Alejandra de Argos por Elena Cue

En su libro Der Gott hinter dem Fenster (El Dios detrás de la ventana) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2015-, el escritor alemán Michael Krüger cuenta trece historias todas ellas diseñadas desde la perspectiva del narrador, que habla en primera persona, y en las que trata de una amplia variedad de temas. Sin embargo, todas tienen en común una cosa significativa: que por encima o por debajo de ellas se asoman problemas existenciales básicos como el del sentido de la vida, la identidad, la soledad y los recuerdos, la opacidad e inaccesibilidad de las personas, o el envejecimiento y la muerte. También, en todas ellas, los personajes están cuidadosamente dibujados, de modo que no resulta difícil darse cuenta que todos tienen en común la angustia de la inseguridad, la inestabilidad, la nostalgia y la debilidad de ánimo.

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 Michael Krüger

 

En su libro Der Gott hinter dem Fenster (El Dios detrás de la ventana) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2015-, el escritor alemán Michael Krüger cuenta trece historias todas ellas diseñadas desde la perspectiva del narrador, que habla en primera persona, y en las que trata de una amplia variedad de temas. Sin embargo, todas tienen en común una cosa significativa: que por encima o por debajo de ellas se asoman problemas existenciales básicos como el del sentido de la vida, la identidad, la soledad y los recuerdos, la opacidad e inaccesibilidad de las personas, o el envejecimiento y la muerte. También, en todas ellas, los personajes están cuidadosamente dibujados, de modo que no resulta difícil darse cuenta que todos tienen en común la angustia de la inseguridad, la inestabilidad, la nostalgia y la debilidad de ánimo. Es como si en cada uno se proyectara, de un modo u otro, una multiplicidad de experiencias autobiográficas que el propio Krüger ha podido tener a lo largo de su vida. Esas experiencias le permiten conocer la anatomía de la desdicha tan bien como se podría conocer la desdicha a sí misma.

Una de estas historias es la de un niño que vive en una granja en Sajonia con sus abuelos. La II Guerra Mundial ha terminado y la casa del abuelo ha sido expropiada por soldados soviéticos que ocupan las habitaciones principales, mientras los dos ancianos y él han quedado reducidos sólo a una pequeña habitación. El niño, desde la cama y sin poder conciliar el sueño, oye a la abuela que reza y pide a Dios que les ayude en medio de tanta necesidad, y cómo se pelea con Dios y le regaña: "Dios, haz un esfuerzo porque si no vas a perder a una de tus seguidoras más fieles... Te agradezco, sin embargo, que me hayas dado este maravilloso nieto". El niño no parece sentir la opresión de la ocupación: corretea por la zona, se encuentra armas escondidas en una cantera, recoge con el abuelo setas y bayas, y cuando tiene un resfriado pasa la tarde con la cabeza bajo la toalla sobre un recipiente de agua hirviendo con hierbas mentoladas. Contados con melancolía y nostalgia, parecen recuerdos de la infancia del autor. Una narración lacónica a base de imágenes más que de acción, que deja sin informar, por ejemplo, sobre dónde están sus padres, qué ha sido de ellos, o cómo continúa después la historia y qué desenlace tiene. En vez de eso, el autor aplica el arte del suspense, o sea, cierra la historia y da paso a la siguiente.

En el lenguaje, desde luego Krüger domina el arte de la narración, y se le notan también sus cualidades de poeta y hasta de buen ensayista. Como poeta tiene mucha ternura y brillantes momentos líricos. Y como pensador, se expresa como un concentrado autor reflexivo con algunos toques aquí y allá de escéptico. Con esta alternancia de cosas, parece ir pasando del andante al presto y luego al allegretto y al largo.

Otra de las historias tiene como protagonista a un intelectual que recuerda sus vacaciones en Grecia, donde sentado en un sillón de mimbre en la playa mira fijamente al agua. Y allí se queda extático, delante del mar, rodeado por el santuario del silencio y poseído por una sensación tan intensamente abrumadora que le mantiene allí petrificado y como atornillado al lugar, incapaz de alterar su inmovilidad. En otro momento, describe cómo sube por una montaña para ver desde allí la salida del sol. La subida es ardua, por lo que acepta encantado la invitación de una excursionista para compartir la merienda. Es una mujer hermosa que afloja los botones de su blusa, se quita después los zapatos pesados, e incluso los pantalones de cuero. Parece iniciarse una escena pre-erótica, pero un giro inesperado hace que la narración continúe, en realidad, con la comida: huevos duros, salchichas, tomates y pepinos, y para beber una botella de aguardiente de arándanos. A consecuencia de lo mucho que ha comido y bebido, el protagonista se queda dormido y cuando despierta el sol ya está bajo y la chica ha desaparecido.

Krüger es un autor de ingenio también brillante, como contrapunto a su melancolía. Porque a veces es satírico e incluso cómico, para a continuación volver a ser elegíaco de nuevo. Todo esto hace que se lean sus historias con sumo placer, tanto por el contenido de lo que cuenta como por el dominio magistral que tiene del lenguaje. Sus historias no son deudoras del patrón del cuento clásico. A veces parecen como preludios de novelas no escritas, por lo que ofrecen esos giros tan extraños que parecen seguir un tipo de lógica de ensueño. Es una impresión reforzada por el uso minucioso del lenguaje: cada palabra es cuidadosamente sopesada y puesta en su sitio, de modo que siempre da en el blanco aunque no apunte específicamente a él.

El último de sus libros publicados, titulado Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-, es una novela escrita en un estilo menos fresco, a veces incluso hasta un poco perezoso y con ciertos ribetes de pedantería. Sin índice y los capítulos sin títulos, su lectura realmente requiere la máxima atención porque la historia no es fácil de seguir, aunque abunden en ella las conversaciones ingeniosas y las escenas divertidas. Por supuesto sigue en primer plano su extensa cultura filosófica, su elegancia lingüística, pero también un evidente cansancio y hastío propios, que aparecen en consonancia con el tema del aburrimiento del que va el libro.

 

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Das Irrenhaus (El manicomio) -Haymon Verlag, Innsbruck-Wien 2016-

 

El protagonista, de profesión archivista de un periódico, pierde su trabajo cuando, a causa de la digitalización, ya no es necesario y se queda en paro y sin dinero. Se convierte entonces en un escritor un tanto obsesivo porque, providencialmente, hereda de una tía desconocida una casa de vecinos, un edificio de apartamentos en una buena zona residencial de Múnich que le permite vivir holgadamente. Los inquilinos residentes allí son todos sin excepción gente extraña.

En uno de los apartamentos, ahora vacío, se instala él y empieza a vivir como un vecino más junto a aquella gente rara. La persona que había vivido antes de él en ese apartamento, un poeta llamado Georg Faust, había desaparecido pero aún le llegaban cartas a esa dirección, cartas de su familia, de una admiradora, así como también manuscritos rechazados por los editores, que el protagonista lee obsesivamente intentando penetrar cada vez con más intensidad en la biografía y en la identidad del anterior inquilino de su apartamento. Para ello copia sus escritos, relee sus poemas y sus cuentos e incluso lee las lecturas que sabe que el poeta había hecho. De este modo, la figura del anterior inquilino ocupa cada vez más el espacio en su apartamento de seis habitaciones ahora casi vacío (una mesa, un estante, dos sillas y una cama), que se llena tan sólo con la presencia de una ausencia. En las paredes donde antes debieron colgar algunos cuadros e imágenes aparecen ahora, sobre un fondo cada vez más amarillo, citas de algunos pensadores. El protagonista, que se describe a sí mismo como un filósofo libre, no vive la vida. Tan sólo deja que suceda. La suya es una filosofía de la nada, y su tema preferido es el aburrimiento. Había leído todo lo que se había escrito sobre el aburrimiento, y quería hacer por él mismo "con devoción" la experiencia del "vacío de mundo", tener la experiencia existencial dominante de no tener nada que hacer.

Al mismo tiempo, este individuo se dedica a la observación cada vez más intrusiva de la vida de los otros inquilinos, cuyas excentricidades describe con minuciosidad. De ello resulta que la casa heredada se muestra como un mundo en miniatura, y el escritor que se había mudado a vivir allí aprende de múltiples formas lo que es el aburrimiento, un tedio únicamente suavizado y protegido por buenas lecturas y la audición de la música de Sibelius.

La ubicación del narrador es tan premeditadamente confusa que en un momento significativo de la novela se ofrece una imagen llamativa de su estado en el laberinto enmarañado de los espaguetis en un plato. El relato tiene bastante de kafkiano, a base de individuos que se sienten extraños y perplejos en la vida. Y también porque la trama es complicada en su simpleza, aunque esté salpicada de detalles agudos, ingeniosas reflexiones y momentos líricos sorprendentes. Lo que domina es una especie de humor sombrío con el que se describe de manera misántropa la mezquindad de hombres repugnantes y de mujeres repulsivas, vistos como formando una galería de monstruos por los que no se siente la más mínima compasión ni comprensión. Si con esto se quiere dar una imagen del mundo en que vivimos, el lector ha de extraer sus propias consecuencias.

Krüger conoce bien las ideas y tratamientos del sentimiento de vacío de la vida y de aburrimiento desde los griegos hasta Heidegger. Esa experiencia cotidiana de no tener nada que hacer y las obsesiones que propicia, abriendo el horizonte de un vivir desesperado, desdichado, insoportable, se expresa en párrafos como éste: "Estar de pie con mi cesta de la compra en una cola, obligado a moverme gradualmente a medida que avanza, siempre con un hombre o una mujer delante, mirando las cestas de los otros, el yogur bajo en calorías, las galletas, los cigarrillos, los frascos de desodorante... Imagino la vida de estas personas e instantáneamente me invade el sentimiento de una privación vertiginosa y abrumadora de vida, hasta el punto de que tengo que dejar mi cesta a un lado y salir de la tienda".

Es significativo que con esa palabra Irrenhaus, manicomio, Krüger designe una casa de vecinos en la que residen individuos que no son locos, sino seres más o menos excéntricos y lunáticos, y que por tanto esa palabra como título quiera ser una metáfora para describir algunos aspectos del mundo actual tal como lo ve el autor. Un mundo en el que la desdicha, bajo rostros distintos o bien oculta detrás de muchas máscaras, envolviendo los recuerdos del pasado o traspasando las vivencias del presente, constituye para este autor la tarjeta de visita de ese huésped inquietante del que nos parece imposible deshacernos.

 

- Variaciones sobre la desdicha -                                                  - Alejandra de Argos -

El objetivo que persigue hoy la disponibilidad de los traductores mecánicos mediante programas informáticos disponibles en Internet -como el de Google por ejemplo-, parece albergar la esperanza de que, con el perfeccionamiento progresivo de estos instrumentos, se podrá llegar algún día a disponer de la traducción automática e instantánea de todos los mensajes y textos en cualquiera de las lenguas del planeta. De este modo, las barreras que para la comprensión representa la diversidad de las lenguas, así como las intraducibilidades entre ellas, retrocederían e incluso quedarían superadas por completo. Este sueño de la omnitraducción, que no es sino otro rostro más de esa ilusión prometeica de racionalidad totalmente liberada de las diferencias interhumanas, condicionamientos culturales e idiosincrasias comunitarias entre los grupos.

  Diego Sanchez Meca: La torre de Babel 

Pieter Brueghel el Viejo. 1563. Óleo sobre lienzo. 114 x 155. Kunsthistorisches Museum. Wien. Foto: Wikimmedia

 

El objetivo que persigue hoy la disponibilidad de los traductores mecánicos mediante programas informáticos disponibles en Internet -como el de Google por ejemplo-, parece albergar la esperanza de que, con el perfeccionamiento progresivo de estos instrumentos, se podrá llegar algún día a disponer de la traducción automática e instantánea de todos los mensajes y textos en cualquiera de las lenguas del planeta. De este modo, las barreras que para la comprensión representa la diversidad de las lenguas, así como las intraducibilidades entre ellas, retrocederían e incluso quedarían superadas por completo. Este sueño de la omnitraducción, que no es sino otro rostro más de esa ilusión prometeica de racionalidad totalmente liberada de las diferencias interhumanas, condicionamientos culturales e idiosincrasias comunitarias entre los grupos, pueblos y naciones del planeta, aspiraría al cumplimiento del máximo de comunicación interlingüística supliendo así la ausencia de una lengua única y universal.

Dejando a un lado si se es más o menos escéptico respecto a que esto llegue a ser posible, lo cierto es que este sueño de omnitraducción que nos sugiere Internet nos sitúa, ante todo, ante el enigma y el interrogante de por qué no hay una sola lengua, de por qué, en vez de una sola, hay tantas lenguas en el planeta (entre cinco y seis mil). Porque esa proliferación no sólo no es útil a la adaptación al medio en la lucha por la supervivencia, según la ley de Darwin, sino que es perjudicial, porque impide la comunicación, limita el intercambio con el exterior de la propia comunidad lingüística y genera hostilidad y xenofobia en vez de cooperación y mutua ayuda.

En este sentido, me parece que el mito bíblico de la Torre de Babel es mucho más intuitivo y profundo de lo que a primera vista pudiera parecer. Según este mito, Dios envió primero a los seres humanos una catástrofe de exterminio masivo que fue el diluvio universal, y luego, cuando vio que éstos ya se iban recuperando y empezaban a construir ciudades con sus altas torres, les envió otra que fue la catástrofe lingüística de no poder entenderse ya más los unos con los otros y verse obligados a dispersarse. Lo significativo de este mito son, a mi modo de ver, estas dos ideas: primera, el hecho irrebasable de la diversidad de lenguas que produce la incomunicación y el conflicto entre los humanos, y segunda, que esto es un castigo divino y por tanto una tremenda desgracia.

Pero por eso justamente, porque hay diversidad de lenguas y siempre las ha habido, han sido necesarios siempre los traductores y la tarea de traducir. No forma parte de la condición humana en este mundo la existencia de una lengua universal paradisíaca y perdida que ahora se pudiese recuperar con esos programas de traducción generalizada y automatizada.

Tanto el significado de la tarea de traducir como los grandes problemas filosóficos y filológicos que encierra la traductología suelen pasar desapercibidos a los lectores comunes, que ven esa acción como la situación en la que, por un lado, está la obra de un autor escrita en una lengua extranjera, y por otro el lector al que va destinada la traducción. El traductor se encuentra entre uno y otro como intermediario, o sea, como el encargado de trasponer y de transmitir los mensajes de la lengua extranjera a la propia. Lo cual, a primera vista, no parece que tuviera que implicar problemas que no se puedan ir resolviendo sobre la marcha. Es decir, la tarea del traductor debería consistir simplemente en tratar de llevar al lector hasta el autor, y al autor hasta el lector.

Pero esto no es tan sencillo como podría parecer, sino que implica y encierra algunos equívocos. Puesto que un texto cualquiera puede transmitir un mensaje que es independiente de las intenciones que pudo tener el autor cuando lo escribió o de las expectativas de los posibles destinatarios a los que pudiera estar dirigido, la tarea del traductor no puede consistir simplemente en determinar lo que el autor quiso decir para trasponerlo lo más literalmente posible a la lengua del lector. De este modo, el lector recibiría los mensajes adecuados -puestos ahí por el autor- de la forma más exacta posible.

En realidad, la situación en la que el traductor se encuentra es la de un conflicto de difícil solución entre su deseo de ser fiel al decir del texto y la continua constatación de traición a ese decir que su traducción una y otra vez comporta. Basta haber tenido un poco de experiencia en la tarea de traducción para darse cuenta de que toda lengua a traducir ofrece términos o pasajes que no son sólo difíciles o muy difíciles de traducir, sino que son, en rigor, imposibles de ser traducidos. Esta dificultad nos la encontramos con mayor frecuencia, sobre todo, en las obras poéticas, pero también en las filosóficas. La diversidad de las lenguas es un hecho irreductible. Y esto nos conduce a la conclusión de que la tarea del traductor ha de llevarse a cabo libre de la ingenuidad que hay en esa aspiración a la adecuación perfecta para aceptar, desde el principio, la insuperable diferencia entre lo propio y lo extraño.

No es posible entender la traducción más que desde el paradigma de la lectura crítica o de la interpretación con la que un traductor competente ha de reconstruir con su trabajo de traducción una equivalencia de lo que la obra dice pero sin pretensiones de que esa interpretación sea su reproducción exacta y adecuada, o sea, su verdad. El que esto sea imposible es lo que explica el hecho positivo y universal de que de las grandes obras de la cultura se estén haciendo continuamente nuevas traducciones de manera incesante: los clásicos griegos y latinos, Shakespeare, Dante, Goethe, Platón, Descartes, Kant, por no hablar del caso paradigmático de la Biblia.

De la Biblia, los “Setenta” hicieron una traducción del hebreo al griego capaz todavía hoy de sumir en la desesperación a cualquiera de esos filólogos positivistas que defienden desde la ignorancia el ideal de la traducción exacta y literal palabra por palabra y frase por frase. Esta Biblia fue luego traducida al latín por San Jerónimo creando la famosa Vulgata, traducida después por Lutero al alemán y por infinidad de otros traductores a las más distintas lenguas y dialectos.

Semejante tarea de retraducción una y otra vez de la Biblia, pero también de los clásicos, de los filósofos, de los poetas se debe, por un lado, al fenómeno de la incomunicación que produce entre los seres humanos la diversidad de las lenguas, pero por otro también a la insatisfacción que causan todas las traducciones una vez realizadas. Ninguna de ellas es, ni puede ser, la traducción definitiva, última, verdadera, porque cada una es, como he dicho, el resultado de una conjunción entre el horizonte de la obra y el peculiar horizonte de cada traductor que ha de interpretarla.

No obstante, los hechos y consideraciones que apoyan esta tesis de la intraducibilidad no deberían exagerarse hasta el punto de proclamar de manera radical un abismo infranqueable entre una lengua y las demás. Porque esta estrategia ha sido ya muchas veces utilizada en favor de la tendencia etnocentrista a sacralizar la lengua original y establecerla como intraducible haciendo así de ella el instrumento poderoso de apoyo a una hegemonía o incluso a un imperialismo cultural.

Es lo que pasó con el latín desde los tiempos del Imperio romano hasta bien entrada la Edad moderna (por no referirnos a casos más cercanos y también más polémicos). Se proclamaba tal grado de autosuficiencia del latín que automáticamente generaba el rechazo a cualquier mediación de traducción de sus contenidos a las lenguas vernáculas, ya que se daba por incuestionable que el mensaje original no podía duplicarse en ningún otro original que no fuese el auténtico y primigenio. Cualquier traducción a una lengua vernácula ya no era para nada el mensaje original. En el caso de la Iglesia, si las fórmulas rituales no se pronunciaban en latín no producían la eficacia sacramental; por ejemplo, no se transustaciaba el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo en el momento de la consagración.

Naturalmente, semejante resistencia hegemonista a la traducción y la afirmación que implica de la intraducibilidad interlingüística en términos tan radicales es algo rechazable, y queda suficientemente desautorizado por el hecho mismo de que siempre ha habido, hay y habrá traducciones de los idiomas entre sí. Lo único que no hay es la traducción perfecta, literal, ideal, no sólo equivalente sino también adecuada, y por tanto verdadera. Pretender esto es simplemente el resultado de un desconocimiento profundo de la naturaleza de los problemas filológicos y filosóficos que la tarea del traductor implica.

Traducir, en suma, no es ir superponiendo palabra por palabra y frase por frase de una lengua a otra, sino un diálogo, que la mayoría de las veces no está exento de dramatismo, de conflicto y de lucha. Porque el traductor se debate inevitablemente entre un deseo de fidelidad al decir del texto en su lengua original y una resistencia a la traición inevitable a ese mismo decir del texto que ha de cometer continuamente al verterlo a otra lengua extraña. Pero ¿no se podría ver también esta tensión propia de toda traducción como “un acto de hospitalidad lingüística”? En él se puede acabar, ciertamente, experimentando el placer que produce habitar en la lengua del extranjero, aumentado y reforzado con el placer de recibir, también nosotros, en mutua correspondencia y en nuestra propia lengua, la palabra del extranjero.

 

- La torre de Babel -                                                           - Alejandra de Argos -

 

Quizás éste sea el libro con el que no pocos artistas soñarían. Juan Manuel Bonet (París, 1953) dibuja con la precisión de un grabador antiguo la plancha de un contraste: un artista poco conocido y una obra fundamental. Además de todo, es un libro admirable en su edición, sus distintos papeles, su satinado justo, sus guardas cuidadas, y la formidable documentación de imágenes que lejos de disolver la personalidad del pintor, le desentrañan. Es, por otro lado, una obra "atascada" durante años en el escritorio de Juan Manuel Bonet, obra densa, construida a través de su enciclopédica memoria intelectual y visual. SIEMPRE LO MISMO, No se trata de una monografía de artista al uso: más bien al contrario, parece sobrepasar este género: sí hay una entrada biográfica al principio pero luego.

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Miguel Galano pintando uno de sus cuadros.

 

Quizás éste sea el libro con el que no pocos artistas soñarían. Juan Manuel Bonet (París, 1953) dibuja con la precisión de un grabador antiguo la plancha de un contraste: un artista poco conocido y una obra fundamental. Además de todo, es un libro admirable en su edición, sus distintos papeles, su satinado justo, sus guardas cuidadas, y la formidable documentación de imágenes que lejos de disolver la personalidad del pintor, le desentrañan. Es, por otro lado, una obra "atascada" durante años en el escritorio de Juan Manuel Bonet, obra densa, construida a través de su enciclopédica memoria intelectual y visual.

 

SIEMPRE LO MISMO

No se trata de una monografía de artista al uso: más bien al contrario, parece sobrepasar este género: sí hay una entrada biográfica al principio pero luego

esta se queda solo ahí, al fondo y son los temas galanescos del mar, las casas solitarias, las montañas, los escenarios como la galería Utopia Parkway, las afinidades españolas y tantos otros géneros y problemas de la obra de Miguel Galano (Tapia de Casariego, 1956) que aparentemente nos apartan, pero nos vuelven a traer una y otra vez como meandros enriqueciendo en cada "paseo bonetiano" nuestra mirada sobre la obra del pintor. En ese sentido, es un libro que va arrastrando fragmentos, aproximaciones, conexiones fortuitas de nombres, fechas... En su presentación, Enrique Andrés Ruiz lo definió como un "libro de aluvión". Un libro aparentemente sin rumbo. "De esos libros que no se sabe qué son". El propio Bonet se titula a sí mismo en sus Divagaciones galanescas porque es un libro que no está delimitado en un solo tono. Comparte casi hasta la simbiosis poemas de Bonet con voces de Galano y otras voces siempre cerca de la poesía.

 

MADRID HELADO

Y esta es, sin duda, una aproximación inteligente porque Miguel Galano, es en palabras de Juan Manuel Bonet, un pintor de pintar siempre lo mismo. Un pintor aparentemente monotemático, que en realidad no lo es. Como tampoco lo era Edward Hopper, enraizado también en un territorio concreto. Son pintores que han sabido universalizar lo cercano. En el caso de Galano, el oeste de Asturias, sus farolas delante de un mar inquietante y los bancos solitarios de sus parques.

Es también un libro que nos fuerza a salir de casa, a deambular por el Madrid helado hasta la calle de la Reina. Hay algo más que nos urge saber de Miguel Galano, lo único que no puede ofrecernos Juan Manuel Bonet. Llegamos a la galería a la que el pintor es fiel desde hace años. Fue el propio Bonet quien aconsejó a su dueña, Lola Crespo, el literario nombre de Utopia Parkway después de la dirección, en el barrio de Queens, de Joseph Cornell. Hay, en el libro, un capítulo de Bonet dedicado a esta galería y también un cuadro del propio Galano. Lola Crespo va abriendo y cerrando uno tras otro los carriles alineados en los que tiene algunas obras de Galano. Al final, después de un rato en silencio, nos dice: "No está bien que lo hagamos pero te pido que toques con las yemas de los dedos dos obras de Miguel". Son: un paisaje en grises blanquecinos como de hielo, muy liso, en el que se palpa hasta la hilatura de la arpillera y el segundo, un retrato en un negro casi violento, los dedos pasan por una superficie áspera, herida... Sabíamos que a veces es necesario palpar una obra con los dedos, o con la mirada. Miguel Galano es un pintor del frío. Un pintor del norte a pesar de haber pintado Cartagena de Indias y algún que otro lugar cálido. Es un pintor de atmósferas: la niebla, la nieve, la lluvia. También de las cosas reales y de la emoción de los instantes. Y que pintan la soledad de los tejados, las noches marinas, las ramas desnudas en invierno, el misterio de las casas cerradas: "Tengo el recuerdo de un pintor nada amable, áspero, profundo, bronco. De rasgos más bien expresionistas. Tengo idea de haber visto dibujos con un cierto gestualismo Twombly. Y sobre todo tengo el recuerdo de un cuadro excepcional que era un retrato que se titulaba Laboratorio (1996) y que era una pintura profunda, de una densa oscuridad. Era una figura del autor casi sacrificial, con algo de religioso. Era un pintor con algo de alma inglesa, turbio y francamente patético, hasta el punto de que el pathos de aquella exposición aunaba lo patético y la sospecha del clima patológico en el que había nacido la obra", dijo sobre Galano Enrique Andrés Ruiz en la presentación del libro.

 

 

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Introspección (Retrato de Cuco Suárez), (1999), Colección particular.

 

NIEVES DE ANTAÑO

En el recuerdo de John Berger y en su maestría a la hora de guiarnos por sus Modos de ver concluimos que el libro de Bonet es, al final, una de esas piezas que enseñan a mirar y a describir un cuadro. Entre todos los capítulos de nombres literarios que cuajan este libro: Nieves de antaño, De Budapest a la oxidada Praga la de los dedos de lluvia... nos detenemos en El retrato como interrogación. El retrato nos llama siempre desde una voz más interior. Releemos la descripción que hace Bonet del cuadro El orfebre: "En él luchan la sombra y la luz. Cuadro verdaderamente misterioso y mágico, realizado con gran economía de medios, blanco negro y todos los matices del gris: envolvente penumbra, y en ella un rostro apenas insinuado en clave caricaturesca, una mirada oculta tras unas gafas leves, un cráneo coronado por tres pelos, y un fondo -el gran protagonista de la escena- entre el Rothko final y esa composición extrema y pre-rothkiana que es el Perro semihundido de Goya. ¿Puede añadirse algo más a la emocionante descripción, entre densa y sucinta, de un cuadro que sin estar viendo, solo a través de la capacidad de "un contador de cuadros" podemos imaginar, casi ver y recibir el mensaje de su pintor?.

 

 

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"Miguel Galano" Juan Manuel Bonet Hércules Astur Ediciones, 2016. 319 pág. 

 

 

 

    - Bonet pinta la bruma de Galano -                                                           - Alejandra de Argos -

 

Son varios los sueños que han estimulado al hombre a viajar lejos: la búsqueda de oro y materiales preciosos, las especias o las medicinas. A estas ambiciones se remonta el origen de los jardines botánicos. En un primer tiempo los jardines eran lugares que reconstruían el paraíso terrestre, en ellos se trataba de reunir "todas las plantas y flores dispersas en el momento del pecado original". La forma y disposición de los jardines hacía referencia a símbolos religiosos. Más tarde llegarían los auténticos jardines botánicos, aquellos dotados de vocación científica. La palabra "paraíso" viene del griego paradeisos, que tiene su origen en la palabra pairidaeza, que significa "espacio cerrado", "parque" en el iranio anterior a la lengua persa.

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Inauguración del Jardín Botánico por Carlos III. Paret y Alcázar. Museo Lázaro Galiano. Madrid.

 

Son varios los sueños que han estimulado al hombre a viajar lejos: la búsqueda de oro y materiales preciosos, las especias o las medicinas. A estas ambiciones se remonta el origen de los jardines botánicos.

En un primer tiempo los jardines eran lugares que reconstruían el paraíso terrestre, en ellos se trataba de reunir "todas las plantas y flores dispersas en el momento del pecado original". La forma y disposición de los jardines hacía referencia a símbolos religiosos. Más tarde llegarían los auténticos jardines botánicos, aquellos dotados de vocación científica.

La palabra "paraíso" viene del griego paradeisos, que tiene su origen en la palabra pairidaeza, que significa "espacio cerrado", "parque" en el iranio anterior a la lengua persa. La estructura del jardín paradisiaco es simple. Se reproduce bajo una forma idealizad: el Chahar Bagh es un jardín dividido en cuatro partes representantes del agua, el fuego, la tierra y el aire. En el centro, una fuente de la que corre el agua, simboliza el orden.

 

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Chahar Bargh del Taj Mahal. Smithsonian Institution Museum. Washington

 

Un microedén

En su libro, Jardinosofía, (Turner) Santiago Beruete define la necesidad del ser humano de convertir un pequeño trozo de tierra en un microedén: "Es nuestra necesidad de paz, serenidad y equilibrio, sometidos como estamos a la permanente contradicción entre nuestro destino mortal y nuestra vocación de permanencia".

Hay una corriente subterránea que une la felicidad con el jardín desde el comienzo de la civilización. Hace unos 5.500 años surgieron en los valles del Tigris y el Éufrates las primeras ciudades. Paralelamente al proceso de sedentarización nacieron el estado, la escritura y también los jardines. El proceso tuvo lugar de manera independiente en seis zonas distintas del planeta: Mesopotamia, el valle del Nilo, del Indo, el del río Amarillo y la zona andina del Perú, con una diferencia a veces de cientos de miles de años. Herodoto atribuye el origen de la geometría en Egipto a la necesidad periódica de recuperar las lindes de los campos tras cada crecida del Nilo. Podría decirse que el jardín hizo su aparición en el Creciente Fértil de las tierras de aluvión de los grandes ríos creadores de las civilizaciones.

Fealdad y atraso

Posteriormente, el valor de las especies condujo a la fundación de jardines botánicos en las regiones tropicales, mientras que la instauración de los jardines botánicos en Europa debería atribuirse a la necesidad de medicinas extraídas de las plantas. El primer jardín botánico del mundo occidental fue, probablemente el de Salerno en el siglo XIV. En España seguimos celebrando aún el tercer aniversario de Carlos III (1716-1788), monarca fundador del madrileño Jardín Botánico.

Carlos III llegaba a Madrid el 19 de diciembre de 1759 en medio de una comitiva de colaboradores. Entre los que estaba el arquitecto Francesco Sabatini, operarios de la fábrica de porcelana de Capodimonte, a los que pronto se unirían pintores: Mengs,Tiepolo... El rey quedó atónito ante la fealdad, suciedad y atraso de Madrid. Con los años, empedraría sus calles, ordenaría una red de alcantarillado, la recogida de desperdicios en carromatos mientras ponía en marcha la iluminación de la ciudad.

La arquitectura fue la asignatura privilegiada del rey. Una de las obras en las que concentró mayor entusiasmo fue el proyecto del Salón del Prado. Desde que un incendio, en 1734, destruyera el Alcázar, Felipe V e Isabel de Farnesio se habían trasladado al palacio del Buen Retiro. La aristocracia buscó entonces solares en el paseo del Prado para construir sus palacios frente al Buen Retiro, al tiempo que terminaban las obras del Palacio Real y del Hospital General (hoy Museo Reina Sofía).

 

 

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Carlos III niño. Jean Ranc. Museo del Prado. Madrid

 

 

Álamos negros

Desde el Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda, se promovió la creación del Salón Del Prado que consistía en ensanchar el paseo entre Cibeles y Atocha plantando una arboleda de álamos negros y acacias, embelleciéndolo con fuentes y edificios nuevos. El encargado del trazado y desmonte del terreno fue José de Hermosilla quien había estudiado en Roma y recordaba el diseño de Bernini para la Piazza Navona, con sus tres fuentes mitológicas y su planta con forma de hipódromo. Ventura Rodríguez tuvo aquí la oportunidad de diseñar las fuentes de Cibeles, Apolo y Neptuno.

La Puerta de Alcalá se concibió como una magnífica entrada a la ciudad pero también como una pieza insertada en el proyecto del Prado. Sabatini se inspiró en los arcos triunfales efímeros hechos en Nápoles y Roma para recibir a Carlos III. Aquellas arquitecturas temporales sirvieron de campo de experimentación en el lento proceso de evolución del barroco a la aparente sencillez del Neoclásico en el que se enmarca la arquitectura del urbanismo de este nuevo barrio de Madrid.

 

 Jardin botanico en madrid  

Vista de la carrera de San Jerónimo y del Paseo Del Prado con cortejo de carrozas. (1680). Atribuido a Jan van Kessel III.

 

Carlos III pensó en crear en el Salón del Prado un gran conjunto dedicado al estudio de la Naturaleza. El Jardín Botánico fue su proyecto clave. El rey se ocupó minuciosamente de los detalles del Jardín, ordenando, rectificando, aprobando todo cuanto tuviera relación con su obra. El 25 de julio de 1774 ordenó trasladar a esta zona el antiguo vivero del Soto de Migas Calientes, creado por Fernando VI, a la vera del Manzanares. Para ello fue necesario comprar las huertas situadas en el olivar de Atocha perteneciente a los Jerónimos. También incluyó una gran avenida como homenaje a la razón, con su espina dorsal construida por edificios destinados al ejercicio científico: el Gabinete de Historia Natural (futuro Museo del Prado) o el Observatorio Astronómico.

Barroco tardío

Sabatini se encargó del primer dibujo del Botánico, de gran belleza pero que evidenciaba todos los defectos de un barroco tardío. Sin embargo el plano actual, de 1781, responde al trazado de Villanueva con una concepción geométrica, definida y una sensación inequívoca de orden. En 1785, cuando Villanueva comenzó las obras del museo del Prado, se planteó la necesidad de crear una nueva entrada que estableciera la relación entre ambos proyectos. Es la actual Puerta de Murillo.

Lo más ambicioso de la política científica del reinado de Carlos III, en relación con la botánica, es el proyecto de inventariado de la flora nacional y ultramarina. Las plantas, semillas y bulbos procedían de Perú, Chile, Nueva Granada, Nueva España... y eran enviadas por expedicionarios encargados de buscar nuevos ejemplares botánicos que tuvieran alguna utilidad para la medicina, la industria o destacaran simplemente por su belleza. Así, llegaron de América, nardos, dalias, orquídeas y heliotropos. También ejemplares del árbol de la canela o de la quina, la planta de la cochinilla con su precioso tinte rojo o los cedros, los ébanos del Perú y los palisandros.

 

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La puerta del Jardín Botánico desde el museo Del Prado. F.D. Marqués (1780). Museo de Historia.

 

En estos días de heladas en el Botánico, las copas de los olmos negros parecen brazos danzantes. Algunos árboles deben tener vidas secretas entre sus raíces. Ayer, aparecían los primeros despuntes de los lirios bajo el bicentenario ciprés que, según la leyenda, plantó Carlos III al borde de la "Terraza del plano de la flor". Uno de los carteles responde a un lirio que en primavera se viste de azul, blanco y color ciruela, se llama "Stairway to Heaven": podría ser un nombre de la antigua Persia, pero hoy, esa escalera celestial nos hace tararear la canción de Led Zeppelin: "Hay una dama que cree que todo lo que brilla es oro. Y compra una escalera hasta el cielo".

 

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Lirios en el Jardín Botánico de Madrid.

 

 - Un paseo de invierno por el Jardín Botánico -                                                           - Alejandra de Argos -

Es posible que lo primero que espontáneamente tienda a decir un occidental a la vista de lo que, en general, persiguen los distintos métodos de meditación oriental -a saber, la identidad entre yo y mundo, la no dualidad de la identidad iluminada-, es que no se trata de una meta posible de alcanzar. Más aún, que tampoco es algo deseable. Lo propio de la mentalidad occidental, lo que más profundamente le ha caracterizado y le caracteriza, es, por un lado, su convicción de la imposibilidad, consustancial a lo humano, de superar tanto el dualismo cognoscitivo y lingüístico entre pensamiento y ser (o entre sujeto y objeto, lenguaje y cosa), como el dualismo moral entre ser y deber-ser. Y por otro lado, y como consecuencia de esto, lo que nos caracteriza también es nuestra alta valoración y estima del yo personal, de la conciencia individual como el fundamento más elevado de todo lo positivo que el hombre tiene.

  carafrentealespejo Imagen de gemmav58.wordpress.com

 

Es posible que lo primero que espontáneamente tienda a decir un occidental a la vista de lo que, en general, persiguen los distintos métodos de meditación oriental -a saber, la identidad entre yo y mundo, la no dualidad de la identidad iluminada-, es que no se trata de una meta posible de alcanzar. Más aún, que tampoco es algo deseable. Lo propio de la mentalidad occidental, lo que más profundamente le ha caracterizado y le caracteriza, es, por un lado, su convicción de la imposibilidad, consustancial a lo humano, de superar tanto el dualismo cognoscitivo y lingüístico entre pensamiento y ser (o entre sujeto y objeto, lenguaje y cosa), como el dualismo moral entre ser y deber-ser. Y por otro lado, y como consecuencia de esto, lo que nos caracteriza también es nuestra alta valoración y estima del yo personal, de la conciencia individual como el fundamento más elevado de todo lo positivo que el hombre tiene: de su razón, de su libertad, de sus valores e ideales morales, de su ciencia, etc.

El occidental acepta, pues, y hasta cierto punto valora como positivo, el hecho de que el individuo sea un ser diferente y separado como por un abismo insalvable de la totalidad del mundo. Porque esa es la razón de su impulso de conocimiento y de su voluntad moral, ya que nunca se llega de manera efectiva ni a un conocimiento definitivo de la verdad absoluta ni a una realización moral de la perfección absoluta. Siempre se está en camino de ello, y esto es lo que estimula y fundamenta a los hombres en el desarrollo de su libertad, de su autonomía, de su creatividad y de su conciencia.

Para un occidental, esa coincidencia o  identidad del yo con el mundo de la que hablan las sabidurías orientales sólo puede ser, en el mejor de los casos, una metáfora, o sea, una visión. Una visión entendida como un simple espectáculo que se puede y se debe mirar sin perder nunca ni en ningún momento la conciencia de que, como yo que mira esa visión, soy otro respecto a esa visión que veo. Desde el momento en el que el yo quedara anulado, sobrepasado, sumergido o perdido en la realidad de lo que se ve o se siente, eso el occidental sólo lo puede entender como ebriedad, como trance, como sugestión, o sea, en definitiva, como locura. O el yo sigue consciente y bien entero, sabiendo bien que lo que ve son cosas diferentes de él mismo y que él mismo no es eso, o en cuanto se crea ser verdaderamente eso que ve o que suena es que está loco, o como se dice hoy con mucha mayor propiedad, es que está flipando.

En resumen, para un occidental no es posible ni deseable imaginar ningún estado espiritual consciente que no esté referido claramente a un sujeto, o sea, a un yo personal. En cuanto el yo queda anulado o sobrepasado, lo que tiene lugar entonces no es otra cosa que una caída en el inconsciente, y por tanto, una caída en algún modo o tipo de locura. En cambio, para un oriental está muy claro que sí es posible una conciencia y una mente sin yo, y que la conciencia puede llegar a ser capaz, mediante el empleo de métodos -que no tienen nada de inducción a la locura-, de trascender el estado del yo haciéndolo desaparecer para alcanzar un nivel de conciencia superior y más elevado.

 

 

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 Bill Viola – Tristan’s Ascension (The Sound of a Mountain Under a Waterfall)

 

El occidental piensa que la conciencia es siempre conciencia de algo, y por lo tanto conciencia de una diferencia entre el sujeto y ese algo que el sujeto ve, siente, conoce, etc. El occidental no entiende eso de que es posible una conciencia pura como superación de la mera conciencia personal individual, sin que esto signifique, para él, otra cosa que un simple caer en lo inconsciente. No puede entender cómo eso puede ser  el logro o la conquista del más alto conocimiento de sí y del estado más elevado de realización de lo que uno propiamente y metafísicamente es. Le es completamente ajena y extraña esa idea de una conciencia pura -tan familiar, sin embargo, al oriental. Una conciencia en la que ya no hay ningún yo como sujeto frente a un tú o frente a un ello como objetos, sino que lo que hay es simplrmente un ES, un ser que se autoilumina y que es precisamente Pensamiento, Espíritu, Uno-Todo, Brahman-Atman, Tao o Kundalini.

Tal es el conflicto al que resulta difícil encontrar solución. Y no trataré yo de aventurarme a darla en un asunto en el que mentes mucho más preparadas y perspicaces han fracasado. Sin embargo, sí puedo dar algunas razones de por qué creo que se produce este desacuerdo, y de cómo se podrían ver las cosas para que la contradicción resultara menos radical e insoluble. Se me ocurren, en concreto, estas dos. La primera se refiere a la diferencia existente en el concepto mismo de meditación que tienen el oriental y el occidental. Y la segunda es la diversa actitud que ambos tienen también en lo que se refiere al cuerpo.

Para un occidental, la verdad se desvela al pensamiento siempre y únicamente a través del lenguaje. En Occidente siempre se ha pensado en el lenguaje como el lugar propiamente dicho donde se contiene la verdad. Por ejemplo, cuando se creía que la verdad procedía de una revelación divina, ésta se situaba en las escrituras sagradas que adquirían así el estatuto de palabra de Dios. Cuando ya no se cree en eso, la verdad sigue situándose igualmente en el lenguaje como lenguaje de las ciencias, porque son las teorías científicas las que nos dicen la verdad acerca de las leyes del universo. En todo caso, la verdad va siempre unida a una dualidad nunca superable entre hombre y Dios,  entre yo y mundo, o entre lenguaje y realidad.

En Oriente, en cambio, la palabra, el discurso sobre la verdad, viene siempre después y como descripción de una verdad previa y sin palabras que tiene que experimentarse antes. O sea, que para poder ser dicha y explicada con palabras, la verdad tiene primero que ser vivida en una experiencia. De ahí que meditar, para un oriental, no es reflexionar ni discurrir con conceptos ni contemplar ideas. Las palabras, los conceptos y las ideas son, para él, algo distinto de las cosas y de la realidad. La palabra no es la cosa. La cosa sólo puede experimentarse como tal superando o yendo más allá del lenguaje que simplemente la dice.

De manera que el oriental no se deja convencer de que la verdad esté en el lenguaje ni en las teorías, que son puros entramados de conceptos y de términos abstractos. Él insiste en que la verdad tiene primero que ser vista, escuchada, o sea, física y espiritualmente sentida y aprehendida como imagen concreta y llena de significado. Esta es la razón de por qué en la meditación oriental los conceptos y las palabras son sustituidos por visiones, por sensaciones, por símbolos como verdades que se manifiestan a través de figuras y de imágenes. No se razona con conceptos esquemáticos y vacíos, puras abstracciones intelectuales sin contenido concreto, sino que se experimenta con símbolos y a través de símbolos.

 

 

 Dualidad 

 

 

En cuanto a la diversa actitud que ambas mentalidades, oriental y occidental, adoptan en relación con el cuerpo, aquí es donde me parece que está la clave para entender muchas cosas problemáticas de todo lo que llevamos dicho. Porque para el oriental es impensable una meditación en la que no esté absolutamente involucrada la totalidad del cuerpo.

El pensamiento occidental prescinde completamente, y de un modo incluso premeditado y preconcebido, de cualquier implicación del cuerpo, de las sensaciones, de las imágenes y de los sentidos en el pensamiento. Se trata, por todos los medios, de que el pensamiento de la verdad esté única y exclusivamente en los conceptos abstractos y en las palabras del lenguaje. Y el cuerpo queda entonces premeditadamente reprimido, rechazado, apartado como lo otro, como lo impulsivo, como lo inconsciente que estorba y amenaza con obstaculizar e impedir continuamente el puro discurso de la razón.

Frente a esta concepción, lo que caracteriza a la meditación oriental es, como hemos visto, que en ella están siempre implicados y concernidos tanto el pensamiento como el cuerpo. Lo primero que tiene que hacer el que practica la meditación oriental es adoptar una determinada postura con el cuerpo (o sea, cruzar las piernas, enderezar la espalda, fijar la mirada en un sólo punto). Tiene que ser capaz además de acompasar su respiración de modo que alcance un ritmo determinado, tiene que dominar el arte de la visualización de imágenes, tiene que eliminar las distracciones y el parloteo mental incontrolado. En suma, tiene que alcanzar un estado del cuerpo-mente como no dualidad en el que una determinada experiencia global hace su aparición y únicamente la hace bajo esas condiciones.

 En esta participación del cuerpo como elemento activo en el conocimiento de la verdad todos los detalles son importantes. Por ejemplo, es importantísimo, sobre todo el acompasamiento de la respiración. ¿Por qué? Pues porque la esencia del individuo es prana, o sea, aire, energía vital, chi, y eso mismo es también el universo. De modo que al respirar, el individuo está llevando a cabo una acción cósmico-metafísica. Concentrándose en la respiración y en su ritmo, el individuo experimenta ya de este modo tan elemental su coparticipación esencial y su unidad última con el cosmos. Y eso, junto con las posturas corporales y el control mental crea las disposiciones psicológicas que hacen posible intuiciones trascendentes a la conciencia.

De manera que la verdad no es sólo solo asunto de la parte intelectual y racional pura del individuo, sino que afecta y concierne también de un modo igualmente importante a toda su realidad corporal. Implica tanto a la mente como al cuerpo. Y esto es lo que significa la idea oriental de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad- y hacerse pensamiento del cuerpo-mente en su totalidad.

En conclusión, no hay por qué reducir la meditación oriental a una inmersión en lo inconsciente, y por tanto, a una caída en la locura, sino que hay que entenderla como atribución al cuerpo de un papel esencial en la realización del pensamiento. Eso, y no cualquier otra cosa extraña, es lo que hay tras la devaluación oriental del lenguaje abstracto y de la conciencia puramente intelectual. Para Oriente, el inconsciente es ese Uno-Todo, esa totalidad de lo que existe o Tao en el que se funde y se une todo lo diverso. De ahí que pueda reaparecer en nosotros, dentro de nosotros, aunque sea también algo exterior a nosotros y que nos sobrepasa.

 

 

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