Alejandra de Argos por Elena Cue

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El transcurso del tiempo ha ido acrecentando la leyenda de Ludwig Wittgenstein, un pensador heterodoxo que resulta de imposible clasificación porque hay en su filosofía un análisis lógico del lenguaje que se combina con una cierta mística que se expresa en sus diarios.

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Ludwig Wittgenstein sostenía que el mundo es lógico, pero que hay realidades que no pueden ser expresadas por el entendimiento

El transcurso del tiempo ha ido acrecentando la leyenda de Ludwig Wittgenstein, un pensador heterodoxo que resulta de imposible clasificación porque hay en su filosofía un análisis lógico del lenguaje que se combina con una cierta mística que se expresa en sus diarios.


Wittgenstein nació en Viena en 1889 cuando el declive del Imperio Austrohúngaro empezaba a ser irreversible. Su padre era el magnate de la industria siderúrgica austriaca, un hombre culto y sociable que congregaba en su casa palacio a genios como Freud, Brahms, Klimt, Mahler o Rilke. Ludwig tenía siete hermanos, que fueron educados por profesores privados, y su madre tocaba el piano con virtuosismo.


A los 19 años decidió estudiar ingeniería aeronáutica en Manchester, pero allí se dio cuenta de que quería trasladarse a Cambridge, donde daba clases Bertrand Russell. La lectura de sus Principios de la matemática le fascinó y le empujó a volcarse en la lógica.


Su primera y más famosa obra, el Tractatus lógico-philosophicus, data de 1921. Tenía entonces 32 años. Había luchado como soldado durante la I Guerra Mundial y había renunciado a su fortuna familiar. Wittgenstein observaba en la distancia un mundo que se había desmoronado y un sistema de valores basado en la hipocresía.


Esta es la razón por la que, a partir del estudio de Russell, Frege y Moore, decidió aplicar la lógica al análisis del lenguaje. Siguiendo el esquema de la Ética de Spinoza, el Tractatus está redactado mediante una serie de enunciados, de proposiciones y observaciones que articulan un sistema. Se ha dicho que esta obra es como una sinfonía.


Wittgenstein afirma que el mundo es “todo lo que es el caso”, que se enmarca en la totalidad de los hechos, en todo lo que acontece. Y esos hechos no son necesarios; la realidad es como es, pero podría ser de otra manera. Pero esa aleatoriedad de lo real no significa que el mundo carezca de lógica. Todo lo contrario: el mundo se puede expresar mediante proposiciones elementales.


La lógica sirve para depurar el lenguaje y para revelarnos la estructura interna de lo real. Y ello porque hay una homología, una conexión profunda entre el pensamiento, el mundo y la lógica. Wittgenstein coincide con Kant en que el entendimiento forma parte del sujeto, es una “forma a priori”, pero la diferencia estriba en que no hay frontera entre quien piensa y lo pensado. Ambos están inmersos en la naturaleza del mundo que expresan.


Pero el lenguaje tiene límites. Más allá de lo que observan nuestros sentidos y las conexiones proposicionales de lo real, las palabras no pueden “decir” sino “mostrar” las realidades que escapan fuera de la lógica como la existencia de Dios o la dimensión ética de la existencia. De aquí viene su célebre afirmación de que “sobre lo que no se puede hablar, hay que callar”.


A mediados de los años 20, Wittgenstein abandonó Cambridge y se refugió en una pequeña aldea austriaca para enseñar a los niños. Para ser coherente con su fe cristiana, decidió renunciar a todas las vanidades humanas con la idea de una redención personal.


Pero volvió a Cambridge a finales de 1926, presionado por Keynes y sus amigos, que le consiguieron una beca. Fueron años muy productivos en los cuales el filósofo vienés fue pergeñando sus Investigaciones filosóficas, publicadas en 1953, dos años después de su muerte.

 

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Photo: rhystranter.com

 

El pensamiento de las Investigaciones supone una clara ruptura con las tesis del Tractatus. Wittgenstein rectifica su afirmación de que el mundo puede ser comprendido por proposiciones lógicas y apunta que el lenguaje es un conjunto de reglas convencionales, una construcción social.


Ya no hay conexión entre el lenguaje y la realidad, como sostenía Platón en el Crátilo, sino que la comprensión de lo real está condicionada por el significado que damos a las palabras y sus connotaciones. Sí, el pensamiento es el lenguaje, pero éste no obedece a una estructura lógica sino a una serie de códigos sociales y experiencias colectivas. Aunque no lo dice de esta forma, el lenguaje es un producto histórico. Por tanto, es como una segunda piel de la que no podemos prescindir y que condiciona nuestra forma de entender el mundo, lo que supone caer en un relativismo epistemológico cercano a Hume.


Wittgenstein murió en Cambridge de cáncer en 1951. Dijo pocas horas antes de fallecer que había vivido “una existencia maravillosa”, pero lo cierto es que pasó etapas de un intenso sufrimiento como cuando decidió volver a renunciar a la vida social y refugiarse en una cabaña noruega.


En sus diversos diarios, refleja una dimensión mística y religiosa que choca con la imagen que daba de sí mismo. Creía en el imperativo categórico kantiano y luchaba por la redención personal a través de la austeridad y una soledad elegida como la de Kierkegaard. Quizás ésta sea la óptica adecuada para comprender su gigantesco desafío intelectual.

 

Una historia de la filosofía. Ludwig Wittgenstein

 

 

Ludwig Wittgenstein - La Aventura del Pensamiento

 

 

 Discurso filosófico Wittgenstein

 

 

 

- Ludwig Wittgenstein. El pensamiento es lenguaje -                  - Alejandra de Argos -

Hegel, que identifica ser y pensar, sostenía que la Historia avanza hacia la manifestación de una idea absoluta, encarnada por el Estado. >Nadie se había atrevido a ir tan lejos como Georg W. Friedrich Hegel cuando revolucionó la historia de la filosofía al proclamar una afirmación que resume su pensamiento: todo lo real es racional. Dicho con otras palabras, todo lo que existe conlleva el más alto grado de racionalidad posible.

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Hegel según Jakob Schlesinger, 1831.

 

Hegel, que identifica ser y pensar, sostenía que la Historia avanza hacia la manifestación de una idea absoluta, encarnada por el Estado

Nadie se había atrevido a ir tan lejos como Georg W. Friedrich Hegel cuando revolucionó la historia de la filosofía al proclamar una afirmación que resume su pensamiento: todo lo real es racional. Dicho con otras palabras, todo lo que existe conlleva el más alto grado de racionalidad posible.

Si para Fichte todas las cosas están contenidas de forma indiferenciada en el yo, donde es abolida cualquier oposición entre el sujeto y el objeto, Hegel invierte totalmente la perspectiva: la representación sensible es engañosa y la verdad última de la realidad hay que encontrarla en la idea absoluta.

Dando un paso más, pensar es ser. Es el pensamiento el que crea las cosas en las que se proyecta y, por lo tanto, existe una coincidencia entre ser, pensar y verdad. Hegel explicita su tesis en numerosos pasajes de su obra, aunque en un lenguaje que hoy podríamos considerar críptico: “La idea eterna, que es en sí y para sí, eternamente se actúa a sí misma como espíritu absoluto, se produce y se goza”.

Si la idea absoluta es la única realidad, cada uno de nuestros juicios sólo abarcará un aspecto limitado y parcial de esa totalidad de la Razón. Por ello, los juicios se deben ir complementando unos a otros para poder acercarnos a la verdad, que no es estática, sino que está en continuo avance hacia lo absoluto. En ese sentido, el ser es puro devenir.

Hegel recurre para explicar esto a la analogía de una planta, que es primero semilla, luego árbol, más tarde, flor y, por último, fruto. Cada juicio abarca un aspecto parcial de la planta, cuya comprensión sólo podría ser alcanzada mediante la visión de todo el proceso. Por tanto, la idea absoluta es un proceso, un desarrollo en permanente fluidez.

Ese movimiento de la realidad opera a partir de las leyes de la dialéctica, que son esenciales en la obra de Hegel. El método de análisis dialéctico presupone que en toda situación existe una oposición entre una tesis y una antítesis. De esta tensión surge una síntesis, que es una forma superior de ambos momentos opuestos.

Del método dialéctico surge una noción esencial para comprender su filosofía: la negatividad. Todo lo que existe contiene un elemento de aniquilación que conduce a su desaparición en una síntesis superior. Por lo tanto, nada es estable ni definitivo, todo es mortal y pasajero.

Karl Marx asumió los postulados de Hegel en su materialismo dialéctico, en el que el comunismo sería la síntesis entre los intereses contrapuestos del capital y el trabajo. El autor de la Fenomenología del Espíritu recurre a la dinámica entre el amo y el esclavo para explicar su método.

Si la realidad se va desarrollando conforme al proceso de los opuestos, nuestro conocimiento tendrá que seguir la misma pauta para alcanzar la idea absoluta, que sólo en el hombre puede adquirir conciencia. Este movimiento se desarrolla a partir de la filosofía del espíritu, que confluye con la Lógica, que él identifica con una ontología de las leyes del ser.

En un primer momento, el espíritu de manifiesta en las cosas como necesidad. Pero frente a ello, surge la libertad humana, que es una especie de despertar a la autoconciencia. Esta contradicción da lugar a la síntesis que sustenta las instituciones sociales: la familia, la sociedad y el Estado. Todas ellas son encarnaciones del espíritu absoluto.

Hegel subraya que estas entidades están regidas por lo que él llama “eticidad”, en la que se expresan en diferentes grados los valores de esa conciencia colectiva que va progresando hacia lo absoluto. En el último peldaño de la pirámide, se halla el Estado, que es la encarnación suprema de la racionalidad.

El Estado no es la suma de los individuos que lo conforman, sino una totalidad en la que se reconcilian todas las demás formas de asociación humana. Como cada Estado es la encarnación suprema del Espíritu Absoluto, no hay posibilidad de límite en el ejercicio del poder.

Lo que está diciendo Hegel es que el individuo sólo se puede realizar plenamente en el Estado, una afirmación en la que muchos pensadores han visto una legitimación del Estado totalitario. Otros estudiosos de su legado difieren de su interpretación y apuntan a que la obra de Hegel debe ser interpretada en una clave teísta o religiosa, ya que la idea absoluta no es más que el despliegue de Dios en el mundo.

De lo que no cabe duda es que Hegel tuvo una marcada educación religiosa. Estudió junto a Schelling y Hölderlin en el seminario de Tubinga, donde adquirió una sólida formación teológica. Luego encaminó sus pasos hacia la docencia. Pero Hegel también sintió fascinación por la Revolución Francesa, cuyos ideales de igualdad y fraternidad creía que podían agitar la conservadora sociedad prusiana.

En última instancia, la obra de Hegel, por su carácter sumamente abstracto e incluso esotérico, está abierta a la interpretación, ya que ese proceso de la Razón que evoluciona hacia la idea absoluta bien podría ser un monstruo tras el que se esconde la nada, que para él es la otra cara del todo.

 

 Grandes documentales: Hegel y Schopenhauer

 

 

- Friedrich Hegel: Todo lo real es racional -                            - Alejandra de Argos -

Soren Kierkegaard sostuvo que el yo tiene libertad absoluta para elegir y que el silencio de Dios nos condena a la incertidumbre. Tras una vida atormentada y solitaria, Soren Kierkegaard murió en 1855 de una tuberculosis en Copenhague, la ciudad en la que había nacido y vivido. Tenía solamente 42 años, lo que no fue obstáculo para que dejara una importante obra filosófica que influyó en autores como Heidegger y Sartre.

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Kierkegaard. Image: Royal Danish Library

 

Soren Kierkegaard sostuvo que el yo tiene libertad absoluta para elegir y que el silencio de Dios nos condena a la incertidumbre

Tras una vida atormentada y solitaria, Soren Kierkegaard murió en 1855 de una tuberculosis en Copenhague, la ciudad en la que había nacido y vivido. Tenía solamente 42 años, lo que no fue obstáculo para que dejara una importante obra filosófica que influyó en autores como Heidegger y Sartre.


El legado intelectual de Kierkegaard estuvo fuertemente marcado por sus orígenes. Su padre, un hombre de una absorbente fe luterana, quería que su hijo fuera pastor. Pero Soren optó por estudiar filosofía en Copenhague y pronto se mostró muy crítico con la Iglesia, convencido de que se había apartado de Dios para servir a los hombres. Sus escritos en varias publicaciones locales le atrajeron las iras de la sociedad bienpensante, que le consideraba un personaje excéntrico.


El pensamiento de Kierkegaard es, en buena medida, una reacción contra la filosofía de Hegel, que había elevado la Razón no sólo a motor de la Historia sino también de las decisiones individuales. Todo lo real es racional, según el conocido postulado hegeliano. Kierkegaard impugna esta tesis: la existencia humana no está regida por valores absolutos ni tampoco por leyes económicas, como sostendría luego Marx, sino por el libre ejercicio de la voluntad. El hombre se construye al elegir su propia vida.


Lo que importa no es la teoría ni tiene sentido buscar una explicación objetiva del mundo. Lo que cuenta es el yo. Lo único real es lo singular. En este sentido, escribe: “Lo que me hace de veras falta es ver perfectamente claro lo que debo hacer, no lo que debo saber. Lo que me importa es entender el propio sentido y definición de mi ser, ver lo que Dios quiere de mí, lo que debo hacer. Es preciso encontrar una verdad para vivir y morir”.


Por tanto, y en esto es precursor de Sartre y el existencialismo, no nacemos con una esencia determinada, sino que somos pura existencia. Cada individuo tiene libertad absoluta para elegir, para hacer el bien o el mal. Estamos, pues, condenados a ser libres.


Esto lo vivió Kierkegaard dolorosamente, puesto que siempre fue una persona muy indecisa. Enamorado locamente de Regina Olsen, canceló su compromiso matrimonial en el último momento. Siempre se arrepintió de su decisión.

 

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 Kierkegaard. Regine Olsen.The Sunday Times.


Es precisamente esta libertad de elección la que nos condena a la angustia. Insiste en que nuestras decisiones no están determinadas, no hay normas objetivas de moralidad. Por así decirlo, nuestra salvación no se halla en los valores colectivos o sociales, como apuntaba Marx, ni en los dictados de la racionalidad, como sostenía Hegel, sino en una búsqueda incierta y personal de una autenticidad que Kierkegaard liga a la repetición. El pensador danés entiende este concepto como una síntesis entre lo real y lo ideal, como una especie de pauta de actuación en el mundo.


Kierkegaard no fue un filósofo sistemático, por lo que muchos de sus conceptos están abiertos a la interpretación. Como le sucede a Nietzsche, sus textos sugieren más que afirman y se plantean preguntas sobre el sentido de la existencia. Y, en última instancia, todo remite a la fe en Dios porque era una persona profundamente cristiana.


Si la estética es la contemplación de la vida, la ética es elección. Si Spinoza inscribía la libertad humana en la pura determinación divina, Kierkegaard no acepta más que la conciencia para elegir en cualquier dilema moral. No hay ninguna autoridad fuera del yo.


Pero poniendo todo el énfasis sobre la importancia de la fe, señala a continuación que Dios es paradójico e incognoscible. El Ser Supremo nos es totalmente desconocido porque no se manifiesta en el mundo. Ese silencio de Dios nos condena a la soledad y es un motivo adicional para la angustia, que es la condición esencial del ser humano.


Kierkegaard pone un ejemplo ilustrativo de los sacrificios que exige la fe. Es el de Abraham, que no duda en sacrificar a su hijo tras escuchar la voz de Dios. El padre no entiende por qué tiene que acabar con la vida de Isaac, pero asume el mandato divino sin cuestionarlo.


Esta noción enlaza con la apuesta pascaliana, por la que la fe es una elección de resultados inciertos. Sin embargo, Kierkegaard está absolutamente convencido de la existencia de Dios, por lo que podría haber hecho suya la máxima atribuida a Tertuliano: “credo quia absurdum” (creo porque es absurdo).


Naturalmente estas ideas chocaban contra el rígido dogmatismo de la Iglesia luterana de la primera mitad del siglo XIX, que veía en Kierkegaard a una especie de hereje. “Para conquistar de nuevo la eternidad, es preciso la sangre no de las víctimas sino de los mártires”. Eso mártires son los que están dispuestos a dar su vida o sufrir la incomprensión por sus ideas. No hay duda de que él predicó con el ejemplo y pagó un alto precio por su coherencia.

 

 SOREN KIERKEGAARD- EL MAR DE LA FE - SEA OF ​​FAITH 

Documental de la BBC (Parte 1 y 2). Subtitulos en español

 

 

 

 

Grandes Documentales: Dos grandes pensadores del siglo XIX. Soren Kierkegaard y Karl Marx

 

 

 

 

- Soren Kierkegaard. La angustia de vivir -                        - Alejandra de Argos -

Arthur Schopenhauer nació en 1788 en Danzig, a orillas del mar Báltico, en el seno de una acomodada familia de comerciantes. Su infancia y adolescencia las pasó en Hamburgo, si bien su educación cosmopolita se vio innegablemente favorecida por numerosos viajes formativos por el continente europeo e Inglaterra, tal como documentan sus Diarios de viaje. En 1805, al fallecer repentinamente su padre, el joven Schopenhauer quedó liberado de las aspiraciones comerciales proyectadas desde su entorno familiar y, pudiendo vivir en adelante de las rentas, empezó a perseguir un camino filosófico que ya nunca abandonaría.

Retrato de Schopenhuer realizado por Schäfer en 1859

Retrato de Schopenhuer realizado por Schäfer en 1859

 

Arthur Schopenhauer nació en 1788 en Danzig, a orillas del mar Báltico, en el seno de una acomodada familia de comerciantes. Su infancia y adolescencia las pasó en Hamburgo, si bien su educación cosmopolita se vio innegablemente favorecida por numerosos viajes formativos por el continente europeo e Inglaterra, tal como documentan sus Diarios de viaje. En 1805, al fallecer repentinamente su padre, el joven Schopenhauer quedó liberado de las aspiraciones comerciales proyectadas desde su entorno familiar y, pudiendo vivir en adelante de las rentas, empezó a perseguir un camino filosófico que ya nunca abandonaría.

Tras completar sus estudios de filosofía en Berlín se doctoró, en 1813, con una tesis titulada Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (VW), que recogía ya las principales bases epistemológicas de su futuro sistema. De aquellos años data también su toma de contacto con numerosas doctrinas de la antigua sabiduría hindú a través de una versión de los Upanisad; no en vano, Schopenhauer se acabaría convirtiendo en uno de los grandes introductores del pensamiento oriental en Europa, siendo uno de los pocos filósofos occidentales que lo ha conocido en profundidad, integrándolo creativamente en su propia filosofía.

Tal propuesta filosófica se expresó, de un modo precoz y completamente autodidacta, en esa obra capital infatigablemente glosada y reescrita llamada El mundo como voluntad y representación (WWV), de 1818/19. Bien pudiera decirse que el pensador alemán fue esencialmente autor de un solo libro construido desde un sólido andamiaje sistemático y conceptual, de ahí que todo lo demás que escribió no fuera sino una preparación, una extensión o un enriquecimiento de esa única obra fundamental.

Durante la década siguiente, su efímera carrera docente como profesor honorario en la Universidad de Berlín coincidió también con una irreversible ruptura familiar. Como nos recuerda la espléndida biografía de Safranski, Schopenhauer decidió llevar una existencia solitaria e independiente, aunque jamás desprovista de comodidades ni bienestar material. Hombre políglota y universalmente curioso dotado de una fuerte personalidad, de un humor mordaz y temperamental de no siempre fácil encaje en sociedad, se granjeó una fama inicial no tanto como filósofo cuanto como tipo arrogante enfrentado con casi todo el mundo, empezando con ese gremio de los filósofos profesionales a los que, no sin sarcasmo, dedicó memorables coces por dedicarse a vivir de la filosofía y no para la filosofía.

A partir de 1831, la elección de la ciudad de Frankfurt, donde terminó muriendo en 1860, se convirtió en el refugio ideal para mantener su actividad intelectual al margen de esa sociedad que, sin embargo, no dejó de observar con enorme perspicacia. Excelente conversador, atento al clima intelectual de su tiempo, Schopenhauer disfrutó allí de una vida apacible y conservadoramente burguesa. Así, durante esta época aparecieron otras obras relevantes, como Sobre la voluntad de la naturaleza, de 1836, Los dos problemas fundamentales de la ética (E), de 1841, y Parerga y Paralipómena, de 1851, que lo catapultaron finalmente a la fama. En esa versión más accesible de su pesimismo metafísico, que reflejaba una rica sabiduría mundana sobre la naturaleza humana, sus lectores disfrutaron ciertamente de la potencia emotiva de una filosofía más personal y existencial que convivía, al mismo tiempo, con una sugerente escritura filosófica tanto ensayística como aforística.

Y es que Schopenhauer fue indudablemente un gran escritor, aspecto no menor que explica la fascinación ejercida sobre otros enormes escritores, desde Nietzsche a Thomas Bernhard, pasando por Tolstoi, Borges o Thomas Mann. Ya desde sus primeros escritos, su prosa filosófica representaba un soplo de aire fresco con respecto al lenguaje abstracto y técnicamente farragoso de la filosofía idealista predominante; incluso podría afirmarse que su estilo literario recoge, trasponiéndolo al idioma alemán, lo mejor del espíritu de amenidad y precisión expositivas de la tradición moralista francesa (La Bruyère, Vauvenargues, La Rochefoucauld, etc.), una opción estilística a la que jamás renunció como pensador: “En general, el filósofo auténtico buscará en todo claridad y nitidez, y estará siempre empeñado en asemejarse, no a un torrente turbio e impetuoso, sino más bien a un lago suizo que, debido a su calma, aun siendo muy profundo tiene una gran claridad, que es precisamente la que hace visible la profundidad” (VW, pp. 52 s.).

 

La necesidad metafísica del hombre

El punto de partida del proyecto schopenhaueriano parece, a primera vista, contraintuitivo, puesto que construir una metafísica después de la Crítica de la razón pura kantiana podría interpretarse como una empresa de cierta regresión, al haberse sentenciado allí la imposibilidad de la metafísica tradicional como ciencia, al rebasar esta los límites de la experiencia y el ámbito de lo fenoménico. En adelante –había concluido Kant–, tales límites debían ser impuestos por la razón misma de un modo autónomo, y ya no por una instancia exterior, como la costumbre, la autoridad o la fe, una valiosa conquista que también Schopenhauer juzgó como irrenunciable frente a cualquier pretensión dogmática o teísta (WWV I, p. 557).

Ahora bien, el rico legado kantiano, visible sobre todo en la siguiente generación de filósofos alemanes idealistas, mostraba al mismo tiempo que nada impedía que la reflexión sobre la metafísica pudiera darse, no ya en el plano teorético-cognoscitivo, pero sí en otro orden del pensar identificable con el uso práctico y regulativo de la razón. El entendimiento tendía a un determinado uso de la razón que trascendía ese ámbito fenoménico una y otra vez, y resultaba arrogante despachar esa tendencia como si no formara parte de la propia naturaleza humana y el complejo funcionamiento de la razón. A pesar de ser ilusorio, el inmemorial esfuerzo del espíritu humano hacia el ámbito de lo trascendente (lo incondicionado, lo absoluto, etc.) debía explicarse y encajarse de algún modo, dada la enigmática fuerza de su persistencia.

Es precisamente esta línea de fuga la que, si bien desde una novedosa flexión pesimista, permite a Schopenhauer asumir también una “necesidad metafísica” del ser humano, ese extraño animal metaphysicum (WWV II, p. 198) que deambula por el mundo con la inquietante certeza de su propia muerte. Alentado por la “admiración” platónica que define el viejo oficio filosófico (Teeteto, 155d), buscará dar cuenta de ese profundo misterio según el cual la existencia sea tan posible como su no existencia, de que el mundo sea tan inane como inquietantemente contingente, para lo cual considera imprescindible una mirada genuinamente filosófica cuya fuente sea un conocimiento basado en la intuición y la experiencia: por un lado, para elevarnos por encima de la consideración de los fenómenos particulares de la vida, que “es en esencia sufrimiento” (WWV I, p. 368), y situarnos en el plano de la vida en general, tratando de captar su esencia y significado último; por el otro, para intuir, escapando de la insuficiencia de la explicación física del mundo, otra estructura de la realidad y la totalidad de la experiencia asumida en la variedad de sus dimensiones.

 

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El mundo como representación y el mundo como voluntad

A este respecto, conviene empezar recordando que El mundo como voluntad y representación asume uno de los pilares de la concepción kantiana de la realidad, a saber: el idealismo trascendental y su célebre distinción entre fenómeno y cosa en sí o noúmeno. Sin embargo, para el filósofo de Frankfurt, tal distinción se traducirá básicamente en la dualidad de representación y voluntad, como dos caras inseparables de una misma moneda desde la cual podemos y debemos contemplar la realidad en toda su complejidad: una cara externa, por la cual el mundo sería una representación del sujeto que lo conoce, esto es, el mundo es mi representación (1); y una cara interna, por la cual todo el universo sería la manifestación de una voluntad, esto es, el mundo es mi voluntad (2).

(1) Por de pronto, la comprensión de que el mundo sea nuestra representación (Vorstellung) constituye un legado que Schopenhauer atribuye al poderoso gesto reflexivo de la filosofía trascendental de Kant. Tal como expuso en su “Estética trascendental”, nosotros no conocemos lo que son los objetos en sí mismos, es decir, cómo son los objetos en su realidad independiente del sujeto cognoscente. Lo único que conocemos son fenómenos, esto es, objetos dados en el espacio y el tiempo que existen sólo en nosotros, de ahí el carácter fenoménico de nuestro conocimiento sensible.

Aunque con matices, Schopenhauer asume esta idealidad trascendental del mundo y dictamina que todas las características que podamos atribuir a los fenómenos son dependientes del sujeto y de los modos en que son percibidos por él, de acuerdo con la estructura común que nos es propia como especie y de la que no podemos prescindir. Así, cualquier objeto o hecho que se registre en mi conciencia será una representación mía y, como tal, ocupará necesariamente una parte del espacio y una secuencia del tiempo. Pero, además, todas las formas a priori kantianas pueden reducirse, en la extensión de la materia, al principio de causalidad. La realidad no será sino la actuación de los objetos los unos sobre los otros en cuanto producen efectos visibles, su darse como materia en la pura conexión causal y espaciotemporal, pero cuya estructura es producida trascendentalmente (WWV I, pp. 56 ss.).

Ahora bien, lejos de contestarse con estas bases gnoseológicas del criticismo kantiano, el estatuto del fenómeno adquiere con Schopenhauer una inesperada flexión negativa, incluso peyorativa. No es tanto la manifestación de la realidad, sino más bien su encubrimiento, cuyo velo ocultaría la esencia, el ser en sí de las cosas tras la fugaz apariencia fenoménica. En esa comprensión inane e inconsistente de la realidad visible, que tanto debe a la antigua sabiduría india, el pensador alemán postula la existencia relativa de todos objetos representados, es decir, relativa al sujeto que tiene las representaciones. Por consiguiente, concluye, no sería posible afirmar con seguridad si una cosa existe o no, ni otorgarle una propiedad ontológica estable a la realidad misma: esta es, como intuyó su tan querido Platón, más bien la realidad de una sombra; o acaso tendría la realidad de un sueño, al que asistimos como meros espectadores de una inclasificable representación teatral, como sugirió nuestro Calderón, dramaturgo al que Schopenhauer, como apasionado hispanófilo, admiraba como pocos.

 

Retrato del joven Schopenhauer realizado por L. S. Ruhl
Retrato del joven Schopenhauer realizado por L.S.Ruhl

 

Del fenómeno al cuerpo, o sobre el acceso a la voluntad

A la luz de lo anteriormente referido, podemos avanzar un poco más y afirmar que, en el proyecto schopenhaueriano, la confianza racionalista e ilustrada en la primacía e independencia de la inteligencia y el intelecto puro, en la legibilidad de las motivaciones y acciones humanas y su legitimación moral en el discurso filosófico, queda profundamente cuestionada desde su raíz optimista. Al sugerir el carácter ilusorio de esa vana aspiración del sujeto moderno y su disponibilidad sobre las múltiples representaciones del mundo vía entendimiento, Schopenhauer rompe con Kant y buena parte de la tradición idealista al vislumbrar, en el origen de los pensamientos conscientes, un fondo pulsional inconsciente y oculto que prefigura los grandes hallazgos de Nietzsche y Freud. Ahora bien, ¿cómo llega a esa conquista, a esa experiencia interior del verdadero enigma del mundo, que insinuaría una subordinación de las funciones intelectuales a las funciones afectivas?

La clave filosófica, de entrada, pasará por rescatar el cuerpo de ese ostracismo al que le había condenado tanto la tradición cristiana como el racionalismo moderno. Al fin y al cabo, el sujeto que aporta las estructuras a priori y que hace posible el mundo como conjunto ordenado de representaciones no sólo se conoce a sí mismo como un objeto material más sometido al principio de razón suficiente, sino también como algo distinto, a la vez misterioso y asombroso. Pensemos en la experiencia interna de nosotros mismos, sobre todo la experiencia sentida que tenemos de nuestro propio cuerpo como objeto intuido, con el que nos identificamos. La vida que le es inherente, los movimientos y reacciones orgánicas, impulsos, emociones o deseos, su querer consciente como inconsciente, parece sustraerse al esquema kantiano del yo cognoscente en la modalidad fenoménica dominada por la férrea necesidad causal, allí donde el sentido externo solo ve un objeto espaciotemporal dotado de tamaño, forma, etc. Desde esta plataforma privilegiada que es el cuerpo humano se abrirían, por consiguiente, esas dos facetas del mundo sobre las cuales gravita toda la concepción schopenhaueriana:

Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas completamente distintas: una vez como representación en la intuición del entendimiento, como objeto entre objetos sometido a las leyes de estos; pero a la vez, de una forma totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para cada cual y designado por la palabra voluntad (WWV I, p. 152).

(2) Así, el mundo es también mi voluntad (Wille). Y sin embargo, ¿cómo definirla? Provista de atributos metafísicos como la unidad e identidad consigo misma, la indestructibilidad y su estar fuera del espacio y el tiempo, la voluntad postulada por Schopenhauer es ciertamente un impulso ciego y universal que solo quiere. Mejor aún: es un querer incesante, un afán inconsciente, irresistible y oscuro carente de fin y de origen, de fundamento y de motivo –en el doble sentido del término grundlos–, siendo una fuerza deseante imperecedera y siempre insatisfecha que expresa un puro apremio volitivo subyacente a todos los fenómenos del mundo (WWV I, pp. 162 s.).

Por otro lado, conviene matizar aquí que tal voluntad no se circunscribe solo a la voluntad humana, ni desde luego se concibe a imagen de esta. Antes bien, desborda el sentido clásico del término y adquiere una dimensión en cierto modo cósmica e inmanente, haciéndose extensiva a los diferentes órdenes de la realidad, que expresarían diferentes grados sensibles de objetivación de dicha voluntad: desde los animales a las plantas, desde lo inorgánico hasta las fuerzas inconscientes de la naturaleza más alejadas de nosotros, desde las energías más ocultas ínsitas en la materia misma hasta la reflexión humana más sofisticada:

Cuando contemplamos el poderoso e incontenible afán con el que las aguas se precipitan a las profundidades y el magneto se vuelve una y otra vez hacia el Polo Norte, el ansia con el que el hierro corre hacia aquel, la violencia con que los polos eléctricos aspiran a reunirse y que, exactamente igual que los deseos humanos, se acreciente con los obstáculos; cuando vemos formarse el cristal rápida y repentinamente, con una regularidad de formas tal que claramente se trata de un esfuerzo en diferentes direcciones plenamente decidido, exactamente determinado y que queda dominado y retenido por la solidificación; cuando observamos la selección con que los cuerpos puestos en libertad por el estado de fluidez y liberados de los lazos de la solidez se buscan y se rehúyen, se unen y se separan: […] entonces no nos costará ningún esfuerzo de imaginación reconocer incluso a tan gran distancia nuestra propia esencia, aquel mismo ser que en nosotros persigue sus fines a la luz de conocimiento pero que aquí, en el más débil de sus fenómenos, solamente se agita de forma ciega, sorda, unilateral e inmutable (WWV I, pp. 170 s.).

En definitiva, con el descubrimiento de la voluntad como ser o esencia de carácter metafísico cuyo correlato sensible es el mundo fenoménico, Schopenhauer creyó firmemente haber despejado la gran incógnita kantiana, la cosa en sí, por más que esta, igual que aquella, no pudiera ser conocida “científicamente” sino solo intuida como esencia en sí del mundo. Armado con este axioma, completaba así una descripción de la estructura fundamental de la realidad con la que responder al primer elemento de la exigencia metafísica, el elemento teórico, plataforma irrenunciable desde la cual saltar al no menos prioritario problema moral.

 

Daguerrotipo de Schopenhauer de 1852 realizado por Jacob Seib

Daguerrotipo de Schopenhauer de 1852 realizado por Jacob Seib

 

La realización moral de la metafísica: el ascetismo

En el plano moral, Schopenhauer sostiene que la dicotomía kantiana entre libertad y naturaleza no debe llevarnos a pensar que no hay posibilidad para pensar la libertad de acción de la voluntad. Cierto, el filósofo alemán desmitifica sin ambages la noción más popular de libertad; esta no existiría en términos absolutos, sobre todo si nos empecinamos en definirla de un modo negativo, es decir, como capacidad de agencia humana para elegir, sin impedimentos ni coacciones, entre varias opciones (E, pp. 37 ss.). Puesto que nada cuanto se halla inmerso en el ámbito fenoménico puede ocurrir sin responder a la inexorable ley de causalidad, nuestros actos tampoco dejan de obedecer a ese determinismo causal. En este sentido concreto, pues, el hombre no sería libre.

Ahora bien, lejos de caer en un mero fatalismo determinista, las acciones del sujeto sí son libres cuando son consideradas en su condición de cosa en sí como voluntad, allí donde se nos muestra la naturaleza entera del hombre y su carácter inteligible. Lo que el hombre llama libertad de acción difiere de las acciones del reino vegetal o animal por la capacidad reflexiva de darse cuenta de sus propias motivaciones individuales y la complejidad de sus expresiones volitivas, que constituyen su azaroso carácter. Somos siempre libres de querer, y requerimos motivos, y sin embargo ellos son ya expresión imperiosa de una voluntad. De ahí que tal capacidad de representación de nuestras motivaciones no signifique independencia ante ellas: nunca somos libres de querer lo que queremos, ni atisbamos el porqué de muchos de nuestros deseos (WWV II, pp. 247 ss.). Por tanto, lo único que podremos hacer para conquistar esta libertad moral –y esto solo bajo ciertas condiciones– será negar libremente nuestra propia necesidad fenomenal y los motivos que nos mantienen inmersos en tal necesidad: ese y no otro será el acto de negación de la voluntad como paradigma de la decisión moral libre.

¿Qué significa negar la voluntad? A riesgo de simplificar esta cuestión, diremos que significa dejar de querer la vida misma y abolir el principio de individuación en el ámbito fenoménico, aquel principio mediante el cual todos los seres llevan una existencia separada y aparentemente independiente. Como espejismo que nos mantiene inmersos en las perspectivas del mundo de la representación y perpetúa ese ídolo que es el yo, tal principio ahondaría en la raíz de nuestra infelicidad como dominio de la pura necesidad, de esa sempiterna lucha de todos contra todos. Desde su habitual y provocador talante pesimista, Schopenhauer admite sin rodeos que el mundo es malo por naturaleza, incluso el peor de los mundos posibles (WWW II, p. 638), y como pensador abiertamente ateo no se cansará de recordarnos que el ser humano lo recorre como un valle de lágrimas en el que ya no cabe esperar un Dios bueno ni omnipotente que lo justifique o lo arregle; sin embargo, no es menos cierto que nuestra perspectiva existencial sustancialmente cambiaría si entendiésemos que el mal no tiene ni justificación ni causa concretas, sino que, cual espectáculo imperecedero y aterrador –como el sinsentido mismo de la historia– es fruto de una ciega voluntad sin fin.

De ahí el horizonte ético del acto que aprende a negar la voluntad, pues con este conseguiríamos frenar el egoísmo universal y ver a nuestros congéneres como nuestros semejantes y ya no como nuestros adversarios en conflicto permanente por el mero deseo, siempre insaciable e insatisfecho, de querer (sobre)vivir. A ojos de Schopenhauer, toda lucha se tornaría superflua, más aún: el hombre se volvería bueno, al verse penetrado por un espíritu de simpatía por el otro, al darse cuenta del sufrimiento percibido en otros o sentido en uno mismo. Así, todo egoísmo se revelaría insustancial en relación a la mirada cósmica que revela la identidad y vinculación esenciales de todos los seres (WWW I, III, §§ 44 y 63).

Tal es el objetivo programático de la renuncia schopenhaueriana, que abre la puerta a la moral y al ejercicio de la misma. Esta ya no podrá fundarse en una serie de imperativos, principios morales universales o deberes incondicionados, tal como pregonaba el formalismo ético kantiano, dada su probada ineficacia para combatir el egoísmo (E, pp. 145-178). Depurada de cualquier elemento religioso y prescriptivo-normativo, aspirará a ser un discurso filosófico sobre la vida humana y su posible valor, así como una investigación sobre el sentido y el alcance de las acciones humanas, y no una guía o discurso edificantes o moralizantes. De ahí que en ella se articule una descripción en cierto modo psicológica de la vida y el fenómeno éticos, buscando, por un lado, una determinada vía de liberación del sufrimiento mediante una conducta moral verdadera como “amor al prójimo” y como “compasión”, y trabajando, por el otro, en favor de la producción de la santidad de nuestras acciones, que sería grado supremo de la ética.

En resumidas cuentas: una dolorosa vida que es esencialmente crueldad, sufrimiento y carencia, donde lo más que nos cabe esperar es una larga cadena de miserias interrumpidas por fugaces momentos de insensibilidad y aburrimiento, no debe llevarnos a un pesimismo absoluto en lo tocante a la existencia humana. Podemos aprender a rasgar el famoso “velo de Maya” para liberarnos de este mal originario del mundo y despertar así del sueño de la vida, rozando ese preciado culmen de la serenidad absoluta que, para el apasionado lector de los Upanisad, se acerca tanto al ideal budista del nirvana. Tal será, de hecho, el lugar eminente del asceta indio o el místico cristiano, ejemplos excepcionales que, al ejercitarse en el arte de aniquilar la voluntad y mostrarnos esa “nada” a la que realmente quedaría reducida (WWV I, pp. 471-475), nos ponen ante los ojos la posibilidad de una vida que se sustraiga a la ley de la individuación y el egoísmo universal:

Ese hombre, que tras numerosas luchas amargas contra su propia naturaleza ha vencido por fin, no se mantiene ya más que como puro ser cognoscente. Nada le puede ya inquietar, nada conmover: pues ha cortado los mil hilos del querer que nos mantienen atados al mundo y que, en forma de deseos, miedo, envidia o ira, tiran violentamente de nosotros hacia aquí y hacia allá en medio de un constante dolor. Tranquilo y sonriente vuelve la mirada hacia los espejismos de este mundo que una vez fueron capaces de conmover y atormentar su ánimo, pero que ahora le resultan tan indiferentes como las piezas de ajedrez después de terminada la partida, o por la mañana los disfraces tirados cuyas figuras nos gastaron bromas y nos inquietaron en la noche de carnaval (WWV I, pp. 452 s.).

 

Arthur Schopenhauer con su caniche caricaturizado por Wilhelm Busch

Arthur Schopenhauer con su caniche caricaturizado por Wilhelm Busch

 

El horizonte de liberación del arte

El libro tercero de El mundo está dedicado a la experiencia estética, y en él Schopenhauer supo realizar una de las aportaciones más originales y duraderas sobre la naturaleza y la función del arte que ha conocido la historia del pensamiento, restituyéndolo a su dimensión metafísica al tiempo que lo integraba a su propio sistema filosófico. Dotado de una enorme sensibilidad artística, el pensador alemán nunca pretendió enseñar una estética en el sentido de una técnica para comprender los medios de promoción de lo bello y dar determinadas reglas al arte. Antes al contrario, lo que propuso fue una ambiciosa metafísica de lo bello que debía instaurar otro modo de conocimiento; lejos de ser representar un mero recreo de los sentidos o una elevación espiritual, el arte debía configurar una de las vías privilegiadas para captar la realidad, mostrándonos lo que de otra forma resultaría inaccesible.

El vínculo con la metafísica es aquí innegociable: el arte nos pone en contacto directo con las ideas, que son la manifestación inmediata y objetiva de la voluntad. De ahí que el artista sea siempre también una suerte de asceta, habida cuenta de que él mira las cosas con un “desinterés” –de obvias resonancias kantianas– que le lleva a trascender su necesidad fenoménica, apartarse de las afecciones del cuerpo que lo determinan, para conocer intuitivamente y luego reproducir las ideas del mundo, arquetipos eternos de raigambre platónica que servirían de modelo en la objetivación de la voluntad (WWV I, p. 183). Así, en la satisfacción desinteresada, el gran artista, el genio, se desinteresa del mundo; pues en la pura contemplación estética de las ideas, en el gozoso silencio de sus múltiples pasiones, se olvida del mundo y de sí mismo como individuo.

Hijo de su tiempo, Schopenhauer se movería ciertamente en una comprensión típicamente romántica del genio. En la concepción de su obra de arte, este hace abstracción de lo útil, convirtiéndose en un sujeto puro del conocimiento alejado de ese mero querer empujado incesantemente de un deseo a otro. En su captación intuitiva de las esencias, que se produce en forma de imágenes, se detiene ante el objeto puro, en un deleitoso estado de total abandono y absorción de dicho objeto. En esta mirada, sujeto y objeto se funden en un acto indiferenciado, alcanzando un éxtasis que no es sino el triunfo de la idea. Y más importante: la voluntad, al menos momentáneamente, enmudece o queda suspendida (WWV I, p. 251), poniéndose al servicio de la representación en cuanto objeto para la conciencia, a fin de satisfacer nuestro goce en lo bello y su repetitiva potencia de revelación en el ámbito de lo cotidiano.

Aunque parezca paradójico, desde el punto de vista del genio el arte no “sirve” realmente para nada y no debe servir para nada. A fin de cuentas, todo artista genial no apunta a lo singular, sino a lo universal que se manifiesta en las cosas particulares; en este sentido es alguien que busca evocar la eternidad de la vida contenida en el instante estético, condensada en una sola mirada sumida en la contemplación intuitiva de lo bello, que podría darse hasta en el objeto más insignificante.

 

La lechera Jan Vermeer

La lechera, de Johannes Vermeer. Schopenhauer alabó a no pocos pintores holandeses del Siglo de Oro, que “dirigieron tal intuición puramente objetiva a los objetos más insignificantes y erigieron un monumento perdurable a su objetividad y tranquilidad de espíritu en el bodegón, que el espectador estético contempla no sin emoción" (WWV I, p. 251).

 

Desde la perspectiva del espectador, sin embargo, sí se abriría una perspectiva ética decisiva, y el destino del arte asumiría un lugar valioso para el ser humano, a saber: salvarnos de la precariedad de nuestra existencia, acaso consolarnos, en el sentido de que la experiencia estética y la aprehensión de lo bello nos liberarían momentáneamente del dolor y el mal constitutivos del mundo. Por más que sea una una fugaz conquista, una huida relativa en el tiempo, el placer de tal liberación resultaría aleccionador desde los parámetros del habitual pesimismo schopenhaueriano, ya que nos permitiría dejar de sufrir, al menos fugazmente, al mostrarnos un goce compensador que, paradójicamente, nos libraría de muchos de los afectos que nos atenazan. Y es que, como nos recuerda la sugerente y ya clásica interpretación de Clément Rosset, el schopenhaueriano sería un placer estético que, en lugar de basarse en la plenitud, funciona más bien desde una deleitosa privación momentánea –la del dolor– que nos educaría por el doloroso camino de la existencia.

En este sentido, la clasificación schopenhaueriana de las bellas artes, que obedecería a una determinada jerarquía análoga a los grados de la objetivación de la voluntad –que son también los de las ideas–, nos muestra que ese aprendizaje es polivalente y cualitivamente distinto. Como es sabido, se trata de un recorrido ascendente procediendo de las fuerzas más simples y toscas de la naturaleza inorgánica a las más complejas del ámbito de la naturaleza humana: de la arquitectura a la tragedia –donde la belleza adquiriría el rango de sublime–, pasando por la jardinería paisaística, la pintura y la escultura, siendo su criterio de enjuiciamiento una suerte de ley de simplicidad expresiva, a saber: el mejor artista sería aquel que supiera expresar el contenido de la voluntad por las vías más directas.

Ahora bien, dentro de su estética, su metafísica de la música –de enorme influencia en Richard Wagner y el joven Nietzsche– ocupará un lugar privilegiado, situándose de hecho fuera de esta jerarquía. La música en absoluto es como las demás bellas artes: abre otro dominio que, inmemorial y misterioso, parece no guardar una relación con el mundo existente. A diferencia de estas, la música representa, no una copia, sino una imagen inmediata de la voluntad a partir de la cual el mundo podría comprenderse. Así, poseería una poderosa significación cósmica, independiente del mundo fenoménico: ella no sería la reproducción de una idea del ser del mundo, sino que expresaría la voluntad misma como una especie de lenguaje universal cuya comprehensión sería innata. De ahí que la vida de toda melodía musical sea como la “historia más secreta” (WWV I, p. 315) de la voluntad, una crónica en la que, en su inexpresable intimidad, se narrarían sus deseos y anhelos más ocultos y hasta inexplicables.

 

Arthur Schopenhauer. UNED

 

 

Schopenhauer - La Aventura del pensamiento. Fernando Savater 

 

 


Bibliografía:


Aramayo, R., Para leer a Schopenhauer, Madrid, Alianza, 2001.
Gwinner, W., Arthur Schopenhauer. Presentado desde el trato personal, Madrid, Hermida, 2017.
Magee, B., Schopenhauer, Madrid, Cátedra, 1991.
Moreno Claros, L. F. (ed.), Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Testimonios sobre la vida y la obra del filósofo pesimista, Barcelona, Acantilado, 2016.
Oncina, F. (eds.), Schopenhauer en la historia de las ideas, Madrid, Plaza y Valdés, 2011.
Philonenko, A., Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia, Barcelona, Anthropos, 1989.
Rosset, C., Escritos sobre Schopenhauer, Valencia, Pre-Textos, 2005.
Safranski, R., Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Barcelona, Tusquets, 2008.
Schmidt, A., Die Wahrheit im Gewande der Lüge. Schopenhauers Religionsphilosophie, Múnich/Zúrich, 1986.
Schopenhauer, A.,
Los dos problemas fundamentales de la ética, traducción, introducción y notas de P. López de Santamaría, Madrid, Siglo XXI, 1993.
El dolor del mundo y el consuelo de la religión, estudio preliminar, traducción y notas de D. Sánchez Meca, Madrid, Alderabán, 1998.
El mundo como voluntad y representación II, traducción, introducción y notas de P. López de Santa María, Madrid, Trotta, 2003.
El mundo como voluntad y representación I, traducción, introducción y notas de P. López de Santa María, Madrid, Trotta, 2004.
Parerga y paralipómena I, traducción, introducción y notas de P. López de Santamaría, Madrid, Trotta, 2006.
Diarios de viaje, traducción, introducción y notas de L. F. Moreno Claros, Madrid, Trotta, 2012.
Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, traducción, introducción y notas de P. López de Santamaría, Madrid, Alianza, 2019.
Suances Marcos, M., Arthur Schopenhauer. Religión y metafísica de la voluntad, Barcelona, Herder, 1989.

 

 

- Arthur Schopenhauer: Biografía, Pensamiento y Obras -                             - Alejandra de Argos -

Martin Heidegger, marcado por su adscripción al nazismo, construyó toda su filosofía sobre la pregunta del sentido del ser. Toda la filosofía de Martin Heidegger gira en torno a una sola pregunta: el sentido del ser. Esa reflexión hilvana Ser y tiempo, publicado en 1927, en el que rompe tanto con el neokantismo dominante en Alemania como con la fenomenología de Husserl, que había sido su maestro y mentor.

Heiddeger

Martin Heidegger

 

Martin Heidegger, marcado por su adscripción al nazismo, construyó toda su filosofía sobre la pregunta del sentido del ser

Toda la filosofía de Martin Heidegger gira en torno a una sola pregunta: el sentido del ser. Esa reflexión hilvana Ser y tiempo, publicado en 1927, en el que rompe tanto con el neokantismo dominante en Alemania como con la fenomenología de Husserl, que había sido su maestro y mentor.

Heidegger parte de la idea de que la metafísica tradicional ha cometido el error de confundir el ser con los entes, una concepción que nace del pensamiento aristotélico. Los entes son las cosas existentes, lo que se percibe de forma inmediata en la pluralidad de lo real, pero no son el ser, que define como una estructura subyacente.

Acto seguido, Heidegger subrayará que la naturaleza del ser es pura existencia. El ser carece de esencia, no es algo abstracto sino abierto, temporal e histórico. Para expresar esa conclusión, acuña el término “dasein”, que significa literalmente “estar ahí”.

Ese estar ahí comporta que el hombre es un “ser en el mundo”, arrojado a la existencia. Esa eyección, esa posición excéntrica del hombre, determina que la conciencia no es autónoma, sino que está inmersa en una red de relaciones con su entorno. El hombre sólo puede mirar hacia sí mismo en la época y en el interior del mundo que le ha tocado vivir. Por ello, existe una cierta precomprensión de la realidad antes de que la conciencia se despliegue hacia afuera. A esto lo llama “disposicionalidad” (befindlichkeit), que es la cualidad por la que el hombre está predispuesto a actuar a partir de su “estado de ánimo”, es decir, de los valores y emociones que le han sido inculcados.

El “dasein” supone la abolición de la oposición entre sujeto y objeto que había estado muy presente en el pensamiento de Kant, que afirmaba que el conocimiento sólo es posible a través de un sujeto confrontado con una realidad externa. Descartes también distinguía entre espíritu y res extensa, una dicotomía que también rechaza Heidegger.

Las dos características que fundan el ser son la temporalidad y la negatividad, vinculada a la nada. Heidegger apunta que el pensamiento filosófico ha olvidado la importancia de la nada, que es la base sobre la que se construye el ser. Y ello porque en última instancia el hombre es “ser para la muerte”, ya que toda obra humana está marcada por el hecho ineluctable de la finitud.

El arrojamiento del hombre al mundo implica la noción de “sorge”, que se podría traducir literalmente como cuidado, que es el ser del “dasein”. Esto no es un juego de palabras porque el “sorge” hace referencia a la facticidad de la existencia, a las formas o estructuras que son el producto de la acción humana. Una de ellas es la técnica, a la que Heidegger confiere una gran importancia porque desvela la relación del hombre con el mundo.

 

Heidegger

Martin Heidegger

 

Llegados a este punto, el maestro de Messkirch introduce la distinción entre existencia inauténtica y auténtica. La primera supone la aceptación irreflexiva de lo dado, la segunda es la búsqueda de nuestro destino en el mundo. Parece que Heidegger identificó durante una época de su vida esa existencia auténtica con el nazismo, que le nombró rector de la Universidad de Friburgo, cargo que ejerció durante un año. No hay duda de que el filósofo sintió una verdadera afinidad con el nacionalsocialismo, aunque a partir de 1934 rompió con el régimen de Hitler. A pesar de ello, al final de la guerra, se le prohibió enseñar hasta 1951 y su figura fue sometida a una devastadora crítica.

El debate sigue abierto medio siglo después de su muerte, máxime porque el propio Heidegger en su Carta sobre el Humanismo, texto publicado en 1947, señala que el ser es lo mismo que el pensar el ser. Dirá en ese opúsculo que “el lenguaje es la casa del ser” y que “en su morada habita el hombre”. De lo que se concluye que el lenguaje es el instrumento con el que los seres humanos se relacionan con los entes y materializan su “estar ahí”.

Otra idea fundamental de Heidegger, retomada por Sartre y que se halla ya en Kierkegaard, es que el hombre está condenado a ser libre. Irá incluso más lejos al subrayar que “el hombre no posee la libertad como propiedad suya, sino que es ciertamente lo contrario: la libertad posee al hombre”. Ello constituye la condición predeterminada con la que el “dasein” se relaciona con el mundo, percibido como una totalidad llena de posibilidades.

Este párrafo extraído de De la esencia de la verdad supone en cierta manera una autocondena del propio Heidegger, que no podía ignorar las consecuencias de su adscripción al nazismo y de su complicidad con la barbarie, que queda consignada en su discurso de toma de posesión como rector. La gran pregunta que queda en el aire es como el más pensador más influyente del siglo XX, un filósofo que había estudiado teología, pudo defender la banalidad del mal que constituía el fundamento del nacionalsocialismo. No hay respuesta.

 

Martin Heidegger: sobre el hombre, la ciencia y la técnica (Subtitulado)

 

 

 

Martin Heidegger: entrevista con monje budista (Subtitulado)

 

 

 

Martin Heidegger interview

 

 

 

 Heidegger, Martin - Humano, demasiado humano (1999). BBC

 

 

 

 

- Martin Heidegger. Arrojados al mundo y a la muerte -                        - Alejandra de Argos -

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