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- Escrito por Elena Cué
Hannah Arendt, una de las pensadoras más influyentes del siglo XX, reivindicó el valor de la libertad, el pensamiento independiente y la acción política. Formada junto a Heidegger, Jaspers y Husserl, su obra conecta experiencia personal, filosofía y compromiso. Como exiliada, intelectual y testigo del totalitarismo, Arendt nos legó una reflexión lúcida sobre el poder, la responsabilidad moral y la necesidad de pensar en libertad para preservar la dignidad humana.
El interés por la figura y obra de la filósofa y teórica política Hannah Arendt (Alemania, 1906 – Estados Unidos, 1975) no sólo no se extingue, sino que está aún más vivo que nunca, a tenor de las numerosas publicaciones recientes. Entre ellas destaca: “Hannah Arendt. Una biografía intelectual” (Editorial Anagrama), del doctor en filosofía Tomas Meyer, que ha tenido acceso a documentación desconocida hasta ahora y que, de alguna manera, puede complementar la excepcional biografía de Elisabeth Young-Bruehl, de la Editorial Paidós, autora que tuvo el privilegio de que la propia Arendt dirigiera su tesis doctoral en Filosofía.
Pero, ¿por qué sigue tan vigente Hannah Arendt?. Puede ser porque se la continúa considerando una de las mentes más relevantes de la historia del pensamiento contemporáneo. Lo más atractivo es la fuerza de su pensamiento libre e independiente, forjado por su condición judía en una Alemania apocalíptica de principio del siglo XX, con una fuerte personalidad insobornable y una gran integridad moral, que hacen que volvamos, una y otra vez a ella y al legado que nos dejó, tanto en sus obras como en su ejemplo intelectual y vital. Arendt consideraba que la condición de un intelectual, para realizarse, tenía que venir de un anti-conformismo social. Y en coherencia a su pensamiento había pasado de la filosofía a lo político, al ámbito de lo público, porque entendía que el pensamiento debe estar al servicio de la acción y la libertad.
Hannah Arendt nació en Linden, Hannover, pero creció en Königsberg, la que fuera capital de Prusia Oriental, donde su familia había emigrado. Esta ciudad de la que se dice que uno de sus más ilustres residentes, Immanuel Kant, nunca salió de ella, se convirtió en el siglo XVIII en uno de los centros vitales más importantes de la Ilustración judeo-alemana. Arendt fue una niña precoz intelectualmente, con una memoria privilegiada y una curiosidad que agudizaba su observación. Tuvo conciencia de su identidad judía desde niña, de su diferencia, debido al antisemitismo que todavía no había llegado a sus cuotas más altas. Pero estas diferencias no fueron un problema para Hannah en cuanto a sentirse inferior o humillada. Creció sin prejuicios. Su madre, Marta Arendt, le dio una educación elitista alemana, en la que la lectura de las obras completas de Goethe eran una obligación, así como las máximas del poeta en cuanto a disciplina, responsabilidad y dominio de las pasiones. Es decir, una férrea formación para forjar sus capacidades físicas, mentales y espirituales.
Nuestra filósofa sufrió el deterioro de la salud de su padre, un hombre severo y culto, a causa de la sífilis y que moriría tempranamente en 1913. Vivió el miedo y la preocupación desde muy pronto, cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y los rusos se hallaban cerca de Königsberg, teniendo que huir a Berlín. Volverían dos meses después a su hogar.
Hannah estudió un tiempo en Berlín, donde atendía las clases de teología de Romano Guardini, uno de los miembros más brillantes de la escuela de los existencialistas cristianos. Aquí descubrió la obra de Kierkegaard, que despertó en ella un interés por la teología no dogmática, y decidió que sería su campo preferido en el que profundizar cuando llegara a la universidad. Empezó a escribir poesía con 17 años, con elementos románticos y una angustia heredada de Kierkegaard junto con un tono irónico y ambiguo. Su poesía habla del tiempo, un concepto existencial clave en sus escritos.
Su pensamiento iría evolucionando y sufriría una revolución filosófica cuando fue a estudiar a Marburgo. Allí tendría como profesores a dos de los más grandes filósofos alemanes, Martin Heidegger y Karl Jaspers. La mayor enseñanza que recibió de ellos fue la de aprender a pensar como actividad pura. En 1924 era apolítica, algo que cambiaría con el tiempo por no poder vivir ajena a la realidad del momento. De Jasper heredó también el compromiso práctico en lo político.
Pero la gran revolución a todos los niveles se produjo con la figura de Heidegger, que entonces tenía 35 años y se convirtió en su mentor y posteriormente en su amante. En 1922, recién instalado con su mujer Elfriede en Marburgo, fue nombrado profesor justo cuando estaba empezando a escribir su obra célebre “Ser y tiempo”. La filosofía de Heidegger fue muy atractiva y causó un gran impacto entre los estudiantes, especialmente por su enfoque crítico hacia la tradición y su intento de renovar el estudio del ser. Heidegger, en un esfuerzo de superación, propuso una nueva forma de pensar la existencia, situándola en el tiempo y centrándose en la experiencia humana concreta —lo que llamó el Dasein, o “ser-en-el-mundo”. Los apasionados alumnos se reunían después de las clases para contrastar y discutir posteriormente qué había entendido cada uno, pues las clases de Heidegger tenían su dificultad por su complejidad y profundidad. La intensa relación amorosa e intelectual que mantuvieron Arendt y Heidegger finalizó pronto. Heidegger simpatizó con el régimen nazi y Arendt era judía. El suyo fue un amor imposible, aunque su relación continuó a lo largo del tiempo de forma intermitente.
La distancia se produjo cuando Hannah decidió ir a Friburgo para estudiar un semestre con Husserl, el mentor de Heidegger. El padre de la fenomenología también sería quien dirigiría su doctorado, otro de los más grandes de la historia de la filosofía, un gran privilegio. Esta influencia fue determinante para equilibrar el rigor filosófico con una profunda atención al mundo real y a la condición humana.
Huyó a París después de que se produjera la quema del Reichstag, el Parlamento alemán, en 1933. Los arrestos masivos que se llevaron posteriormente a cabo por Hitler, fueron traumáticos y reveladores de lo que se avecinaba. En París Hannah viviendo en condiciones precarias, trabajó activamente por los derechos de los refugiados judíos. Colaboró con organizaciones sionistas en el auxilio a los judíos exiliados que deseaban emigrar a Palestina y que necesitaban ayuda jurídica.
El amor por la poesía había sido otro vínculo entre Hannah y su maestro, pues la poesía siempre acompañó la vida de Hannah. Para Heidegger la poesía se erigió en el lenguaje capaz de revelar las verdades profundas que el pensamiento racional no alcanza. Para Goethe el gran poder de la poesía se encontraba en que se elevaba por encima de lo particular, de lo individual a lo general, a lo universal, y por lo tanto, se perpetúa en el tiempo y más allá del tiempo.
Sus exhaustivos análisis en el ámbito de la teoría política están fundamentados, por un lado, en su propia experiencia, dada por su condición de paria y de apátrida durante 18 años. Pero, por otro, sobre todo en su más intensa actividad política, incrementada a partir de 1951 en Nueva York, donde se exilió hasta su muerte. Sus escritos de pensamiento político son muy reveladores y valiosos hoy, al ofrecernos herramientas para comprender y enfrentarnos a los desafíos de las democracias contemporáneas, con dilemas como la manipulación de la verdad, el auge de los totalitarismos o la banalización del mal.
- Pensar en libertad, Hannah Arendt - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Kilian Lavernia
¿Cuánto daría por no recordar en el trabajo sus problemas económicos? ¿Cuánto por olvidar el avance de su depresión desde que murió su padre? Más aún: ¿se imagina ejercer su trabajo al margen de la gravedad de la vida misma, esa que se abre a la vulnerabilidad que nos constituye, incluyendo sus heridas y cargas, incomodidades y sufrimientos? ¿O al margen de sus deberes, obligaciones y responsabilidades como padre, hijo o amigo, acaso como contribuyente o ciudadano, como ser humano que se expone de continuo a las inevitables transacciones y encuentros en las múltiples dimensiones de su espacio público y social?
¿Se imagina llegar a casa tras una agotadora jornada laboral y no tener que recordar a su odioso jefe? ¿Ni a ese compañero de trabajo insoportable con el que lidia todos los días? Mejor todavía: ¿se imagina no llevarse a casa ninguno de los sinsabores de su lugar de trabajo, olvidar sus dinámicas tóxicas y estresantes, sus enervantes lenguajes, convenciones y rituales? En suma: ¿se imagina abrir la puerta de su hogar y tener la certeza de que ninguna de estas dimensiones del mundo laboral va a interferir en su vida personal?
Planteemos ahora el escenario inverso. ¿Cuánto daría por no recordar en el trabajo sus problemas económicos? ¿Cuánto por olvidar el avance de su depresión desde que murió su padre? Más aún: ¿se imagina ejercer su trabajo al margen de la gravedad de la vida misma, esa que se abre a la vulnerabilidad que nos constituye, incluyendo sus heridas y cargas, incomodidades y sufrimientos? ¿O al margen de sus deberes, obligaciones y responsabilidades como padre, hijo o amigo, acaso como contribuyente o ciudadano, como ser humano que se expone de continuo a las inevitables transacciones y encuentros en las múltiples dimensiones de su espacio público y social?
Pues bien, ambos escenarios no remiten a una utopía, sino a una distopía que lleva por título Severance, una conocida serie de ciencia ficción producida por Apple TV+ –traducida al castellano por Separación y disponible también en Movistar +–, cuya segunda temporada ha terminado recientemente y sobre la que quisiera compartir algunas reflexiones filosóficas tan incidentales como abiertas; pues felizmente esta trepidante serie no ha concluido, y todo cuanto escriba sobre esta obra creada por el guionista Dan Erickson y dirigida y producida por Ben Stiller deberá mantenerse en una prudente provisionalidad. Confirmada una tercera temporada, la interinidad de estas notas de trabajo constituyen un alto en el camino para subrayar algunos motivos y temas que la emparentan con la filosofía, y en tal condición cabrá ejercer un derecho a veto futuro.
Severance se centra en la vida de Mark S. (Adam Scott) como empleado de una multinacional llamada Lumon Industries; hasta aquí todo normal. Sin embargo, la distopía existe porque él y los otros tres trabajadores que forman el departamento de “Refinamiento de Macrodatos” –Irving B. (John Turturro), Dylan G. (Zach Cherry) y Helly R. (Britt Lower)– se han sometido voluntariamente a un proceso de separación cognitiva conocido como “severance”. Tal es la sugerente premisa: Lumon les ha implantado un chip cerebral que permite disociar completamente su vida laboral de su vida personal. Así, de nueve a cinco, de lunes a viernes, Mark S. es un tipo moderadamente contento y diligente que lidera un departamento que cumple sus objetivos cuatrimestrales; pero al terminar su jornada y abandonar la planta subterránea con el ascensor, el chip se activa y retorna a su rutinaria vida como Mark Scout, a su aislamiento social y reciente viudedad, a la soledad de su casa apareada, triste y vacía como él, sin recordar en absoluto qué ha hecho, vivido o sentido en la oficina.
Dos identidades, un pacto fáustico
He aquí el particular contrato firmado con su empleador, un pacto fáustico que plantea un ángulo interesante sobre el problema filosófico de la identidad: mientras dure su vinculación laboral con Lumon, ni Mark S. sabrá de Mark Scout, ni Mark Scout sabrá de Mark S. La activación del implante al entrar y salir de la oficina garantiza que no compartan experiencias ni recuerdos, creando dos sujetos estancos que tienen percepciones y conciencias del tiempo vivido inconmensurables. Desde esta perspectiva, Severance aborda interrogantes clásicos sobre qué define realmente nuestra identidad personal. De hecho, ¿son o no la misma persona? Así, por ejemplo, si el criterio fuera la continuidad o no de la conciencia –cuya orientación se da como memoria, tal como sostuvo Locke–, habría argumentos para defender la idea de dos Marks distintos; por más que compartan un mismo cuerpo, parecerían constituir dos identidades solipsistas en diferentes tiempos y lugares, incapaces de transaccionar recuerdos ni percepciones de lo vivido.
Sobre el papel, el contrato promete una separación perfecta: el diseño no tanto de un alter ego en el que se interiorizaría una faceta oculta o inconsciente del sujeto, sino la promesa tecnológica de dos identidades aparentemente autónomas que actuarían en dos esferas de acción distintas: la laboral y la personal; al primero lo llamarán, coloquialmente, innie, al segundo, outie. He aquí el inicio de la declaración grabada que este último deberá leer antes de someterse a la operación:
I have, of my own free accord, elected to undergo the procedure colloquially known as severance. I give consent for my perceptual chronologies to be surgically split, separating my memories between my work life and personal life.
Todo contrato, por supuesto, suele tener sus cláusulas abusivas, y según avanza Severance constatamos que la existencia de esas dos identidades nunca debe entenderse en términos de igualdad; de hecho, como buena distopía, la serie muestra que ocurre todo lo contrario, reactualizando la célebre crítica marxiana sobre cómo la alienación del trabajador le hace perder invariablemente la capacidad de determinar su vida y destino. Así, el contrato fáustico nos invita a una reflexión sobre cómo la alienación de los sujetos respecto de su trabajo en Lumon y respecto de sí mismos se troca en perversas formas de servidumbre, voluntarias e involuntarias, al menos desde dos vertientes: la servidumbre voluntaria con un mismo y la servidumbre involuntaria para con la empresa.
Por un lado, los cuatro empleados de “Refinamiento de Macrodatos” no son personas jurídicas que puedan hacer un uso pleno de sus derechos (laborales); es más, hablarles de remuneraciones justas o abusos gerenciales, de protección social, representación sindical o recurso a la huelga sería emplear un idioma tan desconocido como inservible. No hay reconocimiento de su identidad jurídica porque como trabajadores carecen de voz propia, y de hecho su destino jamás lo decidirán ellos sino solo sus outies fuera de Lumon: no podrán romper el contrato ni cogerse una baja, igual que no verán la nómina ni podrán pensar qué sueños cumplir con ella. Ante esta cárcel provocada por uno mismo y perfectamente diseñada por el empleador, esta primera forma de servidumbre voluntaria con uno mismo alcanza tintes trágicos: pues aunque, quemados, decidiesen abandonar su trabajo, incluso cuando, desesperados, intentasen suicidarse como la becaria Helly R., la última palabra la tendría siempre su outie. I am person. You are not. I make the decision. Yo do not, llegará a escuchar con dureza Helly R., con su propia voz e imagen grabadas desde afuera.
Enmarcado en una mordaz crítica a nuestras modalidades de (auto)explotación laboral, a las oscuras derivas del sujeto de rendimiento contemporáneo, este pacto fáustico ratifica la inquietante constatación de que Mark S. y su equipo no tienen elección ni huida posibles: inmovilizada su conciencia en ese espacio-tiempo, tienen que seguir trabajando para alguien que no son exactamente ellos, como rehenes de su propio secuestro; una suerte de autoexplotación externalizada y eternamente despierta, sin fines de semana, que nos habla de patologías bien cercanas aunque tamizadas por la negra sátira. Pero detrás del humor persiste la pesadilla, o más bien convive con ella creando una sensación de absurdo existencial, casi surrealista. Aunque terminen la jornada hastiados, con dudas o miedos, los cuatro despertarán nuevamente en el ascensor, de golpe, al día siguiente, encadenados a su puesto, a la manera de la vieja condena de Sísifo; pues no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza, alertó ya Camus, algo que encarnan los innies, cuya identidad está circunscrita a un presente productivo de ocho horas, a un bucle infinito de repeticiones insertadas en un brutal experimento conductista donde no saben de qué está narices están trabajando.
Por otro lado, el contrato fáustico nos habla también de una esclavitud involuntaria, puesto que la separación no genera, en el puesto de trabajo, una relación igualitaria entre empresa y persona. A primera vista, los empleados son ciertamente adultos, pero conviene no olvidar que cualquier nuevo trabajador nace adulto dentro de la empresa, en un sentido (casi) figurado: pues despierta de repente, un día, espatarrado sobre una larga mesa, y es la voz de sus propios compañeros la que lo activará, como quien configura un dispositivo, de modo que sus primeros pasos como homo laborans estén perfectamente protocolizados mediante un lacónico cuestionario. Who are you? What is your name? What is or was the colour of your mother’s eyes?, le preguntan a la neonata Helly R., a lo que seguirá un balbuceo silente. En el fondo, para Lumon ese terrible silencio es la prueba de toque de la completa falta de libertad e igualdad de sus trabajadores.
Bajo esta luz, la centralidad temática de la infantilización representa un ángulo decisivo de esta servidumbre. Dado que los innies son tipos productivos sin pasado ni futuro, sin camino formativo o educación sentimental, su comportamiento semeja al de niños mansos y callados, algo vergonzosos. Su humanidad es innegable, aunque ingenua, pues como niños en un parvulario son ávidos de reconocimiento por un trabajo cuyo sentido desconocen por completo. La parodia corporativa es insuperable y la estética kitsch subrayará esta infantilización: fiel al sacrosanto manual de compliance, trabajan por objetivos, incentivos y recompensas, como perros pavlovianos que deben alcanzar los resultados del cuatrimestre, en cuyo caso recibirá premios materiales (gofres, frutas, trofeos...) como inmateriales (un baile, una sesión de terapia...). Severance satiriza ese capitalismo de la emoción que ha ludificado nuestros mundos del trabajo, haciendo de la pueril motivación y gratificación instantánea motores de un mayor rendimiento. A esa caricatura se le sumará la constante preocupación empresarial por el bienestar del innie: pues dentro de ese productivo engranaje de positividad no hay lugar para signos de tristeza, e incluso la muerte se reducirá a una cuestión perversamente simple. Quitting would effectively end your life, afirmará Mark S., con una naturalidad tan tranquila como inquietante.
Variaciones laborales sobre el mito de la caverna
Una de las claves más sugerentes de Severance es haber logrado que el espectador asista, expectante, al espectáculo mismo de la liberación de los innies. Para el hombre posmoderno, el espectáculo de la libertad se consume mucho mejor desde el cómodo sofá de casa que desde la incerteza existencial de la calle, y, como ocurriera en El show de Truman, la puesta en escena de esta serie ha generado un hipnótico deleite entre el público. En cierto modo, somos como voyeurs en un plató claustrofóbico llamado Lumon, y disfrutamos acompañando a esos cuatro desnortados personajes por sus tanteos al intuir, con razón, que la realidad que se les ha venido presentando a los sentidos puede no ser la auténtica. Ahora bien, ¿podrán liberarse?
Reflexionar sobre las dificultades que entraña el camino del conocimiento y la eventual liberación de las cadenas que aprisionan a Mark S. y su entrañable equipo es abrirse a interrogantes filosóficos. De hecho, traer a colación los paralelismos con el mito de la caverna platónico no resulta descabellado, porque los innies tampoco han visto nunca la luz del día, ni disponen de ventanas que se abran hacia un afuera que les permita experimentar el mundo exterior. Como los esclavos encadenados en la alegoría platónica –un relato ya de por sí cinematográfico–, irrumpen en un mundo ya interpretado, donde su imaginación está secuestrada por quienes han hecho de su ignorancia un estado perpetuo de cautiverio. Así, en lugar de ver las sombras de objetos proyectados sobre una pared, comprenden su realidad desde los objetos e imágenes, espacios y significados diseñados por Lumon: la fría oficina y sus ordenadores, los fluorescentes, pladures y agobiantes pasadizos, los cuadros, señales y lugares de recreo. Pero sobre todo comprenden su mundo desde la creencia en una serie de relatos, desde un delirante dispositivo narrativo formado por dogmas e imaginarios, lenguajes y rituales en torno a la historia de Lumon y las ocho generaciones de CEOs que conforman el árbol genealógico de la deificada empresa familiar. Los innies no tienen cultura: lo único que deben conocer es la cultura corporativa, y creer fielmente en ella, como quien cree en una religión.
Que la siniestra multinacional sea ridiculizada desde extravagantes formas contemporáneas de religiosidad e idolatría es una de las aportaciones más originales de Severance. Desde fuera, el espectador disfruta de la irónica construcción del relato mitográfico, las resonancias bíblicas en torno al founding father Kier Eagen, cuyo evangelio los empleados deben conocer a pies juntillas. Jesus. No. Kier, oiremos en un delicioso intercambio entre Helen e Irving al visitar la réplica de su casa museo. La dimensión religiosa de ese heroico relato empresarial, de su preceptiva dogmática y moral, resulta ciertamente paródica, y rinde un sarcástico homenaje a las clásicas tomaduras de pelo de sectas que han engrosado sus cuentas a partir de un mero cuento. The work is important and misterious –rezará el insuperable lema–. And we deal with uncertainty the way that Kier would’ve wanted.
Vivido desde dentro, en cambio, ese relato nos habla de un dispositivo de poder que ejerce un férreo control sobre el alma de los trabajadores. Hay una suerte de poder pastoral, por decirlo con Foucault, y es efectivo: a través de la palabra y la regla de Kier, la reglamentación de la forma de vida de los innies será monitorizada a todas horas por los supervisores de este experimento, guías espirituales e intérpretes ortodoxos del evangelio; como nos enseñó Orwell, toda distopía totalitaria construida en torno al culto de un líder necesita sus funcionarios y guardianes, a ser posible fanáticos, como la tenebrosa miss Cobel (Patricia Arquette). En suma: la observancia de la regla es decisiva porque implica el control sobre los cuerpos, las emociones y el bienestar del trabajador, garantizando así una felicidad laboral sin tristezas ni deseos que estén al servicio de la deseada productividad cuatrimestral.
De laberintos intramuros y extramuros
Así las cosas, ¿cuál es el camino de la liberación? ¿Cuál el movimiento para llegar al conocimiento de la verdad? A diferencia del mito platónico, donde los esclavos que ven la luz del Sol y contemplan la idea del Bien deben volver a la caverna para convencer a los demás encadenados que las sombras que ven solo son meras apariencias de las cosas, la serie parte de la imposibilidad de un proceso dialéctico del alma, de una toma de conciencia de esa su condición radicalmente alienada en Lumon. Al menos inicialmente, existe una incomunicación entre ambas esferas salvo por el pasadizo del cuerpo, ese lugar de huellas y heridas donde a ratos se escapa un chichón o un rasguño inexplicable para su otro yo. Ante esta impermeabilidad, se han trazado dos movimientos paralelos, si bien diacrónicos y estancos, dos búsquedas detectivescas de la verdad en dos laberintos distintos, intramuros y extramuros, que no conseguirán entrelazarse hasta que la trama avance
Dentro de Lumon, Mark S. y su equipo empiezan a investigar la planta subterránea y sus recovecos; así, el descubrimiento de un mapa escondido, o la lectura secreta de un libro –un ridículo manual de autoayuda filosófico– se convierten en símbolos de cómo la irrupción de un conocimiento externo, prohibido, cambia siempre la naturaleza de la realidad percibida. Si todo conocimiento es poder, dicha irrupción semejará a ese fuego prometeico que avivará su imaginación y hará de antesala del amotinamiento. Juntos comenzarán a sospechar y dudar con timidez, actitud que irá trocándose poco a poco en pequeñas rebeldías frente a sus guardianes. El vagabundeo por los pasillos les conducirá a otros departamentos incomunicados y a entender que la ignorancia no solo les afecta a ellos, sino que, como las piezas de una maquinaria burocrática kafkiana, existen otros trabajadores alienados cuya existencia desconocían: tal será la aventura del (re)conocimiento a través de otros como ellos.
El panóptico, por supuesto, no se lo pondrá nada fácil. Gestionado por miss Cobel y su sonriente adlátere mister Milchick (Tramell Tillman), los administradores de este brutal experimento se encargarán de que nunca sepan en qué parte del engranaje se encuentran; ellos no se han sometido a ninguna separación, y son excelentes guardianes de las esencias de Lumon. Para ello cuentan con todos los mecanismos posibles de dominación y manipulación, en un arco que hubiera puesto los pelos de punta a Foucault: vigilar y castigar, disciplinar, premiar y cuidar el alma. En balde: la infantilización y obediencia dejan paso, primero, a una rebelión de las pequeñas cosas, seguido de la irrupción de la duda, la sorna y el sarcasmo, la abierta desfachatez y rebeldía que se resumirá en la sentencia de Irving al final de la primera temporada. Let’s burn this place to the ground.
¿Y en el exterior? También Mark Scout irá atando cabos, aunque sus pesquisas como outie avancen no tanto por voluntad propia cuanto por acontecimientos externos. Este matiz no es menor. De manera consciente, decidió hacer de su separación cognitiva un refugio lenitivo tras la muerte de su mujer; aunque parcial, el borrado de memoria para aligerar ese peso del recuerdo fue querido, y es un recurso que evoca temas tratados en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Elevándose a símbolo de actuales geografías de la soledad, sus dificultades para elaborar la memoria de la ausente y restablecer una justa distancia para seguir viviendo con la pérdida nos recuerdan que las cavernas de olvido parecen legítimas cuando el trabajo del duelo se vuelve insoportable, y sin embargo son traicioneras. No me refiero tanto a su alcoholismo funcional o a su carácter ligeramente antipático, sino al hecho de que sea su espacio privado el que termine de aislarlo emocionalmente, aumentando su vulnerabilidad, así como la incomunicación hacia los demás; en este sentido, Severance aborda cómo la incomprensión ante la pérdida no encuentra oídos en una sociedad que –lo vemos todos los días– tiende privatizar el dolor, a esconderlo juntos a otras tristezas y miedos.
Esta es la amarga ironía. El mundo “real” no es que sea mejor ni necesariamente liberador; de hecho, el mundo exterior deviene un lugar de sutil vigilancia y control, de sombras y dudas, y tras ciertas reticencias Mark Scout decide indagar por cuenta propia, siguiendo los pasos de un antiguo compañero huido de Lumon, abriendo el interrogante sobre una arriesgada reintegración de las dos conciencias. Al plantearse la posibilidad de que la persona separada pueda reunificarse de nuevo, la serie ha sabido pivotar hacia temas fascinantes como la lucha por la recuperación del trauma y la identidad perdida, por la plena reconstrucción de una memoria sesgada por la herida y cauterizada con la promesa de la separación. Separarse siempre es, lo queramos o no, una forma de perdernos a nosotros mismos, orillar esa incómoda extrañeza que nos atraviesa y, sin embargo, constituye.
Frente a la separación, la fuerza del eros
Desde el final de la primera temporada, Severance ha ido confirmando la idea de que la separación perfecta es una quimera. El espectador ha descubierto que el implante de sus empleados puede activarse en cualquier momento fuera de Lumon; asimismo, les han permitido salir al mundo exterior ofreciéndoles simulacros escenificados de la realidad, incluso traer a sus familiares a la oficina, cesiones debidamente incorporadas para contener el “levantamiento de Macrodata”. Con un pragmatismo cínico, el panóptico acepta reformas internas y modula relatos, sube sueldos y cambia el personal, una voladura controlada para garantizar la productividad y mantener la ficción. Pese a ello, la idea de una separación unívoca y el presunto carácter impermeable de esas dos identidades se ha ido erosionando con el descubrimiento del deseo y la irrupción de una fuerza como la del eros. Maybe love trascends severance, llega a sugerir Dylan G. de pasada, con cierta ironía, sin llegar a barruntar el alcance filosófico de esa intuición.
Como buen dispositivo totalitario, Lumon aspira a un férreo control sobre las emociones de sus trabajadores y reglamenta la prohibición expresa del amor –The handbook forbids taking heart to other employees–, pero no ha previsto la universalidad de una fuerza que pervive más allá de ese principio de individuación que les mantiene presos en la cárcel de un yo; así, el amor trasciende espacio y tiempo, y les eleva incluso hacia personas desconocidas, convirtiéndose en un impulso fundamental de su actuar. Tal es el baluarte inexpugnable de lo afectivo y lo corpóreo, también de lo erótico y sexual que anida en una existencia que nunca fue solo laboral sino poderosamente humana. Tell him his name, le gritará Dylan a Milchick, con una violencia inusitada en él; saber el nombre de su hijo desconocido, aun cuando no lo abrace jamás, se convertirá en símbolo de una lucha por conquistar la realidad inalienable de un amor paternal que ya no cabe atemperar.
El amor no tiene por qué tener sentido: muchas veces es un bucear a ciegas, algo que veremos en Irving B., alguien que jamás se había salido de la norma, gentil y sensible, que admira los lienzos colgados en las asépticas paredes de Lumon. De hecho, es la dimensión inconsciente de la pintura la que sublimará su infatuación amorosa por Burt, el jefe de departamento de “Optics and Design”, como un canal hacia la realidad de su deseo: un bello amor platónico que de golpe se verá truncado por el despido de Burt, algo que para los parámetros de Irving implica la muerte. I want the pain to be over. If he is gone and I’m gone then somehow we will be together, afirmará, devastado. A su manera, Irving será consecuente y abandonará Lumon, pero resulta fascinante cómo su outie ha emprendido, sin saber por qué, la búsqueda de un nombre garabateado sobre un papel: Burt. Eso es también, en parte, el amor: bucear bajo un nombre concreto, y no poder dejar de hacerlo ni conseguir una comprensión clara y distinta, desde la pura incertidumbre; y así, transferida en el mundo exterior, aflorará la reminiscencia de que Irving amó a Burt, por más que ninguno de los dos lo recuerde más que como extraña sensación de complicidad.
El otro ejemplo es la evolución de Mark S. y Mark Scout; de nuevo, dos movimientos paralelos, a ratos contradictorios, definirán su relación con la fuerza del eros. Por un lado, en el laberinto subterráneo de Lumon, Mark S. ha emprendido una búsqueda, que es un extraño descenso, hacia su particular Beatriz, pero lo hace no en nombre de su deseo y recuerdo, sino representando el derecho de su outie a recobrar aquello más preciado: su mujer Gemma, a la que creíamos muerta, y víctima de un macabro cautiverio. Encerrada en lo más oscuro del dispositivo, la búsqueda de Gemma es paradójica, porque tener la extraña certeza de que amamos a alguien cuya cara, al mismo tiempo, no reconoceremos en absoluto, tiene algo de desgarrador y sin embargo noble: Mark S. lucha para restañar la memoria herida y restaurar la vida de Mark Scout.
Por otro lado, Mark S. descubre que el coqueteo y el cariño, el encuentro sexual y la educación sentimental que ha vivido con Helly R. es también real, pero al mismo tiempo sabemos que ella, en el exterior, es la heredera de Lumon Helena Eagen: la jefa infiltrada por antonomasia, que ha terminado siendo descubierta por sus compañeros. Sin duda el personaje rebelde de Helly R. revela una valentía inesperada: She doesn’t have the right to take my identity, reclama frente a Mark S. Así, en el romance entre ambos, una trama que se complica desde otros vectores, se plantea la interesante pregunta de si la dignificación del deseo de los innies es la prueba de que sí tienen una identidad por la que luchar y rebelarse, por la que reivindicar la humanidad radicalmente inexpugnable de su vida. Tal vez el trepidante final de la segunda temporada haya confirmado esta intuición: en un inesperado conflicto de intereses con su outie, Mark S. ha decidido autoafirmarse como un individuo que aspira a ser libre quedándose en Lumon, negándose a que la realidad de su deseo por Helly R. quede suprimida para siempre; poderoso gesto, no exento de paradojas, cuyas consecuencias deberán constituir, sin embargo, el reto para la siguiente temporada.
Algunas conclusiones
Como buena distopía, Severance logra describir a la vez un mundo que no existe y una versión deformada, reconocible por momentos, de nuestro mundo actual. En tal condición su abordaje exagera o distorsiona determinadas problemáticas culturales, laborales, sociales, etc., creando sin embargo una distancia sumamente productiva donde algunos desafíos para el individuo contemporáneo se vuelven, de repente, algo más nítidos. Para medir esa distancia entre la ficción y la realidad, el mecanismo de la sátira negra, tan divertida como a ratos absurda, es un gran vehículo estético para abordar una crítica sardónica a nuestra cultura moderna: desde las nuevas formas de (auto)explotaciones y alienaciones del homo laborans en el sistema capitalista hasta las nuevas cartografías contemporáneas de la soledad individual y el aislamiento emocional, pasando por el espejismo de una desconexión liberadora de nuestro ‘yo’. El humor convive con la gravedad de temas muy actuales, y no hay ironía o delicioso sarcasmo que reste un ápice de seriedad al proyecto.
Hasta el momento, Severance ha mostrado que el ser humano sigue, pese a toda incertidumbre, a la búsqueda de sentido y nuevas conexiones, y en esa perseverancia su mensaje como obra de ficción lo acerca a la filosofía. ¿Por qué deberíamos darlo por perdido? Frente a un mundo que prefiere subrogar el dolor o externalizar la negatividad, bloquear nuestra memoria más incómoda o mitigar cualquier pérdida en renovados refugios (tecnológicos, religiosos, políticos…) que terminan siendo perversamente totalitarios; frente a un mundo que desea aligerar aquellas cargas que nos hacen verdaderamente humanos, que hacen de la vida una intensidad que merece la pena ser vivida pese a todo sufrimiento, dotándola de plenitud y sentido, Severance se niega a abrazar la liviandad de la existencia. De este modo, dignifica el reto de asumir una identidad compleja que no rehúya la multiplicidad de vivencias y situaciones que forjan nuestra personalidad, pero también conquistar la realidad de nuestro mundo, nuestro deseo y el lugar del otro que lo colma.
- Severance y la filosofía - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Elena Cué
En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años.
En la actualidad, con varios focos bélicos activos en el mundo, se plantea la cuestión necesaria sobre los límites éticos necesarios en toda guerra. Un filósofo que se adelantó en siglo y medio a la constitución de la Organización de las Naciones Unidas con su visionaría propuesta de “una asociación universal de Estados”, fue el filósofo de la Ilustración Immanuel Kant, cuya obra “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita” (1784) cumple ahora 240 años. Esa Organización Internacional estaría basada en un órgano jurídico superior encargado de mantener la paz entre los Estados, utilizando el derecho como instrumento para su realización, y de este modo conseguir la tan ansiada y deseable “paz perpetua”.
Kant defendió este proyecto de Constitución de una comunidad de Estados con una “justicia global”, es decir, con leyes, instituciones y procedimientos democráticos de cumplimiento entre las naciones, para mantener la seguridad internacional y hacer posible la paz y el respeto a los derechos humanos. Para lo cual cierto grado de democracia se debería implantar a escala mundial, reforzándose los valores morales y políticos pero prevaleciendo sobre ellos la doctrina del derecho.
Es interesante también como Kant aludió, al mismo tiempo, a la fuerza pacificadora del libre mercado, en el sentido de que las naciones cada vez dependan más de las crecientes interrelaciones del mercado mundial, de modo que les obligue más a cooperar entre sí. Pero también, por otro lado subrayó la función crítica de una opinión pública mundial que movilizara la conciencia moral y la participación política de los ciudadanos, pues «las violaciones del derecho en un lugar de la tierra se sienten en todos los demás». Kant entendía la historia impulsada por la tendencia hacia un fin supremo de realización y progreso, de modo que las capacidades humanas se irían desarrollando hacia una cada vez mayor libertad y moralidad. Lo cual no sucedería si en la sociedad no tiene lugar la cooperación de individuos libres basada en la justicia social.
Nuestra realidad actual es que esto no se está produciendo con alguna eficacia. Los organismos supranacionales no ejercen su capacidad jurídica para emplear la fuerza contra los Estados soberanos, con el fin de cumplir el derecho cosmopolita e impedir las guerras. Por ello, el filósofo alemán Jürgen Habermas (1929) ha pedido el retorno al proyecto internacionalista kantiano de una Constitución mundial.
Las medidas que se tomaron tras la II Guerra Mundial, parecían seguir, en parte, la sugerencia de Kant de formas de federación de Estados con leyes compartidas y de estrecha colaboración entre ellos capaces de hacer imposible que volvieran a repetirse las devastadoras catástrofes de las guerras que habían asolado a Europa. Así nacieron, junto a un plan de ayuda para la reconstrucción económica (plan Marshall), la ONU, después el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya (1945), la OTAN (1949), el Tratado de París (1951) y la Unión Europea, organismos que han contribuido de manera importante a preservar la paz durante más de 50 años.
La pregunta que debemos plantearnos hoy es qué tipo de crisis nos acecha, pues todos estos organismos están resultando ineficaces ante el aumento de la tensión belicista y el resurgimiento de la amenaza de una guerra nuclear en el panorama internacional. No hay duda de que, en su trasfondo más profundo, el gran problema del mundo occidental actual es su profunda crisis de valores, su quiebra moral. El catedrático de Filosofía moral de la universidad de Salamanca, Enrique Bonet Perales, en su último libro “Ética de la guerra” (Editorial Tecnos), recuerda los criterios morales que nos ofrece la historia del pensamiento como herramientas para poder enjuiciar con solidez los acontecimientos belicistas actuales. Bonet defiende que los principios éticos son anteriores y superiores al Derecho, pues es la ética la que inspira al Derecho y, por tanto, debería preceder al Derecho Internacional al orientar los comportamientos de quienes ostentan hoy el poder político, militar o económico.
Desgraciadamente, los valores morales y políticos han retrocedido peligrosamente, en las últimas décadas, ante el triunfo arrollador de los valores económicos. No es posible dejar de reconocer todos los beneficios que el progreso técnico y económico nos ha producido. Pero, como ya advirtió Kant, a ese progreso técnico no ha acompañado un progreso también moral, igualmente necesario hoy y tan provechoso como los beneficios de la economía.
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- Escrito por Iker Martínez Fernández
Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones.
Séneca conocía muy bien los riesgos que entraña una pasión desmedida. Por eso, en las cartas dirigidas a su amigo Lucilio, le aconseja evitar un carácter sometido a los vaivenes emocionales. Tampoco se mostraba partidario de practicar eso que hoy conocemos como empatía. Porque empatizar significa identificarse con una persona que se encuentra en una determinada situación, generalmente difícil, y compartir con ella sus emociones. Pero para Séneca empatizar suponía más bien claudicar ante la amenaza que acecha tras las agitaciones humanas: la rendición de la razón al sentimiento. Si Séneca evitaba la empatía no era por un afán despiadado y cruel, sino porque temía que la emotividad nublara nuestro entendimiento.
La muerte de Séneca, Pedro Pablo Rubens
La idea se aprecia con claridad en su exploración sobre la ira. Séneca la concibe como un impulso indeseable que debemos soslayar. Esto no significa que ante una situación injusta debamos permanecer impertérritos. Si alguien se cruza con nosotros en la calle y nos propina una bofetada, será natural sentir sorpresa y una fuerte «sensación de ultraje», pero conviene evaluar la situación antes de dejarse arrebatar por el impulso de venganza. En su tratado sobre la ira señala: «Alguien se ha considerado ofendido, ha querido vengarse, al instante se ha apaciguado porque lo ha disuadido un motivo cualquiera; no llamo ira a esto, una emoción del espíritu que se pliega a la razón; ira es lo que sobrepasa la razón y la arrastra consigo» (De ira II, 3, 4). El problema de las emociones es ese semblante oscuro, propenso a dominar nuestra capacidad de discernir lo bueno y lo malo. Por eso, ante la situación descrita podemos devolver la bofetada al agresor o acudir a la policía y realizar una denuncia. Si optamos por lo segundo, la razón habrá triunfado sobre el deseo de venganza, pues habremos estimado la posibilidad más conveniente dentro de aquello que depende de nosotros hacer. No se trata de seguir caminando como si nada hubiera sucedido ni de «poner la otra mejilla».
Aristóteles mostró una reserva similar ante los excesos emocionales. Sin embargo, proponía una aproximación distinta: las emociones no tienen por qué ser negativas si conseguimos gestionarlas. La ira ha de evitarse, pero no en todos los casos; en determinadas circunstancias, si logramos canalizarla, puede resultar conveniente y útil.
Muchas veces se ha dicho que los estoicos como Séneca rechazaban las emociones. Esto es cierto sólo en parte. Los estoicos más antiguos reprobaron todo tipo de emoción, pero lo hicieron en referencia a un modelo, el sabio, que era ejemplo de racionalidad perfecta, otra forma de decir que sólo existía en la mente de los filósofos. Cuando en Roma el estoicismo se convirtió en algo distinto a un sistema filosófico cerrado y coherente y pasó a ser un conjunto de valores para orientar la vida humana, filósofos afines como Séneca tuvieron que admitir que el modelo de sabio era imposible de alcanzar. Las emociones son parte de la vida humana y resulta imprescindible gestionarlas. Por eso, estoicos y aristotélicos terminaron convergiendo en este preciso aspecto, a pesar de sus diferentes puntos de partida.
Esta reflexión me ha venido a la cabeza con la lectura del último libro de Mariana Alessandri, Visión nocturna. Un viaje filosófico a través de las emociones oscuras, publicado en 2022 por Princeton University Press y traducido al castellano a finales de 2024 por la editorial Kôan. Alessandri es profesora de Filosofía en la fronteriza Universidad de Texas Valle del Río Grande, la primera universidad bilingüe anglo-española de Estados Unidos. El objetivo del ensayo, ameno y accesible, consiste en «salir de debajo de la luz de la filosofía antigua» (p. 71) en lo que se refiere a la concepción de algunas emociones que tradicionalmente han sido arrinconadas por su iniquidad, como la ira o la angustia. Frente a estoicos y aristotélicos, Alessandri propone que tales emociones no deben considerarse intrínsecamente patológicas, sino instrumentos que permiten canalizar nuestras inquietudes y preocupaciones para alcanzar un mundo más justo. ¿Cómo no sentir ira o angustia ante algunas injusticias que nos rodean? Estas emociones supuestamente oscuras son parte necesaria del proceso para resolver los problemas que las desencadenan. Por lo tanto, frente a las reticencias y sospechas de los filósofos antiguos, Alessandri quiere destacar su potencial ético y político.
Aunque la posición de partida del libro es correcta, esto es, no se puede negar que los Antiguos sospecharon a priori de la ira o la angustia, las conclusiones de Alessandri no parecen ser distintas de las de Séneca y Aristóteles. Y es que también la filósofa estadounidense reconoce que, en ocasiones, la ira puede desencadenar situaciones injustas, razón por la cual debe someterse a un minucioso escrutinio. Igual sucede con la angustia, de cuyo profundo pozo a veces resulta muy difícil salir. En realidad, más que con el estoicismo o el aristotelismo, Alessandri se muestra crítica con la lectura que de estas filosofías se está haciendo en los últimos tiempos, sobre todo por parte de los gurús de la psicología positiva.
La psicología positiva es una tendencia que Martin Seligman llevó al éxito hace algunos años en Estados Unidos y que hoy gana terreno también en Europa. Su propuesta para alcanzar la felicidad ha sido magistralmente explicada y sometida a crítica por el célebre ensayo de Edgar Cabanas y Eva Illouz, Happycracia. Como la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. A juicio de los autores, detrás del éxito de esta corriente psicológica es fácil observar un conjunto de valores en alza para definir eso que se ha venido conociendo como inteligencia emocional: individualismo, sinceridad con uno mismo, determinación, resiliencia, optimismo o automotivación. Late en el fondo la idea según la cual la responsabilidad por la propia felicidad corresponde enteramente al individuo, sin que el contexto social, político o cultural sean relevantes a este respecto.
La pregunta es: ¿tiene la psicología positiva algo que ver con el estoicismo y el aristotelismo? Según se mire. Es cierto que, al igual que la psicología positiva, el estoicismo responsabiliza al ser humano de su propia felicidad, pero la moral de la responsabilidad que se deriva de esta premisa es para los estoicos antiguos ajena al individualismo tal y como hoy lo concebimos. Para ellos, la virtud -y con ella, la felicidad- consistía en someterse a unas normas de conducta prescritas por la razón. La libertad del ser humano no era, como es hoy, una facultad de elegir la forma en que se quiere vivir, sino la disposición a asentir ante las reglas que la razón había predispuesto. Los filósofos de esta escuela explicaban su concepto de libertad de manera muy gráfica con la imagen de un perro atado a un carro en movimiento: el perro puede optar por moverse en el mismo sentido que el carro o permanecer parado. Pero si opta por esto último, el carro terminará arrastrándolo.
No, los valores de la psicología positiva dibujan un agente moral moderno dotado de autonomía de la voluntad. Un individuo libre que define criterios propios para evaluar su éxito personal y social. En este aspecto la psicología positiva es hija de nuestro tiempo. Un estoico y un aristotélico considerarían ingenuo y peligroso este tipo de individualismo y no comprenderían qué se quiere decir cuando se habla de automotivación. Es más, el estoico antiguo diría que sólo el sabio y nadie más que él es capaz de comprender, nunca de crear, las normas morales derivadas de la razón. Y, con todo, este sabio sería, como ya he señalado, un ser semejante a un dios. Séneca y Aristóteles se contentarían con racionalizar nuestras emociones, que es, en definitiva, lo que Mariana Alessandri propone en su libro.
Por todo ello, pienso que aquello que incomoda a la autora de Visión nocturna es una determinada deriva de los valores y creencias de la Modernidad, deriva que no comparte y que combate, creo que con razón, de manera precisa y eficaz. A este respecto hay dos elementos de la obra que me parecen muy valiosos: el primero es la indagación en las pasiones oscuras. Se disecciona la ira, la angustia, el duelo y la depresión tratando de distinguir lo que estas emociones tienen de aprovechable y lo que no. Este ejercicio dialéctico, propiamente filosófico, resulta muy interesante y esclarecedor. En sentido estricto, el libro trata de arrojar luz sobre la oscuridad que ha envuelto a dichas emociones. El segundo aspecto no ha sido para mí menos iluminador. Me refiero a las fuentes de las que se nutre el ensayo. Por él circulan Kierkegaard y Unamuno, pero también autoras casi totalmente desconocidas para el público español no especializado, como Audre Lorde, Gloria Anzaldúa, María Lugones o bell hooks, a las que justamente se da la palabra. Otras voces que matizan, exploran y horadan el sufrimiento humano no para descartarlo de plano, sino para aceptarlo como compañero en nuestra pesquisa hacia el desembocadero de la platónica caverna.
- Visión Nocturna - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Iker Martínez Fernández
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención.
Eric Voegelin (Colonia, 1901 – Stanford, 1985) es un filósofo aún poco conocido en España, incluso en los ambientes académicos. Sin embargo, su obra capta con agudeza algunos problemas de las sociedades modernas occidentales para cuyo análisis ofrece conceptos que merecerían nuestra atención. Su obra fundamental, Order and History, en cinco volúmenes, todavía no ha sido, hasta donde yo sé, traducida al castellano. Sí lo han sido, en cambio, Las religiones políticas, Fe y filosofía y La nueva ciencia de la política, donde se puede acceder a algunas de sus principales ideas en el ámbito de la filosofía y la teología política.
Voegelin se doctoró en Viena con el más célebre abogado del positivismo jurídico, Hans Kelsen, y trabajó en la Universidad de la capital austriaca hasta 1938. Su obra Rasse und Staat (Raza y Estado), de 1933, calificada por Hannah Arendt como la mejor exposición del pensamiento racista, dejaba poco margen al filósofo de Colonia para convivir con el nacionalsocialismo. Fue separado de su puesto y emigró a Estados Unidos, donde recalarían otros destacados pensadores de su generación, como la autora de Los orígenes del totalitarismo, Leo Strauss o su maestro Kelsen. Tras su paso por diversas universidades estadounidenses, se asentó en Luisiana. En 1958, tras aceptar el ofrecimiento del gobierno de la República Federal Alemana para ocupar la cátedra de ciencia política de la Universidad de Múnich, Voegelin regresó a su país. Una década más tarde, disgustado por la situación de la universidad alemana y, en general, por lo que consideraba la persistencia de los problemas morales que habían propiciado años atrás el nacionalsocialismo, decidió retornar a Estados Unidos, donde prosiguió sus investigaciones hasta su fallecimiento.
De la mano de José María Carabante, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, Trotta nos ofrece ahora una serie de conferencias que Voegelin impartió en 1964 durante su estancia en Múnich y que posteriormente el autor publicó como libro bajo el título Hitler y los alemanes. El ensayo es un penetrante análisis sobre las condiciones intelectuales y morales que permitieron el ascenso al poder del nacionalsocialismo en tres ámbitos concretos: el académico, el religioso y el judicial. La tesis que se defiende en este conjunto de conferencias es que la degeneración moral sufrida por la sociedad alemana durante los años treinta, reforzada por una fuerte escisión entre los valores morales y políticos, por un lado, y los espirituales, por otro, fue la causante del proceso de deshumanización que permitió a los líderes nacionalsocialistas realizar su programa de exterminio del diferente. Ahora bien, lo que más inquietaba a Voegelin era que los relatos que Alemania se había dado a sí misma tras el fin de la Segunda Guerra Mundial denotaban que el páramo espiritual continuaba a la altura de los años sesenta.
En el ámbito universitario, Voegelin parte de un conjunto de estudios publicados por el medievalista Percy Ernst Schramm con el título «Anatomía de una dictadura» en Der Spiegel. En ellos se trataba de edificar un relato aséptico de algunos aspectos de la vida y la personalidad de Hitler, así como el influjo que habían tenido en su entorno y en el devenir del régimen. Su aparición había provocado un fuerte revuelo en Alemania por un supuesto exceso de condescendencia hacia la figura del dictador. Voegelin rechaza estas acusaciones y considera que el problema reside más bien en la mediocridad analítica de la obra derivada de un paupérrimo aparato conceptual para hacer frente a la aberrante deformación moral que supuso aquel régimen político.
Para el filósofo alemán, escritos como los de Schramm evidencian los límites éticos del historicismo, que narra los hechos como si se tratase de una crónica periodística ajena a toda consideración hacia la dignidad humana. Y este es realmente el problema, pues el mero relato de los hechos no resulta curativo sin un entramado de valores que los encuadre moralmente. Obras como la de Schramm indican más bien la persistencia de una sociedad enferma que ha olvidado los valores de justicia heredados de la tradición occidental, grecorromana y cristiana, a los que nuestro autor se refiere como «apertura a la trascendencia».
Este hecho resulta aún más grave si se examina el posicionamiento de las instituciones eclesiásticas alemanas, sin que a este respecto existan diferencias significativas entre las protestantes y la católica. Voegelin se sirve de los trabajos de varios historiadores para mostrar que las iglesias únicamente se preocuparon de los efectos perniciosos de las políticas inhumanas del nacionalsocialismo en relación con los judíos y otros grupos étnicos cuando ellas mismas o sus greses se vieron afectadas.
Pero quizá el capítulo más interesante sea el titulado «Descenso al abismo legal», pues en él se estudian las condiciones necesarias para la existencia de un Estado de Derecho, el constructo más relevante y duradero de los juristas alemanes del siglo XIX. La tesis de Voegelin a este respecto se edifica sobre las ruinas de la filosofía antigua: en las sociedades moralmente enfermas no es posible el Estado sometido a las leyes, pues los cimientos de este no se asientan en los textos legales, sino en el sustrato moral proporcionado por la historia. Más concretamente: la legitimidad del Código Penal, y con ella la aceptación social y su defensa pública, no procede de factores internos al ordenamiento jurídico (como por ejemplo, que tenga forma de ley o de decreto, o que haya superado un procedimiento establecido para su aprobación, como afirmaba el normativismo patrocinado por su maestro Kelsen). Es exactamente al revés: el Código Penal se integra en el ordenamiento jurídico de un Estado porque sus preceptos se alimentan de unos principios morales modelados por la comunidad generación tras generación.
Ahora bien, ¿cómo distinguir una sociedad enferma de una sana? A juicio de Voegelin, la primera es capaz de diferenciar con nitidez eso que nuestro autor denomina primera y segunda realidad, para acto seguido otorgar prioridad a la primera. En Hitler y los alemanes Voegelin no describe en detalle qué sea la primera realidad, definida simplemente como apertura a la trascendencia. Creo que no es desencaminado suponer que con esta denominación se refiere a aquello que los filósofos antiguos denominaban «vivir conforme a la naturaleza», un aserto ciertamente vago que, en último término, remite a una fundamentación religiosa -no necesariamente adscrita a una confesión concreta- de la vida humana. El abandono de la idea del ser humano como imago Dei que es consciente de sus posibilidades y de sus carencias constituye para nuestro autor un imperdonable descuido de la Modernidad.
De manera que la muerte de Dios decretada por la filosofía del siglo XIX ha dejado la fundamentación de la vida individual y social en manos de ideólogos, los modernos sacerdotes, que han venido a cubrir este vacío. La ideología política ha pasado así a convertirse en un club exclusivo que concita adhesiones entre quienes comparten la ortodoxia y produce rechazos hacia los que discrepan.
Las personas dominadas por su ideología viven en la segunda realidad. Se conducen como don Quijote, quien rendido a la pasión de su ideal (comportarse como un caballero andante), olvida sus limitaciones y su realidad concreta -su primera realidad- y ve gigantes donde solo hay molinos de viento. Sancho, que procura mantenerse en ella, se ve paulatinamente arrastrado por la locura quijotesca (o segunda realidad), pues carece de la energía moral para oponerse a ella. Algo similar a lo que ocurrió al pueblo alemán durante los años treinta.
Voegelin dedica agrias palabras a los intelectuales de aquellos años. Su culpabilidad es doble, pues son, por un lado, cómplices de unos hechos que deberían haber previsto. Pero, más aún, lo son por aceptar la segunda realidad nacionalsocialista como un mero entretenimiento intelectual. El dardo contra Heidegger resulta evidente.
Eric Voegelin
Voegelin no conoció el mundo de las redes sociales, donde en demasiadas ocasiones resulta difícil distinguir la realidad de la ficción, o la verdad de la mentira. Para nosotros, que sí lo conocemos, resulta muy sencillo comprender qué significa la segunda realidad y sus perniciosas consecuencias. Mucho más complicado es para las mujeres y los hombres de hoy comprender hasta dónde quiere llegar el autor cuando nos habla de la primera realidad. Queramos o no, lo cierto es que somos hijos de la Modernidad. Y entre las ideas que esta fase de la historia de Occidente ha sumergido bajo las aguas de Lethe, el río de la desmemoria de la mitología griega, se encuentran aquellas que conformaban la religión como el hilo que tejía la cohesión social. Voegelin quiere destacar este hecho, pero no ansía una teocracia. Sencillamente realiza una llamada de atención sobre las consecuencias negativas de esta grave circunstancia.
¿Cómo salir del atolladero? Voegelin no nos lo dice, y no lo hace porque no resulta fácil hacerlo. Regresar al pasado es, por imposible, una pésima idea; tan mala como olvidarlo o despreciarlo como si se tratase de una fase primitiva o preparatoria de la actual. ¿Qué nos queda entonces? Tal vez imitarlo a la manera en que los antiguos concebían la imitación, que no es la nuestra. Es esta una cuestión de enorme importancia que, sin embargo, ha de quedar para otra ocasión.