Alejandra de Argos por Elena Cue

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Martin Heidegger, marcado por su adscripción al nazismo, construyó toda su filosofía sobre la pregunta del sentido del ser. Toda la filosofía de Martin Heidegger gira en torno a una sola pregunta: el sentido del ser. Esa reflexión hilvana Ser y tiempo, publicado en 1927, en el que rompe tanto con el neokantismo dominante en Alemania como con la fenomenología de Husserl, que había sido su maestro y mentor.

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Martin Heidegger

 

Martin Heidegger, marcado por su adscripción al nazismo, construyó toda su filosofía sobre la pregunta del sentido del ser

Toda la filosofía de Martin Heidegger gira en torno a una sola pregunta: el sentido del ser. Esa reflexión hilvana Ser y tiempo, publicado en 1927, en el que rompe tanto con el neokantismo dominante en Alemania como con la fenomenología de Husserl, que había sido su maestro y mentor.

Heidegger parte de la idea de que la metafísica tradicional ha cometido el error de confundir el ser con los entes, una concepción que nace del pensamiento aristotélico. Los entes son las cosas existentes, lo que se percibe de forma inmediata en la pluralidad de lo real, pero no son el ser, que define como una estructura subyacente.

Acto seguido, Heidegger subrayará que la naturaleza del ser es pura existencia. El ser carece de esencia, no es algo abstracto sino abierto, temporal e histórico. Para expresar esa conclusión, acuña el término “dasein”, que significa literalmente “estar ahí”.

Ese estar ahí comporta que el hombre es un “ser en el mundo”, arrojado a la existencia. Esa eyección, esa posición excéntrica del hombre, determina que la conciencia no es autónoma, sino que está inmersa en una red de relaciones con su entorno. El hombre sólo puede mirar hacia sí mismo en la época y en el interior del mundo que le ha tocado vivir. Por ello, existe una cierta precomprensión de la realidad antes de que la conciencia se despliegue hacia afuera. A esto lo llama “disposicionalidad” (befindlichkeit), que es la cualidad por la que el hombre está predispuesto a actuar a partir de su “estado de ánimo”, es decir, de los valores y emociones que le han sido inculcados.

El “dasein” supone la abolición de la oposición entre sujeto y objeto que había estado muy presente en el pensamiento de Kant, que afirmaba que el conocimiento sólo es posible a través de un sujeto confrontado con una realidad externa. Descartes también distinguía entre espíritu y res extensa, una dicotomía que también rechaza Heidegger.

Las dos características que fundan el ser son la temporalidad y la negatividad, vinculada a la nada. Heidegger apunta que el pensamiento filosófico ha olvidado la importancia de la nada, que es la base sobre la que se construye el ser. Y ello porque en última instancia el hombre es “ser para la muerte”, ya que toda obra humana está marcada por el hecho ineluctable de la finitud.

El arrojamiento del hombre al mundo implica la noción de “sorge”, que se podría traducir literalmente como cuidado, que es el ser del “dasein”. Esto no es un juego de palabras porque el “sorge” hace referencia a la facticidad de la existencia, a las formas o estructuras que son el producto de la acción humana. Una de ellas es la técnica, a la que Heidegger confiere una gran importancia porque desvela la relación del hombre con el mundo.

 

Heidegger

Martin Heidegger

 

Llegados a este punto, el maestro de Messkirch introduce la distinción entre existencia inauténtica y auténtica. La primera supone la aceptación irreflexiva de lo dado, la segunda es la búsqueda de nuestro destino en el mundo. Parece que Heidegger identificó durante una época de su vida esa existencia auténtica con el nazismo, que le nombró rector de la Universidad de Friburgo, cargo que ejerció durante un año. No hay duda de que el filósofo sintió una verdadera afinidad con el nacionalsocialismo, aunque a partir de 1934 rompió con el régimen de Hitler. A pesar de ello, al final de la guerra, se le prohibió enseñar hasta 1951 y su figura fue sometida a una devastadora crítica.

El debate sigue abierto medio siglo después de su muerte, máxime porque el propio Heidegger en su Carta sobre el Humanismo, texto publicado en 1947, señala que el ser es lo mismo que el pensar el ser. Dirá en ese opúsculo que “el lenguaje es la casa del ser” y que “en su morada habita el hombre”. De lo que se concluye que el lenguaje es el instrumento con el que los seres humanos se relacionan con los entes y materializan su “estar ahí”.

Otra idea fundamental de Heidegger, retomada por Sartre y que se halla ya en Kierkegaard, es que el hombre está condenado a ser libre. Irá incluso más lejos al subrayar que “el hombre no posee la libertad como propiedad suya, sino que es ciertamente lo contrario: la libertad posee al hombre”. Ello constituye la condición predeterminada con la que el “dasein” se relaciona con el mundo, percibido como una totalidad llena de posibilidades.

Este párrafo extraído de De la esencia de la verdad supone en cierta manera una autocondena del propio Heidegger, que no podía ignorar las consecuencias de su adscripción al nazismo y de su complicidad con la barbarie, que queda consignada en su discurso de toma de posesión como rector. La gran pregunta que queda en el aire es como el más pensador más influyente del siglo XX, un filósofo que había estudiado teología, pudo defender la banalidad del mal que constituía el fundamento del nacionalsocialismo. No hay respuesta.

 

Martin Heidegger: sobre el hombre, la ciencia y la técnica (Subtitulado)

 

 

 

Martin Heidegger: entrevista con monje budista (Subtitulado)

 

 

 

Martin Heidegger interview

 

 

 

 Heidegger, Martin - Humano, demasiado humano (1999). BBC

 

 

 

 

- Martin Heidegger. Arrojados al mundo y a la muerte -                        - Alejandra de Argos -

Jean-Paul Sartre lo fue casi todo: filósofo, novelista, dramaturgo, crítico literario y agitador político. Pero, sobre todo, fue un personaje que apuró intensamente su vida. Su relación abierta con Simone de Beauvoir ha pasado a la leyenda. Pero además Sartre, el intelectual más influyente de su tiempo, fue el padre del existencialismo y de una nueva forma de ver el mundo.

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Jean-Paul Sartre

 

Jean-Paul Sartre, el padre del existencialismo, sostuvo que el hombre carece de esencia y está condenado a ser libre

Jean-Paul Sartre lo fue casi todo: filósofo, novelista, dramaturgo, crítico literario y agitador político. Pero, sobre todo, fue un personaje que apuró intensamente su vida. Su relación abierta con Simone de Beauvoir ha pasado a la leyenda. Pero además Sartre, el intelectual más influyente de su tiempo, fue el padre del existencialismo y de una nueva forma de ver el mundo.

El pensador francés fue el icono de una época. Ahí están sus fotografías en las cavas de jazz con sus amigos Juliette Gréco y Boris Vian, subido a un bidón arengando a los obreros de la Renault o vendiendo los primeros ejemplares de Libération en la calle. Siempre con su sempiterna pipa, sus gafas de concha y su aire pícaro e irreverente.

Es difícil resumir un pensamiento tan prolífico y disperso como el suyo, pero si hay un libro en el que podemos hallar una sistematización de su filosofía, es El ser y la nada, publicado en 1943 y gestado durante la guerra. Sartre, que sirvió como meteorólogo, estuvo en varios campos alemanes de prisioneros tras la derrota de Francia.

 

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Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

 

Cinco años antes, había escrito “La náusea”, una novela en la que sentaba las bases del existencialismo. Su protagonista es Antoine Roquentin, un soltero que vive solo y trabaja en la biografía de un aristócrata. La obra es la descripción de una vida de provincias en la que las rutinas le confrontan al hecho absurdo de existir. Roquentin dice: “Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí”.

Esta frase expresa mejor que ninguna otra la filosofía de Sartre. La idea básica es que el hombre carece de esencia, es pura existencia. No nacemos con una naturaleza específica ni somos parte de un proyecto. Somos pura indeterminación. Vamos construyendo nuestra identidad en función de nuestros actos.

Muy influido por la lectura de Husserl, Sartre señalará que la conciencia es intencional, es decir, que siempre apunta a algo. No hay, como tal, una conciencia de sí mismo. Lo que hay es una percepción de los otros, a través de lo cuales tomamos conciencia de lo que somos.

Frente a Hegel y Kant, Sartre sostiene que el ser es una apariencia: es lo que parece o, mejor, lo que aparece. Pero hay un ser en sí, que son las cosas y el mundo exterior al hombre, y un ser para sí, que es el proceso a través del que el sujeto se construye mediante el ejercicio de la libertad.

Como el hombre alberga el vacío en su interior (a eso lo llamará la nada), estamos condenados a ser libres. Ésta es la única determinación con la que nacemos: el imperativo de asumir nuestras propias decisiones. Existir es elegir. El ser humano tiene que actuar en función de sus propias normas.

Con unas palabras que evocan a Kierkegaard, el filósofo francés apuntará que la angustia proviene de la radical libertad con la que hemos sido arrojados al mundo, de la necesidad de optar entre las múltiples elecciones que aparecen en cada momento. Esta exaltación de la libertad es incompatible con la existencia de Dios, que es una sublimación de la razón. “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”, afirma. Por el mismo motivo, Sartre se vuelve contra el romanticismo y contra el psicoanálisis, que considera como una mitificación de los sentimientos.

Más que una ética, el existencialismo es una estética que subraya la precariedad del hombre y el absurdo de existir. Pero no deja de ser una paradoja que Sartre gozara intensamente de la vida con sus amoríos, su afición al alcohol, su sentido de la amistad y sus viajes.

A partir de los años 50, Sartre se fue radicalizando políticamente hasta tomar partido por el maoísmo, el socialismo cubano y, más tarde, el movimiento de Mayo del 68. Aunque nunca se afilió al Partido Comunista, fue compañero de viaje en muchas causas, aunque siempre mantuvo sus distancias con el estalinismo. En 1960, escribió un polémico texto titulado “Crítica de la razón dialéctica” en el que trata de acercar el existencialismo al marxismo, un empeño imposible.

El giro de Sartre le enfrentó con Albert Camus, ya que ambos planteaban opciones opuestas en el conflicto de Argelia. El primero simpatizaba con la rebelión contra la colonización francesa y el segundo condenaba el terrorismo de los independentistas y defendía un acuerdo político. Nunca se reconciliaron. No hubo tiempo porque Camus se mató en 1960. Sartre le sobrevivió dos décadas.

En favor del autor de El ser y la nada, hay que decir nunca fue ajeno a los grandes debates de su tiempo. Era frecuente verle en mítines, protestas callejeras y actos en defensa de las minorías. No calló sobre nada. Creía que la obligación del intelectual era estar presente y hacer oír una voz que seguimos escuchando todavía.

 

Jean Paul Sartre - como surgió la idea de libertad

 

 

Entrevista a Jean Paul Sartre

 

 

 

- Jean-Paul Sartre. Existir es elegir -                        - Alejandra de Argos -

La Razón es el hombre. Immanuel Kant sostenía que podemos conocer la apariencia de las cosas, pero no su esencia porque el entendimiento es limitado. Hay un acuerdo generalizado en considerar a Immanuel Kant como el padre de la filosofía moderna. Y aquí se acaba el consenso porque la complejidad de su pensamiento permite diversas interpretaciones.

Immanuel Kant

 

LA RAZÓN ES EL HOMBRE

Immanuel Kant sostenía que podemos conocer la apariencia de las cosas, pero no su esencia porque el entendimiento es limitado.

Hay un acuerdo generalizado en considerar a Immanuel Kant como el padre de la filosofía moderna. Y aquí se acaba el consenso porque la complejidad de su pensamiento permite diversas interpretaciones, entre otros motivos, porque el profesor de Königsberg introdujo importantes matizaciones sobre el sentido de su obra al final de su vida.

Intentar explicar a Kant incurre en el riesgo de distorsionar o simplificar su legado, por lo que sólo cabe remitir a la lectura de su “Crítica de la razón pura”, publicada en 1781 y revisada seis años después. En ella se interroga sobre la naturaleza del conocimiento, sus límites y la posibilidad de una ciencia universal.

 

Kant Kritik der reinen Venunft 1781 
Kant, Immanuel: Kritik der reinen Vernunft. Riga: J. F. Hartknoch 1781, 856 Seiten, Erstdruck.


Kant intentaba superar el callejón sin salida al que llevaba el empirismo de Locke y Hume, que, al afirmar la experiencia sensible y particular como única fuente de conocimiento, hacía imposible la existencia de leyes de carácter objetivo y universal. También se daba cuenta de las limitaciones del racionalismo cartesiano, que sacaba sus conclusiones de una razón innata al margen de la observación empírica.

Por tanto, el gran reto que se plantea Kant es dar una estructura inteligible a los hechos “singulares y amorfos” que existen fuera del sujeto. Ello sólo será posible si nuestro entendimiento es capaz de formular juicios sintéticos a priori, que, a partir de la observación, tengan validez universal.

Kant construye todo su edificio conceptual sobre la base de estos juicios sintéticos a priori, que son necesarios y objetivos. Son objetivos porque son formulados a partir de la experiencia y son necesarios porque son de validez universal. Pero, a diferencia de Aristóteles o Leibniz, quien confiere esa universalidad al conocimiento es el sujeto y no el mundo externo.

Esto es esencial porque la estructura inteligible de la realidad reside en las formas y las categorías del conocimiento que son inherentes al sujeto, que es quien proporciona el sentido a una naturaleza externa, amorfa y caótica. Por ello, el pensamiento de Kant es una filosofía del sujeto y el conocimiento es “trascendental” en la medida que va más allá de la percepción.

 

Kant con amigos incluidos Christian Jakob Kraus Johann Georg Hamann Theodor Gottlieb von Hippel
Kant con sus amigos Christian Jakob Kraus, Johann Georg Hamann, Theodor Gottlieb von Hippel y Karl Gottfried Hagen

Kant señala que el espacio y el tiempo son “formas a priori” de la sensibilidad, lo que significa que todo lo que captan nuestros sentidos está contextualizado en un marco temporal y espacial. Ello equivale a decir que ni el tiempo ni el espacio tienen una existencia objetiva, simplemente son condiciones necesarias para la percepción.

Tras dar este paso, Kant afirma que existen categorías en nuestro entendimiento, que no son empíricas ni intuitivas, sino que forman parte de la estructura interna del sujeto. Estas categorías son doce y están encuadradas en cuatro grupos: la unidad, la cantidad, la relación y la modalidad. Un ejemplo para entender esta noción: la distinción entre causa y efecto, algo en lo que se aparta de Hume.

Si todos los seres humanos comparten las mismas formas y categorías, podemos concluir que hay un entendimiento general o universal, algo que Kant era reacio a aceptar. Aquí está la base del idealismo y de la filosofía de Hegel, que, aunque siempre rechazó el sistema kantiano, estaba muy influido por él.

Kant afirmará, sin embargo, que no podemos conocer el “noumenon” o esencia de las cosas, ya que nuestro entendimiento sólo nos proporciona luz para establecer relaciones lógicas sobre el “phenomenon” o apariencia externa de lo real.

 

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 Kant University en Kaliningrad.La escultura de Kant fue creada en Berlin por el escultor Christian Daniel Rauch en 1857


Por tanto, nuestra razón, entendida como la capacidad de formular juicios de validez universal y establecer sus relaciones, no puede concluir la existencia de Dios ni la inmortalidad del alma, que Kant no cuestiona pero que le parecen indemostrables. Dice literalmente que son paralogismos. 

El filósofo prusiano, nacido en el seno de la familia de un guarnicionero y educado en los estrictos principios del pietismo, aplicará esta filosofía del sujeto a su concepto de la ética, expresado en su “Crítica de la razón práctica”. Kant sostiene que la moral es individual y está regida por el imperativo categórico, que enuncia de esta manera: “Obra de tal suerte que tu acción pueda servir de norma universal”.

Esta concepción implica que la moral implica la libertad de elegir porque cada ser humano es autónomo a la hora de fijar sus pautas de comportamiento y tomar sus propias decisiones. No es posible imponer a nadie lo que debe hacer en el terreno de la conducta, una afirmación que le creó problemas con la autoridad. Kant fue también el primero que propuso un gobierno supranacional que garantizara la paz entre las diferentes naciones, una idea que hace más de dos siglos resultaba excéntrica.

Su inquietud y sus vastos conocimientos quedan reflejados en un libro titulado “Teoría de los cielos”, escrito en su juventud, en el que explicaba que los cuerpos celestes nacen de nebulosas en expansión y contracción, una teoría similar a la de Laplace.

Kant, fascinado por la Revolución Francesa, fue el gran pensador de la Ilustración al reivindicar la absoluta autonomía de la razón y el derecho de los individuos a actuar según el dictado de su conciencia. Ese fue su mayor legado.

 

Les Derniers Jours D'Emmanuel Kant. The Last Days of Immanuel Kant. Subtitulos en español

 

 

 

 

- Immanuel Kant. Biografía, pensamiento y Obras -                        - Alejandra de Argos -

Si hay una figura controvertida en la Antigüedad, esa es sin duda la del filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca. A lo largo de los siglos, los distintos historiadores, filósofos y demás analistas de su vida han destacado sus incoherencias y contradicciones, pero también su evidente grandeza intelectual. El historiador romano Cornelio Tácito sugiere que el filósofo sabía promocionarse a la perfección. En este aspecto, los testimonios que nos han llegado sobre su personalidad se parecen a los de otro gran filósofo romano dedicado también a la actividad política: Cicerón.

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Rubens, La muerte de Séneca, 1612, Museo del Prado.

Séneca, un filósofo aparentemente contradictorio

Si hay una figura controvertida en la Antigüedad, esa es sin duda la del filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca. A lo largo de los siglos, los distintos historiadores, filósofos y demás analistas de su vida han destacado sus incoherencias y contradicciones, pero también su evidente grandeza intelectual. El historiador romano Cornelio Tácito sugiere que el filósofo sabía promocionarse a la perfección. En este aspecto, los testimonios que nos han llegado sobre su personalidad se parecen a los de otro gran filósofo romano dedicado también a la actividad política: Cicerón, al que no cita casi nunca en sus obras, pero del que recibió una influencia difícil de exagerar. Quizá sea cierto el diagnóstico que realiza sobre su figura intelectual una de sus últimas biógrafas, Emily Wilson, quien afirma que Séneca es un Sócrates sin un Platón que quiera contar su historia.

Se ha discutido mucho sobre si la vida de Séneca fue un espectacular ejercicio de hipocresía. Por un lado, proclamaba la grandeza moral del ideal de sabio estoico, un auténtico superhombre capaz de afrontar con entereza cualquier adversidad. Por otro, era un apasionado acumulador de riqueza y un afamado consejero imperial partícipe en todo tipo de maquinaciones políticas. Para este ideal de sabio que Séneca siempre trató de alcanzar, la riqueza y el poder eran elementos accesorios y, si bien eran preferibles a la pobreza y la ausencia de influencia social, resultaban sin embargo indiferentes para la felicidad. Pero, si realmente eran indiferentes ¿por qué ese continuado empeño en perseguirlos? Quizá en un intento de superar estas contradicciones tan obvias, Séneca se presentó a sí mismo como un aspirante imperfecto a la sabiduría, lo que los estoicos denominaban un proficiens (prokopton, en griego), esto es, alguien que desea comportarse como un sabio pero que es consciente de las debilidades humanas en las que incurre a diario:

«Hablas de una manera -dice- y vives de otra diferente.» De esto, ¡oh mentes llenas de maldad y las más enemigas de los mejores hombres!, de esta infamia, vuelvo a repetir, fueron acusados Platón, Epicuro y también Zenón. Todos estos filósofos hablaban, no precisamente como vivían ellos mismos, sino de la forma en que se debía vivir. Hablo de la virtud, no de mí; y cuando reprocho los vicios, pongo los míos en el primer lugar; cuando me sea posible, viviré como conviene. Pero esa maldad, que vosotros mezcláis con abundante veneno, tampoco me apartará de los mejores, ni esa ponzoña con que rociáis a los demás y corroe vuestras propias entrañas será capaz de impedirme que por lo menos siga alabando una vida, no la que yo llevo, sino la que yo sé que se debe llevar; nadie podrá impedir que yo adore la virtud, y la seguiré, aunque haya de arrastrarme la mayor parte del camino (Sobre la felicidad, 18.1-2).

También ha sido objeto de discusión la perspectiva filosófica de Séneca. Como todos los pensadores de este periodo, Séneca adopta una posición ecléctica. Pero hay que entender muy bien qué significa este ‘eclecticismo romano’. A la altura del s. I a.C., la autonomía de las escuelas filosóficas que se habían desarrollado durante el periodo helenístico había perdido mucho de su antiguo vigor: el carácter romano, más proclive a pensar a partir del caso concreto que a construir grandes doctrinas generales para solucionar los problemas que van surgiendo, permite una cómoda modulación de las preguntas filosóficas a la práxis del día a día. Pensadores romanos como Cicerón o Séneca tienden a encontrar puntos de unión entre las doctrinas de las diferentes escuelas y, cuando esto no es posible, se quedan con lo que creen mejor, esto es, con aquellos aspectos que resultan más favorables a la defensa de las tradiciones y valores romanos. Séneca siempre se consideró un estoico y, como tal, combatió los aspectos más discordantes con el epicureísmo y el escepticismo; sin embargo, en sus escritos se observa un profundo respeto por ideas, reflexiones y formas de actuación de los epicúreos, así como otros elementos que podrían asignarse más bien al surgimiento del platonismo entendido como sistema, hecho este que se produce cuando Séneca escribe. Lo que ahora llamaríamos ‘creatividad’ se manifiesta en nuestro autor en la intersección de todos estos elementos con los avatares propios de su vivencia personal.

 

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Jacques-Louis David. La muerte de Séneca. Petit Palais. París.

 

El vínculo inseparable entre filosofía y vida en Séneca

Segundo de los tres hijos de Lucio Anneo Séneca el rétor, el futuro filósofo, del mismo nombre que el padre, vino al mundo en Córdoba. La fecha del nacimiento de Séneca resulta todavía hoy incierta. Atendiendo a las referencias que encontramos en su obra, muchos estudiosos han situado el nacimiento entre el 4 a.C. y el 1 d.C. Las noticias sobre sus primeros años son muy escasas: sabemos que viajó a Roma cuando era niño con una tía materna (Consolación a Helvia, 19.2) y que no hizo buenas migas con su primer maestro de gramática (Ep. 58.5). Sí las hizo ccon su primer maestro de filosofía, el neopitagórico Soción, pero quien realmente influyó en la conformación del carácter filosófico del cordobés fue el estoico Atalo, a quien se refiere en numerosas ocasiones a lo largo de las Epístolas a Lucilio, su obra más importante. También mostró una enorme admiración por Papirio Fabiano, un retórico y filósofo famoso en los primeros años del principado de Tiberio, pues le introdujo en el pensamiento del también estoico Quinto Sextio.

La salud de Séneca siempre fue delicada: sufrió de algunas afecciones bronquiales y de las vías respiratorias que hoy podríamos catalogar como asma o hipersensibilidad bronquial. En busca de un clima más apropiado en el que contener su enfermedad, realizó un temprano viaje a Egipto aprovechando que el marido de su tía materna había sido nombrado prefecto de estas tierras. Allí permaneció durante algunos años en los que además de reponerse de sus ataques de asma, estudió en profundidad las costumbres de los egipcios, como se aprecia por el título de la obra hoy perdida Geografía y religión de Egipto, escrita en esa época.

A la vuelta de dicho viaje, Séneca inició a instancias de la tía su carrera como orador, lo que en aquel momento suponía el acceso a la carrera política. Una vez tuvo sitio en el Senado, el filósofo cordobés se mostró como un grandísimo orador, lo que le cosechó algunas enemistades, incluida la del emperador Calígula (Dion Casio LIX.19.7). La muerte de este tras una conjura parecía vislumbrar perspectivas mejores para nuestro filósofo; sin embargo, Séneca fue acusado por Mesalina, la esposa del nuevo emperador, de encubrir una relación adúltera de su marido con la hermana de Calígula. En realidad, todo indica que la ambiciosa Mesalina quiso apartar a Séneca de la corte enviándole al exilio y utilizó este hecho como excusa. En Córcega pasaría los siguientes ocho años (41-49), un periodo muy duro desde el punto de vista personal (su hijo muere en los días previos a su partida) y yermo desde el punto de vista político, pero muy fructífero para sus estudios de filosofía. De esta época data su tratado Sobre la ira, un análisis muy pormenorizado de una pasión que debía evitarse, sobre todo si el airado tenía responsabilidades de gobierno, como era el caso del emperador Claudio. El lector no puede ver sino un reproche hacia el sucesor de Calígula en estas palabras:

La ira no debe solo ponerse en marcha, sino salir corriendo, pues es un impulso; ahora bien, nunca se da un impulso sin el consentimiento de la mente y, evidentemente, no puede pasar que se trate sobre venganzas y castigos sin que lo sepa el espíritu. Alguien se ha considerado ofendido, ha querido vengarse, al instante se ha apaciguado porque lo ha disuadido un motivo cualquiera; no llamo ira a esto, una emoción del espíritu que se pliega a la razón; ira es lo que sobrepasa la razón y la arrastra consigo (Sobre la ira, 2.3.4).

 

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Grupo escultórico de Nerón y Séneca. Eduardo Barrón. Valerio Merin.

 

En Córcega, Séneca compuso también una Consolación a Polibio, en la que se mostraba elogioso con Claudio al objeto de obtener su perdón. Falsos elogios, como se comprobará más tarde cuando, siendo ya preceptor y consejero de Nerón, escriba la Apocolocintosis, un breve tratado en el que se mofa de la figura de Claudio. De esta época data también una Consolación a Helvia, dirigida a su madre, en la que hallamos algunos datos que nos permiten reconstruir su vida y la de su familia hasta ese momento.

El asesinato de Mesalina en el 48 d.C. y el nuevo matrimonio del emperador con Agripina, madre del futuro Nerón, significó un cambio en la vida de Séneca, que fue llamado de nuevo a la corte para ejercer como preceptor del joven príncipe. Es conocido el desprecio que la emperatriz sentía por la filosofía, por lo que, oficialmente, Séneca debía centrarse en la formación retórica de su vástago. Pero el proyecto del filósofo buscó en todo momento la formación del carácter de Nerón: frente a la intención de Agipina de controlar las decisiones del hijo, Séneca cultivó en él el instrumental necesario para convertirse en un buen gobernante de acuerdo con el modelo de sabio estoico. La tendencia de Nerón hacia la poesía, la danza y el teatro hizo derivar hacia estos temas el interés del maestro.

Fue probablemente en estos años cuando Séneca redactó la mayor parte de sus tragedias, que presentan personajes paradigmáticos y contraejemplos de las virtudes estoicas. Entre los años 55 y 56 d.C., Seneca escribió Sobre la clemencia, pequeño tratado que contiene un programa político dirigido a Nerón, a la sazón ya emperador tras el envenenamiento de Claudio el 13 de octubre del 54 d.C. En él, afirma el filósofo cordobés:

La crueldad es un mal inhumano e indigno de un ánimo moderado. Propia de fieras es la rabia que se goza con la sangre y las heridas y convierte al hombre vil en animal salvaje. Pues ¿qué diferencia hay, te pregunto, Alejandro, entre echar a Lisímaco a los leones y destrozarlo tú a dentelladas? Aquella boca es tuya y tuya también aquella fiereza. ¡Cuánto te gustaría tener pezuñas y fauces capaces de tragar hombres! […] Este es principalmente el motivo por el que se debe aborrecer la crueldad: que en un principio sobrepasa los límites habituales, después los humanos; busca castigos nuevos, recurre al ingenio para encontrar instrumentos con los que se varíe y amplíe el dolor; se deleita con el mal de los hombres. Entonces a ese hombre cruel le sobreviene una locura extrema: que la crueldad se convierte en placer, y ya agrada matar a un hombre. (Sobre la clemencia, 23.1-2).

La clemencia, entendida como la moderación en el ejercicio del poder, es la virtud política por excelencia que debe presidir la actuación del soberano. La búsqueda de la virtud desvela las raíces filosóficas del programa político expresado en el tratado. Como ha afirmado Pierre Grimal, en Sobre la clemencia encontramos los elementos de una teoría del poder monárquico, claramente delineada y fundamentada en el estoicismo ortodoxo.

A pesar de toda esta labor educativa, la actuación de su pupilo a partir del año 56 d.C. se acercó casi de manera perfecta a la descripción de la crueldad que Séneca nos ofrece en el párrafo transcrito: los asesinatos de Británico, el hijo natural de Claudio, de su madre Agripina, de su esposa Octavia y de muchos otros familiares y servidores cercanos al emperador redujeron las expectativas del filósofo por convertir al príncipe en un modelo de sabio estoico hasta anularlas por completo. A partir del año 58 d.C., también Séneca comenzó a verse afectado por las intrigas palaciegas. Una acusación contra él por enriquecimiento ilícito estuvo cerca de constituir su fin, si bien en esta ocasión pudo defenderse con éxito. En el año 62 d.C., Séneca pidió a Nerón permiso para retirarse a la vida privada y le ofreció la restitución de todos los bienes que le habían sido adjudicados por sus años de servicio al emperador, pero le fue denegado. Sin embargo, fue alejándose progresivamente de los círculos de poder con la excusa de su mala salud y su dedicación a la filosofía.

Entre el 62 y el 65, año de su muerte, escribió las Cuestiones naturales, obra dividida en siete libros en las que se propone una investigación comprehensiva de los fenómenos naturales. En ellas trata sobre fuego, los temporales, las aguas terrestres y las nubes, los vientos y los terremotos, así como el origen del arco iris. Además, redactó el tratado Sobre la providencia, donde se discute la cuestión acerca de los motivos por los que la fortuna suele acompañar a los malvados y abandonar a los bondadosos. En este momento final de su vida trabaja también en las ya referidas Epístolas dirigidas a Lucilio, un epistolario sin precedentes en la literatura filosófica en el que se discute acerca de multitud de cuestiones relativas a la moralidad y en el que existe espacio para la crítica, siempre velada pero tenaz, al pupilo convertido en tirano.

La conjura de Calpurnio Pisón contra Nerón, que Séneca conocía pero en la que probablemente no participó, desató la ira del emperador, quien le ordenó suicidarse. Como nos relata magistralmente Tácito, Séneca se quitó la vida tras cortarse las venas de los brazos y las piernas. Como esto no fue suficiente para morir, el consejero real necesitó tomar además un veneno que de nada sirvió y un baño de agua caliente cuyos vapores lograron finalmente asfixiarlo.

 

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La muerte de Séneca. Domínguez Sánchez

 

El estoicismo de Séneca

A pesar de su eclecticismo, existe un consenso entre los estudiosos en considerar al filósofo cordobés como un autor estoico. Él mismo se consideró siempre como tal. Ahora bien, al hablar de estoicismo, hemos de precisar a qué nos estamos refiriendo con esta escuela de pensamiento en época romana y, más específicamente, en tiempos de Séneca.

El estoicismo fue probablemente la escuela filosófica que más influencia tuvo en Roma en los periodos tardorrepublicano y altoimperial. Su aportación a la cultura romana únicamente decayó con el auge del neoplatonismo y, posteriormente, de la filosofía cristiana. El fundador del estoicismo, Zenón de Citio, impartía lecciones mientras deambulaba por el pórtico de Pisianacte, decorado entonces con las pinturas de Polignoto. Allí fueron reuniéndose para escucharle muchos interesados en la filosofía a los que se les empezó a llamar zenónicos, y a su doctrina la de la stoa, término que en griego se utilizaba para designar una galería con columnas. Este es el origen de la palabra estoico, que dio nombre a la escuela.

Zenón explicaba la realidad a partir de dos principios, uno activo y otro pasivo. El primero, la razón divina o logos, es eterno y origen de todas las cosas; el segundo es la materia, sobre la que actúa el primero. Podría decirse que estos principios son dos caras de la misma moneda, pero el logos, que es el principio rector que los estoicos identifican con el fuego, posee una prioridad absoluta. Para esta escuela, la realidad está compuesta por cuerpos materiales y ordenada racionalmente. De hecho, la lógica era para ellos la que proporcionaba el criterio de verdad. El verdadero conocimiento no se basa en la mera sensación, sino en un asentimiento, que es el acto que dota de objetividad a nuestras percepciones. Sabemos que algo es verdadero cuando asentimos ante las representaciones (phantasiai) derivadas de dichas percepciones. Las representaciones son en realidad afecciones (pathe) que se producen en el alma (nosotros diríamos en la mente). Conceder o no nuestro asentimiento constituye para los estoicos un verdadero acto de volición de nuestro hegemonikon, que es el órgano del alma que nos permite realizar esta operación.

De acuerdo con lo anterior, un estoico diría que no nos es dado evitar que lleguen hasta nosotros impresiones asociadas con la traición del amigo, las afrentas personales o la muerte de seres queridos, pero depende de nosotros tornarnos vengativos, airados o tristes prestándoles nuestro asentimiento. Por todo ello, no es extraño que fuera en el seno del estoicismo donde se desarrollara el concepto de voluntad.

El estoicismo fue un auténtico sistema filosófico dividido en tres partes fundamentales: la lógica, la física y la ética, todas ellas interrelacionadas como acabamos de ver. Sin embargo, la primacía de la lógica llevó a los filósofos de esta escuela a afirmar que todo ocurre por necesidad y, en coherencia con esta tesis, afirmaban la existencia del destino y la utilidad de la mántica para desvelarlo. Los estoicos creían también en la ordenación del tiempo de acuerdo con ciclos cósmicos que culminan en una suerte de conflagración universal (ekpyrosis) que trae consigo una purificación del mundo que a su vez regenera todas las cosas. Esta idea se encuentra conectada con la de destino, pues el nuevo ciclo cósmico surgido tras la conflagración habría de repetir sustancialmente lo ya ocurrido en el ciclo anterior.

Séneca conocía muy bien todos estos planteamientos, pues habían sido sistematizados por un estoico temprano: Crisipo de Solos. Sin embargo, la introducción del estoicismo en Roma varió sustancialmente el enfoque de los problemas iniciales en favor de un mayor peso de la perspectiva ética. El responsable de este giro fue Panecio de Rodas, escolarca del estoicismo y muy cercano al círculo de los Escipiones (s. II a.C.). La ética estoica, que propugnaba la aceptación de la legalidad de la naturaleza, promovía además la integridad moral como el supremo bien. Este principio casaba muy bien con los valores tradicionales romanos, los mores maiorum, personificados en varones ilustres del pasado que actuaban como referentes de conducta honesta.
Como el resto de los estoicos romanos, Séneca también prioriza el aspecto ético sobre todos los demás. Es cierto que esta centralidad en absoluto le induce a abandonar otros aspectos que en el estoicismo tuvieron una enorme relevancia, como la retórica y, en general, la naturaleza del lenguaje, así como otro tipo de cuestiones científicas que, como ya se ha señalado, fueron tratadas en las Cuestiones naturales. Sin embargo, las consecuencias morales de todas ellas siempre son una derivada significativa a la que atender. Por ejemplo: Séneca sostenía que el lenguaje utilizado por un orador debía ser inlaboratus et facilis, es decir, sencillo y directo, sin espacio para ambigüedades que puedan ser causa de confusiones acerca de los conceptos y las cosas a las que dichos conceptos se refieren. Por lo tanto, el problema de la ambigüedad es lingüístico o epistemológico, pero también ético: las ambigüedades suelen ocultar aspectos del discurso que no pueden admitirse y, en consecuencia, tienden a engañar al auditorio. De ahí que pueda establecerse un vínculo claro entre un discurso lleno de ambigüedades y la baja calidad moral del orador. Así lo explica en su Epístola 114, dedicada al estilo:

Pero al igual que la conducta de cada cual se asemeja a su palabra, así los modos de expresión reflejan las públicas costumbres, si la moral de la sociedad se resiente y se entrega a liviandades. Es una prueba del desenfreno público el estilo frívolo, siempre que no aparezca en alguno que otro sino que cuente con la aprobación y aceptación general. No puede ser uno el color del ingenio y otro el del espíritu. Si este es sano, equilibrado, serio, moderado, también el otro se contagia. ¿No ves que, si el espíritu languidece, el cuerpo camina a rastras y los pies se mueven con pereza? (Epístolas a Lucilio, 114.2-3).

 

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Estatua sobre la muerte de Séneca. Mateo Inurria. Valerio Merino

 

Séneca sigue el mismo esquema de análisis en sus Cuestiones naturales: en ellas, se parte de la experiencia y de los distintos fenómenos, pero se huye de realizar complejas disquisiciones teóricas sin relevancia práctica y enseguida se ofrece una perspectiva moral a modo de enseñanza. Esto no significa que Séneca no sea un filósofo profundo; lo es, y sus escritos incorporan siempre sutiles análisis sobre multitud de cuestiones filosóficas de su tiempo, pero el contenido de sus obras suele dirigirse a definir la acción correcta.

La misma orientación preside el tratamiento que dispensa a la teoría estoica de la autoconservación. Diógenes Laercio afirma que los estoicos dividían su ética en varias partes o secciones, de entre las que destaca la del impulso (horme). De acuerdo con esta doctrina, todo ser vivo posee un impulso primario, el impulso de autoconservación, al que los estoicos denominaban oikeiosis. En el caso de seres racionales tales como los humanos, este impulso conlleva la conciencia de su situación y la posibilidad no solo de percibir estímulos, sino de emitir valoraciones sobre los mismos. Pues bien, para nuestro filósofo tales valoraciones dependen de la voluntad, que nos permite decantarnos hacia una u otra opción a través de decisiones propias y, en consecuencia, libres. Como ha afirmado Stefano Maso, en Séneca la oikeiosis se transforma en una auténtica estrategia de autoconservación moral.

En la Epístola 121, Séneca deriva de la concepción física estoica una ética coherente y útil para la vida diaria. Así, el hombre que pretende ser sabio, el proficiens, debe actuar conforme a su propia naturaleza y preservarse a sí mismo de todos los males a los que la vida le empuja. Solo así puede lograrse el objetivo final de la vida filosófica, que no es sino la ‘tranquilidad del alma’ (tranquilitas animi), que se muestra a través de la acción racional que cumple con el deber (officium = kathekon). Actuar de acuerdo con el deber es la mejor forma de engrandecer nuestro espíritu, pues la naturaleza impele a la autoconservación y esta únicamente se obtiene mediante una vida que camina progresivamente hacia la virtud.

El bien del hombre no se da en el hombre sino cuando la razón en él está completa. Pero ¿cuál es ese bien? Te lo diré: un alma libre, decidida, que somete las demás cosas a ella y ella no se somete a ninguna. Este bien está tan lejos de encajar en la niñez primera como que en absoluto es esperable en la adolescencia y a duras penas en la juventud; ya tiene suerte la vejez si tras largo estudio y empeño lo alcanza. Si tal es el bien, es algo que depende asimismo del intelecto. (Epístolas a Lucilio, 124.11-2).

Ahora sí, podemos definir con Giovanni Reale el objetivo último de la filosofía de Séneca, que consistiría en la definición concreta del verdadero bien del que depende la felicidad. A lo largo de esta investigación, corresponde valorar racionalmente las cosas para determinar su bondad o maldad, lo que nos llevará a comprender que la raíz del bien se halla en nuestra conciencia y en una buena voluntad. Solo así podremos concluir que, en último término, todos los humanos son iguales ante el destino.

Séneca nunca escribió un tratado sobre el alma. Sin embargo, toda su filosofía parece estar atravesada por la idea del cuidado del alma como un médico cuida los cuerpos de sus pacientes. De la misma manera que aquel trata con fármacos las enfermedades que hacen flaquear nuestros miembros, la filosofía estoica es para Séneca ese sistema coherente y acabado que nos cura los males del alma, pues nos abre los ojos ante la excelencia de la virtud. En definitiva: es la senda hacia la virtud la que permite asemejar nuestra conducta a la de los dioses, pues hay en el ser humano algo que nos vincula con ellos:

Al igual que la postura de nuestros cuerpos es erguida y mira al cielo, así el alma, que es capaz de extenderse todo lo que quiere, está modelada por la naturaleza precisamente para que quiera las mismas cosas que los dioses; y si usa sus fuerzas y se abre a su propio espacio, no se empeña en llegar a la cumbre por un camino ajeno a ella misma. Mucho trabajo costaba llegar hasta el cielo: pero en realidad ella regresa.

Una idea que recorre todos los tratados del filósofo cordobés y que hallamos bellamente expuesta en el tratado Sobre la providencia, donde el filósofo cordobés cita unos versos de Ovidio para expresar en lenguaje poético la grandeza del sabio que ha logrado unificar con su conducta vida y virtud:

El fuego pone a prueba al oro, la desgracia al hombre fuerte. Observa a qué altura ha de ascender la virtud: advertirás que su camino no está exento de riesgos.

«Escarpado es el camino al inicio, tanto que a duras penas se encaraman / los lozanos caballos por la mañana; a mitad de camino muy alto está en el cielo / y a menudo a mí mismo me aterra mirar desde arriba / el mar y la tierra, con mi corazón palpitando de miedo y consternación; / el último tramo es una pendiente pronunciada que requiere paso firme: / entonces, incluso Tetis, que me acoge en el fondo de las olas, teme siempre que me precipite». / Oídas estas palabras, dice el generoso joven: «Me complace ir: subo; / el viaje merece el riesgo de caer». [El padre] trata una y otra vez de estremecer su robusto corazón: / «y por mucho que sigas el camino justo sin errar, deberás hacer frente a los cuernos del Toro, / al arquero de Hemón, a las fauces violentas del León». Y él responde: «Enyuga los caballos al carro que me has ofrecido: las palabras con las que persigues disuadirme me alientan; anhelo encontrarme allí donde el Sol mismo hace palpitar el corazón». Es propio de almas mediocres y perezosas buscar lo seguro: la virtud prefiere las alturas (Sobre la providencia, 5.10-1).

 

Séneca: Sobre la brevedad de la vida

 


Bibliografía

  • Dion Casio (2011). Historia romana (Libros L-LX). Traducción y notas de J. M. Cortés Copete. Madrid: Gredos.
  • Griffin, M. [1976](1992). Seneca. A Philosopher in Politics. Oxford: Clarendom Press.
  • Grimal, P. [1978](2013). Séneca. Madrid: Gredos.
  • Martínez Fernández, I. (2015). «Exempla y crítica política: el Mecenas de Séneca». Éndoxa, Series Filosóficas, nº 36, 77-98.
  • Maso, S. (1999). Lo sguardo della verità. Cinque studi su Seneca. Padova: Il poligrafo
  • Reale, G. (2000). «La filosofía di Seneca come terapia dei mali dell’anima», L. A. Seneca, Tutte le opere. Dialoghi, trattati, lettere e opere in poesía. Con la colaborazione di Aldo Marastoni, Monica Natali e Ilaria Ramelli. Firenze, Milano: Bompiani, XI-CXXII.
  • Seneca, L. A. (2018). Cartas a Lucilio. Edición y traducción de Francisco Socas. Madrid: Cátedra.
    • Sobre la providencia. Traducción accesible en este enlace.
    • Sobre la felicidad. Sobre la brevedad de la vida. Prólogo de H. Álvarez Regueras. Edaf.
  • Tácito, P. C. (1980). Anales. Traducción y notas de J. L. Moralejo. Madrid: Gredos.
  • Torre, Ch. (2003). «Sublime del potere, potere del sublime in Seneca». S. Simonetta, Potere sovrano: simboli, Limiti, Abusi. Bologna: Il Mulino.
  • Wilson, E. [2015](2016). Séneca. Madrid: Rialp.

 

 

 

- Séneca: Biografía, pensamiento y Obras -                        - Alejandra de Argos -

El orador, jurista, político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón es el autor antiguo del que más textos hemos conservado y del que probablemente más se ha escrito desde el Renacimiento hasta nuestros días. La palabra y la política son los dos términos que resumen a la perfección los aspectos centrales de su pensamiento y de su vida.

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Cicerón

 

CICERÓN: UNA FILOSOFÍA POLÍTICA PARA ROMA

Cicerón: la palabra y la política


Con estos dos términos, que resumen a la perfección los aspectos centrales de su pensamiento y de su vida, titula Emmanuele Narducci una de sus obras más conocidas sobre el orador, jurista, político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón, el autor antiguo del que más textos hemos conservado y del que probablemente más se ha escrito desde el Renacimiento hasta nuestros días. ‘Palabra’ y ‘política’ porque Cicerón combinó de manera magistral el arte oratoria y el servicio a Roma. Como orador, resulta imposible exagerar su fama. Quintiliano, el famoso maestro de retórica calagurritano, dijo de él que el de Cicerón no era el nombre propio de un hombre, sino el de la elocuencia misma. A la labor de hilvanar palabras en discursos, Cicerón sumó algo que pocos habían ensayado hasta entonces: desafiar el potencial creativo de la lengua latina, a la que nutrió con vocablos nuevos que trataban de trasponer conceptos o ideas procedentes de la cultura griega hasta entonces desconocidos para los romanos. Y, dado que en su época Grecia era ante todo un referente filosófico, Cicerón estableció unos cimientos sólidos para la reflexión filosófica romana allanando el camino para que los filósofos posteriores pudieran expresarse en latín.

 

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Cicerón denunciando a Catilina, 1880. Palazzo Madama, Roma. Cesare Maccari. 

 

Tampoco es posible exagerar su relevancia en la política romana, donde alcanzó las más altas magistraturas y donde llegó a ser investido con el título honorífico de pater patriae por su decisiva actuación en el desenmascaramiento y represión de la conjuración de Catilina, un aristócrata con pretensiones tiránicas. Gracias a las Catilinarias, el conjunto de discursos que dirigió en el Senado contra el prócer romano, Cicerón adquirió una enorme popularidad y se granjeó un prestigió que, sin embargo, le fue abandonando progresivamente: la ejecución de Catilina y sus aliados, unida a la fatiga que en sus contemporáneos ocasionaban las constantes alusiones a su valiente comportamiento ante la conjura, que Cicerón no perdía ocasión de recordar, provocaron su posterior exilio y el declive de su relevancia política. Solo tras el asesinato de César, en los Idus de marzo del 44 a.C., nuestro ya viejo orador recuperó momentáneamente parte del prestigio y vigor perdidos enfrentándose en el Senado contra quien pretendía ser heredero de los cesarianos, el futuro triunviro Marco Antonio.


La especificidad de Cicerón con respecto a otros filósofos anteriores y posteriores a él se deriva de su singular biografía. No estamos ante un hombre que se aparta de los asuntos mundanos y se dedica a la enseñanza escolar de la filosofía o a la mera reflexión privada. Al contrario, su figura se nos muestra como un extraordinario ejemplo de las posibilidades que ofrece el matrimonio entre la reflexión teórica y la práctica política, algo sumamente difícil y que se ha repetido pocas veces en la historia. Ni siquiera Platón, cuyo pensamiento poseía una evidente finalidad política, fue capaz de combinar con éxito la reflexión sobre las posibilidades de un gobierno justo y su materialización en una comunidad concreta: su proyecto fracasó estrepitosamente en Sicilia. Cicerón tuvo a Platón como máximo referente de la filosofía griega y, en concreto, apreciaba en él la inspiración política de su filosofía, pues asentaba las bases para alcanzar un acuerdo entre las distintas facciones de la ciudad en torno a un gobierno razonablemente justo, es decir, equilibrado y sensato. Siguiendo esta idea, la filosofía de Cicerón trató de erigirse como la imbatible fortaleza de los valores tradicionales republicanos, los mores maiorum, empleados como criterio último de la estabilidad de un sistema político capaz de preservar las libertades de los ciudadanos romanos.

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El pequeño Cicerón leyendo. Vincenzo Foppa de Brescia. c. 1464. Pintor de la corte milanesa de Francesco Sforza. Wallace Collection. Diariodeabordo

 

La carrera política de un orador joven y ambicioso


Marco Tulio Cicerón nació el 3 de enero de 106 a.C. en Arpino, una localidad del Lacio situada al sur de Roma. Al igual que su paisano el general y político Cayo Mario, Cicerón era un homo novus, esto es, no pertenecía a la aristocracia romana, por lo que desde un primer momento sabía que, si quería hacer carrera política, debía destacar por sus propios méritos personales y ofrecer a la oligarquía gobernante ciertas cualidades que hicieran de él alguien imprescindible. El padre de Cicerón encomendó la formación jurídica de su hijo al pontífice Quinto Mucio Escévola, uno de los mejores juristas de la época y, de esta manera, introdujo al joven en los ambientes políticos de Roma. Junto al estudio del derecho romano, Cicerón recibió clases de retórica de Molón de Rodas y de filosofía del estoico Diódoto y del académico Filón de Larisa. El impacto de este último en la formación del Arpinate fue inmediato y perduró toda su vida, pues sus clases ofrecieron al joven aprendiz la posibilidad de combinar la enseñanza de la oratoria con la de la filosofía.


Pronto inició su carrera como abogado encargándose de la defensa de Roscio Amerino, para quien consiguió la absolución. El discurso Pro Roscio Amerino constituyó su carta pública de presentación como promesa de la oratoria, pero en él Cicerón había realizado alguna crítica implícita al dictador Lucio C. Sila, así que, por razones de prudencia y con la excusa de mejorar su formación, emprendió viaje a Grecia. La literatura de viajes nos muestra cuán provechoso y transformador puede ser abandonarlo todo durante un tiempo y realizar una escapada para conocer lugares distintos al del entorno habitual. Este fue el caso de nuestro orador: durante los años 79-78 a.C., Cicerón recorrió Atenas, Asia Menor y Rodas para estudiar con los más famosos filósofos y profesores de retórica griegos de la época. A muchos de ellos los conocemos hoy casi exclusivamente gracias a lo que de ellos nos narra en sus obras, escritas años después. Durante ese tiempo, realizó ejercicios de voz hasta encontrar un tono y estilo adecuados a su personalidad y estudió la filosofía griega, revistiéndose de un precioso marco conceptual que le permitiría defender sus ideas con excepcional solvencia.


Con esta mochila llena de experiencias y recursos, la joven promesa de la oratoria que dos años antes había emprendido el camino hacia oriente regresó a Roma convertido en un orador maduro dispuesto a iniciar el cursus honorum. Entre los años 75 y 74 fue cuestor en Sicilia. A su regreso, inició una brillante carrera como abogado. Sin embargo, el juicio que lo catapultó a la fama no tuvo lugar hasta el año 70, cuando fue llamado por algunos ciudadanos de Sicilia para sostener la acusación contra Cayo Verres, antiguo pretor en Sicilia cuyas prácticas corruptas habían sembrado de descontento una isla próspera y rica. Cicerón tenía mucho interés en esta causa, pues el abogado defensor de Verres era nada menos que Hortensio, considerado entonces el mejor orador de Roma. Tras una investigación de varias semanas por la isla recabando pruebas de las corruptelas del acusado, fue tal la tromba de acusaciones que el Arpinate lanzó contra él que Verres huyó hacia el exilio. Desde entonces, avalado por su fama de brillante orador, consiguió ser edil (70 a.C.), pretor (66 a.C.) y, finalmente, primer cónsul, la más alta magistratura romana, en el 63 a.C.

 

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 Cicerón hablando en el Senado romano.Cessare Maccari

 


Oratoria y filosofía como dos caras de la misma moneda


Durante muchos años, Cicerón compaginó el ejercicio de la política con su actividad como abogado. Su oratoria no era ni de un clasicismo sencillo ni de un barroquismo exagerado. Combinando los estilos de distintos oradores del pasado, concebía sus discursos como instrumentos de comunicación de sus ideas políticas. En este proyecto resultó central esa idea que había recibido de su maestro, el académico Filón, de considerar la oratoria y la filosofía como las dos caras de la misma moneda. De ahí que no resulte extraño que en muchos de ellos encontremos no solo un alegato en favor del defendido, sino auténticos tratados de antropología política en los que se formula una idea muy nítida del comportamiento del ciudadano virtuoso y de su papel en la preservación de la República romana.

Pero antes de tratar sobre el programa político de Cicerón o, lo que es lo mismo, sobre su filosofía política, conviene señalar en pocas palabras cómo se articula en su pensamiento esta conjunción entre oratoria y filosofía. ¿Qué entendía Cicerón por estos términos? A través de una conversación entre dos oradores romanos cuyo compromiso político había sido muy intenso en la Roma de una generación anterior a la de nuestro autor, Cicerón expuso en su obra Sobre el orador qué papel debían tener la elocuencia y la filosofía en todo discurso y la imposibilidad de que una y otra pudieran existir por separado. 

Cicerón distingue con claridad la oratoria de la retórica. Mientras que la primera se refiere a la habilidad en el decir, a la capacidad de articular y pronunciar discursos, la segunda se asocia siempre con una preceptiva de escuela… griega. Mientras que la retórica es un producto griego, la oratoria o elocuencia (eloquentia) se asocia con la actividad política romana. En consecuencia, es la elocuencia la que debe interesar al orador en la medida en que su utilidad, frente a los ejercicios retóricos escolares griegos, es eminentemente política.


En cuanto a la filosofía, Cicerón maneja en esta obra un concepto muy específico: filosofía es dialéctica, esto es, un instrumento para el análisis de todos los asuntos de la vida, aunque su mayor utilidad en el servicio a la patria, que no se agota con su uso en el ejercicio de las magistraturas. Cuando, por cualquier circunstancia la acción directa ya no es posible, bien porque nos vemos expulsados del foro o marginados o exiliados por el poder de un tirano, la filosofía nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre nuestras ideas y contribuir con ello a la restauración de las libertades perdidas. Frente a la reflexión filosófica griega, enredada en cuestiones teóricas que poco o nada tienen que ver con los asuntos que atañen a la convivencia pacífica entre los humanos, el concepto ciceroniano de filosofía ensalza su valor político incluso cuando no es posible intervenir directamente en política: este es el sentido de la expresión ciceroniana otium cum dignitate, contrapuesta al ocio improductivo de los griegos. Además del método dialéctico, la filosofía nos ofrece un modelo de vida basado en la razón y en el equilibrio de las pasiones, en el examen permanente de nuestras acciones y capacidades. En definitiva: la filosofía nos ayuda a conocer nuestras cualidades y nuestros límites y nos permite valorar a posteriori la experiencia en su conjunto y obtener de este examen el mayor consuelo.

 

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M Tullio Cicer (Cicerón) - Studiolo di Federico da Montefeltro. Justus van Gent y Pedro Berruguete. Galleria Nazionale delle Marche. Urbin. Diariodeabordo

 

Cicerón solía reprochar a los filósofos griegos su incapacidad para atender a los asuntos cotidianos. Según él, la mayor parte de ellos solían esparcir sus semillas en campo yermo. Este hecho podía tener una disculpa cuando se trataba de los filósofos más excelsos, como Platón y Aristóteles, cuyas reflexiones habían contribuido, si bien desde un punto de vista teórico, al establecimiento de marcos de comprensión útiles para la política. Sin embargo, su condena era implacable cuando se refería a los epicúreos, que promovían el asentamiento en pequeñas comunidades de vida aisladas de la comunidad y regidas por la filosofía del maestro: «si [los epicúreos] nos convencieran de esto [de que no es de sabios dedicarse a los asuntos públicos] a nosotros y a los mejores, ellos mismos no podrán dedicarse a sus cosas, que es lo que desean en particular» (Sobre el orador, 3.63-4). Alguien ha de dedicarse a gestionar la convivencia y, aún más importante, a mantener la comunidad cohesionada y en paz. La filosofía no es una theōría, como podría parecer cuando uno lee a los filósofos griegos, sino una parte más de la praxis política. Un discurso en el Senado puede ser un ejercicio de filosofía, bien porque el orador se vale de la dialéctica para dirigir una argumentación, bien porque emplea su locuacidad para manifestar con un estilo propio las costumbres y tradiciones romanas. Este carácter práctico-político es quizá el aspecto más propiamente romano de la propuesta ciceroniana y, por ello, Craso, el insigne personaje de Sobre el orador, se atreve a decir que Roma ha superado a Grecia en sabiduría.


Si lo propio de la filosofía en cuanto instrumento es que nos permite dar contenido a nuestros discursos políticos, la elocuencia es la forma, y es tan importante como aquella. Cicerón es claro al respecto: es el ornato en el lenguaje -el modo en que se pronuncian las frases, la manera en la que se mueve el orador cuando habla- la que permite apreciar el estilo en el discurso. No es posible separar contenido (res) y forma (verba), «pues» -afirma Craso- «al constar todo discurso de contenido y de palabras, ni las palabras pueden tener asiento si eliminas el contenido, ni el contenido brilla si apartas las palabras» (Sobre el orador, 3.19). La importancia de la elocuencia consiste en que, a través de ella, se consigue aunar, por un lado, una forma y, por otro, una vivencia política y al servicio de la comunidad. Además, la elocuencia, como instrumento de persuasión, se encarga de velar por el mantenimiento de la unidad de las diversas ramificaciones del saber, que encuentran su punto de unión en la figura del orador. Por su parte, la elocuencia sin filosofía no es más que un saber vacío. La filosofía ofrece un contenido para dicha forma, y aunque no es el único posible, resulta el saber más alto y primordial.


Para Cicerón, en Roma, filosofía y elocuencia, en tanto que constituyen contenido y forma del discurso, deben caminar siempre de la mano. Tratarlos como ámbitos separados significa reducirlos a un mero otium griego, hacer de ellos puros ejercicios escolares.


Y ahora, si alguien quiere llamar orador al filósofo que nos proporciona abundancia de conocimientos y recursos estilísticos, por mí, puede hacerlo; o si prefiere llamar filósofo al orador del que yo digo que tiene la sabiduría unida a la elocuencia, no se lo impediré; con tal que quede claro que ni es loable la incapacidad oratoria de quien conoce un tema, pero es incapaz de exponerlo, ni la falta de preparación de quien, andando escaso de conocimientos, no le faltan palabras[…]porque en un orador completo está incluida la sabiduría, mientras que en el conocimiento filosófico no está necesariamente incluida la elocuencia (Sobre el orador, 3.142).


Cicerón dedicó otras obras al desarrollo de algunas de estas ideas. La intención última de todas ellas fue la configuración de un modelo de orador, «la imagen perfecta de la elocuencia», como dice en su obra El orador, cuyo objetivo era cumplir en Roma la misma función que la figura del guardián-filósofo cumple en la ciudad ideal que Platón expone en la República y que Cicerón conocía en profundidad. En el Brutus, incluso inventó una genealogía para este modelo, asignando cualidades oratorias sorprendentes a personajes del pasado de Roma. Se trataba de diseñar una historia de la elocuencia romana cuya culminación era él mismo como materialización máxima del modelo.

 

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El proyecto político ciceroniano


Durante su consulado, Cicerón debió atender a graves problemas que acuciaban a la República, como el de la reforma agraria, tantas veces solicitada por los tribunos de la plebe. El Arpinate siempre se mostró en contra del reparto de la tierra y abogó por la inviolabilidad del derecho de propiedad. A este respecto, son famosos sus discursos pronunciados durante el primer mes de su consulado contra el proyecto del tribuno Publio Servilio Rulo. Un proyecto que caminaba en la misma dirección que los propuestos durante el siglo anterior por los hermanos Graco. Roma vivía en ese momento un proceso de fuga del campo a la ciudad como consecuencia de la agresiva expansión de la agricultura esclavista de los grandes propietarios. Ante la imposibilidad de competir, los pequeños agricultores no tenían más remedio que trasladarse a Roma para encontrar allí un trabajo, lo que contribuyó a un importante aumento de la plebe urbana.


Además, comenzaba a apreciarse un conflicto que en años sucesivos adquiriría mucho protagonismo: el de los veteranos o soldados que habían combatido en el ejército de Pompeyo en oriente. Terminada la campaña, muchos de ellos volverían a sus tierras, pero otros muchos que no eran propietarios sino campesinos por jornal exigirían, como en efecto sucedió, un resarcimiento por sus servicios al general. Ante la escasez de terreno público para cubrir estas necesidades, Rulo proponía utilizar las tierras de la Campania y otras que los grandes propietarios quisieran vender a la República para repartirlas entre los antiguos combatientes. Cicerón se opuso a este proyecto por una cuestión de forma y otra de fondo. La primera tenía que ver con la comisión que se formaría para la compraventa en el reparto de las tierras, formada por personas muy cercanas al círculo de Rulo, lo que podía favorecer el amiguismo. La cuestión de fondo, mucho más relevante, nos introduce de lleno en la filosofía política que Cicerón defendió en los años siguientes al de su consulado.


La expansión militar romana constituyó un gran imperio, pero hizo evidentes algunas insuficiencias del sistema político republicano, gobernado por una oligarquía cuyo poder se centralizaba en el Senado. A la cabeza de este, dos cónsules se repartían anualmente el poder de decisión en asuntos capitales. Sin embargo, resultaba cada vez más complicado gestionar desde Roma el entramado burocrático generado para su administración. A esta situación había que sumarle las crecientes reivindicaciones de la plebe en relación con el reparto de riqueza apenas referido. El tribunado de la plebe, que representaba los intereses de esta parte importantísima y mayoritaria del pueblo, se había convertido en una magistratura poderosa que ofrecía enorme visibilidad a quienes la ocupaban.


Cicerón vio en este hecho una amenaza para los valores republicanos, pues un líder de la oligarquía que tuviera el apoyo del pueblo no tendría muchas dificultades para acabar con las antiguas libertades (que, ciertamente, solo una parte poseía) e instaurar un gobierno autocrático y personalista. Este había sido el intento de Catilina, y lo fue después de Clodio, quien promovió una ley ad hominem para llevar a Cicerón al exilio y despojarle de algunos de sus bienes. Pero, ante todo, era el caso de César, con quien el Arpinate mantuvo siempre una relación ambivalente: por un lado, sentía aprecio y respeto por el brillante militar e intelectual, pero no podía ocultar su rechazo ante las pretensiones de concentración de poder que mostraba y que acabó por detentar en sus últimos años.

 

Marc Antonys Oration at Caesars Funeral by George Edward Robertson

Marc Antony's Oration at Caesar's Funeral by George Edward Robertson


La producción filosófica de Cicerón comienza precisamente tras su consulado y posterior caída en desgracia. Obligado a un periodo de otium cum dignitate, el Arpinate decidió dedicarse a la reflexión filosófica. Los tratados de Cicerón de esta época se introducen de lleno en los problemas de las principales tendencias del periodo: el estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo académico. Se ha dicho muchas veces que en ellos se contienen tan solo recopilaciones de las principales ideas de estas escuelas y, es cierto -Cicerón no deja de decirlo- que se presentan al lector las posturas de cada una de ellas con la mayor exactitud y rigor posibles. Pero es necesario comprender que esta manera de exponer las distintas filosofías se basaba en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la forma de exposición in utramque partem, esto es, presentado primero los argumentos de una posición para conceder después la palabra a quien defendía los argumentos contrarios. De esta manera se presentaba al lector, lo más fielmente posible, las posiciones de cada contrincante en el debate. De ahí que la filosofía y la oratoria no pudieran darse por separado, pues todo discurso filosófico debía incorporar a sus argumentos el elemento persuasivo. Carnéades, antiguo escolarca de la Academia, era para Cicerón el máximo ejemplo de esta forma de reflexionar filosóficamente. En Sobre la República, nos dice que en la embajada de filósofos griegos que habló ante el Senado romano en 155 a.C., el académico sorprendió a todos defendiendo un día la justicia y otro la injusticia.


Del pensamiento de Carnéades deriva el segundo aspecto que define la forma ciceroniana de hacer filosofía: la idea de que la verdad es en último término algo muy difícil de alcanzar y que, a lo sumo, podemos determinar que una tesis es más probable que otra debido a que puede defenderse con mejores argumentos. Nuestro filósofo encontró en esta idea un poderoso aliado para la defensa de su proyecto político, ya que el probabilismo le permitía, por un lado, defender la suspensión del juicio en relación con todas aquellas ideas que supusieran una innovación radical que tratara de acabar con las tradiciones existentes y, por otro, la apertura hacia una progresiva adaptación de estas a los tiempos.


La teoría política ciceroniana se basa en la premisa según la cual los valores de una comunidad se deben a un esfuerzo colectivo que no se define en una sola generación, sino que se conforma con el paso del tiempo. Por lo tanto, la antigüedad de las tradiciones es en sí misma un argumento a favor de su verosimilitud en la medida en que su conservación requiere superar los obstáculos y las razones esgrimidas por aquellos que han tratado de refutarlas. Dicho de otra forma: la verosimilitud de una tradición o, en general, de una idea será más probable cuanto más antigua sea. Su mantenimiento es por ello un síntoma inequívoco de su valor para la comunidad. Solo las que entran en desuso o que resultan imposibles de defender en un determinado momento histórico deben dejar paso a nuevas ideas dotadas de mejores razones o argumentos, lo que permite a las sociedades una progresiva renovación. Cicerón cree además que, sobre la base del éxito derivado de su permanencia, sería posible ponerse de acuerdo en torno a una serie de principios y valores supremos, propios del género humano, que conformarían un derecho natural aplicable a todos los pueblos.


Esta doctrina está confirmada por la prudencia de nuestros antepasados, quienes afirman que todo hombre debía prestar juramento ‘conforme a la convicción del espíritu’; que nadie es responsable sino del ‘engaño cometido a sabiendas’, porque la ignorancia voluntaria se presenta en la vida con demasiada frecuencia; que al dar testimonio de algo se diga ‘así lo creo’, aun tratándose de cosas que el testigo haya visto por sus propios ojos; y, finalmente, que los jueces dignos de fe deben declarar después de estudiar y conocer la causa […] (Cuestiones Académicas [Lucullus], 146).

 

Francisco Maura y Montaner pinto en 1888 la escena en la que Fulvia la esposa de Marco Antonio y
Fulvia y Marco Antonio, o La venganza de Fulvia. Francisco Maura y Montaner. Museo del Prado.

 

Nuestro filósofo no fue tan ingenuo como para pensar que la permanencia de estos principios, valores o tradiciones dependía solamente de una buena defensa argumental. Existen elementos emocionales que pueden contribuir a su auge o caída. Por ello, resulta conveniente refrenar el carisma de ciertos líderes. Este es uno de los motivos por los que Cicerón se opone al modelo de sabio estoico. El estoicismo había adquirido en Roma mucha fuerza a partir del s. II a.C. por presentar una propuesta ética que encajaba muy bien con el espíritu romano, profundamente puritano y aferrado a las tradiciones ancestrales. El Arpinate nada tenía que objetar a la férrea moralidad estoica, salvo quizá un énfasis excesivamente dogmático en la defensa de sus postulados. Sin embargo, para los estoicos, el mundo se dividía entre aquellos que ostentaban la condición de sabio y todos los demás. El sabio estoico era un personaje de una fortaleza tal que podía ser feliz incluso en el potro de tortura, un prototipo de integridad moral prácticamente imposible de alcanzar. De ahí que la práctica totalidad de los humanos debían conformarse con ser únicamente aprendices que se mantenían con mayor o menor dignidad dentro de la ignorancia.


Hay que insistir en que las consecuencias éticas de esta tesis estoica resultaban muy atractivas incluso para Cicerón, pues promovían la conducta intachable o el sometimiento al deber, y perseguían una vida de investigación sobre la verdad basada en una poderosa epistemología. Sin embargo, Cicerón percibió inmediatamente en este modelo de sabio consecuencias políticas indeseables: si un personaje carismático utilizara el estoicismo para revestirse a sí mismo con los caracteres del sabio estoico ¿quién podría enfrentarse a él? La tentación de este personaje de convertirse a sí mismo en criterio de verdad y, en consecuencia, en tirano sería difícilmente evitable para sus conciudadanos. Esta es la idea que está detrás de las Cuestiones académicas, como ha mostrado otro de los mayores especialistas en la obra del filósofo romano, el latinista francés Carlos Lévy.


Cicerón combatió este riesgo en sus últimos años, primero contra las pretensiones de César y, más tarde, contra las de Marco Antonio hasta que fue asesinado por orden suya el 7 de diciembre del 43 a.C. Lo hizo a través de sus discursos políticos y sus tratados de filosofía, en los que se enfrenta a las tesis más dogmáticas de los epicúreos y de los estoicos. Se trate el tema que se trate, siempre puede hacerse de estos tratados una lectura en clave política. Incluso los que tradicionalmente se han considerado que abordaban cuestiones teológicas, epistemológicas o éticas, como Sobre la naturaleza de los dioses, Del supremo bien y del supremo mal o Sobre los deberes, miran hacia los problemas de su tiempo y tratan de enfrentar las posturas griegas, propias de una filosofía de escuela, con las posturas romanas, que atisban en cada tesis filosófica una consecuencia práctica en términos de utilidad para la comunidad.

 

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FOTO: BPK / Scala, Firenze. La ira de Fulvia. Historia. National Geographic

 

Las obras de Cicerón suelen tener forma de un diálogo en el que, como ya se ha indicado, se contraponen distintas tesis. En ocasiones, suele haber un representante de cada escuela filosófica; en otras, los personajes son celebridades del pasado político romano a las que admiraba. A través de ellos, el Arpinate va introduciendo sus ideas casi siempre de manera velada. El efecto que se consigue con ello es, sin embargo, evidente: lanzar un hilo que vincule las ideas defendidas en sus obras con las que mantuvieron los antepasados del pueblo romano. El objetivo también parece obvio: actualizar y preservar una memoria común en un pueblo que se encontraba desde hacía tiempo gravemente fragmentado. La cohesión de la comunidad se convierte así en el objetivo primordial de este conservadurismo abierto a los cambios que Cicerón defendió filosóficamente y que ha tenido una enorme influencia en otros filósofos posteriores a él, como Locke, Montesquieu, Burke o Leo Strauss.

 

 Fundacion March.Cicerón: el filósofo que amaba la política | Francisco Pina Polo y José María Pou



 


Bibliografía


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-(2001). Sobre los deberes. (Trad. de José Guillén Cabañero). Madrid: Alianza Editorial.
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