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- Escrito por Pedro Oriol
Algunas madrugadas, cuando todavía todo es oscuro, bajo al estudio y me siento frente al ventanal. Allí aguardo quieto para ver cómo la luz va devolviendo su peso a las cosas. Es como asistir a una suave resurrección. Vuelve a amanecer.
Se van erigiendo los objetos asidos por la claridad, que avanza lunar entre la penumbra. Se deposita la luz sobre los relieves iluminando lo esencial, tallando el volumen. Luz norte, permanentemente fiel a su frialdad, emancipada de los rayos amarillos del omnipotente sol. Luz integral, preñada de nocturnidad, alumbrando plateada a lo largo del día, rozando el color de cada cosa y derramándose sobre la totalidad.
Es en esa templanza y en ese ritmo cuando se van integrando todos mis tiempos en uno solo pleno: el tiempo de descubrir, el tiempo de comprender, el tiempo de amar. Donde pintar es adivinar y cada movimiento de la mano funde la contemplación en acción.
Se va acabando el día y el estudio gira gradualmente hacia la penumbra. Entre esas dos luces, las cosas, urgentes, se precipitan; y en ese descenso vertiginoso hay un instante detenido, una especie de clarividencia: es la realidad bendiciéndonos con su último resplandor, reinventándose terminal y bella, antes de recogerse de nuevo en la oscuridad.
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- Escrito por Pedro Oriol
Autor colaborador: Pedro Oriol.
Pintor
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¿Por qué reprochar a un triste su tristeza y a un alegre su alegría?
Cada vez que un destello ilumina una parte, se ensombrece la otra, y en ese movimiento estamos todos contenidos, los oscurecidos y los refulgentes.
Un requiem trasciende nuestro dolor como un himno nos hermana en la alegría.
Un arte sin sombras siempre será un arte plano. ¡Qué simpleza esa que relaciona la alegría con el colorismo y la tristeza con la negritud¡ Qué bellas intenciones las de Renoir, pero que amaneramiento el de su última pintura débil y algodonosa.
Encerrarse entre cuatro paredes ante un lienzo en blanco no es un camino suave. Tampoco un juego vano y decorativo.
Pintar una flor es detener el instante breve de su esplendor, un canto a la vida sobre el filo de la desaparición.
Deberíamos dejar atrás toda impostura, toda teatralidad. La del que ríe simulando y la del que llora implorante.
El arte puede penetrar hasta lo negro más hondo de la tierra o ascender sin peso hasta la plenitud radiante y cegadora del del blanco. Pero siempre llevará en sí la sombra de una muerte invisible que nada tiene que ver con lo cadavérico. Una muerte germinadora y creadora de sucesivas realidades.
El primer trazo es ya un avance cuando pinto sobre oscuro. Parecen surgir las pinceladas, como el origen del universo, de un agujero negro. Hasta la sombra más densa tiene ahí su grado de luz. Y el tránsito hacia la claridad es un viaje a la esperanza.
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- Escrito por Dr. Diego Sánchez Meca
Berlín, 6 de septiembre de 2013.
Querido Armin,
También para mí la muerte de Stefan, aunque esperada, ha sido uno de esos golpes del destino que desarbolan el orden de los días. Es verdad que éramos amigos, aunque no es cierto -como dices- que nos conociéramos mucho. En realidad, esta imposibilidad de conocer a un amigo "a fondo" no es, para mí, algo que se constate sólo una vez desaparecido, sino que es una certeza que sobrevive a muchos recuerdos que se terminan yendo por el desagüe del olvido.
Para empezar, opino que no depende de uno despertar el interés que atrae a los otros hacia ti, como tampoco suprimir las barreras de separación que impiden el encuentro y la relación manteniéndote aislado en la soledad. Stefan y yo nos conocimos en Heidelberg, al inicio de una primavera adelantada y esplendorosa que ponía fin al austero silencio del invierno alemán. Coincidíamos en un seminario sobre los paralogismos kantianos en el que las clases del prof. Martens iban sumiéndonos en un mar de niebla que nos unía a todos. Entonces empezamos a conversar pero como si, además del clamor de los argumentos filosóficos, escuchásemos una voz ineludible surgida de lo más recóndito de nuestra niñez. Quedábamos para estudiar juntos pero también para ir a pescar, descubriendo que lo que nos divertía más era cazar lagartos y ranas con el anzuelo.
Pronto me di cuenta de que Stefan y yo no eramos afines casi en nada, y esto no sólo porque él fuera alemán y yo español. Era algo mucho más profundo que continuó existiendo incluso después de haber seguido tratándonos más de veinte años. Tal vez nuestra amistad se ha ido alimentando justo de esa diferencia, o sea, de las cosas que cada uno habría deseado tener de todo aquello que veía, imaginaba o admiraba tal vez en el otro. En la amistad hay mucho de recreación imaginativa y afectiva del otro. Recuerdo su brusca reacción cuando un día me vió, por primera vez, hacer sobre la frente la señal de la cruz. Y también recuerdo cómo contesté a los duros monosílabos que salían de su boca como pedradas lanzadas sobre la superficie de una charca. Hasta empezamos a caminar a cierta distancia el uno del otro, como si tratásemos de evitar incluso el contacto de nuestras sombras.
Y sin embargo, tienes razón cuando afirmas que la amistad y el conocimiento del otro empiezan con una decisión propia de querer llegar a eso. Tal vez hasta es posible que casi se limite a eso, pues este querer es la fuerza del mostrarse y del darse por el simple placer de hacerlo. Ahora bien, ¿qué conocimiento has de tener del otro para que tal decisión se produzca? ¿Ese otro puede ser cualquiera? ¿Por qué este sí y el otro no?
Aquellos años juveniles en Heidelberg transcurrieron transidos de la mansedumbre que nos mantiene firmes sobre la vida. Los sábados y domingos me despertaba después de las once envuelto en una dulce placidez. Abría las ventanas de mi cuarto, me duchaba sin prisa y bajaba a desayunar no sin antes tocar en la puerta de Stefan para gritarle sin entrar que lo esperaba en la cafetería. A él le gustaba el café muy caliente y sin azúcar, pero la taza se le solía enfriar entre las manos cuando se quedaba absorto en el hilo de la conversación. Y discutíamos como braceando en un agua agitada tratando de alcanzar algo que nunca llegaba a estar al alcance de nuestras manos: "La experiencia propia -le decía yo- es siempre limitada, parcial, inevitablemente subjetiva... ¿Cómo extraer un contenido de saber de esto que merezca la pena? Los filósofos no saben gran cosa porque ninguno habla desde su experiencia, sino desde un castillo de abstracciones que me suscita una invencible perplejidad". Entonces él, apartando la taza del desayuno hacia un lado de la mesa, me contestaba: "No hay que culparles por ello. Seguramente tampoco nosotros seríamos capaces de decir gran cosa desde nuestra experiencia personal. Porque no se puede evitar, por ejemplo cuando se está a gusto con alguien, mostrarse desinhibido, parlotear con espontaneidad viviendo el instante en su inmediatez, sin estar pendiente de pensarlo, de razonarlo, de comprenderlo, de memorizarlo para luego escribirlo. La experiencia vivida desprende una fragancia que no te penetra cuando intentas vivirla desde la intención de convertirla en experiencia escrita".
Pues tal vez eso es lo que pasa también con la amistad, amigo Armin, de la que, si es buena, ni se habla ni se escribe, sino que sólo se vive mientras está ahí. Tu carta me dejó por eso pensativo. El paso de los años te enseña cómo has de ir dejándote el equipaje por el camino para poder andar más deprisa, recorrer más trayecto, encontrarte con más gente, ver más cosas, aumentar en amplitud y en intensidad el mundo de tu experiencia, esa riqueza espiritual que se sedimenta en el corazón, no en la memoria ni en la razón. Recuerdo el momento en que Stefan y yo nos vimos por última vez en su casa de Friburgo, aquel fatídico día de sol veraniego en el que todo parecía estar al acecho. Habiéndole dicho el médico que podía morir en cualquier momento, me telefoneó para que nos despidiésemos. Insistió en caminar unos pasos por el jardín a lo largo de aquél paseo flanqueado de sauces, de adelfas y de laurel, abanicados por la brisa de la tarde. Él se tapaba el sol haciendo visera con la mano a la vez que se limpiaba un sudor frío que surgía una y otra vez de su frente. Apenas nos dijimos nada, sobrecogidos por una inquietud que espantaba los pensamientos. Cuando empezó a hacerse tarde nos despedimos en el quicio de la puerta, en presencia de su mujer, que sostenía una bandeja con refrescos en la mano. Me lanzó una última mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso, mientras yo le estrechaba la mano con la mirada en otra parte.
Una de las cualidades de Stefan era su capacidad para distinguir los matices más delicados de cualquier pensamiento que se le expresaba, su sutileza perceptiva y el refinamiento de su intuición. Esto le permitía señalar enseguida lo que mejor podía reforzar el carácter de verdad de lo que, sin proponérselo, descubría. Me gustaba mucho eso de él, porque era un modo muy elocuente de precisar lo que han tratado de enseñar los planteamientos filosóficos que concluyen en la imposibilidad del conocimiento del otro, incluída su existencia misma. Descartes fue quien inauguró esto con su idea del ego cogitans como sujeto aislado que sólo puede estar seguro de su existencia subjetiva. El problema es que este solipsismo no se ha quedado en una simple pesadilla teórica, sino que ha incidido en la mentalidad moderna y ha llegado a hacer corriente para muchos la idea de que somos “mónadas sin ventanas”, individuos incapacitados para relacionarnos y conocernos. Con las limitaciones que he tratado de expresarte, en realidad no creo que esto sea así en este sentido tan radical. La prueba de ello es que cada día tenemos la evidencia de que, aunque la comunicación tiene sus límites y dificultades, las diferencias y extrañezas entre el mundo del otro y el propio no son sólo una resistencia o una barrera invencible, sino al mismo tiempo la ocasión para aprender cosas nuevas.
Recibe un abrazo fuerte de tu amigo.
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- Escrito por Pedro Oriol
Autor colaborador: Pedro Oriol.
Pintor
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Vuelvo a recordar las palabras de Miltos: "Si lo dejo, me deja"
Esta mañana andando por la calle Mayor, entre la multitud, me fijé en un anciano con el rostro cerúleo, el pelo blanco peinado hacia atrás que dejaba ver una amplia frente de luz. Su delgadez era extrema y su piel translúcida apenas cubría los huesos de su cara. Su mirada perdida tenía un aire perturbador pues uno de sus ojos estaba cubierto por una nube, y la pupila era toda de un blanco mate, como si fuera una perla turbia. Andaba ausente del resto, parecía saborear los últimos momentos de una vida, como un viajero que se despide. Su otro ojo, azul, miraba embelesado hacia arriba, hacia las azoteas amarillas y grises de Madrid.
¡Tenía que haberle parado! Y amablemente decirle que me gustaría pintarlo.
Pero es difícil abordar a las personas. Es difícil exigirles que se sitúen en un plano distinto. Nadie acompaña a un desconocido, a una casa ajena, para que le pinten un retrato.
Sí, yo me sentí hermanado con el hombre del ojo blanco, pero, ¿y él?
Aunque parecía transido en su andar, me hubiera considerado un loco escapado del manicomio, o simplemente se hubiera protegido de un posible peligro.
El arte, sí, es ese otro plano que asusta, está tan cerca de la locura y del crimen y de la transgresión, tan cerca de la santidad.
Sí, Miltos, sí. " SI lo dejo, me deja"
Me siento como un cazador que no ha tenido el valor de seguir a su presa, como un santo que no ha podido abrazar a su hermano.
Vuelvo a la vida gris. Me diluyo. Entro en una pastelería, me endulzo con un pastel. He estado al borde de la fraternidad. Vuelvo al borde de la mediocridad...
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- Escrito por Marina Valcárcel
"Toma mi collar de lágrimas. Te espero en ese lado del tiempo de donde la luz inaugura un reinado dichoso". Octavio Paz, Mariposa de Obsidiana.
En un quiebro de su vida, ella decidió volver a ese hotel. Era una Semana Santa en el sur y la luz era blanca, sobre los pueblos y también sobre un mar que no era bonito, pero llevaba una fina capa de bruma. Y un horizonte cercano.
Había oído los tambores de la madrugada del Jueves Santo como una turista nórdica más, seguía reteniendo, días después la marcha de los legionarios, las notas y la letra de Soy un novio de la muerte y la tarareaba sin cesar. Se había sentado en las escaleras de mármol rosa de la catedral de Málaga al sol, debajo de la torre sin terminar. Había sentido la compañía de la soledad andaluza y se había dejado llevar hasta ese hotel, años después, con la vida muy libre y, quizás, excesivamente cargada de experiencias.
El comedor del desayuno tenía una pared de azulejos portugueses que representaban un antiguo colmado y decoraban el ir y venir de los camareros vestidos de blanco que repartían el café y los molletes en bandejas plateadas. Buceaba entre las hojas de sus periódicos retrasados disfrutando y alargando el momento que más le gustaba del día.
Había salido de su cuarto con un traje largo de flores alegres que se ceñía desde el escote hasta su cintura y llevaba una cesta con sus libros.
Él estaba sentado contra la ventana cuando la vio llegar.
-Clarissa?
Ella levantó los ojos atravesada por esa voz que, en el fondo, sabía que había ido a buscar.
-Peter?
El gesto de su cara, el tono suavísimo de su voz, hicieron que la conversación siguiera en silencio, entre los ojos de ambos y en el estudio fugaz del rostro del otro, en el recorrido por el paso del tiempo.
-Cómo estás? Qué impresión... Son, tres?...sí, tres años ya. Llegaste ayer?... Al hotel?
-Sí, anoche; tarde. Me han dado un cuarto con vistas sobre la piscina y el mar. No he sido capaz de cerrar mi fecha de salida, aún...
Sonrió, disfrazando el temblor de sus manos al abrazar con sus dedos la taza de café caliente.
-Pero...siéntate, por favor!
-Me quedé con el hotel Clarissa. Después de aquello... No era capaz de seguir viviendo en Londres, cerré algunos capítulos de mi vida y me vine. Quería estar aquí y ha resultado que disfruto del negocio, es un trabajo bonito, conoces a gente de paso, he conseguido... rellenar estos años.
-Está precioso, Peter...
El tono de la voz de ambos se aceleraba y se perdía en un montón de convencionalismos mientras sus miradas seguían manteniendo una conversación más profunda, llena de sobresaltos, cuerpo a cuerpo, y en paralelo.
-Cómo estás tú Clarissa?
-Yo?... estoy bien, Peter. Pero... Si, quería...
-Clarissa, Clarissa, perdóname... -Interrumpió, rodeando con mucha delicadeza las manos de Clarissa y la taza- Llevo mucho tiempo pensando en este momento. Si llegaría. En cómo sería. Te debo una explicación. -Peter, yo... No conseguí, no...
El tono de Peter se volvió rotundo.
-No pude aparecer en el aeropuerto esa mañana, Clarissa. Perder ese avión contigo fue perder lo que me quedaba de vida, de ilusión. Había calculado todos los riesgos, todo el sufrimiento que iba a causar a Elisabeth, a los niños. Llevábamos meses hablando de ello, recuerdas?
Clarissa notó como una hoja de acero le entraba por el estómago. Se concentró en mantener la compostura mientras la frase de Peter se repetía una y otra vez en su cabeza. Tomó una decisión y notó cómo un hilo de sudor frío le recorría la frente. Balbució y respiró hondo.
-Si Peter... Si, quizás...
-Déjame seguir Clarissa, -impuso con sus ojos, algo más pequeños pero de un azul que casi invitaba a la compasión-. Estaba este proyecto, este hotel y nuestra vida juntos.
Agachó la cabeza, y levantó la mirada como si no se hubieran separado nunca.
-Beth tuvo una crisis aquella noche, volvió a subirle la fiebre, tuve su cuerpecito hirviendo entre mis brazos. Llevamos a la niña a la clínica. La vi detrás de un cristal. Llena de sondas. Me miró, Clarissa, y me llamó con su voz que yo no alcanzaba a oír.
-No Peter, si yo... Déjalo!
-No te estoy dando sólo una explicación. Estoy tratando de recuperar y compartir contigo parte de la paz que he perdido. Sabrás perdonarme? -Perdonarte? Si, pero yo...
-He pensado en nosotros, en cómo hubiera sido ese reencuentro, ese viaje, cada día de estos años...
Él iba depositando miradas en distintas zonas de su cuello.
-Sí, yo también lo he hecho Peter.
-Y tú? Qué fue de ti? Sigues casada con Richard?
-No. Aquello duró sólo unos meses más. No quise...
Se habían quedado solos en aquel comedor. El sol empezaba a salir entre las nubes negras dejando que el jardín brillara de forma intensa, invitando a salir y oler la lluvia reciente.
-Me gustaría invitarte a cenar esta noche, en el jardín ¿si te parece?
-Gracias Peter. Tengo que hacer unas llamadas. Te dejaré un mensaje en recepción.
Clarissa cerró la puerta de su habitación con todo el peso de su cuerpo. Las manos a los lados de su traje seguían blandas y frías. Se dio media vuelta y apoyó la frente en la madera rugosa de la puerta antigua y la dejó ahí un rato indefinido.
Cerró los ojos y volvió a recorrer, como cada día de aquellos años, la angustiosa sensación de aquellos metros de pasillo, esa madrugada; a notar el peso de cada maleta en su mano y a sentir el alma en vilo. Recordó, otra vez, cómo miró la puerta, luego el picaporte y el ruido que hicieron las maletas cuando las dejó caer en el suelo.
Ella nunca fue al aeropuerto.
Ninguno de los dos sabía que el otro no había aparecido esa mañana. Ambos habían vivido así todos estos años; con la carga de haber destrozado la vida del otro.
Él no lo sabría nunca. Era mejor así.