Chancelier de la Academia de Pintura y Escultura de París y responsable de crear la imagen artística del nuevo orden social de un monarca absoluto.

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Charles Le Brun. Louis XIV. Musée du Louvre


La historia de Versalles es larga y complicada, y ha sido escrita con todo detalle desde 1624, cuando Luis XIII construyó el primer palacio. Pero no es hasta el reinado de su hijo, Luis XIV cuando el palacio se convierte en el centro de atención del mundo entero.

En 1661 Charles Le Brun(1619-1690) recibe el primer encargo de Luis XIV, Alejandro y la familia de Darío y, a partir de ese momento su carrera artística será imparable. Tres años más tarde de esta primera obra fue nombrado pintor real y Chancelier de la Academia de Pintura y Escultura de París y responsable de crear la imagen artística del nuevo orden social de un monarca absoluto.

Le Brun ya había sido reconocido oficialmente cuando Nicolás Fouquet ministro de finanzas del rey, le encargó la decoración de su Palacio de Vaux-Le-Vicomte (1656 -1661), y unos años antes el cardenal Richelieu le puso bajo su protección confiándole la decoración de su residencia.

Su capacidad de trabajo, sus conocimientos en todas las ramas artísticas, su maestría como organizador y sus habilidades sociales, le convirtieron en el artista favorito de políticos y aristócratas. Creó un estilo y un gusto que se convirtieron en referente para toda Europa. Luis II de Baviera, un siglo más tarde, quiso replicar Versalles en la Isla de Herrenchiemsee, aunque finalmente, por falta de fondos, solo copió la gran escalera.

Le Brun supo rodearse de excelentes pintores, escultores, grabadores y artesanos para complacer a un monarca necesitado de contar “su historia” a través de las Bellas Artes. El arte se puso al servicio de la gloria de Francia, y el Palacio de Versalles fue la culminación del reinado de Luis XIV y símbolo, como el mismo dijo, de su grandeza.

 

 Le Brun 6 

Les reines de Perse aux pieds d'Alexandre dit aussi la tente de Darius Château de Versaillest

 

Durante los primeros años de la década de 1660 el Rey había concentrado su interés en finalizar las obras del palacio del Louvre pero pronto se cansó, y el proyecto de convertir Versalles en el centro del mundo fue su objetivo prioritario. Le Vau, Le Nôtre y Le Brun fueron los artífices del conjunto del proyecto. Pero por muy importante que fuera la arquitectura y los jardines de Versalles, donde Luis XIV volcó sus mayores atenciones fue en su interior. Allí quiso plasmar toda la complejidad de la etiqueta y de la grandeza real buscando la admiración de amigos y enemigos.

Esta exposición supone una gran oportunidad para acercarse a la complejidad del trabajo que se escondía detrás del esplendor decorativo de Versalles. La Fundación Caixa Fórum en colaboración con el Museo del Louvre ha reunido algunos de los dibujos preparatorios sobre cartón de dos de las estancias más representativas del Palacio de Versalles, La Gran EscaleraEscalare des Ambassadeurs y La Galería de los Espejos.

 

 Le Brun 7 

Charles Le Brun, Las diferentes naciones de Asia, lápiz negro, tiza blanca y sanguina sobre papel, 1,680 m x 2,350 m, Museo del Louvre

 

La Escalera de los Embajadores era el espacio que conducía a los aposentos reales y desde ahí, a la galería de los espejos. La decoración de este complicado espacio, estrecho y con escasa luz, únicamente cenital, obra del arquitecto Louis Le Vau supuso un reto muy importante para Le Brun quien utilizó todo su ingenio para convertirlo en el primer espacio de representación real, consiguiendo simular una amplitud y grandiosidad que no se correspondía con sus proporciones reales. Su diseño se remonta a 1674, momento de máximo apogeo del pintor, que supo combinar con gran habilidad realidad y ficción. Las pinturas que aparecían en las paredes representaban las celebraciones en honor del Luis XIV conmemorando sus hazañas militares. Desgraciadamente, en 1752 durante el reinado de Luis XV, La Gran Escalera fue destruida, y hoy conocemos su diseño original gracias a los grabados conservados en el Museo del Louvre y expuestos estos días en La Caixa, en una gran vitrina frente a una reproducción de la escalera. Estos grabados fueron un encargo del monarca que quiso utilizarlos como medio de difusión de las grandes empresas reales. Una parte de los grabados que aquí se exponen, las ocho planchas relativas a las pinturas del techo, fueron obra de Étienne Baudet  A partir de este encargo los grabados se sucedieron y gracias a todos ellos hoy conocemos de primera mano la imagen de La Gran Escalera.

El programa iconográfico de este espacio está cuidado hasta el último detalle. En los paramentos verticales se combinan, con la arquitectura y los zócalos de mármol, las pinturas de Le Brun que consiguieron dotar de un realismo sorprendente a todo el conjunto. En los laterales de La Escalera estaban representadas las naciones de los cuatro continentes, y en el techo aparecían figuras alegóricas, encarnación cada una de ellas de una idea. Calíope es la musa de la poesía heroica, Melpómene es la diosa de la tragedia y, Fama e Historia aparecen como instrumentos de propagación del poder real. Es la gran representación de la monarquía absoluta, con un liturgia tan grandiosa que recordaba a tiempos pretéritos.

 

 Le Brun 4 

Details Part of the ceilling of the Hall of Mirrors in the Palace of Versailles

 

Los dibujos expuestos en las primeras salas corresponden unas veces a zonas enteras de La Escalera y otras, a detalles decorativos que ponen en valor la minuciosidad del trabajo y la escala monumental que requirió el diseño de estos dibujos preparatorios. Las correcciones y titubeos que se observan en algunos de ellos, sirven para comprender mejor la complejidad del diseño en un espacio tan enrevesado, así como los caprichos del comitente.

La segunda parte de la exposición está dedicada a La Gran Galería o Galería de los Espejos. Posiblemente uno de los aspectos más significativos de este espacio fue la ruptura iconográfica imperante hasta el momento, las imágenes mitológicas que evocan la figura del rey desaparecen y ahora es el propio rey el que aparece representado sin disfraz simbólico alguno poniéndolo al mismo nivel que las divinidades que hasta ahora le representaban, Apolo, Hércules, Alejandro, etc. Las figuras que dibuja Le Brun son de una gran visualidad y su maestría como dibujante ensalzan con suma naturalidad la majestad real. Las pinturas cuentan las hazañas bélicas de Luis XIV, en los paneles centrales aparecen escenas de la Guerra contra Holanda, y en los espacios menores diferentes acontecimientos de su reinado.

 

 Le Brun 8 

Le Brun, Las diferentes naciones de Asia, lápiz negro, tiza blanca y sanguina sobre papel, 1,680 m x 2,350 m, Museo del Louvre

 

El Paso del Rin en presencia de los enemigos, unos de los episodios más importantes del reinado, ocupan un lugar principal en el techo de la galería. Los cartones preparatorios sobre el Paso del Rin que hoy podemos ver en la muestra son la primera vez que se exponen en público, pues hasta 1990 se conservaron enrollados en los fondos del Museo del Louvre, y tras una mínima restauración en el taller de papel del Louvre en 2015, los dibujos quedaron listos para su exhibición. Su estado es prácticamente el mismo que tenían cuando salieron del estudio del pintor, pues a su muerte el Rey requisó toda su obra y pasó a formar parte de las colecciones reales y de ahí a los fondos del Museo del Louvre.


Esta exposición adquiere un doble interés pues, además de poder conocer un número importante de los dibujos originales de Le Brun, de grabados de Baudet y de Charles Simonneau, también el visitante tiene la oportunidad de adentrarse en las técnicas de transferencia de los cartones a las paredes y los techos, en la importancia del soporte de papel y en el complicado proceso que se llevó a cabo para conseguir la admiración del mundo entero. Cuando estos dibujos regresen a París volverán a la oscuridad para que no pierdan la frescura con la que estos días se pueden ver en Caixa Forum.

Caixa Fórum Madrid
HASTA EL 21 DE JUNIO DE 2016

 

- Charles Le Brun. Dibujar Versalles -                                            - Página principal: Alejandra de Argos -

Es notable y admitida por el propio artista británico Glenn Brown (1966) la influencia que la filosofía post-estructuralista francesa ha tenido tanto en su pensamiento como en sus obras. Demasiados conocimientos al contemplar una obra de arte, pueden impedir mirar y experimentar lo emocional del arte, pero como contrapeso, surge un gran estimulo para el pensamiento. En una época en la que se ha dicho que la pintura ha muerto, artistas como Glenn Brown nos demuestran que está muy viva. Utiliza una técnica que dota de movimiento la esencia del retratado. Es como si al romper los limites en la forma lineal clásica abriera la compuerta que encierra la esencia y le despojara de su estatismo, la convirtiera en devenir. Se apropia de obras icónicas de otros artistas para luego transformarlas.

 Autor: Elena Cué

 

 Glenn Brown  

 

Es notable y admitida por el propio artista británico Glenn Brown (1966) la influencia que la filosofía post-estructuralista francesa ha tenido tanto en su pensamiento como en sus obras. Demasiados conocimientos al contemplar una obra de arte, pueden impedir mirar y experimentar lo emocional del arte, pero como contrapeso, surge un gran estimulo para el pensamiento. En una época en la que se ha dicho que la pintura ha muerto, artistas como Glenn Brown nos demuestran que está muy viva. Utiliza una técnica que dota de movimiento la esencia del retratado. Es como si al romper los limites en la forma lineal clásica abriera la compuerta que encierra la esencia y le despojara de su estatismo, la convirtiera en devenir. Se apropia de obras icónicas de otros artistas para luego transformarlas. Desmonta sus imágenes para presentarlas de forma diferente. La interconexión y el diálogo con artistas del pasado es un requisito para desarrollar su propio estilo y ofrecer su propia interpretación. Los opuestos, el humor, lo kirsch, incluso el placer en la destrucción y la fascinación por la descomposición de la forma humana, también son rasgos caractéristicos de este artista.

Empezamos nuestra conversación entre sus cuadros en su estudio de Londres, donde esculturas inspiradas en la intensidad de la paleta de Van Gogh viajarán a su proxima exposición en Arles. Es primavera.  

E.C.: ¿Cree que hay que conectar con el pasado y con creaciones ajenas para poder producir un estilo de pintura propio?.

Glenn Brown: Evidentemente, se trata de una reacción unidireccional. Solo puedo tomar de ellos. No puedo devolverles nada, como ocurre con los artistas que vienen a mi estudio y me dan su opinión. Como es lógico, los artistas del pasado no pueden hacer comentarios a mi obra, solo yo puedo comentar las suyas. Pero sí, exactamente de la misma manera que mi trabajo es una combinación de mí mismo con todos mis amigos y con la gente que me ha ayudado a desarrollar mi obra, también es una combinación de todos los artistas que he contemplado y de los que he aprendido. En este sentido, nos lleva a Gilles Deleuze en cuanto a que todo ser individual está constituido por partes de la sociedad que lo ha construido. Somos parte de un rizoma, una estructura de la sociedad que desarrolla el lenguaje con el que pensamos, como si estuviésemos hechos de lenguaje. No podemos existir fuera de él.

E.C.: Donde las identidades se pierden y uno se constituye con incontables otros...

Glenn Brown: Lo que intento es dejar muy claro que todos los artistas tomamos prestado del pasado, y que no podemos ser totalmente originales, porque sobrepasar los límites de la originalidad es sobrepasar los límites del lenguaje. Ser totalmente original supondría no tener sentido. Creo que la idea de la vanguardia ha hecho que la gente crea que de un artista hay que esperar que vuelva a alguna clase de nivel de comunicación infantil en el que el yo interior se pueda expresar directamente sobre el lienzo, y la emoción pura que está más allá del lenguaje y de la sociedad aflore de algún modo. Supuestamente, eso era el expresionismo. De ahí que artistas como Picasso y de Kooning se dedicasen en cierta medida a hacer esos cuadros densos, grotescamente gestuales, que imitaban lo que hacen los niños, como si estuviesen en posesión del auténtico conocimiento de lo que es ser humano. Yo tomo prestadas algunas cosas de su obra como para decir que sí, que de acuerdo, que en parte tenéis razón en que lo que hacen los niños es puro, e interesante, y describís algo fundamental, pero lo que hacéis es una simulación, un juego, porque sois unos artistas sofisticados que usáis combinaciones de color sofisticadas, y nadie se cree realmente que eso sea obra de un niño. Solo estáis fingiendo, como un actor que finge ser determinada persona. Yo hago algo así como  intentar contradecir la idea de vanguardia, que creo que sigue teniendo una gran prevalencia en nuestra forma de entender qué es arte. Y también es dominante en la sociedad. Se concede demasiada importancia a comprender lo real, y no la suficiente a la idea de que hay una forma compartida de entender la sociedad, y que somos seres sociales por encima de cualquier otra cosa.

 

 Glenn Brown. Led Zeppelin 

Glenn Brown. Led Zeppelin, 2005. Oil on panel. 122 x 86 cm. Copyright Glenn Brown

 

E.C.: Entonces, ¿Cree que el estilo es producto de las mismas fuerzas de las que surge el pensamiento?

Glenn Brown: Puesto que tomo prestado de artistas tan diversos como Gray, de Kooning, Rembrandt, o Van Dyck, en cierto modo se podría decir que no sé quién soy, o que no tengo ningún estilo particular, dado que hay tantas cosas que tomo prestadas de otros. En cierto modo estoy diciendo que no tengo identidad, sino que, sencillamente, elijo.

E.C.: No obstante, su obra tiene un carácter muy marcado que se puede reconocer como suyo...

Glenn Brown: Precisamente porque creo que, como artista, es importante tener una identidad. De lo contrario, nadie te presta atención. Y, a pesar de que digo que es imposible ser original, también creo que hay que ser lo más original posible y crear objetos que nunca hayan existido antes. Por lo tanto, intento producir una pintura que, aunque se base en la obra de otros, nunca pensarías que es el del siglo XVIII o del XIX. Su apariencia es totalmente del siglo XXI y poseedora. Tengo un estilo particular de trabajar. Me refiero a que mi pintura es muy plana y a mi obsesión por la huella del pincel, y a la manera en que esta me ha llevado a obsesionarme con la línea y el movimiento que intento crear en la superficie de la imagen, con hacer que el ojo se deslice por la imagen y sienta continuamente que nada es muy sólido y que todo es vaporoso; que todo se desliza, se mueve y está animado.  

E.C.: Acaba de decir que usted no es original y, por supuesto, somos una combinación de nuestros pasados, pero hay una tensión entre eso y algo en su proceso de razonamiento que solo puede ser original.

Glenn Brown: Esa es la maravillosa contradicción que hay en hacer cualquier cosa. Realmente deseas ofrecer algo, y la gente quiere ver cosas nuevas. El cerebro de los seres humanos está programado para querer ver algo nuevo que no había visto antes. Algo que sea sorprendente y entonces ven el mundo como si fuese distinto de como era antes. Nos encanta la idea de la progresión, de que la especie humana se dirige hacia alguna clase de nirvana en el que es cada vez mejor. Yo no creo que el mundo sea cada vez mejor, no creo que seamos cada vez más inteligentes. Solo pienso que las cosas cambian. Desde luego, en el arte es así. Allí tengo el grabado de Hendrick Goltzius de la Pietà, y no puedo concebir que el arte haya conseguido jamás representar mejor la idea de la muerte y la mortalidad, la emoción, la carne, las relaciones, y la forma en que el cielo se electriza con la emoción. La obra casi anticipa la idea de la radiación, o la de que estamos compuestos por átomos. Hay algo sumamente atomizado en esa imagen.

E.C.: También en sus retratos, con el movimiento que imprime sobre la esencia del ser humano. ¿Pretende que cambiemos nuestra concepción anterior de entendernos y comprender el mundo?

Glenn Brown: La idea del movimiento expresa que nunca estamos anclados como individuos. Gilles Deleuze habla de la imagen del caballo y el jinete: cuando el jinete entiende al caballo, se comporta como él. Ambos predicen lo que va a hacer el otro y, por lo tanto, están unidos. Entre los seres humanos y los animales, o cuando nos identificamos con una persona, lo cual significa que hay fluidez entre ambos. Los cerebros se conectan casi literalmente. Esa es la razón de que en gran parte de mi obra la línea intente describir una fluidez literal, una fusión, una redefinición de la forma, o tal vez una putrefacción. La imagen se descompone. De ahí que me guste pintar flores, porque cuando están en el momento preciso en que son absolutamente hermosas, están a punto de morir. Las flores cortadas, en particular, ya están muertas. Están en el punto de máxima belleza y queremos exhibirlas, pero para poder exhibirlas las hemos matado. Me gusta la contradicción que supone tener que matar algo para disfrutar de ello. Lo importante es que las figuras humanas, las flores y los animales que pinto puede parecer que están en descomposición, pero en realidad solo se están transformando de una cosa en otra. La persona se pudre y se transforma fundiéndose con el suelo, cuyos átomos se convierten en parte de un árbol. Entonces llega un animal y se come el árbol, y este se convierte en parte del animal. Todos nos transformamos de una cosa en otra. Los átomos que nos constituyen tienen miles de millones de años, y en un tiempo formaron parte de las estrellas. Es la idea de que, en cierto modo, somos eternos. No importa la forma que adquiramos. Nunca morimos del todo; sencillamente, no dejamos de transformarnos. Creo que también es la esencia de lo que significa ser humano. No tengo la sensación de ser absolutamente consciente de mi piel todo el tiempo; no tengo plena conciencia de ser un individuo aislado en el mundo. Me siento parte del mundo porque sé cómo es la calle que hay fuera, de manera que parte de mi cerebro está allí, en la calle. Creo que ser humano es ser fluido, no es sentirse encerrado. Intento expresar esa idea de dentro y fuera, de que la piel humana es translúcida y las cosas fluyen hacia dentro y hacia fuera. Es como si la piel y los músculos se hubiesen vuelto del revés y viésemos los órganos internos en el exterior de una persona, o  la musculatura y los mecanismos internos del rostro vueltos hacia fuera, de manera que empezásemos a percibir las estructuras que hay debajo de la piel... Es algo que me obsesiona, la condición translúcida de la carne y la metamorfosis de una cosa en proceso de convertirse en otra. Lo que yo intento hacer no es nada original; los artistas llevamos siglos intentándolo.

 

 Glenn Brown. Reproduction 

Glenn Brown. Reproduction, 2014. Oil on panel. 135 x 101 cm. Copyright Glenn Brown

 

E.C.: Cuando se apropia de las pinturas de otros artistas, ¿Cuál es su intención: destrucción y reconstrucción, o desmontar y transformar?

Glenn Brown: En realidad, lo que haces es destruir, porque tomar la obra de otro es un acto de homenaje. La gente pregunta a menudo si me gustan las imágenes de las que parto, y normalmente es así, pero no siempre. A veces son solo cuadros en los que lo más importante es lo que yo puedo hacerles. Por lo tanto, me fijo en determinados aspectos sin que, en principio, la obra tenga que gustarme necesariamente.

E.C.: ¿Cómo las elige?

Glenn Brown: Elijo algo que pienso que puedo transformar. Veo grietas en la obra. Coger una obra de otro artista y transformarla es una gran falta de respeto, así que creo que lo que hago en parte es un acto de homenaje y en parte un acto de destrucción. He utilizado muchas obras de Frank Auerbach, y su trabajo me gusta extraordinariamente, pero no creo que pudiese hacer lo que hago con sus pinturas si no estuviese dispuesto a decirme que a lo mejor no llegan lo bastante lejos, que tal vez puedo mejorarlas, que no describen el mundo como yo quiero que se describa, así que en parte es una crítica y en parte es un homenaje. 

E.C.: Los opuestos están muy presentes en su obra, ¿Hacen que las cosas tengan más sentido? 

Glenn Brown: Los opuestos dan vida a la pintura. Son esas emociones intensas que experimentas cuando ves una película o lees un libro y te llevan de un extremo de absoluta euforia a otro de absoluto desastre, y luego de vuelta a la euforia. A los seres humanos nos gusta que nos cuenten historias que hagan que nuestro corazón lata más deprisa y que luego nos sosieguen. No sé bien por qué eso nos gusta. Supongo que nos transmite una sensación de aventura.  Creo que, como cazadores recolectores, estamos programados para que nos interesen los opuestos porque los extremos pueden ser muy peligrosos, y sabemos que muchas veces tenemos que evitarlos. Todo esto nos remite también a los sueños. Soñamos para analizar todo lo que ha ocurrido el día anterior, ordenarlo en categorías, decidir qué es importante y qué tenemos que desechar porque es información que no necesitamos. Es una especie de protección que se remonta a la caza y la recolección. Queremos saber cómo puede comportarse el animal, y por eso pensamos que tenemos que pensar como un animal si vamos a cazarlo. Así que volvemos a la fluidez de una cosa que se funde en otra, al mundo de los sueños que forma parte del mundo real, y a las diferencias entre los dos. No es posible establecer una jerarquía; el mundo de los sueños no es posible sin el mundo real.

 

 Glenn Brown. Dark Star 

 Glenn Brown. Dark Star, 2003. Oil on panel. 100 x 75cm. Copyright Glenn Brown

 

E.C.: ¿Qué papel desempeña el humor en su obra, tan evidente en el reciclaje de sus  títulos?

Glenn Brown: Me gusta el humor negro, un humor que sea más bien cruel. La intención es jugar a que una cosa no tiene nada que ver con la otra, porque existe la idea de la escala humana y la idea de la escala nuclear, con el ser humano en medio. Así que dentro de la idea de la reacción nuclear hay una oposición en la escala. Pero se trata de la electricidad o del dinamismo en las parejas en relación con la forma en que pelean y discuten, pero a pesar de ello se aman. Y la forma en que las líneas echan a volar es como si los átomos estuviesen empezando a descomponerse y la radiación los estuviese destruyendo. En la obra también está presente la idea del poder destructivo y, al mismo tiempo, creativo de la radiación, porque no se sabe si las líneas están echando a volar y están deshaciendo las figuras, o si todo se está fusionando y retomando su forma. Hay un cuadro basado en el cordero de Zurbarán, titulado Spearmint Rhino, muy grande. Spearmint Rhino es una cadena de clubs de estriptis en los que las mujeres se desnudan. Así que uno mira la pintura del cordero, que parece que está en descomposición y que huele bastante mal, y se pregunta qué tiene que ver con una serie de clubs de estriptis estadounidenses. Y, en cuanto al cordero, el tema también es el entretenimiento. Hemos atado al animal y lo hemos matado; lo hemos sacrificado para entretenernos. La razón por la que sacrificamos cosas es ilógica.

 

 Glenn Brown. Spearmint Rhino 

Glenn Brown. Spearmint Rhino, 2009. Oil on panel. 194 x 260.5 cm. Copyright Glenn Brown

 

E.C.: ¿Qué importancia le da al color?

Glenn Brown: Generalmente tomo el color de otros artistas. Miro libros de Kees van Dongen, o de Van Gogh, o de Ernst Ludwig Kirchner. Pero algunos artistas –especialmente los de alrededor de finales del siglo XIX y principios del XX– se han esforzado al máximo por ser lo más extremos posible en el uso del color y poner realmente en cuestión qué era posible en lo que se refiere a representar el mundo. ¿Y qué pasa si hago un cuadro en el que la piel es roja, los árboles son azules, el mar es morado, y todo parece ser exactamente lo opuesto de lo que habríamos esperado que fuese? En cambio, de alguna manera, siendo lo opuesto, no se convierte en irreal, solo pasa a ser realidad realzada, como si estuviese representado lo que realmente existe, y nosotros, sencillamente, no lo hubiésemos visto antes. Sencillamente aprendo y robo el color de otros artistas con el fin de acentuar el dramatismo del mundo real. Por otra parte, no en todos mis cuadros destaco el color. En los últimos años me he concentrado en el dibujo, que no tiene color en absoluto. Algunas de mis pinturas son en blanco y negro. En ellas hago exactamente lo contrario: las vacío de color, o de tanto color como puedo, porque incluso si pintas en blanco y negro quedan zonas cálidas y zonas frías. Pero me gusta la forma en que el color representa la emoción.

E.C.: Como pintor fundamentalmente figurativo, ¿Qué sensación le produce la destrucción de la forma que es posible apreciar en obras suyas inspiradas en Auerbach?

Glenn Brown: En muchas de ellas el original se ha vuelto cabeza abajo, se ha distorsionado y se ha convertido en abstracto, básicamente. Lo que he pintado ya no es reconocible, dado que he destruido la forma original y esta se ha descompuesto en una masa informe surrealista. Hay una serie de pinturas, a las que llamo mis pinturas amorfas, porque no son una cosa. Parecen interpretaciones de una forma, una masa informe, está en ese punto en que podría convertirse en cualquier otra cosa. Aunque no es abstracta, es una abstracción. Está pintada con un detalle tan minucioso que no es abstracción, contiene multitud de cosas que indican que debería ser muy figurativa aunque no se sepa lo que es.

 

 Glenn Brown. New Dawn Fades  

Glenn Brown. New Dawn Fades, 2000. Oil on panel. 71.5 x 62 cm. Copyright Glenn Brown

 

E.C.: ¿Qué le estimula más: conocer el mundo, o ayudar a otros a pensar a través de su arte?

Glenn Brown: Me gusta esta pregunta. Me sugiere la idea de qué es más interesante: experimentar algo, o leer sobre ello, por ejemplo. Me gusta mirar cuadros y retratos porque, en muchos sentidos, me gusta viajar por el mundo a través del arte. Sobre todo en el sentido de que la pintura te permite viajar en el tiempo. A través de los cuadros se puede viajar a los siglos XVI y XVII de una manera fantástica, no solo porque son representaciones literales de cómo era vivir en esos siglos, la gente sentía de una manera diferente de como sentimos ahora. Sus ideas de la belleza y del dolor, y lo que la muerte significaba para ellos eran increíblemente diferentes. La gente estaba rodeada de muerte. Probablemente esa explique por qué para mí el placer de la descripción hecha por otro es algo más interesante que haber estado allí realmente. Viajar a China e ir a la Gran Muralla es bonito, pero leer sobre ella es mucho más interesante. Solo puedo apreciar realmente el mundo a través de lo que se ha contado de él. 

 

 Elena Cue entrevista a Glenn Brown 

Entrevista con Glenn Brown

 

 

- Entrevista con Glenn Brown -                                            - Página principal: Alejandra de Argos -

Una de las figuras fundamentales para la promoción del arte contemporáneo en la España democrática ha sido Carmen Giménez (Marruecos, 1943), quien se encargó de la política oficial de exposiciones del Ministerio de Cultura entre 1983 y 1989, el periodo donde se produce el gran cambio cultural de nuestro país. Posteriormente, fue nombrada conservadora de arte moderno del museo Guggenheim de Nueva York, puesto en el que ejerció la cifra récord de 25 años. Simultáneamente con esta exigente tarea, Carmen Giménez mantuvo el contacto con nuestro país participando en algunos de los más importantes proyectos que se han producido en las últimas décadas, como el museo Guggenheim de Bilbao o el museo Picasso de Málaga.

 Autor: Elena Cué

 

  Carmen Giménez

Foto: David Heald. En la exposición Picasso Black And White. Solomon R. Guggenheim Museum, Nueva York en 2012. 

 

Una de las figuras fundamentales para la promoción del arte contemporáneo en la España democrática ha sido Carmen Giménez (Marruecos, 1943), quien se encargó de la política oficial de exposiciones del Ministerio de Cultura entre 1983 y 1989, el periodo donde se produce el gran cambio cultural de nuestro país. Posteriormente, fue nombrada conservadora de arte moderno del museo Guggenheim de Nueva York, puesto en el que ejerció la cifra récord de 25 años. Simultáneamente con esta exigente tarea, Carmen Giménez mantuvo el contacto con nuestro país participando en algunos de los más importantes proyectos que se han producido en las últimas décadas, como el museo Guggenheim de Bilbao o el museo Picasso de Málaga. En la actualidad, además de continuar con su labor de comisariado de exposiciones, ha sido nombrada Presidenta del Patronato y del Comité Científico del Museo d'arte della Svizzera Italiana en Lugano. Por toda esta inmensa labor de promoción del arte, Carmen Giménez ha recibido múltiples premios y condecoraciones nacionales e internacionales como la Medalla de Oro de Bellas Artes o el ser elegida Académica de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Ahora me recibe en su casa de Madrid esta incansable viajera, donde charlamos sobre lo que ha sido su vida y su visión del arte hasta el momento presente.

E.C.: Nace en Casablanca, debido al exilio político de su padre, ¿Cómo marcó este periodo su vida y su trayectoria?

Carmen Giménez: Fue fundamental, porque Marruecos era una país maravilloso. Tuve una infancia muy feliz. Viajamos mucho pero no a España, porque mi padre no podía volver, al menos hasta 1957. Le gustaba muchísimo el arte y coleccionaba artistas franceses que vivían en Marruecos, que hoy día son conocidos. Nos llevaban a todos los museos y los viajes estaban marcados por el arte.

E.C.: Estudia Historia del Arte en el año 63, en el École du Louvre de Paris...

Carmen Giménez: Antes hice Ciencias Políticas. Como mi padre era político, aunque después ya no lo fue y nunca más quiso hablar de política... Fue importante y creo que le debo mucho. Primero porque te da rigor, aprendes a cómo pensar y también te da una gran cultura. Y en seguida, mi mejor amigo –que luego fue mi marido, John Trafford–, su tía era una gran coleccionista y yo estaba siempre en su casa, y ella me llevaba a todas las exposiciones, a los museos, etc. Tuve acceso enseguida al mundo del arte de aquella época. Pero no quería quedarme a vivir en París. A mí me gustaba Estados Unidos. Y de hecho, cuando me iba a casar, íbamos a vivir en Nueva York, pero al final no pudo ser. Mi exmarido tuvo trabajo en Chile y entonces me fui a vivir allí.

E.C.: Pero se introduce seriamente en el mundo del arte en España, en el año 83, cuando empieza a trabajar como asesora para el Ministerio de Cultura español y es nombrada directora del Centro Nacional de Exposiciones, donde organiza más de 200 exposiciones.

Carmen Giménez: Entro a trabajar en el Ministerio de Cultura con Javier Solana, de quien guardo un recuerdo maravilloso. Creo que me propusieron esta tarea porque acertadamente trataban de situar la política oficial en este tema dentro de un circuito internacional, en el que nuestro país brillaba por su ausencia. Me volqué en establecer los lazos para que nuestro país estuviera adecuadamente conectado con los centros internacionales que gestaban este tipo de propuestas. Por un lado, era consciente de que nuestro público entonces carecía de una información básica sobre lo que había sido el desarrollo del arte moderno, y para llenar esta laguna, por una parte, promoví muestras antológicas de figuras históricas claves al respecto. Pero, por otro, también trate de aproximar a nuestro público con las grandes corrientes del arte de la segunda mitad del s XX, del que surgieron revisiones de tendencias capitales, como las del arte minimal, arte povera o la muy importante escultura británica de la década de 1980. Me preocupe de que el arte español emergente fuera visto fuera de nuestro país.

E.C.: Y en el año 86 participa también en la apertura del Reina Sofía. ¿Cómo fueron esos comienzos?

Carmen Giménez: El Reina Sofia, al principio, se inauguró en el remodelado edificio Sabatini, como una genérica plataforma cultural sobre las nuevas tecnologías y las artes, quise que, en este primer evento, desde el punto de vista artístico, hubiera una exposición, "Dobles parejas", donde se confrontaran los mejores artistas españoles del momento con sus correspondientes parejas internacionales, que se sustentan en los respectivos diálogos entre Serra con Chillida, Saura con Baselitz y Tapies con Cy Towmbly. Esta propuesta causó sensación en el New York Times, que le dedicó una página firmada por Roberta Smith, que se desplazó a España para hacerla.

E.C.: Fue un buen comienzo...

Carmen Giménez: Fue la época dorada. Pero ya antes había hecho una política en los palacios de presentar los grandes movimientos: el arte povera, por ejemplo, con Germano Celan, el post-minimal art, con el que es ahora el director del Guggenheim, Richard Armstrong. La escultura inglesa, por ejemplo, estuvo Richard Long en el Palacio de Cristal, y después en el Palacio de Velázquez estuvo Tony Cragg, Anish Kapoor, etc. Pero la gran exposición fue la que hice en el Reina Sofía de la colección de Giuseppe Panza. Eso fue maravilloso.

E.C.: ¿La que está en el Guggenheim de Nueva York?

Carmen Giménez: Si, la que compra el Guggenheim. Que, por cierto, la compra muy cara, porque antes, los artistas de esa colección estaban fuera del mercado, pero entonces ya se habían convertido en muy cotizados, y, para cerrar la operación tuvieron que vender algunas grandes obras de su estupenda colección, como las de Chagall y Modigliani.

E.C.: Nueva York, ciudad a la que se traslada en 1989, donde se convierte en conservadora de arte del siglo XX del Museo Guggenheim. ¿Qué destacaría de este periodo tan importante de su carrera?

Carmen Giménez: Yo destacaría todo. Tengo grandes recuerdos de esa era de Thomas Krens, en la que pude llevar a cabo muy diversas exposiciones, entre las que destacaría la titulada “Picasso y la Edad de Hierro” y "Picasso, Black and White" que produjo un gran impacto, y la última, todavía con Krens, que fue "El tiempo, la verdad y la historia. Del Greco a Picasso", que revolucionó la forma de  mostrar la historia del arte español y recibió el premio de la crítica de Nueva York como una de las mejores exposiciones exhibidas ese año en esa formidable ciudad. 

 

Carmen Giménez por luis ridao

Foto: Luis Ridao

 

E.C.: ¿Qué diferencias encuentra entre las instituciones museísticas americanas y españolas?

Carmen Giménez: Me gusta el sistema americano, porque en América no hay política. Los directores tienen que hacer captación de fondos, esa es su función. No es como aquí, que tienen dinero del Estado. Ahora hay un intento de hacerlo pero no está en la tradición europea y siempre es complicado. En cambio, los museos americanos funcionan con fideicomisos y estos aportan dinero al museo. Por eso están tan bien pagados los directores, porque aportan esa función tan fundamental. A mí me gusta, porque allí un comisario se dedica al arte. Tienes personas que se ocupan de pedir los préstamos y no tienes trabajo administrativo. Yo aquí tenía un enorme papel administrativo y me ocupaba de todo.

E.C.: Desde 1997 a 2004 se involucró en la planificación del Museo Picasso de Málaga ¿Cómo comienza la idea de este museo?

Carmen Giménez: Algo que me obsesionaba era la ausencia de obras significativas de Picasso en las colecciones españolas. Era esencial volver a renacionalizar a Picasso. Era difícil, porque las cifras de los Picasso ya eran astronómicas, inalcanzables. Así que había que implicar en el proyecto a sus herederos. Mi ilusión inicial es que, si se lograba este acuerdo, los Picasso fueran al Reina Sofia, pero, al final, la oportunidad surgió, a partir de un par de exposiciones que realicé sobre el genial artista en Málaga, por iniciativa de la junta de Andalucía. El proyecto cuajó en su ciudad natal, a través del legado que hicieron la que fue nuera del artista, Christine y su hijo Bernard. Fue maravilloso, porque esta experiencia me permitió programar un nuevo museo desde cero, lo cual es muy raro, pero también muy gratificante.

E.C.: Y cuentan con usted...

Carmen Giménez: Sí. Y después en aquellos años tuve la maravillosa suerte que en España no éramos tantos comisarios. Yo me complementaba mucho con Francisco Calvo Serraller, porque él tenía toda esa visión que para mí fue fundamental. Y también le debo mucho a Juan Ariño, quien tenía la visión de los espacios. Hubo una transformación muy importante en la manera de presentar el arte. Hubo una transformación muy importante.

E.C.: ¿Qué ha significado Picasso para usted?

Carmen Giménez: Picasso se ha vuelto mi vida.

E.C.: También fue idea suya y colaboró en la creación del museo Guggenheim de Bilbao, en 1997, un referente artístico de la ciudad. ¿Qué destacaría del museo y de la colección?

Carmen Giménez: Yo destacaría la arquitectura de Frank Ghery y que es interesante que se haya hecho una colección libre. Es un museo que funciona con esa libertad, que es necesaria, de privado y público. Destacaría primero la compra de Richard Serra “The Matter of Time” en ese espacio que Gehry creó casi para él. Después la obra de Cy Towmbly, esa serie fantástica. A mí me parece que es un museo que ha sido un gran éxito. Tiene un millón de visitantes al año. Y cuando vas allí, tengo la impresión de que estás en un museo internacional.

E.C.: ¿Qué condiciones cree que son necesarias para formar la colección de un museo de arte contemporáneo? 

Carmen Giménez: Pienso que el mundo del arte ha cambiado profundamente. Estamos en otro momento. Ahora hay miles de artistas, miles de comisarios, eso se ha vuelto absolutamente para mí sin interés. A mí el museo de Abu Dhabi, que empecé con Thomas Krens, pues no me interesa. No creo que vaya jamás.

E.C.: ¿Cree que el artista y su creación están condicionados por el mercado y por las galerías que le exigen una producción mayor para poder vender más?

Carmen Giménez: Absolutamente. Tienes un fenómeno extraordinario como es el de las galerías estrella que se reparten a los grandes artistas. Pero se deshacen por el camino de muchísimos. Cuando no tienen éxito se tiran.

E.C.: ¿Dónde deberíamos buscar para no dejarnos contaminar? 

Carmen Giménez: No obsesionarse con el arte actual, sino verlo desde la perspectiva de la historia. Hay grandes museos internacionales que recorren todo el tiempo hasta casi hoy, como el Metropolitan, el Louvre y en cierta manera, nuestro Prado, que es maravilloso y del que me siento muy orgullosa como miembro de su Real Patronato.

E.C.: ¿Qué cree que es necesario para el correcto desarrollo de un nuevo museo?

Carmen Giménez: Primero habría que preguntarse por qué abrir tantos museos. Pienso que es mejor apoyar los que existen y no abrir más. Parece que en Abu Dhabi querían un lugar de turismo y por eso se unieron con el Guggenheim. Lo que pasa es que no tenemos una colección tan grande como para exportarla a tantos lugares. Pero después estos museos están vacíos, te paseas por ellos y no hay nadie. Yo creo que todo eso no funcionará. Soy muy pesimista. 

 

ELENA CUE y Carmen Giménez

 

 

- Entrevista a Carmen Giménez-                                    - Página principal: Alejandra de Argos -

 

Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba.

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Una idea que dio mucho que hablar entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue la de que el arte podría armonizar la racionalidad y la sensibilidad humanas enfrentadas y en discordia en el individuo moderno. Este era un conflicto generado y profundizado por la represión de la instintividad y de la dimensión sentimental humana que se había producido paralela y concomitante al auge y al protagonismo casi exclusivo que alcanzaba por entonces ya el racionalismo de la ciencia, la técnica y la economía. Por eso, algunos autores de este momento histórico reflexionaban, entre otras cosas, sobre la importancia de la imaginación, de la creatividad y de la experiencia estética como fuerzas capaces de reunir lo que la razón lógico-analítica separaba y disociaba. Y de ahí derivaban la capacidad del arte para abrir a una nueva manera de ver el mundo, inaccesible al pensamiento puramente lógico, instrumental y calculador. Por otro lado, prosigue también a lo largo del siglo XIX la insistencia, continuamente reiterada, en la necesidad para la modernidad (ante el debilitamiento del importante papel político y social que desde la Edad Media había venido cumpliendo en Europa la religión cristiana) de recrear un marco institucional en el que nuevas fuerzas religadoras entre los individuos pudieran cumplir ahora la función que la fe cristiana con más o menos eficacia cumplía: fundamentar las normas morales de la convivencia, legitimar el poder político y ordenar, en definitiva, una sociedad mediante la solidaridad y la adhesión colectiva a unos principios, normas y valores supremos ampliamente compartidos.

Toda esta temática se concentra, por ejemplo en Friedrich Schiller y en los primeros pensadores románticos alemanes, en la discusión sobre si valdría la pena intentar poner en marcha en Europa una especie de nueva "religión estética" en analogía con la que tuvieron los antiguos griegos mucho antes de la irrupción del cristianismo. Hoy, después de más de un siglo, cuando se releen los textos de estos autores sobre esta propuesta, es inevitable advertir cómo, en determinados aspectos importantes, ellos no podían prever aquello en lo que finalmente iba a llegar a convertirse esa religión estética. En relación a estos autores que trataron de promoverla -tanto clasicistas como románticos-, nuestra ventaja como hombres del siglo XXI es que nosotros sí podemos saber en qué ha venido a concretarse esa nueva religión, puesto que vivimos ya, en buena medida, en medio de su plena realización. Qué duda cabe de que ahora tenemos, por fin, una religión “estética” que se ha convertido, quizás, en la única y universal, que por ello seguramente acabará con todas las demás -si es que no lo ha hecho ya-, y que cuenta con la adhesión apasionada (no racional) de todos los individuos. Es el capitalismo con su dios omnipotente, el dinero. 

 

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Pero, ¿por qué es esta una religión "estética"? Es claro que el capitalismo en cuanto religión, ya casi planetaria, avanza con rapidez en su imposición de nuevos valores comunes y de un sentir común. Su paradoja dialéctica consiste en reforzar, por un lado, el individualismo, es decir, ahondar en la atomización de los individuos, su separación y enfrentamiento social al fomentar el egoísmo particularista, el hedonismo y la competitividad, todas ellas actitudes y valores imprescindibles para aumentar la productividad, el consumo y la ganancia económica. Mientras, por otra parte, cohesiona a esas masas de individuos atomizados inoculando en ellos el sentir común de la pasión por el dinero y la atracción irresistible por el lujo. De lo cual se encargan justamente el arte y la estética. Pues la nueva religión estética capitalista ha desplegado, y lo sigue haciendo, una enorme cantidad de recursos estético-artísticos cuyo fin no es otro que producir esa unificación y conjuntar a su manera a los individuos mediante la pasión por el consumo y el deseo de la riqueza. 

La figuración de la salvación (que la religión cristiana representaba en su multisecular despliegue artístico e iconológico como la vida eterna ganada por el adepto mediante los méritos logrados en ésta) se lleva a cabo ahora en las nuevas obras de arte de la publicidad y de la exhibición del lujo, por ejemplo en los impresionantes rascacielos de los financial district de las grandes ciudades (los nuevos templos del gran dios), en cómo se decoran y envuelven los productos del consumo, en cómo se diseñan y embellecen las tiendas de las grandes marcas, en los perfornances de los desfiles de moda, en el encanto y apariencia de los supercoches, etc. Los grandes ejecutivos, banqueros y empresarios, agentes económicos en general, siempre van lujosa y uniformente vestidos como corresponde a su magisterio sagrado. Ellos son ahora los sumos sacerdotes que, con sus estrategias, rituales y actividades ofician cada día el culto al único dios omnipotente, el dinero y su absoluta glorificación. Es la religión que nos une en el sentir de que debemos vivir y sacrificar nuestras vidas a la mayor gloria de este omnipotente e indiscutido dios.

 

 EL BONSAI Y EL ZEN 

 

Aquella bella idea filosófica, pues, del arte como medio en el que el género humano podía formarse para la verdadera libertad política ha tenido así, en su desarrollo contemporáneo, una deriva determinante en la configuración de la ideología del capitalismo actual y de sus estrategias de consolidación y expansión. Este proceso de formación se refiere tanto a la vida colectiva de la gente como al individuo particular en cuanto integrante de ella. Lo que, según los pensadores de hace un siglo, el arte tendría que transformar era la forma de vida que los individuos compartimos al vivir en sociedad. Porque el carácter público del arte implica, como su virtualidad propia, una fuerza fundadora de comunidad y creadora de solidaridad al promover y suscitar formas de percibir y sentimientos comunes compartidos. Se veía por ello en el arte y en la postulada religión estética el instrumento para producir el reino de la libertad, frente a la antigua religión cristiana o la antigua moral como reinos del miedo y la dependencia. 

La idea, pues, de una religión estética era, por esta razón, la de una totalidad que aparentemente no reprime ningún impulso ni ningún sentimiento, sino que permite un desarrollo cada vez más armónico de la propia libertad y autorrealización. Como he dicho, este poder unificador de la belleza se comprendía todavía según el ejemplo de la antigua religión griega, una religión que penetró el espíritu y las costumbres de su sociedad, que estaba presente en las instituciones del Estado y en la praxis cotidiana, y que sensibilizaba la forma de pensar y las motivaciones éticas y morales de una forma estética, es decir, se las inculcaba a los individuos, no por la coacción, sino mediante la seducción que la belleza ejercía en su ánimo por sus realizaciones artísticas y sus procedimientos estéticos. 

Se puede decir, por todo ello, que una de la funciones principales del arte y la estética hoy es, de hecho, la realización práctica del capitalismo contemporáneo al ofrecerse como instrumento esencial al servicio de la ilusión liberadora de lo bello proyectada en el ámbito del lujo, del disfrute y de la riqueza. En qué medida sea éste un empeño paradójico y contradictorio -puesto que la belleza así presentada no puede introducir, en realidad, nada más que una libertad "ilusoria" y engañosa- es algo sobre lo que no se ha pensado todavía tal vez lo suficiente. Si la religión cristiana usaba el miedo a la condenación eterna y la coacción del pecado para dirigir a las masas e inducirlas a la obediencia y la estandarización de sus comportamientos, hoy la nueva religión estética del dinero y del consumo utiliza igualmente para lo mismo la coacción del miedo a no salvarse como miedo a no participar de esta fascinante utopía del lujo, del derroche y de la riqueza con cuyas imágenes estetizadas se nos seduce continuamente, se nos hechiza y se nos manipula psicológicamente. 

En todo caso, el debate teórico mismo que conecta nuestra actualidad con la discusión de clasicistas y románticos contiene elementos que permiten desplegar una reflexión interesante por encima, o colateralmente, al uso mismo que de él ha hecho la contemporánea ideología del capitalismo. Destaca, por ejemplo, la importante idea de que la realización de la razón, la necesaria racionalización de la vida colectiva, sigue pasando por la resurrección en la contemporaneidad del destruido sentido comunitario a través de una educación estética. Porque este orden no puede surgir ni de la sola espontaneidad autorreguladora de las tendencias naturales de los individuos ni del único impulso voluntarista de su libertad, sino que sólo puede ser fruto de un proceso de formación que tiene que atenuar tanto la contingencia de la naturaleza como la libertad de la voluntad. El medio de este proceso de formación no puede ser otro que el arte, porque suscita ese sentimiento de armonía en el que el ánimo no se ve forzado ni física ni moralmente, actuando, sin embargo, de ambas formas. A la fragmentación e interna autoescisión del individuo sólo el arte puede proporcionar una conciliación, o sea, un carácter social amigable. Esta es una idea que aún no ha dado de sí todo el potencial que contiene. Porque esta utopía estética no tiene por qué tener necesariamente como única meta embellecer y estetizar la existencia, como enseña interesadamente para sus objetivos el capitalismo. Podría orientarse también, por ejemplo, a revolucionar la relación de entendimiento entre los sujetos, a poner armonía en la sociedad, o a crear ese Estado moral que, desde supuestos hoy revisables, proponía Kant. 

 

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Y de nuevo la pregunta, ¿por qué "nueva religión estética"? "Nueva religión" porque los lazos de vinculación interna entre los ciudadanos no puede anudarlos ya la religión cristiana, incompatible con la autonomía y la libertad individual conquistadas por la modernidad. Hay que pensar en una nueva "religación" en la que esa adhesión a los valores comunes, ese sumarse al propósito y a la causa final de todos no esté determinada por la coacción y el miedo, sino que sea voluntaria y libre. Y "estética" porque lo que más profundamente unifica a los individuos no es nunca algo racional (contra Kant y otros pensadores ilustrados), sino algo afectivo, un sentir común, la adhesión apasionada a unos valores que se comparten. Sólo la educación estética, por tanto, es capaz de articular convicciones básicas de valor e instituir una especie de "unidad del sentir" y una "solidaridad de vida" entre los miembros de una sociedad moderna. De ahí la importancia que adquiere, en este marco teórico, la idea de belleza en el uso publicitario y seductor que de ella hace, para sus fines de autoexpansión y consolidación, el sistema capitalista ya globalizado. Las obras de arte y las estrategias estetizantes se utilizan como símbolo utópico de una idealizada y fascinante realización de la libertad, en la que podemos ver intuitivamente encriptada una imagen de cómo podría ser nuestra vida si esa plenitud de la posesión de la riqueza, del lujo y del disfrute se realizara. Sólo podemos verlo de esta forma, a causa de que lo que la imaginación es capaz de proyectar, no puede explicarse racional y argumentativamente mediante el discurso de la razón lógico-analítica.

En todo caso, lo que subyace a todas estas reflexiones es, como he señalado al principio, un grave problema político: el Estado-máquina, la falta de legitimación, la disolución de los vínculos sociales, la fragmentación, el aislamiento, incomunicación y angustia del individuo moderno. El problema es que se aprovechan todas estas necesidades para generar la ilusión de un falso modo de superación. El uso de una nueva religión estética es, en este contexto, también él un programa político que para nada pretende salir al paso del carácter mecanicista inherente a la concepción analítica y racionalista de la interacción social. La tradicional visión religiosa del mundo garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad mediante la consagración de un determinado valor supremo. Es decir, remitía a la esfera de lo sagrado algo existente en la naturaleza o entre los hombres, y de ese modo quedaba fundamentado y justificado el orden social. Fundamentar algo en sentido político no es remitirlo a su causa eficiente, sino  referirlo a un valor indiscutible para los hombres de una determinada sociedad. Nuestra realidad capitalista ha logrado establecer que, para los hombres de esta sociedad globalizada, lo único indiscutible, en sentido radical, sea lo que pasa por ser sagrado, todopoderoso, omnipresente, incontestable: el dinero. En virtud de la referencia a lo sagrado (creada simbólica o figurativamente por el arte y las estrategias de estetización), el valor, la actitud y el comportamiento quedan así fijados y justificados socialmente. 

Por otra parte, otra de las principales características de la nueva religión estética del capitalismo es su capacidad comunicativa, su poder de conseguir el acuerdo entre los individuos por encima de su nacionalidad, sus creencias o sus historias pasadas. De este modo, por su capacidad de aunar voluntades y lograr el acuerdo intersubjetivo, la seducción de sus valores justifican, a su vez, la adopción generalizada de determinados modos de vida a nivel planetario dentro de  instituciones sociales tendencialmente equiparables.

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