Alejandra de Argos por Elena Cue

Nuestro mundo -ahora ya globalizado- se mueve y avanza nerviosamente impulsado por la utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos. Pues mucha gente espera de este avance, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. De un modo u otro se cree que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Y aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones y los autoengaños para guiarse sólo por la luz de la razón.

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Nuestro mundo -ahora ya globalizado- se mueve y avanza nerviosamente impulsado por la utopía del crecimiento económico y tecnológico indefinidos. Pues mucha gente espera de este avance, con mayor o menor conciencia, la solución de todos los problemas que nos plantean nuestras limitaciones físicas y psíquicas, y los retos que surgen de nuestra vida en sociedad. De un modo u otro se cree que este crecimiento indefinido permitirá por fin a la humanidad, en algún momento futuro más o menos próximo, alcanzar la completa satisfacción de su continua búsqueda de felicidad. Y aunque esto pueda ser sólo un mito, o una fantasía, se trata, en realidad, del mito más extendido y operativo de nuestra época, y el que goza de mejor salud en una civilización que se jacta de haber dejado atrás las supersticiones y los autoengaños para guiarse sólo por la luz de la razón.

El desarrollo del modelo capitalista y los espectaculares avances científico-técnicos que se han producido en los dos últimos siglos han transformado de manera importante a las sociedades actuales, pues han hecho que aumenten los niveles de vida allí donde han logrado desarrollarse con éxito. Los índices de bienestar material se han visto elevados muy considerablemente si se los compara con los de los países no capitalistas, o que han permanecido en sus formas de producción y de distribución tradicionales. El logro de la riqueza, por lo tanto, el disfrute de los productos de consumo cada vez nuevos que ofrecen los mercados y la competitividad han impulsado esta utopía de un crecimiento económico y tecnológico indefinidos presentándose como los medios definitivos para conseguir una vida feliz. No es discutible, pues, que la tecno-ciencia, por un lado, y el capitalismo por otro han creado un entorno nuevo en el que las condiciones materiales han mejorado de manera constante.

También es cierto, sin embargo, que este desarrollo ha tenido efectos menos positivos que forman parte del funcionamiento mismo del sistema, como la lucha de clases, la inestabilidad, las crisis, las desigualdades actuales, los riesgos de todo tipo que se siguen de los mismos avances científicos y tecnológicos, en particular la destrucción imparable y cada vez más preocupante del medio ambiente. Al servicio del mercado, el objetivo último de la tecnología es transformar el mundo natural, refractario o indiferente a nuestros deseos, en otro que resulte tan coincidente con nuestras aspiraciones y caprichos que no notemos diferencia alguna entre éstos y lo que podamos obtener de ese nuevo mundo tecnológicamente transfigurado. Un mundo, por tanto, de confort, de comodidad, que nos obedezca sin esfuerzo por nuestra parte, y que se adapte en todo a nuestra imaginación y a nuestra voluntad. Un mundo constituido, en suma, tan sólo por la satisfacción continua de lo que se nos pueda ocurrir y de lo que podamos querer, incluso de aquellas cosas que hubiéramos podido considerar con toda razón inalcanzables.

Todo el conjunto de artefactos tecnológicos o electrónicos comercializados, objetos que nos permiten, por ejemplo, acumular inmensas cantidades de música, películas, fotografías o una biblioteca digital de 25.000 volúmenes en un chismecito que cabe en cualquier bolsillo y cuyas páginas podemos ir pasando con sólo mover un dedo. Toda la variedad de productos informáticos cada vez con más prestaciones y funciones, y cada vez más fáciles de usar, dóciles, sumisos, obedientes, prometen, expresan y ofrecen una felicidad consistente en sensaciones de placer, conmociones de alegría y de sorpresa distribuidas en dosis frecuentes. Todo ello por el módico precio que implica su adquisición y posesión cuando se los compra.

El consumismo, pues, impulsado por la propaganda comercial, ha convertido el poder adquisitivo y los niveles de compra de los ciudadanos de un país en la mejor medida de su grado objetivo de felicidad y de proximidad a la utopía. Porque el poder adquisitivo logrado es lo que justifica el esfuerzo y el duro trabajo, la competitividad y la lucha por la ganancia económica. Ese poder de compra se siente entonces como la justa compensación obtenida para alcanzar y disfrutar de la así merecida felicidad. De ahí el intenso placer que nos produce tirar a la basura las cosas que poseemos y que ya no nos resultan atractivas para comprarnos otras que ahora deseamos. Esta plenitud del disfrute del consumidor es lo que se identifica hoy con la plenitud de la vida.

 

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Andreas Gursky. diptych 99 cent store II. 2001. C Print. © Andreas Gursky

 

O sea, el volumen de nuestra actividad consumista y la posibilidad de adquirir continuamente nuevos objetos en sustitución de otros, aunque no los necesitemos para nada, es el principal índice con el que se suelen medir hoy distintos elementos de nuestra plenitud de vida, tales como nuestra posición social, nuestra autoestima en el marco de la competición por el éxito, y nuestro mayor o menor sentimiento de autorrealización. En suma, se generaliza la convicción de que las posibilidades de una vida digna, gratificante, una vida que valga la pena vivirse, depende, ante todo y sobre todo, de todo eso que miden las cifras oficiales del crecimiento económico. Las imágenes de la publicidad comercial llenan la pantalla infinita de la sociedad de consumo. El espectador vive en una realidad saturada de imágenes que subordinan su deseo a los fines de la economía del consumo: no hay nada que desear más allá de un cuerpo joven, de la ostentación de un coche de lujo, del glamour de un perfume de impacto. Y los que no compran quedan relegados a la infelicidad.

El problema es que esta utopía tiene consecuencias importantes: la persecución desenfrenada del crecimiento genera un productivismo que destruye el medio ambiente y amenaza con socavar las condiciones de nuestra supervivencia en el futuro. En la declaración final de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se puede leer esto: "La causa principal de la degradación continua del planeta es un esquema de consumo y de producción no viable, en particular en los países industrializados". Las propuestas que se hicieron, a partir de esta constatación, para preservar la Tierra se quedaron desde entonces en simple papel mojado. Y veintidós años después las cosas han empeorado mucho: las emisiones de CO2 han aumentado un 10% de media, siendo las de EEUU de un 18%. Con la industrialización de China e India, el CO2 aumenta cada año en 8.000 millones de toneladas. El clima se recalienta, el agua potable empieza a escasear, los bosques desaparecen, muchas especies vivas están en vías de extinción, se disuelve la capa de ozono, proliferan las lluvias ácidas, se agotan y contaminan las aguas subterráneas...

En suma, nuestra mentalidad consumista hoy dominante y cada vez más globalizada, tanto en economía como en política, no es capaz de responder a los retos globales que pesan sobre el futuro del planeta. Se tiene la sensación de que la máquina de producción y consumo marcha incontroladamente hacia la destrucción progresiva de las condiciones materiales de supervivencia, y es ingenuo pensar que vaya a detenerse para cambiar su velocidad y su rumbo.

 

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¿Significa esto una crítica retrógrada a la tecnificación y al progreso socioeconómico? Pues no necesariamente. Lo que se debería plantear es la cuestión de cómo continuar mejorando las condiciones de vida de más gente sin hundirla en un modelo productivista-consumista "utópico", y este adjetivo significa en este contexto entonces disparatado, engañoso, mítico y nefasto para la humanidad y para el planeta. Hoy la protección del medio ambiente es un problema mundial, como lo es también la necesidad de justicia social, la paz entre las naciones, la defensa de los derechos humanos, y tantas otras cosas más. Por ello los retos son grandes, porque no se trata sólo de cambiar la mentalidad, sino, más aún, de cambiar la forma de vivir de casi todo el mundo. Y esto no es en absoluto probable que vaya a suceder. No obstante, es urgente mirar hacia delante y buscar alternativas, trabajar en medidas de reorganización y de autoprotección, y combatir esta especie de tanatopolítica anti-ecológica que se practica desde la inconsciencia y desde la miopía que mira sólo el corto plazo.

 

- Mirar hacia delante -                                       - Página principal: Alejandra de Argos -

 

 

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Seguramente muchos de ustedes ya sabrán lo que son los mantras. Se trata de sílabas sagradas, esotéricas, que no tienen ningún significado en el lenguaje común y ordinario, pero que pueden, sin embargo, permitir el acceso a los aspectos metafísicos del universo. Este es el caso privilegiado del probablemente más famoso grupo de estas sílabas mántricas, om mani padme hum, sin duda la frase más usada para la meditación y de la que vamos a hablar limitándonos, por esta vez, sólo a su sílaba inicial OM.

En el budismo tántrico tibetano, OM representa la totalidad del universo, o mejor dicho, la esencia mística de ese UNO-TODO que es la no dualidad y que es, en consecuencia, innombrable. OM, por lo tanto, no es una palabra, sino sólo un sonido articulado. O sea -y esto es muy importante- no sirve para designar, para nombrar el TODO-UNO, sino que simplemente es una voz que alude a él, que indica o que simboliza esa no dualidad.

Una palabra, tal como la definen hoy todos los profesores actuales de lengua, es la unión de un significante (que es el sonido) y un significado (que es su contenido semántico, lo que significa), existiendo entre ambos un vínculo convencional por el que tal sonido designa o nombra tal cosa. El mantra, por el contrario, es, como digo, sólo un significante que no nombra ningún significado, sino que sólo lo sugiere, lo recuerda, lo evoca.

Aun así, para que el mantra pueda mostrar, sugerir o permitir el acceso a ese significado al que alude hacen falta estas dos condiciones. La primera es que no basta con que simplemente cualquiera diga OM para que automáticamente, de forma inmediata y como por arte de magia, su sentido metafísico último se haga presente. Para que ese sentido metafísico y místico del mantra se muestre es preciso que OM se pronuncie con una determinada forma de respiración, con un determinado modo de recitarla que únicamente se consigue tras una larguísima y complicadísima práctica de entrenamiento meditativo.

 

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O sea, para captar, intuir y realizar el poder del mantra, no basta simplemente con pronunciarlo, sino que hay que hacerlo vibrar físicamente dentro del propio cuerpo. O dicho esto de otra manera: hay que producir, con la participación de todo nuestro ser -cuerpo y mente-, un canto que se manifieste como un sonido absoluto. Y absoluto aquí quiere decir el hecho de que, al cantarse, el mantra OM tiene que anular cualquier otra percepción que no sea la de su propio sonar. Mientras suena OM todo lo demás debe quedar borrado, cancelado, omitido y olvidado. O en otras palabras: todo debe quedar transformado, transfigurado en ese único sonido que suena excluyente y exclusivamente como OM.

Por lo tanto -y esta es la segunda condición-, el individuo que pronuncia el mantra OM en la meditación no puede tener ya ni otras palabras ni otras sensaciones ni otros pensamientos. Si en el momento de recitar el mantra se logra que todo lo que existe quede condensado, fundido en el sonido OM, entonces ya no se distingue un sí mismo del individuo que canta frente a un mundo de cosas y de ideas como ser del universo pensado o contemplado en la meditación. El sí mismo del que medita se vuelve también sonido OM, desde el momento en el que todo el universo se resume, se condensa y se manifiesta como ese canto o ese sonido OM.

Y así es como la identidad del individuo con el universo, la no dualidad o unidad de los contrarios, se hace real y presente cuando OM vibra como el sonido de la unidad que reúne y que contiene, dentro de sí, la diferencia entre sujeto y objeto, entre yo y mundo. Por ello, y en conclusión: OM como mantra puede realizar esa coincidencia entre yo y mundo, aboliendo la dualidad, porque su canto concreto, vibrante, concentrado durante la meditación puede hacer real y presente de manera verdadera esa coincidencia metafísica entre el sí mismo (Atman) y el ser del universo (Braman).

 

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A la vista de esto resulta interesante proponer alguna explicación de por qué y de cómo un determinado modo de recitar OM puede lograr tal estado de no dualidad. Mi opinión es que eso se consigue porque esa forma de recitar el mantra OM logra vencer la antinomia o la paradoja que existe entre el silencio (que es el dominio de la unidad) y la palabra (que es la expresión de la dualidad). Esta antinomia entre silencio y palabra es, por ejemplo, la que explica por qué sólo el hombre tiene lenguaje y los animales no.

El animal vive siempre en un estado de no escisión, o sea, de unidad de su ser mismo con la naturaleza. No tiene las dualidades que tenemos los seres humanos: en el plano de nuestro pensamiento (dualidad entre palabra y cosa, entre concepto y ser) y en el plano de nuestro comportamiento (dualidad entre ser y deber-ser). Por eso los animales no tienen lenguaje articulado propiamente dicho, sólo emiten sonidos que son como significantes, ni tienen tampoco moral, es decir, no viven la diferencia entre ser y deber-ser, sino que son lo que son y por eso son amorales.

Pues bien, puesto que el ser humano vive consustancialmente siempre en la dualidad del lenguaje hablado, una de las posibles formas de intentar expresar su no dualidad originaria, su unidad o identidad metafísica con el Uno-Todo puede ser el mantra, que no es otra cosa que la paradoja de una palabra silenciosa. Una palabra silenciosa en el sentido de que no dice nada, de que no transmite ningún contenido distinto a su sonido mismo, pero que funciona en el individuo que la recita y en su acto de meditación como un símbolo de transformación

¿Qué es esto de un símbolo de transformación? Pues es un símbolo capaz de superar -de ir más allá de- la diferencia que el lenguaje introduce siempre, por sí mismo, entre significante (sonido presente) y significado (contenido semántico ausente). Lo característico de un símbolo de transformación, como el mantra OM, es realizar la unidad concreta de estas dos cosas. Lo característico del símbolo de transformación es que eso a lo que alude (la no dualidad) -y que es una realidad ausente, desconocida y no alcanzada para el individuo ordinario-, se llega a manifestar en él produciéndole un determinado efecto de transformación y de metamorfosis, un nuevo estado de conciencia.

La sílaba OM no es sólo, por tanto, un símbolo como metáfora que evoca el UNO-TODO, sino que es, debidamente pronunciada y cantada, metamorfosis, transformación del individuo que la recita, en cuanto hace posible la realización de la unidad entre su yo y el universo.

Naturalmente, esta coincidencia se produce sólo de manera instantánea, o sea, sólo como un momento, como un instante en el que algo que antes no se producía, se produce y se experimenta para dejar enseguida otra vez de producirse, cuando el individuo vuelve a su estado de conciencia normal. La experiencia de la coincidencia de yo y mundo no se inmoviliza en una especie de detención atemporal de ese estado como algo definitivamente ya alcanzado, sino que necesita, para continuarse, de la reactualización, de la reiteración una y otra vez de la experiencia de la unidad a través de la producción de símbolos siempre nuevos en la práctica diaria de la meditación.

Me gustaría acabar con un corolario de todo lo dicho a modo de conclusión: para el punto de vista de las filosofías orientales (indias y chinas, en concreto), la verdad no es sólo asunto de la parte intelectual del individuo, es decir, de su razón. Afecta y concierne también, de un modo igualmente importante, a toda su realidad existencial, incluido, de manera esencial, su cuerpo. O sea, la búsqueda de la verdad implica tanto a la mente como al cuerpo. Y eso es lo que significa la idea de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene de algún modo que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad-, para hacerse pensamiento del individuo en toda su realidad existencial, cuerpo y mente.

 

- El canto de lo innombrable-                                        - Página principal: Alejandra de Argos -

Sospecho que mucho antes que Denis Diderot escuchara en casa de Madame d’Epirey la historia que había conmocionado en la primavera de 1758 a los círculos progresistas parisinos sobre los infortunios de la joven religiosa Marguerite Delamarre, ya sobrevolaba sobre su brillante cabeza la idea de escribir acerca de la vida en los conventos franceses de la primera mitad del siglo XVIII. Diderot nunca olvidó el triste final de su querida hermana en el convento de las Ursulinas de Langres, su ciudad natal, donde fue recluida por su débil salud mental. La historia de Marguerite Delamarre comenzó cuando sus padres, con a penas tres años, la enviaron a un convento donde permaneció hasta su muerte a pesar de sus desesperados intentos de abandonar una vida de privaciones y sacrificios.

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Sospecho que mucho antes que Denis Diderot escuchara en casa de Madame d’Epirey la historia que había conmocionado en la primavera de 1758 a los círculos progresistas parisinos sobre los infortunios de la joven religiosa Marguerite Delamarre, ya sobrevolaba sobre su brillante cabeza la idea de escribir acerca de la vida en los conventos franceses de la primera mitad del siglo XVIII. Diderot nunca olvidó el triste final de su querida hermana en el convento de las Ursulinas de Langres, su ciudad natal, donde fue recluida por su débil salud mental.

La historia de Marguerite Delamarre comenzó cuando sus padres, con a penas tres años, la enviaron a un convento donde permaneció hasta su muerte a pesar de sus desesperados intentos de abandonar una vida de privaciones y sacrificios. Su desesperación le llevó a recurrir a todas las instancias eclesiásticas y civiles a su alcance, pero naturalmente todos sus recursos fueron desestimados y murió sin conseguir su ansiada libertad. La noticia impactó de manera muy especial en el espíritu de un librepensador amigo de Diderot, el marqués de Croismare, quien trató de ayudar a la religiosa sin fortuna a pesar del tiempo y dinero que dedicó al asunto. Este hecho y el profundo malestar, por esa práctica tan común de la época de recluir en conventos a las jóvenes con poca fortuna física y económica, fueron la excusa perfecta para que Diderot escribiera esta singular novela: “He comenzado a escribir La religiosa y estaba en ello aún a las tres de la noche. Escribo a vuela pluma. Ya no es una carta, sino un libro. Contendrá cosas verdaderas, patéticas”. Con estas palabras le relataba a su querida amiga la escritora Louise d’Epinay el trabajo que había comenzado. La religiosa escrita en un estilo directo, casi como si de un informe se tratara pero sin perder su fuerza dramática, confieren a la obra un carácter de autenticidad que revelan el terrible fondo de una realidad que comenzaba a salir a la luz.


La religiosa, es una auténtico tratado sobre la mujer, donde Diderot hunde su pluma para profundizar en problemas cruciales de la existencia humana, aquellos que conservan su vigencia a pesar de que el mundo haya cambiado de forma radical. Francia el país más desarrollado intelectual y culturalmente de la segunda mitad del siglo XVIII, mantuvo durante mucho tiempo las ataduras morales del Antiguo Régimen, el orden social establecido tardaría en asumir las premisas de la Ilustración. La religiosa es un relato en forma epistolar, escrito en primera persona por su protagonista Suzanne Simonin, una bella e inteligente joven que se ve primada contra su voluntad de la vida a la que parecía destinada. La voz de Suzanne denuncia asuntos tan universales como; el papel de la mujer en la sociedad, los entresijos de los conventos y las ordenes religiosas, el fanatismo culpabilizador de la Iglesia y el cinismo de la sociedad intolerante de su tiempo.

 

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El centro de la cuestión de la novela está en el protagonismo de la mujer y su búsqueda de independencia a través de la idea de tener un pensamiento autónomo y ser libre para ejercerlo. Ser fiel a si mismo, no asumir las culpas de otro, no poner el nombre de Dios en vano, son algunas de las reflexiones de la novela. Dilemas morales básicos todavía hoy en nuestra sociedad y que a Diderot le sirven para convertir la experiencia del otro en el elemento central de la reflexión sobre el mundo.

No estamos ante la negación de un Dios verdadero, ni de la fe, pero si frente a la denuncia de una religión negadora de lo más preciado que tiene el hombre, la libertad. El anticlericalismo al que se refiere Diderot es aquel que coarta la libre elección y obliga en nombre de Dios a una existencia impuesta, sórdida y cruel hasta sus últimas consecuencias. La novela es casi un tratado del comportamiento femenino frente a las obligaciones impuestas de manera arbitraria y definitoria por una sociedad castradora y un canto a la tolerancia. Vocaciones forzadas, vidas indignas y trabajos sin sentido se mezclan con el fanatismo, la melancolía, la histeria, la sexualidad, la reclusión y la crueldad de un mundo dogmático de castigos eternos, oscuro y sin control, ajeno a los valores individuales y a la razón que comenzaban a sentirse con los ilustrados.

La novela apareció por entregas a partir de 1780 en La Correspondencia Literaria de Grimm, una especie de periódico manuscrito al que solo tenían acceso contados personajes de la aristocracia europea, y no sería conocida por el público hasta 1796. Diderot no llegó a verla impresa lo que impidió que su autor pudiera defenderse de la acalorada controversia que suscitó.

No podemos olvidar que Denis Diderot es uno de los personajes que más han ayudado a cambiar de manera radical la mentalidad del mundo civilizado. Él es una de los astros de la pléyade de grandes ilustrados, cabeza universal capaz de interesarse por todo con sabiduría y originalidad. Su pensamiento se ha enfrentado a los grandes retos de nuestra historia con una prosa excepcional y sigue siendo una guía para entender el discurrir de la vida y de nuestra propia existencia. No hace falta leer entre líneas para darse cuenta de la vigencia de esta obra que no ha perdido sentido desde que en 1760 Denis Diderot comenzará a escribirla.

 

- La Religiosa. Denis Diderot -                                              - Alejandra de Argos - 

 Archive of Svetlana Alexievich  

Archive of Svetlana Alexievich

 

Svetlana Alexievich es el nombre de la ganadora del último Premio Nobel de literatura, una mujer nacida hace 68 años en Stanislaviv (Ucrania). A finales de los 60 se trasladó a la capital de Bielorrusia, Minsk, donde estudió periodismo y donde ha desarrollado gran parte de su actividad profesional. Su lengua materna, el ruso, es el vehículo de todo su trabajo y forma parte de los escasos ejemplos de un Nobel de Literatura asociado a una obra de no-ficción. Theodor Mommsen, Winston Churchill y Solzhenitsyn fueron igualmente galardonados por sus investigaciones históricas.

 

 La guerra no tiene rostro de mujer 

 

Su obra denuncia desde las voces de sus protagonistas algunas de las crisis más importantes ocurridas en la Unión Soviética durante el siglo XX - La Segunda Guerra Mundial, la guerra en Afganistán, el desastre nuclear de Chernobyl o el Colapso de la Unión Soviética- . Alexievich inventa un nuevo género literario donde el lector se topa con la verdad descarnada desde lo más profundo del dolor del alma humana.

La Guerra no tiene rostro de mujer es prácticamente una tesis doctoral sobre la actuación de las mujeres de la Unión Soviética en el campo de batalla durante La Segunda Guerra Mundial. El libro se compone de microrrelatos y pequeñas historias de aquellas mujeres que se jugaron la vida por su país pero que nadie hasta ahora se había acordado de ellas. Alexievich recuerda como siendo ella una niña escuchaba a las mujeres del pueblo contar historias de la guerra. Aquello se le quedó grabado y quiso saber más. Siendo ya periodista comenzó a entrevistar a cientos de esas mujeres que habían servido en el ejército rojo durante la Segunda Guerra Mundial y sus monólogos fueron construyendo una cartografía riquísima sobre el papel y la visión de las mujer durante este periodo tan terrible de nuestra reciente historia. Mujeres supervivientes a situaciones terriblemente difíciles, trágicas y dolorosas que nos resultan inimaginables hoy en día. Todas esas vivencias contadas desde la memoria de lo más íntimo de sus protagonistas, conforman una obra coral cuyo resultado es una única historia – lo que significó la guerra contra el invasor alemán para las mujeres rusas y el sentido que ellas tenían de la patria -. Alexievich consciente de la dureza del relato y de la veracidad de cada una de las palabras que concatenan las historias concede alguna tregua al lector frivolizando sobre las pequeñas cosas que conforman la vida cotidiana de cualquier ser humano, incluso en la guerra. Una prosa limpia y sin artificios resuelve con brillantez las dificultades que entraña hablar de sentimientos, siendo capaz de transmitir una empatía con sus entrevistadas que no dejan duda de la veracidad de sus relatos y que impregnan todo el libro de una fuerza incontestable.

 

 World War II Soviet female snipers unknown author 

World War II Soviet female snipers, unknown author 

 

La Guerra no tiene rostro de mujer, escrito en 1983, se publicó en Rusia en 1985 con la llegada de la perestroika y su éxisto en la Unión Soviética fue espectacular. En España su publicación ha coincidido con la concesión del Premio Nobel de Literatura.

Este no es un libro más sobre la guerra, ni sobre la barbarie de nuestro tiempo, sino una reflexión sobre muchas de las esperanzas puestas en una ilustración frustrada por los acontecimientos que van conformando la historia. Cuando Lyotad habló en 1979 de la crisis de los grandes relatos frente a la multiplicidad de las pequeñas historias cuya variedad resulta irreductible, puso de manifiesto lo que Alexievich hace a diario, mantener la identidad de cada uno de sus interlocutores sin quebrar la credibilidad de la narración.

Recomendar su lectura me parece una osadía por mi parte, pues como dijo Kafka, este es un libro que merece nuestra atención, se nos clava como un hacha, resquebrajando lo que está congelado en nuestro cerebro y en nuestro espíritu.

 

 World War II sniper Roza Shanina with her rifle 1944. Photo by A. N. Fridlyanski 

World War II sniper Roza Shanina with her rifle, 1944. Photo by A. N. Fridlyanski 

 

 - La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana Alexievich -          - Alejandra de Argos -

 

 Altair Copyright Jean Jarreau - Jan Roosens   

Los recuerdos no son neutros, ni es lo mismo el momento de lo vivido que va quedándose atrás, y el de la mirada retrospectiva cuando el tiempo lo ha convertido ya en lejano. La nostalgia no es un sentimiento positivo cuando se alía con la memoria, ese enemigo poderoso al que nunca se derrota. Por eso me gustan sólo los recuerdos sin memoria, imágenes detenidas en el tiempo como si quince años no hubiesen sido más que un instante, el de esta fotografía. Es la de la despedida en la cubierta del barco antes de bajar al bote que esperaba para devolverme a mi vida cotidiana. En ella están todos y, mirándola ahora, después de tantos años, trato de visualizar dentro de mí las expresiones de sus rostros, el tono de sus voces, el calor de sus abrazos... Figuras y fondos que se desvanecen si cierro los ojos, pero que tampoco están si los abro. Sólo manchas dibujadas y coloreadas sobre un papel envejecido.

Cuando Jennifer, Andrew su marido y yo salimos al área de Llegadas del aeropuerto, allí estaba Thomas esperándonos en un rincón apartado del gentío, alto, sonriente y sobresaliendo en la distancia. En su rostro había una expresión relajada y cariñosa. Nos recibió con exquisita cordialidad y nos condujo hasta el muelle donde esperaba la lancha para llevarnos a su barco, en el que pasaríamos unos días entre amigos. Pronto divisamos a lo lejos la esbelta figura del Isis, el dibujo estilizado de su casco blanco y alargado, y el de su espectacular arboladura con el trinquete, la mayor, la mesana, el espolón y su trazado desnudo de jarcias y obenques. 

Ya en cubierta, Mónica, Allison y Charles nos dieron la bienvenida y nos sentamos unos momentos a charlar con ellos. Luego, tras dejar el equipaje en el camarote y cambiarme de ropa, subí a pasear por la cubierta deseoso de volver a recorrer cada rincón de aquella preciosidad flotante. Iba de proa a popa, deteniéndome de vez en cuándo para mirar cómo el sol salpicaba de rojo y oro la inquietud del agua, cuando Thomas me hizo señas desde estribor en el momento en el que la campana daba el aviso para levar el ancla, soltar las amarras, desplegar las velas y realizar la faena con las drizas y los rollos de cuerda para iniciar la navegación. Thomas miraba a barlovento y a sotavento con la atención puesta en la dirección del viento, y empezó a explicarme despacio lo que la tripulación estaba haciendo hasta que la nave alcanzó una velocidad uniforme. La fuerza total producida por la acción del viento sobre las velas es oblicua respecto de la dirección de la embarcación, y la descomposición de esa fuerza hace que tenga que ser compensada por la acción de la quilla, la orza, y el timón: 

- "El arte de navegar -añadía- requiere una disciplina taoísta, la difícil capacidad de armonizar la fuerza del viento, la resistencia del agua, el peso del barco y la voluntad del navegante para conjugar esas fuerzas de modo que todas ellas le conduzcan a donde él quiere y del modo como él quiere ir, tanto si tiene el viento a favor como si no".

La travesía tenía lugar, en efecto, a partir de ese momento, sin que el Isis hiciese el menor movimiento brusco, y hasta que, acercándose finalmente al punto de llegada, bajaba poco a poco la velocidad y las olas iban perdiendo su espuma disminuyendo paulatinamente de tamaño. El viento amainaba y la nave giraba bamboleándose muy suavemente hasta que quedaba de nuevo inmovilizada en el remanso de la bahía. Entonces el capitán daba la orden de volver a echar el ancla y plegar las velas.

Al mirarlo en estas fotografías, todavía puedo percibir y sentir la materia de la que estaba hecho aquel barco, pero no su forma, su orden inteligible que deconstruía la pura apariencia de mi prosaica seguridad. Hecho para albergar retazos de vidas animadas por una voluntad de grandeza, ofrecía un perfecto equilibrio de luces y sombras, de espacios abiertos e intimidad, un envoltorio suave y perfecto que se daba para que bebiésemos de él como una copa cegadora. En su decoración interior, un aire de leyenda y de ficción doraba el ambiente de manera casi imperceptible, y acababa de completar la imagen de un modo de vivir que formaba parte de un mundo en extinción, noble y natural. ¡Era eso lo que finalmente representaba!, una idea, un proyecto, una manera noble de entender la vida todavía en pie, y que se derramaba sobre mí como la lluvia sobre un campo calcinado.

Me había propuesto dejarme sorprender por todas y cada una de las impresiones y matices que aquellos días me depararan, y en esos momentos me venían a la mente las palabras del poeta: "Necesitamos la poesía si queremos vivir por encima, en el aire puro en el que respiran las ideas y los sueños". Aquél barco era para quien lo habitaba como un manto encantado que te envolvía poniéndote a cubierto de las agresiones del mundo exterior. Hoy pienso que ese es, en general, el espacio de la belleza, al que pueden acceder sólo quienes, como los dioses griegos, vencen el tiempo y saben gozar de una juventud inmutable.

Una belleza que puede cambiar con el paisaje o las estaciones, pero que permanece siempre igual y la misma "como una idea platónica". Esta vez revestida de la dulzura mediterránea, pero belleza también cuando, el año anterior, navegamos por el mar del norte. No fue menos brillante entonces el aura que le confería la soledad de aquellas costas pedregosas y atormentadas, en las que el fragor de las tempestades lo llenaba todo con su ruido de agua y viento, y el de los cantos que se arrastraban en la orilla. Era aquél un entorno sobrecogido, entregado al silencio. Las islas grises, el cielo encapotado, los árboles que habían perdido sus hojas... le hacían a uno cambiar el gusto de los paisajes inmediatos del sur, con sus colores violentos y sus ambientes intensamente luminosos, por el aprecio de los tonos intermedios, del silencio y de una cierta distancia respecto a la gente y las cosas. Se comprende que también hay otro lado de la belleza de cuya seducción es conveniente tener experiencia. Tardes de lluvia vista desde el interior, esa lluvia que repica con un punto de cólera en los cristales de las escotillas, y que invita al recogimiento, a la lectura o a la conversación en voz baja. El aire desapacible que trae la humedad del mar, y la bruma que apenas deja ver las sombras de los arrecifes entre los rasguños de la niebla.

El Isis tenía en cubierta un pabellón cuadrangular con tres de sus fachadas abiertas que dejaban correr la brisa mientras navegábamos, y que estaba protegido del sol por un amplio toldo de lona. Era nuestra sala de estar predilecta. Después del primer baño matutino y del desayuno, allí pasábamos las horas juntos. Y mientras leíamos, de vez en cuando alguien levantaba la mirada para destacar el interés de una noticia del periódico, decir una frase interesante o, en el caso de Charles, recitarnos un terceto de Dante o hacernos reír con alguna de sus ocurrencias geniales. Fuera, sólo el sol ardiente pugnando por entrar por las aberturas del toldo, y la silueta de los otros barcos a lo lejos en la línea del horizonte. 

Era habitual que el rumor de las confidencias y de la apacible conversación acabara por producir debates y discusiones en las que cada uno ensayaba el alcance y el dominio de sus propias armas persuasivas y dialécticas. Unos tenían la habilidad para recordar historias y anécdotas y las adornaban con datos, citas y toda clase de sabidurías divertidas y sorprendentes. Otros hablaban con la seguridad, la profundidad y la resolución que reflejan aquello de lo que está hecha la vida misma. De ahí que tendiesen a cargar el acento en el sentido práctico y en ese modo de elaborar la experiencia que la convierte en punto de referencia para no acabar perdiéndose en la nada. Las chicas atacaban, unas veces con valentía e inteligencia altiva, otras con la originalidad y la espontaneidad, y siempre con su intuición y la sensibilidad para encontrar la justa medida entre las palabras y los silencios.

Uno de los días la discusión empezó porque yo había dicho, esta vez en voz alta, que el barco me parecía tan bello "como una idea platónica". Y para explicar lo que quería decir con eso, añadí simplemente que si Platón hubiese tenido que elegir un velero modélico por la perfección de su diseño y la armonía de su belleza para situar su esencia en el mundo de las Ideas, pues podría haber elegido muy bien el Isis, incluyendo a su tripulación y el orden con el que todo sucedía en él a diario. De este modo algo sensible como era este barco prefiguraría una esencia metafísica, símbolo cifrado de una determinada enseñanza filosófica.

Thomas levantó la cabeza y me miró como si fuese a decir algo, pero volvió a bajarla enseguida sin pronunciar palabra. Entre tanto, del otro lado de la sala empezaron las miradas de soslayo de Charles y sus gestos burlones, que provocaron en los demás las risas y las bromas. Allison, su esposa, le lanzó enseguida su consabida mirada de eterna reprimenda, y todo volvió al modo en el que la discusión podía empezar a producirse en los debidos términos.

- "¿El barco una idea platónica?", -dijo por fin Thomas. -"¿Es eso lo que has dicho? Incluso admitiendo que este barco pudiera considerarse eso, una obra de arte -cosa que habría que aclarar-, que yo sepa Platón no conecta la belleza con las obras de arte, sino que para él la belleza es un carácter del ser, o sea, de las Ideas, que sólo son participadas eventualmente en las cosas sensibles". 

- "Exacto -dije yo-, pero cuando habla de la belleza sensible de los cuerpos o de los objetos que se acercan a la perfección de las Ideas alude al amor que despiertan y al comienzo, en ese sentimiento, del proceso que conduce a "recordar" la esencia o verdad de las Ideas. De ahí que el arte pueda tener un valor "educativo", "ennoblecedor" o, si se quiere, incluso "moral", porque conecta la belleza con la verdad y con el bien, o sea, con los otros trascendentales del ser".

- "En conclusión, -dijo Thomas-, que según tú estaríamos navegando en estos momentos sobre una prefiguración de la síntesis metafísica de los trascendentales del ser... ¡Creo que no te voy a tomar en serio!"

- "A veces, lo más serio es lo que se dice en clave de humor, -dijo Andrew-. ¿O es que no estamos en un jardín de Epicuro sobre el mar, en el que el placer más exquisito son estas charlas tan estimulantes entre los amigos?".

Charles frunció en ese momento las cejas, se enderezó sobre su tumbona y sin cambiar su lenta sonrisa somnolienta añadió: "Desde mucho antes de Platón se conecta la belleza con la simetría y la proporción en los objetos. Esto viene ya de los pitagóricos, que defendían que el ser verdadero de las cosas está en las relaciones numéricas que rigen su estructura y el equilibrio de sus componentes. De ahí extrajeron Praxíteles y Vitrubio el canon de la obra de arte perfecta, el primero para la escultura y el segundo para la arquitectura. No veo por qué un objeto tan proporcionado y armónico como el Isis no pueda ser considerado la imagen o la idea de su ejemplar canónico y platónico".

Tras decir aquello, su rostro resplandeció como si acabase de haber tenido una revelación bíblica. Una bandada de gaviotas pasaba en ese momento por encima del toldo y un joven de hombros anchos y pelo moreno paseaba con lentitud por la cubierta de babor. Era uno de los marineros que pareciera no perder esa solemnidad en el andar ni aunque el navío estuviese a punto de irse a pique.

"Muchas gracias, Charles, -dije yo-. En efecto, lo mismo que los cuerpos y los objetos, también las almas tenían, para los pitagóricos, su ser en una relación numérica. De modo que contemplar la simetría y la proporción en las cosas y disfrutar de ella podía favorecer el mantenimiento o el restablecimiento del justo equilibrio en el ánimo, mientras que la percepción de las relaciones disarmónicas produciría el efecto contrario. ¿No se desprende de ello un posible uso "moral", "ennobleedor" y "educativo" del arte? ¿Tan descaminado está lo que he dicho de que el Isis es bello como una idea platónica?"

Allison tomó enseguida la palabra para recordar que Platón había renegado del arte y expulsado a los artistas de su ciudad ideal. Mónica observó que es relativo eso de que la belleza dependa de la simetría y la proporción en los objetos, pues, en su opinión, la belleza era más bien cosa del sentimiento. Es decir, existe en el espíritu que la contempla, y cada espíritu percibe una belleza diferente. Y Jennifer le daba la razón a Mónica añadiendo que, en realidad, la belleza sólo la perciben y la disfrutan los que han ejercitado la delicadeza de su imaginación y se han despojado de buena parte de sus prejuicios.

El calor empezaba a aumentar y nos sentíamos aprisionados por el bochorno del mediodía. Finalmente Mónica miró el reloj y dijo:

- "¡Chicos!, pues en este jardín de Epicuro sobre el mar se va acercando la hora de comer. Así que los que quieran darse un baño antes, ahora es el momento. At 2'15 lunch wil be ready". 

Mónica era la perfecta anfitriona. Cuidaba cada detalle al milímetro, todo debía ser exquisito, medido. Sobre la mesa, el mantel se desplegaba impoluto y sin la menor arruga. Las servilletas, cuidadosamente planchadas y artísticamente dobladas, mostraban sus bordados de frente. Platos y cubiertos siempre como los que se ponen para las ocasiones solemnes, y las fuentes con los deliciosos manjares presentadas perfectamente compuestas y preparadas. Un ritual de orden que interpreté como una permanente demostración de fidelidad a sí misma, el punto de referencia que permite a cualquiera no perderse nunca en la vida.

Tras la comida, cuando todos se retiraban a descansar, yo me quedaba todavía arriba y miraba el mar, el agua metiéndose entre las rocas con un ruido ronco, como de asfixia. También por las noches, después de la cena, miraba el espectáculo increíble del cielo estrellado y la vía láctea; suspendidas en el cielo, cómicas y trágicas, las constelaciones y los planetas, y sentía un antiguo placer de oboe y arpa que serenaba el apremiante reloj de mi vida. Eran momentos que me dejaban su silencio lleno de melancolía, instantes que desde entonces quedaron para siempre dentro de mi espejo, un refugio que me salvaba de un viejo dolor indefinido. Tenía la impresión de que la vida y la felicidad estaban allí y que bastaba un gesto para capturarlas, pero yo no sabía cómo hacerlo. Era la desazón de alguien perdido de sí mismo y que se buscaba inútilmente en la oscura hendidura de una caverna sin salida.

Al caer la tarde, dos marineros nos trasladaban en la lancha a la costa para dar un paseo y tomar un baño. La brisa vespertina se alzaba sobre la maleza, y el olor de las hojas secas y de la arena mojada se mezclaba con el aroma penetrante y vivo del mar. Un día encontramos en la playa a un grupo de chicos y chicas haciendo windsurf. Los miré con envidia dentro de aquellos trajes ceñidos y de colores vivos, luchando con el mar agitado, sanos y alegres, deslizándose con suavidad sobre la cresta de las olas. Acostumbrábamos a subir a alguna colina cercana por senderos estrechos y resbaladizos, y en lo alto nos deteníamos para decidir a dónde iríamos a continuación y para divisar si había alguien más alrededor. Cuando regresábamos a la playa, algunos de los amigos volvían nadando hasta el Isis, deslizándose a través del agua casi sin una ondulación, acompasando el rítmico balanceo de sus brazos y de sus cuerpos con el movimiento del mar.

La cena era el momento culminante del día. A las ocho, vestidos y arreglados, tomábamos el aperitivo y una copa en la popa, tranquilamente sentados, viendo ponerse el sol. Era una hora de serenidad frente a aquel mar dulce, sobre el que el viento dormía amansado. Y se creaba un clima mágico que diluía la desolación de todos esos territorios que nos alejan, y que siempre siguen ahí aunque nos esforcemos en llenarlos con expresiones y gestos de afecto y simpatía. Charles pedía siempre un dry martini que le servían en una copa triangular helada, y al beberlo hacía el gesto de brindar mientras nos miraba por encima de las gafas con ojos de benevolente inquisidor. Andrew sostenía entre sus dedos un vaso largo con whisky y hielo, y yo permanecía sentado en el borde de un sillón de mimbre con la expectación de quien presencia un número de magia. Un cuadro cuyo pintor hubiera preferido la incertidumbre de la aventura a la seguridad de lo conocido, una nueva figuración fenomenológica, la ironía de una nueva mitología neopop, la serenidad minimalista de un paisaje de silencio con hambre de misterio.

Thomas, incorporándose y apoyando su cuerpo sobre sus enormes pies desnudos, empezó diciendo: "Me ha parecido muy interesante la conversación de esta mañana sobre si la belleza es un sentimiento o responde a ciertas condiciones objetivas como la proporción o la simetría, como decía Charles. Lo que me pregunto es si se puede conciliar nuestra concepción moderna del arte con lo que pensaba Platón. ¿Se puede hacer eso?".

- "Yo lo veo difícil -le respondió Allison-. Kant, con quien se inaugura la comprensión moderna del arte, habla del gusto como juicio estético subjetivo cuyo único fin es el placer de lo bello. Pero este placer, ¡atención!, no es otra cosa, para Kant, que el efecto de la conformidad entre el modo de ser objetivo de la vida y las necesidades subjetivas de libertad y felicidad que tenemos los humanos. Es decir, sentimos el placer que producen el arte y la belleza porque con sus ilusiones, sus idealizaciones, con ese encanto mágico que pueden crear nos indican todo lo que está siempre más allá de lo que podemos conseguir en la realidad para que nuestros deseos y aspiraciones de perfección y de satisfacción puedan realizarse. Por eso, el gusto estético no produce nada más que un placer puramente subjetivo y, como si dijéramos, mudo. No depende realmente de los objetos o de las imágenes que lo provocan, sino de ese irrebasable desajuste interior nuestro entre lo que somos y lo que nos gustaría ser".

- "¡Claro! -dijo Thomas-. Pero ahí está el problema. ¿Intervienen o no intervienen aspectos objetivos en la experiencia de la belleza? A mí me parece, como tú has recordado esta mañana, que los griegos quisieron reconducir también la experiencia de lo bello al ámbito de la inteligencia y lo racional. Eran un pueblo muy sensible, y por eso debieron tener una experiencia muy viva del poder que las formas artísticas son capaces de ejercer sobre el alma humana. A ellos les pareció que la vida ordenada del Estado requería ciudadanos que se comportaran racionalmente y se acomodaran cada uno a su papel social. La emotividad que despierta y suscita el arte es no sólo algo inútil sino también peligroso para el buen orden ciudadano. De ahí que Platón expulsara de su ciudad ideal a todos los artistas".

Al terminar Thomas de hablar Andrew dió un respingo haciéndose hacia atrás en su asiento, como apartándose de esas palabras para volver enseguida a ellas olfateándolas prudentemente:

"¿Pero por qué tendríamos que oponer razón y sentimiento? -dijo- ¿Es preciso hacerlo? Una descripción hecha en términos puramente racionales nunca tendrá el colorido y la vivacidad de detalles que tiene esa descripción cuando interviene la imaginación y el sentimiento poético. Luego el sentimiento no es algo de lo que haya que huir para relegarlo al ámbito de lo no serio".

Allison miró a Andrew con irónico arrobo y las sonrisas quedaron petrificadas en la sombra temiendo abatirse la tormenta: "Pues mira tú por dónde, estoy completamente de acuerdo con lo que has dicho, Andrew -dijo para alivio de todos- ¿Es que no es justo el sentimiento?, quiero decir, ¿no es real? ¿Incluso no se podría decir en cierto modo que lo real y lo justo son justamente los sentimientos -dejando atrás lo que pensaron los griegos-, puesto que no sabemos lo que son los objetos o la realidad más allá de nuestro modo de percibirla?".

En este momento habló Mónica: "Yo pienso que la naturaleza sólo es bella cuando tiene la apariencia del arte, por decirlo así; y, a su vez, el arte no puede ser llamado bello sino cuando nosotros, aun teniendo conciencia de que es arte, lo consideramos como naturaleza. Y así es como se conciliarían, según me parece a mí, lo objetivo y lo subjetivo".

"Pues qué bien que me estéis dando la razón todos, aunque no lo hagáis a propósito -dije yo-. Platón se enrocaba en sus posiciones objetivistas respecto al arte porque estaba haciéndoles la guerra a los poetas y los rapsodas que eran los que tenían entonces el monopolio de la educación del pueblo, y él quería que esa función de educar la ejerciesen los filósofos. Pero al final él no es sino otro poeta más que habla continuamente de la belleza sensible de cuerpos y cosas que se acercan a la perfección, para subrayar el amor que despiertan y el inicio, en ese sentimiento -digo sentimiento-, del proceso que conduce a recordar la esencia o verdad de las Ideas. De ahí que pueda poner a la belleza en conexión con el bien y con la verdad, y afirmar que la belleza es manifestación de lo bueno y lo verdadero". 

El sol se había puesto ya. En la orilla, a lo lejos, las palmeras movían sus palmas contra el cielo todavía azul, y algunos obreros trabajaban limpiando la playa cubierta de algas. Cuando nos trasladamos al comedor y empezó la cena, me miré allí y los miré a todos: éramos la única verdad de nosotros mismos, y todo lo demás la máscara que los otros nos imponen.

Recuerdo que el placer de aquella última velada y de la espléndida cena con la que Mónica nos obsequió se prolongó luego, cuando me fui a dormir, en un dulce sueño que tuve en el que me veía bailando con Violeta, mi primer amor de niño, que, de improviso, se había hecho mujer y había aparecido en la penumbra de la popa mientras yo escuchaba un vago eco de música. La brisa era apenas un suave suspiro. Me convencí de que era ella por su modo inconfundible de cruzar las piernas y por su forma exquisita de tocarme con las puntas más delicadas de sus dedos. Llevaba el pelo suelto cayéndole sobre un vestido de noche color perla, y me hablaba con una elegancia que le hacía brillar, a pesar de la oscuridad, como una diosa. 

Empezó a sonar Everything I do, en la voz de Bryan Adams, y yo la tomaba de la mano y la rodeaba luego por la cintura. Su cuello largo emergiendo del escote, el cuidado dibujo de su peinado, el irresistible brillo de sus hombros, y mi cabeza que se hundía allí, en el ángulo del cuello con el hombro, desordenando su armonía. Mientras la canción sonaba:

Look into my eyes, you will see

What you mean to me. 

Search your heart, search your soul

And when you find me there you'll search no more.

Y estaban sus cabellos, que olían a rosanova y azalea, rozándome la cara, y sus brazos flotando por encima de mis hombros mientras bailabamos. Violeta dejaba caer su cabeza sobre mi hombro, pero yo no notaba su peso. Sólo estaba junto a mí como un bienestar.

Cuando al día siguiente todo estaba preparado para marcharme me daba por pensar que el barco, las costas y paisajes que habíamos recorrido, las charlas que habíamos disfrutado, todo eso estaba allí esperando a que cesara mi presencia y mi movimiento para quedarse inmóvil como única verdad. Era el espejismo de lo esencial como un cristal exento de la densidad envolvente de lo cotidiano, de lo común. Y me sentía como si siempre hubiera vivido allí, o como si hubiera sido un error no haber vivido allí desde siempre. Era mi tiempo sin memoria, tiempo sin tiempo, porque la felicidad no se recuerda. Es un estado cuyo tiempo es el del instante, no el de la sucesión. Luego regresa el tiempo de verdad, y lo hace despacio, avasalladora e inexorablemente.

De estas experiencias hoy ya sólo quedan los jirones de aquellas impresiones, simples imágenes felices detenidas en estas fotografías. Y esos afectos y desafectos que todavía contienen y que desprenden el aroma de lo que siempre me ha importado de verdad. El traslado de la lancha al aeropuerto, los trámites del embarque y el viaje de vuelta fueron convirtiendo aquellos días alegres en una meditación sobre el verdadero sentido de la filosofía platónica, la que comprende al ser humano prisionero en una caverna desde la que sólo puede ver los destellos de una belleza recordada, rememorada pero existente en otro nivel de realidad, cuyo fulgor deslumbra y ciega sin que sea posible su visión, ni su alcance, ni su posesión en esta vida. Lo pensaba asomado a la ventanilla del avión, mientras miraba los colores ocres de un paisaje desolado de tierras quemadas y barbechos, bordeado por las heridas azules del mar.

 

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