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- Escrito por Marina Valcárcel
Francis Bacon Tres figuras y un retrato, (1975) y Lucían Freud, Leigh Bowery (1991)
Parece que el Támesis, a orillas de la Tate Britain, se hubiera colado estos días para dirigir con su curso la exposición que transita por lo que sucede en la pintura británica antes y después de Francis Bacon (1909-1992) y Lucian Freud (1922-2011). La muestra arranca con un manantial vigoroso: la obra de Stanley Spencer, Chaïm Soutine, David Bomberg, Walter Sickert, y un único Giacometti... se detiene en el delta de una treintena de obras de Bacon y Freud, para terminar en una pequeña retrospectiva con las pintoras actuales: desde Paula Rego; alumna de la Salde School of Arts; hasta Jenny Saville.
Humano, demasiado humano: Bacon, Freud y un siglo pintando la vida es el título que la exposición en Tate Britain toma prestado del libro de Nietzsche para reunir a los artistas británicos de los siglos XX y XXI que buscaron una nueva manera de capturar la presencia física y psicológica del ser humano en pintura. Tras la Segunda Guerra mundial, la pintura británica hace una de sus mayores contribuciones reinventando la tradición europea de la pintura figurativa. Hacia 1950, Michael Andrews, Frank Auerbach, Freud, R.B. Kitaj, Leon Kosso y Bacon se asocian bajo el rótulo “Escuela de Londres”: un periodo en la vida de un grupo de artistas y amigos que intercambiaban fidelidad a las dimensiones históricas del arte y compartían el rechazo a la abstracción.
Pero, ¿cómo se pinta la vida? ¿Es posible capturar la experiencia del ser humano en un lienzo? Son las preguntas que preocuparon y fascinaron a los artistas de esta exposición. Francis Bacon (1909-1992) y Lucian Freud, su mundo de soledad y tormento, como centro.
Jenny Saville, Reverse (2002-2003)
¿Dos Lucian Freud?
Hasta la década de 1960, Lucian Freud parecía pintar con una lente de aumento. Antes de la sala consagrada al pintor, en una sala previa, como si fueran dos artistas distintos vemos Mujer con un perro blanco (1950). Kitty Garman, entonces su mujer, está sentada con un perro apoyado en las rodillas, su cuerpo queda envuelto por un albornoz amarillo deliberadamente abierto que muestra su pecho izquierdo, el otro queda tapado y su mano lo sujeta como midiendo el pulso de su corazón. El detalle con que estudia las distintas superficies recuerda a los primitivos flamencos: la melena ondulada y espesa de Kitty frente al pelo áspero de su perro; desde el rizo esponjoso de la felpa del albornoz hasta los cabos que trenzan el cinturón. Eran los años en los que Freud pintaba fascinado por el dibujo de Ingres. La alianza de la mano de Kitty y su brillo parecen una dedicatoria al pintor francés.
Desde siempre Freud tuvo obsesión por pintar los ojos. Le parecían una fuente de presencia y poder. Éstos, y aún más sus movimientos, podían expresar del deseo al odio, de la confianza a la desconfianza, la manera en la que deciden encontrarse o no nuestra mirada. Le intrigaban las pupilas, el enigma de su dilatación si observan algo que les interesa o asusta. Los ojos tristes de Kitty son como dos charcos llenos de reflejos y lágrimas contenidas. Sin embargo, los ojos del perro son los que, como si fueran el espejo de un cuadro de Van Eyck, reflejan la ventana del estudio de Freud.
Lucian Freud, Mujer con un perro blanco (1950)
A finales de los años 50 Freud deja el dibujo y pasa a la pintura. Cambia de pinceles, sustituye los de pelo fino de marta por unos más gruesos de cerda de jabalí que provocan la evolución hacia esa pincelada más densa y expresiva, característica de la última etapa de su pintura que es la que domina la siguiente sala. Allí, hombre y animal, vuelven a ser el centro. Son David y Eli (2003-2004), su ayudante y su perro expuestos en un catre contra el suelo de su estudio. Es el desnudo sin reservas. Total. El modelo con toda su crudeza, no hay más. Como si Freud inventara un desnudo nuevo y aclarara violentamente la luz sobre él. Sometiéndolo al análisis sin piedad esa capa misteriosa que es la piel: su espesor, su flaccidez, los colores voluntariamente mates de pieles pálidas, indisociables a una realidad dolorosamente vivida.
Lucian Freud, David y Eli (2003-2004)
Bacon y Freud, mal matrimonio
En El hombre de la bufanda azul el libro de Martin Gayford en el que narra las conversaciones con Lucian Freud mientras éste pintaba su retrato, cuenta cómo, un día en una de las pausas entre las sesiones de posado, miraban juntos un libro de Van Gogh. Freud escogió un paisaje de los alrededores de Arles: “Mucha gente diría que esto viene del arte japonés, pero yo preferiría cambiar todos los paisajes japoneses del siglo XIX por éste. Saber dibujar bien es lo más difícil” -y mencionaba a Bacon- “Francis garabateaba constantemente. Sus mejores obras salían sólo de su inspiración, es decir, donde no hay ninguna base de dibujo”.
A pesar de sus diferencias, Bacon y Freud estarán siempre unidos en la mente de los historiadores. Gayford explica cómo con los pintores británicos ocurre lo mismo que con el proverbial comportamiento de los autobuses en Londres: ninguno pasa en horas, y de pronto, pasan dos a la vez. En la década de 1880, convivieron J.M.W. Turner y John Constable, después no hubo nadie de peso hasta que llegaron Bacon y Freud, tras la Segunda Guerra mundial. Como Turner y Constable, Bacon y Freud fueron un mal matrimonio de artistas, con tantas cosas que les separaban como les unían.
Francis Bacon, Estudio después de Velázquez (1950)
A diferencia de Freud, a Bacon le obsesionaban las bocas: aterradoras fauces al final de cuellos de anguila que aspiraban y engullían pesadillas, amantes, dolores, juego y bebida, guerra y gritos. La vida como cuerda de tensión entre el nacimiento, la carne desollada, la violencia, las cosas más grandes y profundas del sentir del hombre, la muerte. Y al mismo tiempo la más estremecedora belleza basada en su gusto innato por la serena monumentalidad de la pintura antigua: Rembrandt, Velázquez, Goya. Después Picasso, el motor de arranque de su pintura. También la literatura de Esquilo a T.S. Eliot. Todo ese palimpsesto, lo mismo que las capas y capas de pintura de colores venecianos, naranjas, rosas absorbidos por negros, que iba depositando en las paredes de su estudio convertido en una paleta gigante, es lo que le permitió hacer algo que sólo era posible después de la primera generación freudiana: pintar traumas.
Rara vez pintó a gente viva, prefería las fotografías y el cine. Su pintura salía de la imaginación, utilizando todo aquello que se colaba en su mente: “como si fueran diapositivas”. Rechazaba la imagen como imitación, para él era la evidencia instantánea inmediatamente transmitida al cerebro sin la necesidad de una intervención verbal, “lo que pasa inmediatamente al sistema nervioso”. Desde ahí arrancaba su trabajo, del instinto libre de la lógica del parecido, de su visión atea y de la belleza y energía de las pinceladas que representaban para Bacon una lucha, como una relación íntima entre la pintura y su pintor.
Francis Bacon Estudio para retrato de Lucian Freud (1964)
Delante de Estudio después de Velázquez (1950) recordamos al artista irlandés que amó el Prado. Sus visitas desde 1956 y las palabras de Manuela Mena describiendo los ojos de Bacon al apresar los cuadros de Velázquez: “Estudiaba las pinceladas, que es donde está todo, muy de cerca, con mucha concentración”. Iba de cuadro en cuadro “observaba su materia como quien observa la piel de un amante”. El Prado expuso a Bacon en 2009; fue una manera de unirle para siempre a la pintura española del siglo XVII.
Lucian Freud, Cabeza de hombre (Autorretrato 1) 1963, (detalle)
Al final, la temperatura del ring en el que queda convertida la Tate en esta exposición sube muchos grados delante del combate directo entre dos lienzos: Bacon y su Estudio para un retrato de Lucian Freud (1964), un cuadro que no se había visto en público desde 1965, frente a Freud y su autorretrato en Cabeza de hombre (1963). Freud pintó a Bacon dos veces; Bacon pinto a Freud más de 40.
Francis Bacon (a la izquierda) y Lucian Freud retratados por Harry Diamond, 1974.
All too human: Bacon, Freud and a century of painting life
Tate Britain
Millbank, Londres
Comisarias: Elena Crippa y Laura Castagnini
Hasta el 27 de agosto.
- Bacon versus Freud, historia de una lucha - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
Viena conmemora en 2018 el centenario de las muertes de Gustav Klimt, Egon Schiele, Otto Wagner y Koloman Moser. Las celebraciones arrancan con una retrospectiva de Schiele en el museo Leopold: óleos, acuarelas, dibujos, gouaches, pero también fotografías y poemas: más de 200 obras sobrecogedoras, divididas en apartados temáticos. Egon Schiele murió a los 28 años. El museo Leopold de Viena -la mayor colección del pintor austríaco- celebra estos días el centenario de la muerte de Schiele con una exposición difícil de olvidar. En una de las vitrinas hay una foto del pintor muerto en su cama, de perfil, con camisa blanca: uno de sus brazos está cómodamente doblado hacia arriba mientras su mano soporta la nuca.
Egon Schiele, Mujer sentada con la pierna doblada, 1917, Národni Galarie, Praga.
Viena conmemora en 2018 el centenario de las muertes de Gustav Klimt, Egon Schiele, Otto Wagner y Koloman Moser. Las celebraciones arrancan con una retrospectiva de Schiele en el museo Leopold: óleos, acuarelas, dibujos, gouaches, pero también fotografías y poemas: más de 200 obras sobrecogedoras, divididas en apartados temáticos.
Egon Schiele murió a los 28 años. El museo Leopold de Viena -la mayor colección del pintor austríaco- celebra estos días el centenario de la muerte de Schiele con una exposición difícil de olvidar. En una de las vitrinas hay una foto del pintor muerto en su cama, de perfil, con camisa blanca: uno de sus brazos está cómodamente doblado hacia arriba mientras su mano soporta la nuca. Parece un joven descansando al sol. Su cuerpo está cubierto por algunas flores silvestres. Pocas horas antes Schiele había terminado un boceto de su mujer, la miraba desde la cama. Edith tiene la cabeza apoyada en la almohada y los párpados pesados; espera un hijo de Schiele que nunca vería la luz. Edith moriría de gripe española mientras su marido la pintaba: era 28 de octubre de 1918. Schiele, contagiado ya, moría tres días después.
Marta Fein, Egon Schile muerto en su cama, 1918. Leopold Museum, Viena
El pintor austríaco, nacido en 1890, empezó a dibujar de niño los trenes que veía en Tulln, una pequeña ciudad sobre el Danubio, donde su padre era jefe de estación. Ingresó a los 16 años en la Academia de Bellas Artes de Viena y desde entonces quedó unido a esta ciudad. Entre 1898 y 1918 Viena era el final y el preludio de muchas cosas. En la segunda mitad del siglo XIX, en la opulenta capital del imperio austrohúngaro, se levantaron los palacios de la Ringstrasse, la vida giraba y giraba sobre el eje de las óperas y los contaminantes valses de Johan Strauss; en las mesas de los cafés se leían y escribían vidas al ocaso del imperio, como los personajes de las novelas de Joseph Roth. Y sin embargo, Viena se eclipsaba poco a poco.
Egon Schiele, Árbol en otoño, 1911, Leopold Museum, Viena.
Sexo o muerte
Fue contra el trasfondo de un imperio al borde del colapso donde surgió el preludio de un nuevo siglo. Explotó a través de una floreciente vida intelectual y una creatividad artística en todos los campos. En arquitectura con Otto Wagner, Josef Hoffmann y Adolf Loos. Las sinfonías de Gustav Mahler parecían acompasar un espíritu distinto. Fue tiempo de escritores: Kraus, Trakl, Schönberg; de la filosofía de Wittgenstein... Y en pintura, Gustav Klimt, el primer presidente de la Secesión que había empezado su carrera como pintor historicista, buscaba ahora nuevos vientos. Oskar Kokoschka y Egon Schiele marcaron la segunda generación de esta renovación artística y fueron los exponentes del expresionismo austríaco.
Egon Schiele, Mujer semidesnuda con diadema azul, 1914 Leopold Museum, Viena
La decadencia que se vivía en la Viena de 1900 era excitante y propulsiva. Se decantaba entre dos obsesiones: el sexo y la muerte. La vieja Austria era el vacío, pero sobre todo era la constancia y el disimulo de ese vacío. El nihilismo dio lugar a un nuevo estado de ánimo y al desgarro en el hombre. Sigmund Freud descubrió que este dolor originaba problemas específicos, conflictos que no podían resolverse por sí solos. Escribió La interpretación de los sueños y Estudios sobre la histeria. Egon Schiele se obsesionó con todo aquello... Era lo único que le interesaba: la exploración del yo y la identidad sexual. Y empezó a volcarlo sobre el lienzo.
En menos de diez años, entre 1910 y 1918, abordó distintos temas de la psicología. Salió del retrato tradicional, lo forzó hasta sus últimos límites y, como dijo Richard Avedon, “rompió la forma para convertir el volumen en un grito”. Schiele empezó a rugir desde el interior de unos cuerpos demacrados, retorcidos, satánicos que asustaban a la sociedad de su época. Muchas veces él era su propio modelo, gesticulaba, hablaba con el pelo erizado o la mirada amenazadora, pintaba manos afiladas como arañas en las que raramente incluía el pulgar. Se recortaba contra composiciones alucinantes, como mutilándose: empujaba los cuerpos contra la esquina de un lienzo. Su enfoque era radicalmente plano, como el arte americano de los años 1940. Los fondos no existían y los cuerpos quedaban suspendidos en el vacío, solos. Hasta el papel en el que pintó, a partir de 1910, tenía algo de caduco, su alta concentración en lignina le confería ese particular marrón pálido que no aguanta su exposición a la luz. A veces delineaba sobre ellos un borde blanco, como si estuvieran rodeados por un aura; para Schiele los cuerpos emanaban luz: “dibujo la luz que viene de los cuerpos”.
Egon Schiele, Autorretrato con dedos separados, 1911, Leopold Museum, Viena.
Egon Schiele fue prácticamente olvidado en los años 30 del siglo pasado y el régimen nazi llegó a incluirlo entre los autores del arte degenerado. Pero fue redescubierto después de la II Guerra mundial como una figura fundamental del arte contemporáneo. Su personalidad mutante y narcisista atrajo a otros egos más actuales y David Bowie o James Dean cayeron bajo su embrujo.
Egon Schiele, Autorretrato, 1912, Leopold Museum, Viena.
En un porcentaje muy alto, entre sus más de 2000 dibujos y en algunos de sus 300 lienzos, Schiele convierte el cuerpo -fundamentalmente el femenino-, en una gélida mercancía de deseo: faldas abiertas, genitales expuestos, prostitutas, su hermana de 14 años desnuda, parejas lésbicas, curas, monjas, posturas y cuerpos como llegados de algún exterminio. Ninguno de ellos tiene una cara real, son máscaras atónitas de mirada perdida.
Egon Schiele, Amantes, 1915, Leopold Museum, Viena.
Estética de lo grotesco
Podría decirse que el austríaco dominaba la estética de lo grotesco. Hasta entonces, en obras como El origen del mundo (1866) de Courbet o las estampas japonesas, el sexo nunca se había tratado de manera tan sórdida, ¿Por qué entonces las obras de Schiele nos emocionan por su belleza? ¿Por qué sus caras extraviadas, sus gestos enajenados, sus angustiosas manos parecen tener a ratos la serenidad de un bailarín ruso detenido en la mitad de una coreografía?
Egon Schiele, Predicador, 1913, Leopold Museum, Viena.
La respuesta está, creemos, en el virtuosismo de su técnica. Pocos artistas han sabido transmitir tanto con una línea, a veces sólo con un esbozo. La llevaba de lo incisivo a la caricia, de la tensión a la delicadeza, ya fuera garabateada o profunda, interrumpida o cambiante. Pero sobre todo, era prodigioso su uso del color, independiente de la naturaleza. Utilizaba el verde y el violeta, el lila o el rojo para la piel. Los cuerpos parecían enfermos pero el colorido era sublime.
Alberto Durero, Ala de una carraca, 1512, Museo Albertina, Viena.
A pocos metros de esta exposición del el Barrio de los Museos, atravesamos el palacio de Hofburg, sus jardines aún helados, la biblioteca de los Habsburgo y el invernadero imperial con su filigrana de hierro para llegar a la Albertina. En las salas de esta colección de dibujos comparten pared algunas acuarelas de Durero con las de Schiele. Les separan 400 años y sin embargo están cosidas por los mismos azules infinitos, los verdes y naranjas, por la misma maestría de una línea que rodea cada pluma del ala del pájaro Durero o envuelve cada cuerpo de Schiele. En días en los que una extraña censura y una más extraña vara de medir descuelgan fotografías de presos de una feria en Madrid o prohíben por obscenos los carteles de la exposición de Schiele en Londres, Colonia o Hamburgo, conviene ir a Viena. A veces la belleza desnuda pone orden en las cosas. Ya lo dejo escrito Schiele al pie de una de sus acuarelas: “Creo que no hay un arte moderno; sólo hay un arte y es eterno”.
Egon Schiele, El abrazo (Amantes II), 1917, Galerie Belvedere, Viena.
Egon Schiele. Exposición del Jubileo
Museo Leopold
Museumsplatz 1, Viena
Comisario: Diethard Leopold
Hasta el 4 de noviembre 2018
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- Escrito por Marina Valcárcel
Abril de 1903. Paul Gaugin se apaga poco a poco en Hiva Oa, islas Marquesas, un lugar perdido en el Pacífico. Tiene 55 años y hace sólo dos había dejado Tahiti. Alcoholizado, destruido por la sífilis compra un terreno cerca de una misión católica y empieza a construir su cabaña hecha, con hojas de cocotero trenzado. Gaugin espera la llegada de los lienzos que le envía su marchante, Ambroise Vollard, para ponerse a pintar. Entre tanto, rodeado de sequoias gigantes, esculpe la decoración exterior de su casa: un friso de cinco paneles polícromos. Hay un dintel que lleva la inscripción Maison du Jouir (Casa del gozo), alimentando su fama de conquistador de adolescentes. En esta cabaña Vaeoho Marie-Rose, su última compañera de 14 años, da a luz una niña en septiembre de 1902.
Paul Gaugin, Ahaoe feii? Estás celosa? (1892), Museo Pushkin, Moscú.
Abril de 1903. Paul Gaugin se apaga poco a poco en Hiva Oa, islas Marquesas, un lugar perdido en el Pacífico. Tiene 55 años y hace sólo dos había dejado Tahiti. Alcoholizado, destruido por la sífilis compra un terreno cerca de una misión católica y empieza a construir su cabaña hecha, con hojas de cocotero trenzado. Gaugin espera la llegada de los lienzos que le envía su marchante, Ambroise Vollard, para ponerse a pintar. Entre tanto, rodeado de sequoias gigantes, esculpe la decoración exterior de su casa: un friso de cinco paneles polícromos. Hay un dintel que lleva la inscripción Maison du Jouir (Casa del gozo), alimentando su fama de conquistador de adolescentes. En esta cabaña Vaeoho Marie-Rose, su última compañera de 14 años, da a luz una niña en septiembre de 1902.
El interior de este pequeño santuario de creación es decorado con su mundo imaginario. Gaugin pega por las paredes las reproducciones de cuadros con los que sueña: Cranach, Derain, Puvis de Chavannes, Holbein pero también estampas japonesas y egipcias.
Morirá el 8 de mayo de 1903. A los pies de su cama, entre botellas de absenta y ampollas de morfina, aparece su último autorretrato: a lápiz sobre papel y el gesto -un dedo sobre el labio- inventado por el artista en 1889 para señalar -o imponer- su “Yo” más salvaje y rebelde. Este testamento, encerrado en una urna, solitario y que surge de la penumbra de una sala en azul muy oscuro, es el cierre de la exposición.
Alquimista
La vida de Gaugin llena la literatura desde Anatole France hasta Mario Vargas Llosa. También el cine. La estimación, en 2015, de 265 millones de euros por el cuadro Nafea faa ipoipo catapultándolo entre los tres más caros de la historia, no hacen sino acrecentar el tópico.
Gaugin es bastante más que eso. Las dos grandes exposiciones de Paris, en 2003 y sobre todo, la gran retrospectiva de 1989 ya dejaron ver que estamos ante una obra no siempre accesible a primera vista. Gaugin: el alquimista, permite llegar más lejos, deshacer el nudo que mantenía atados al artista y al mito: concentrarse en su proceso creador, 230 obras apartan la dimensión hagiográfica de este personaje de alto voltaje para adentrarse en el leit motiv de su vida: la huida hacia adelante. Diluir las fronteras geográficas, también la de las disciplinas del arte, atreverse con todo: “Yo lo que deseo es encontrar alguna esquina dentro de mi aún desconocida”, escribía a Émile Bernard en 1889.
Paul Gaugin, Retrato del artista con Cristo amarillo (1890-1891) Museo de Orsay, Paris.
Gaugin avanzaba imparable. Su ascendencia peruana y el constante cambio de residencia (Bretaña, Martinica, Arles, Tahití, Islas Marquesas) dominaban su interior salvaje: “Me voy para estar tranquilo, para liberarme de la civilización. Quiero hacer un arte simple, muy simple, para eso necesito empaparme de la naturaleza más virgen, ver sólo hombres salvajes, vivir su vida sin más preocupación, como si fuera un niño y no seguir los dictámenes de mi cerebro, con la ayuda de los principios del arte primitivo, los únicos buenos, los verdaderos”, declara a Jules Huret en 1891.
Esperamos en la cola del Grand Palais, distraídos por los castaños vestidos de ocre. Sólo unos años antes de la inauguración de este inmenso invernadero, en la exposición universal de 1889, un joven Gaugin obsesionado por las fronteras extra-occidentales rastreaba ya entre las reproducciones del templo de Angkor Wat o las bailarinas del pabellón de Java... Un clarinetista octogenario que parece salir del lema del frontón de la fachada de piedra: Monument consacré par la République à la gloire de l’art français, (Monumento consagrado por la República a la gloria del arte francés), ameniza nuestra espera y nuestras divagaciones llegan lejos... Las exposiciones en Paris tienen siempre un peso distinto.
Paul Gaugin, En las olas (1889), Museo de Arte de Cleveland, USA.
El piso superior de la exposición abarca los primeros años de creación de Gaugin. Un puñado de datos: fascinación por su abuela peruana, Flora Tristán. Pasa cuatro años de su infancia en Lima. A los 17 años se enrola en la marina y recorre el mundo. Abandona el mundo de las finanzas, vive para la pintura y prepara su huida de la civilización occidental que según él, pervierte a las sociedades tradicionales. Gaugin había nacido en Paris pocos meses después de la revolución de 1848.
Una amalgama de curiosidades, lienzos, cerámicas, cartas... que abarrotan las paredes e islas de las salas conforman un archipiélago cuya abundancia nos contagia del estallido que era, en aquellos años, la cabeza de Gaugin: su apuesta por forzar los límites de la escultura, la pintura, la cerámica... La necesidad de tallar madera, modelar arcilla; el contacto con los materiales ancestrales. El espectador se mueve entre una Leda transformada en el asa de una taza antropomorfa, una Leda lienzo y otra Leda, en fin, que emerge de un bajo relieve en madera.
Paul Gaugin, Sed misteriosas (1890), madera de tilo parcialmente polícroma. Museo de Orsay, Paris.
Epifanía tropical
El piso inferior se reserva para la epifanía de Gaugin: sus años en el trópico. Las salas se aligeran para dejar paso a lienzos de gran formato, colorido arrollador y extraño silencio. En 1891, Tahití es desde 1843 una colonia francesa con fama de paraíso de la abundancia. Allí descubre paisajes y vegetación lujuriosa que le incitan a la radicalidad sugerida años atrás por las estampas japonesas: nuevos encuadres, composiciones descentradas, figuras más planas, sombras apenas sugeridas. El pintor se aleja definitivamente de la objetividad de la retina difundida por el impresionismo y elabora un lenguaje plástico fundado en la simplificación de las formas. En las vidrieras de las iglesias o en los biombos japoneses en los que las formas se recortan en zonas de color vivo, simples, delimitadas por un espeso trazo negro, encuentra una nueva manera de pintar: el “cloisonismo” o “sincretismo”.
En el verano de 1888 se abandona a la subjetividad y escribe a Van Gogh: “No copies mucho la naturaleza. El arte es una abstracción.”.
Paul Gaugin, Merahi metua no Tehamana (Los ancestros de Teha’amana) 1893, The Art Institute of Chicago.
En Tahití, Gaugin se consagra a la representación femenina. Muchachas envueltas en una lentitud poética. No hay miradas ni comunicación aparente en unos lienzos de diálogo callado entre dos niñas en una atmósfera irreal. “Los tahitianos suelen pasear por la noche, siempre silenciosos y descalzos. Ahora comprendo por qué estos individuos son capaces de pasar horas, días enteros sin decir una palabra, sentados, mirando el cielo con melancolía. Siento que todo eso va acabar invadiéndome”, escribe.
Tahití es también su entrega a las relaciones amorosas con adolescentes. Con Teha’amana, su mujer de 13 años y a la que pinta sus mejores retratos de 1892 a 1893, pudo conocer algo más las religiones ancestrales, a pesar de que la conversación entre ellos era muy limitada, ninguno conocía el idioma del otro: “Mi nueva mujer era poco habladora, burlona y melancólica. Ambos nos observábamos: ella era impenetrable. Pronto me venció en nuestra lucha”.
Gaugin pinta en menos de dos años unos 80 cuadros, en general de altísima calidad. Los ancestros de Teha’amana: convertida en una deidad enigmática, de grandeza primitiva, a pesar de su “traje de las misiones” -los misioneros animaban a las tahitianas a vestirse con trajes recatados, en lugar de pareos-.
Paul Gaugin, Manaò tupapaú (El espíritu de los muertos), 1892, Buffalo, New York, collection Albright-Knox Art Gallery.
En los lienzos de esta época, la trama de la arpillera está muy presente. La paleta se llena de rojos, amarillos compuestos de bermellón, cadmio, ocre y diferentes tonos de azul. La capa de pintura es ligera facilitando así el secado en el clima de Tahití.
En 1893 Gaugin organiza una exposición para enseñar su obra tahitiana en la galería de Durand-Ruel y escribe un libro ilustrado, Noa Noa, que explique su pintura. Cuarenta obras llegadas en rollos son montadas sobre bastidores y enmarcas en azul, blanco o amarillo: exposición sin el menor éxito comercial.
Paul Gaugin, Oviri (1894) Gres parcialmente coloreado. Museo de Orsay, Paris.
Oviri, la salvaje
Gaugin regresa a Paris en 1894: “Se inventaba todo. Su caballete, la manera de preparar sus lienzos, el modo de usar las acuarelas. También inventaba su vestimenta con su amplia bata azul y su sombrero de astracán. Parecía un Rembrandt de 1635...”, escribe Armand Seguin. Vuelve a la cerámica y produce Oviri -salvaje, en tahitiano-, una mujer alucinada, de melena larga que aprieta un lobezno sangrante contra su pierna. Quería que estuviera sobre su sepultura. “La cerámica no es algo banal. Dios hizo al hombre a partir de un trozo de barro. La materia que sale de un horno tiene algo de muy grave desde el momento en que ha pasado por el infierno”.
Esta escultura violenta y misteriosa, se expone en la retrospectiva de Gaugin en el Salón de Otoño de 1906. Impresiona a Picasso y le ayuda, dicen, a pensar en parte Las señoritas de Avignon. Antes de morir en Iva Oa, soñaba con volver a Europa. Había elegido un país donde desarrollar por última vez “un nuevo exotismo arcaico”: ese país era España.
Gauguin l'alchimiste : l'exposition
Gaugin: L‘alchimiste
Grand Palais
3 Avenue du Général Eisenhower, Paris
Comisarias: Claire Bernardi y Ophélie Ferlier-Bouat
11 de octubre 2017-22 enero 2018
- Gaugin, el ultra salvaje - - Página principal: Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
En el invierno de 1910, Anna Akhmatova acompañaba a Amedeo Modigliani en sus recorridos por Paris. Juntos descubrían las máscaras negras de Costa de Marfil, los moldes traídos de Angkor en el pabellón indochino del Trocadéro y las salas de arte egipcio y griego del Louvre. Después, Modigliani dibujaba el perfil eslavo de Akhmatova tomando prestados los trazos severos del arte egipcio por el que Modigliani ya deseaba ser absorbido. Los bocetos nos la presentan con una postura hierática, serena, majestuosa sólo atenuada por una leve inclinación de cabeza. Más tarde esta pareja de jóvenes amantes, extranjeros en el Paris de la preguerra, recitaba a Verlaine a dos voces. Akhmatova describiría su relación en 1911: “Ambos leíamos a Mallarmé y Baudelaire.
Desnudo, 1917.
En el invierno de 1910, Anna Akhmatova acompañaba a Amedeo Modigliani en sus recorridos por Paris. Juntos descubrían las máscaras negras de Costa de Marfil, los moldes traídos de Angkor en el pabellón indochino del Trocadéro y las salas de arte egipcio y griego del Louvre. Después, Modigliani dibujaba el perfil eslavo de Akhmatova tomando prestados los trazos severos del arte egipcio por el que Modigliani ya deseaba ser absorbido. Los bocetos nos la presentan con una postura hierática, serena, majestuosa sólo atenuada por una leve inclinación de cabeza.
Más tarde esta pareja de jóvenes amantes, extranjeros en el Paris de la preguerra, recitaba a Verlaine a dos voces. Akhmatova describiría su relación en 1911: “Ambos leíamos a Mallarmé y Baudelaire. Nunca me leyó a Dante, porque en aquel entonces yo aún no sabía Italiano”. Ella tenía 21 años y empezaba a escribir sus primeros poemas en ruso, él tenía 26 y aún era un bohemio artista italiano desconocido. Muchas veces se recuerda la adición de Modigliani al alcohol y al hachis, pero casi nunca, a los libros.
Mujer reclinada sobre una cama (Akhmatova), 1911.
Nacido en Livorno en 1884 se había empapado, en sus años de estudios en Florencia y Venecia, de un arte clásico que no le abandonaría jamás. Llegó a Paris en 1906 para entregar la mejor parte de su vida al arte. En el Montmartre de Apollinaire, Picasso, Derain y Diego Rivera era un inmigrante más, un italiano, judío, enfermo de tuberculosis, un bello paria entre los parias de aquella pequeña república cosmopolita de artistas y escritores. Vivía en Francia pero era italiano por dentro y por fuera, en su manera de vestir -con su amplio traje de pana y su pañuelo anudado al cuello-, en su manera de conquistar, de entender la belleza, de andar por libre. De leer y recitar La Divina Comedia, -El infierno- hasta el día de su muerte.
En sus primeros años, y como otros jóvenes genios -Picasso o Braque-, empezó a pintar cerca de Cézanne. Mientras Picasso y Braque retuvieron la simplificación en los volúmenes, Modigliani, a quien también influían Toulouse-Lautrec y Whistler, se volcó en los retratos tomando de Cézanne el concepto, la pincelada y una paleta casi monocroma.
Cabeza, 1911-1912.
Pero en 1909 conoció a Brancusi, se escapó de la pintura y entre 1910 y 1914 se hizo llamar a sí mismo “escultor”. Ambos robaban material de construcción de los alrededores de Paris y lo transportaban hasta el estudio que alquilaron en Montparnasse. Allí empezó a cincelar directamente de la piedra cabezas femeninas. Modigliani quería liberar a la escultura de la vía muerta a la que le había llevado Rodin: tanto modelaje, tanto barro. Había que tallar en directo como hacían los griegos, romper el bloque de piedra para sacar de ella deidades de trazos africanos o camboyanos. Por la noche, Modigliani solía iluminar estas cabezas con velas convirtiendo su estudio en una suerte de templo primitivo y oculto. En la retrospectiva que estos días le dedica Tate hay una sala sólo de sus escultura y es una sala que corta la respiración. Allí nueve de las 29 cabezas que esculpió surgen como totems encerradas en sus urnas de cristal y dispuestas en un baile oblicuo. La última vez que estas cabezas se vieron juntas fue en el Salón de Otoño de 1912, Modigliani estaba aún vivo. Lipchitz dijo: “Modigliani las concebía como un conjunto y las dispuso unas delante de las otras como los tubos de un órgano para que produjeran exactamente la música que él quería transmitir”.
La influencia de la escultura extra occidental en el Paris al que llega Modigliani era radical. En 1906 la retrospectiva de Gaugin en el salón de Otoño había conmocionado a la vanguardia parisina, en especial los relieves en madera que talló en sus últimos años en Polinesia con su fuerte impronta primitiva y salvaje. Ese mismo año, Derain, Vlaminck, Matisse y Picasso empezaron a comprar arte africano. Juan Gris, 1915 Todo esto forjó un momento clave en la carrera Modigliani quien, alrededor de 1914 y de golpe, dejó de esculpir. Las partículas de polvo que se liberaban al cincelar acentuaban su enfermedad. O quizás también, por la declaración de la guerra y su permanente crisis económica.
Juan Gris, 1915
Pintor de retratos de artistas
A partir de 1914 y hasta 1920 -año de su muerte- ya no paró de pintar. En los cafés La Rotonde, Le Dôme o La Cloiserie des Lilas elegía cómo modelos a artistas y escritores. También es cuando Modigliani vivía una relación extrema y compleja con la periodista sudafricana, Beatrice Hastings. Ambos eran grandes lectores, viajeros y mundanos. Ambos compartían la adición a la bebida, -whisky ella, vino tinto él- y al hachis. A principios del siglo XX Montparnasse se había convertido en un gueto de artistas al margen de muchas cosas, al margen quizás de la guerra que había traído cambios profundos a la vida de Paris. Elegir ser pintor de la comunidad de artistas de Paris era su manera de tratar de integrar su modo de vida en su arte.
Este cuerpo de retratos entre los que están Juan Gris, Celso Lagar, Picasso, Diego Rivera, Chaïm Soutine, Derain, Matisse, Cocteau, Max Jacob comparte coordenadas comunes: interiores ajustados al marco, poses frontales y una mirada fija. Nada nos permite escaparnos de unos ojos clavados en el espectador: nada, excepto una recurrente carencia de pupilas. Léopold Survage miraba un día el retrato que Modigliani acababa de hacerle y le preguntó: “Por qué solo me diste un ojo?”. El pintor respondió: “Porque se mira al mundo con un ojo, y con el otro se mira el interior de uno mismo”.
Marie, 1918
A medida que el cubismo emergía, Modigliani trataba de crear una imagen “sintética” del ser humano: esquematizaba las caras, acentuaba el puente de la nariz y marcaba la línea de las cejas. La paleta era densa pero reducida y las superficies luminosas. Era una pintura que venía de algún lugar espiritual e íntimo y también del compromiso de integrar fuentes multiculturales. Jean Cocteau hizo una fina descripción: “Primero todo adquiría forma en su corazón. La manera en la que nos dibujaba en una mesa de La Rotonde, incesantemente, la manera en la que nos juzgaba, nos sentía, nos quería o discutía con nosotros. Su dibujo era una conversación silenciosa. Un diálogo entre su línea y la nuestra”.
Desnudos escandalosos
Modigliani trabajaba en mitad de la furia, sin parar, sin medir. Pintaba por instinto, tal y como le dictaba su genética italiana mientras escupía sangre. Tres años antes de morir hace sus famoso desnudos femeninos, aquellos que en 1917 -hace ahora un siglo-, fueron prohibidos por indecentes en la inauguración de su única exposición en solitario en vida, en la galería de Berthe Weill. Son, quizás, la pieza fuerte de esta exposición. ¿Qué es lo que produce su magnetismo? ¿Es su fuerte impronta estética mezclada con el afán descarado de provocar deseo, o son los 158 millones de euros que alcanzó, en 2015 en Christie’s Desnudo recostado?
Modigliani ya no representa una belleza distante, ideal, sino a una mujer concreta: prostitutas, amantes o mujeres que cobraban su jornal por posar. Modelos modernas, de pelo corto, enjoyadas, maquilladas a la moda de las primeras actrices de cine; unas mujeres que miran al espectador y le acusan de voyeurista. La distancia que existía en los lienzos de antaño -desde la de Giorgione a la Olympia de Manet- desaparece. Son cuerpos en un rotundo primer plano, creando una experiencia íntima, como si se dejaran tocar.
Jeannette Hébuterne, 1919
Detrás de esta sala explosiva, la muestra se cierra con colores suaves, luz blanca y una modelo llena de dulzura. Son los cuadros de los días que Modigliani pasa en Niza y en Paris con Jeanne Hébuterne, esta niña-madre de sus hijos que le acompañó en su última destrucción. Encerrados en su taller entre latas de sardinas y botellas de vino, Jeanne pinta a Modigliani mientras éste se muere a los 35 años. En la última sala hay un cuadro de Jeanne con una blusa blanca y amplia que acompaña su embarazo. Tiene aire de madonna de Parmigianino y nada haría presagiar que pocas semanas más tarde se tiraría por el balcón de la casa de sus padres con el hijo que llevaba dentro. No pudo soportar la muerte de Amedeo, su amante con nombre de estirpe de Saboya que en esos mismos días sería enterrado por un séquito de pintores, escritores, actores y músicos, con todos los honores de un príncipe, en el cementerio de Père-Lachaise.
Autorretrato, 1919
Modigliani
Tate Modern
Comisarias: Emma Lewis y Nancy Ireson Bankside, Londres
Hasta el 2 de abril 2018
Cabeza de Jeanne Hébuterne delante de una espectadora. Modigliani, Tate Gallery.
- Modigliani, pintor de un sólo ojo - - Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Maira Herrero
David Hockney. Photo: Jean-Pierre Gonçalves de Lima.
Hedonista, riguroso, metódico, estudioso y trabajador incansable son algunas de las señas de identidad de David Hockney, uno de los artistas plásticos más populares de nuestro tiempo. De nuevo vuelve al Guggenheim de Bilbao, para presentarnos uno de sus últimos proyectos. Hockney ha pasado dos años y medio en su estudio de los Ángeles trabajando compulsivamente para dar forma a esta insólita galería de retratos.
En la primavera de 2013, la trágica muerte en Bridington de uno de sus colaboradores más queridos, aceleró su vuelta a California y después de unos meses de inactividad volvió a retomar el trabajo como un reto a la crisis existencial que le había producido la pérdida de su amigo. El retrato siempre había sido una constante en su obra y la vuelta a él un aliciente importante. El trabajo es lo que me empuja a seguir adelante, solo así entiendo el sentido de la vida.
Hockney colocó a sus modelos en un pequeño escenario, algo elevado, contra un fondo neutro y después de encontrar la actitud adecuada, marcó en el suelo la disposición de los pies. El esquema siempre fue el mismo, primero dibujar con carboncillo la silueta del modelo para inmediatamente después comenzar a pintar en sesiones maratonianas de 7 horas con el objetivo de finalizar cada retrato en tres jornadas, incluso menos cuando sus modelos carecían de ese tiempo. La exposición está ordenada cronologicamente, todas las obras mantienen un formato único, las composiciones son muy semejantes, en un escenario único, los modelos aparecen sentados en la misma silla y todos los retratos son de cuerpo entero, excepto el de los jóvenes Barringer, 16 y 17 julio de 2014, situados en una posición más adelantada que impide la visión completa.
David Hockney. Barry Humphries (Marzo 2015)
La muestra nos hace pensar que estamos ante un ensayo sobre el cuerpo humano, donde la edad, el sexo y la personalidad configuran una cartografía que deja abierta las puertas al observador que sustituye al pintor para analizar y comparar a unos personajes con otros. Tipos, que a excepción de algunas figuras del mundo del arte son completos desconocidos del público y que queda en situación de vulnerabilidad frente al ojo que les observa.
El uso de pintura acrílica y la intensidad de una gama cromática muy pequeña, azul y verde, frente a un variadísimo vestuario, suscitan una particular vibración en la retina que transluce la vitalidad del pintor y el trazo enérgico de su pincel.
Los retratos de Hockney se balancean entre la representación y la revelación. Siempre hay una relación emocional con sus modelos, un intercambio íntimo, uno y otro se observan durante horas, él los ha elegido y cuanta más íntima es la relación, más capas de pintura se superponen en la imagen como si cada una de ellas fuese una aproximación al espíritu del retratado. Él siempre dice que, Es mucho más fácil captar el parecido de alguien que conoces. Visualiza los rasgos más complejos y los plasmas de manera simplificada.
David Hockney. Edith Devaney (Febrero 2016)
Hay algunos retratos muy especiales, uno de ellos es el que abre la muestra, JP Gonçalves de Lima, 11,12,13 de Julio de 2013. Es un retrato sin rostro de un hombre cabizbajo que esconde su desesperación detrás de sus manos como expresión de un dolor insoportable. El modelo es uno de sus ayudantes y muchos han visto en él al propio Hockney cuando todavía estaba haciendo el duelo por su amigo. Parece que el famoso cuadro de Vicent van Gogh, Anciano en Pena (En el umbral de la eternidad) fue una referencia para la composición. Otro lienzo que llama la atención, es el retrato del único niño que aparece en la serie, Rufus Hale,23,24 y 25 de noviembre de 20015, hijo de la artista inglesa Tacita Dean, cuya madurez y determinación fascinaron de tal manera al pintor que quiso incluirlo en su galería. Bing McGivray, gran amigo de Hockney, aparece tres veces retratado con indumentarias varias y actitud muy relajada, su mirada de complicidad hace pensar al espectador que es un conocido que espera que le saludemos. Punto y aparte son los retratos de sus hermanos, Margaret y John cuyas personalidades conoce perfectamente y que se transluce en cómo define sus facciones, y como juega con la colocación de la cabeza, la postura del cuerpo, el gesto de las manos y su indumentaria. El retrato de Frank Gehry, 24 y 25 de febrero de 2016, lo podemos interpretar como un guiño al museo que le alberga y que convirtió a Bilbao en una metrópoli del arte. Todos los personajes, de una manera u otra, atraen como un imán y provocan una reflexión en busca de algo que está más allá de la simple apariencia.
Al comienzo de este artículo hablaba del espíritu metódico de David Hockney, y no hay un ejemplo mejor que el bodegón que completa la exposición, Fruta sobre una banqueta, 6,7 y 8 de marzo de 2014. Uno de sus modelos falló a la cita y como él tenía programado pintar y no quería hacer otra cosa, recurrió a lo más próximo, una naturaleza muerta que la mimetizó en su galería de retratos con la misma gama de color.
Me parece pertinente recordar el estudio que David Hockney realizó durante 1999 para demostrar la relación entre ciencia y arte, y el uso que desde el Renacimiento se ha hecho de la óptica en la pintura y muy especialmente con el retrato. Durante un año Hockney experimentó las posibilidades de la cámara clara en sus retratos, lo que le ayudó a comprender como muchos artistas pintaban a sus modelos y de alguna manera a descubrir alguno de los enigmas de los grandes maestros, El Conocimiento Secreto. Pero para la actual exposición su trabajo ha dejado de un lado la óptica, fotografía y cámara clara, para centrarse en el dibujo de caballete y encontrar nuevas formas de expresión creativa, en esa experiencia de lo cotidiano, que nunca ha sido un arte de concesiones en la obra de Hockney.
82 Retratos y 1 Bodegón
David Hockney
Gugguenheim. Bilbao
25 de Febrero de 2018
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