- Detalles
- Escrito por Marina Valcárcel
Es probable que la clave que explique la revolucionaria trayectoria pictórica de Kandinsky sea que fuera sinestésico. Cuando el pintor escuchaba música veía colores y cuando veía colores, sentía su música. La sinestesia, el fenómeno neurológico por el cual, estimulando una sola realidad sensorial, se tiene una experiencia polisensorial, es algo de lo que fue consciente en 1896 al ver una exposición de Monet.
Vasily Kandinsky, Formas caprichosas (1937), Solomon R. Guggenheim Founding Collection
Estos días la rampa elíptica del Guggenheim neoyorquino es una Torre de Babel que contiene todos los idiomas del lenguaje pictórico de Kandinsky en su viaje hacia la abstracción pura. Esto es, pintar por primera vez escenas no reconocibles, nada parecido a un bosque, a una estrella, a una fábrica o a la cabeza de un niño. El salto es abismal. Después de la valiente exposición del Guggenheim de Bilbao, que en noviembre de 2020 nadó a contracorriente de la pandemia con 62 obras, es ahora el Guggenheim de Nueva York el que, con casi un centenar de cuadros le rinde un apoteósico homenaje.
La muestra se desarrolla en orden cronológico inverso, y desde las obras del final de su vida va ascendiendo por la espiral que Frank Lloyd Wright diseñó en 1939 visualizando la concha de un nautilo. Megan Fontanella, su comisaria, recomienda empezar desde abajo con las obras más complejas y herméticas de la madurez de Kandinsky, aquellas que fueron concebidas como equivalentes visuales de la música, y ascender hacia el espectacular tragaluz del edificio y hacia la ligereza. Allí están los jinetes de colores intensos y los paisajes expresionistas más accesibles de los primeros años.
Rampa del Museo Solomon R. Guggenheim, Quinta Avenida 1071, Nueva York, Estados Unidos.
Es probable que la clave que explique la revolucionaria trayectoria pictórica de Kandinsky sea que fuera sinestésico. Cuando el pintor escuchaba música veía colores y cuando veía colores, sentía su música. La sinestesia, el fenómeno neurológico por el cual, estimulando una sola realidad sensorial, se tiene una experiencia polisensorial, es algo de lo que fue consciente en 1896 al ver una exposición de Monet. Observando de cerca uno de los cuadros de la serie La montaña de heno (1891) comprendió que sentía algo más que la propia actividad visual, no reconoció el tema, solo los colores: “¿Por qué el pintor no debería partir de Monet y pintar libremente los objetos? Los compositores también lo hacen cuando crean con las notas sinfonías y cuartetos”, escribió Kandinsky proponiendo abiertamente la idea de la abstracción. Una sensación parecida le invadió al escuchar la ópera de Wagner Lohengrin.
En un vídeo vemos a Kandinsky pintar hacia 1920. La pincelada baila y rellena el lienzo al compás de la música de su amigo Arnold Schoenberg, demostrando hasta qué punto veía la música en colores. “Los violines, los profundos tonos de los contrabajos y, muy especialmente, los instrumentos de viento personificaban para mí toda la fuerza de las horas del crepúsculo. Vi todos los colores en mi mente, estaban ante mis ojos”, escribió.
Vasily Kandinsky, Montaña azul (1908-1809), Solomon R. Guggenheim Founding Collection.
Quizás fueran los años en los que Kandinsky estudió música en su Rusia natal los que transformaron para siempre su manera de ver las cosas y su capacidad para proyectar el sonido de los instrumentos en colores sobre el lienzo. Llamó Improvisaciones y Composiciones a dos de sus series de pinturas. ¿De dónde procede la idea de trastocar el orden establecido dando una dimensión musical a sus cuadros? En Punto y línea sobre plano Kandinsky escribe: “La presión de la mano sobre el arco del violín se corresponde exactamente con la de la mano sobre el pincel”.
En el verano de 1908 Kandinsky visitaba junto a la pintora Gabriele Münter la pequeña ciudad bávara de Murnau, al pie de los Alpes, con sus montañas y lagos, trajes tradicionales y casas con sus fachadas pintadas. El año siguiente, Münter compró una casa allí. "La Casa Rusa", que aún existe, llamada así por el pintor, fue testigo de sus primeros titubeos hacia la abstracción.
“La casa Rusa”, Murnau, Baviera, Alemania.
A principios del siglo XX, muchos pintores decoraban sus casas proyectándolas como visiones de su arte futuro. En 1888, Vincent van Gogh había tratado de hacerlo en su pequeña “Casa Amarilla” de Arles y, veinte años después, Kandinsky y Münter lo hacían en Murnau convirtiendo su hogar en una suerte de manifiesto en el que vivir. Llenaron la casa con sus cuadros y decoraron el mobiliario. Kandinsky pintó la escalera con jinetes que saltaban entre soles y flores. Los jinetes iban poco a poco apoderándose de su pintura.
Escalera de la “Casa Rusa” pintada por Kandinsky.
Muchos artistas de la época se dejaron influir por imágenes de la tradición local. Les resultaban más frescas, menos obvias que la fotografía y de un cromatismo más alegre que la pintura académica. Gauguin se había inspirado en las tallas de Bretaña y las islas del Pacífico. Kandinsky y Münter encontraron su inspiración en Murnau. Allí vieron unas Hinterglasbilder, pinturas sobre vidrio invertido típicas de la localidad, con gruesos contornos negros y temas religiosos en colores claros. Münter empezó a coleccionar estas imágenes y también a trabajar con ellas. Kandinsky siguió sus pasos. La claridad de la pintura sobre el vidrio y la estilización del arte popular bávaro le recordaban a Rusia. Aquello le dio la pista que necesitaba.
Vasily Kandinsky, Composición 8, (1923) Solomon R. Guggenheim Founding Collection.
Durante los meses de verano y hasta 1914, “La Casa Rusa” se convirtió en el cuartel general de la vanguardia europea. Allí recibieron la visita de Paul Klee y la del compositor Arnold Schoenberg. El almanaque Der Blaue Reiter, editado por Franz Marc y Kandinsky en 1912, fue el manifiesto inicial del grupo y contenía 17 reproducciones de pinturas en vidrio invertidas. En Murnau, los colores empezaron a tener un efecto muy poderoso sobre Kandinsky. Los colocaba de manera superpuesta, unos frente a otros, introduciendo un ritmo que convertía su pintura en algo nuevo. Su arte estaba a punto de estallar como una tormenta feroz e iba a impulsar todos sus conceptos básicos hacia una revolución desconocida.
Pensamos entonces en la fotografía de 1936 en la que Kandinsky aparece pintando delante de un lienzo. Hay en ella una particular dicotomía entre su aspecto, tan propio de la época y tan alejado de la imagen del pintor bohemio, con su pelo recortado, el traje y su corbata bien anudada, las gafas más parecidas a las de un funcionario que a las de un artista y el gesto preciso con el que apoya el pincel. Frente a él, sin embargo, un lienzo revolucionario, distinto a todo lo anterior, Curva dominante.
Vasily Kandinsky en su estudio de Neuilly-sur-Seine, París, pintando Curva dominante, abril de 1936.
Se podría construir esta crónica enlazando, solamente, las frases que Kandinsky nos dejó en sus libros. Nadie como él explica, con precisión poética y matemática, la magia de su mente al dictar a su mano la acción para el pincel. Hasta aproximadamente 1910 los paisajes de Kandinsky son reconocibles, con casas diseminadas por colinas y cielos del color de los caminos, los prados y las nubes. Pero entre 1909 y 1911 todo empieza a cambiar, a dejar de reconocerse, para convertirse en manchas de color. En diciembre de 1913 llega Líneas negras, una de las últimas obras que Kandinsky pinta en Munich. Este cuadro, con su fina y extraña caligrafía en negro sobre manchas de color brillante, ha perdido ya todo vínculo con el mundo terrenal reconocible. Emite otro tipo de mensaje, en un idioma como de otro planeta y que nuestro cerebro ya no es capaz de reconocer.
Vasily Kandinsky, Líneas negras (1913), Solomon R. Guggenheim Founding Collection.
Recientemente, al clasificar y ordenar el material que el pintor utilizaba para dar sus clases en la Bauhaus, se han encontrado fotografías de animales, insectos y plantas recortadas de revistas así como las marcas que había dejado en su enciclopedia científica para señalar las ilustraciones en las que se quería inspirar, reforzando la importancia de la embriología en el periodo parisino.
Después de emigrar de la Alemania Nazi, al final de 1933, Kandisnky y su nueva mujer, Nina, se instalaron a vivir en el barrio parisino de Neuilly-sur-Seine, donde el artista morirá en 1944. “Paris, con su luz fuerte y al tiempo suave había ampliado mi paleta. Surgieron otros colores y otras formas nuevas”. En estos años, el pintor recuperó el colorido pastel al tiempo que su pintura se transformaba impulsada por las corrientes intelectuales de la ciudad y por la influencia de Jean Arp y Joan Miró. Allí pinta: Alrededor del círculo, obra que da título a esta exposición y cuyos primeros bocetos se fechan a principios de 1940. La esfera se había convertido en el motivo dominante de la constelación del pintor. Su coqueteo con ella había empezado en 1929 y era una fijación que no derivaba de su forma geométrica, sino de su “fuerza interna”. En mayo de 1940, Kandinsky emprendió la versión final del cuadro que finalizó en agosto. Sobre un fondo verde oscuro pinta un gran círculo que contiene un "ojo dorado que lo ve todo". De él sale volando algo parecido a un pañuelo decorado con formas de lóbulos, de cuerpos ahusados, esbeltos y danzantes que flotan entre arabescos y cintas de color. El resto de las figuras, en formas multicolores encerradas en líneas negras, recuerdan a los esmaltes cloisonados y parecen volar en sus acrobacias. A Kandinsky siempre le había atraído la materia lisa, pero esta tersura del final de su vida adquiere la calidad del cristal o de un líquido de luminosidad cromática extraordinariamente refinada.
Vasily Kandisnky, Alrededor del círculo, (1940) Solomon R. Guggenheim Founding Collection
Alrededor del círculo nos transmite la convicción de Kandinsky en el poder transformador del arte. En una profética carta de 1904 a Gabriele Münter el artista escribió: “El camino a seguir está bastante claro. Si lo llevo a cabo, habré dado con una nueva y hermosa forma de pintar que podrá desarrollarse hasta el infinito.”
Vasily Kandinsky: Around the Circle
Museo Guggenheim 1071 Fifth Ave, Nueva York
Comisarias: Tracey Bashkoff y Megan Fontanella
Hasta el 5 de septiembre 2022
- Detalles
- Escrito por Marina Valcárcel
Alberto Durero (1471-1528), el mayor genio renacentista del norte de los Alpes. Con la sensación de quien se cuela por el último resquicio de una puerta giratoria, entramos en las salas de la Sainsbury Wing de la National Gallery de Londres. Son las horas en las que ómicron estalla en el mundo desatando en la ciudad del Támesis un pánico parecido al de la peste negra del siglo XIV.
Albrecht Dürer, Retrato de un hombre joven (1521), British Museum, Londres
Con la sensación de quien se cuela por el último resquicio de una puerta giratoria, entramos en las salas de la Sainsbury Wing de la National Gallery de Londres. Son las horas en las que ómicron estalla en el mundo desatando en la ciudad del Támesis un pánico parecido al de la peste negra del siglo XIV. Alberto Durero (1471-1528), el mayor genio renacentista del norte de los Alpes, bien merece correr ese riesgo. Londres expone más de 80 de sus obras además de las de otros pintores coetáneos.
Se mire por dónde se mire, esta es una ocasión excepcional, porque mientras Brexit cumple su primer año en Gran Bretaña, el museo de Trafalgar Square acoge, paradójicamente, la exposición de un pintor viajero, un artista adicto al aprendizaje de sus colegas europeos, un observador y experimentador del Renacimiento que, desde su casa de Nüremberg, en el centro de la Alemania del Sacro Imperio Romano Germánico, atravesó dos veces los Alpes hasta Venecia donde conoció los secretos de la pintura de Giovanni Bellini, navegó el cauce del Rin hasta Aquisgrán para asistir a la coronación del nuevo emperador Carlos V y llegó hasta los Países Bajos donde consiguió ver el mar y los restos de una ballena. Estos viajes y el contacto con otros pintores marcaron la evolución de su obra y le convirtieron en un artista muy diferente a cualquier otro antes que él.
En la exposición de Londres, la primera de Durero en 20 años, están algunos de sus cuadernos de viajes a través de los Alpes. Son los primeros paisajes del natural de la Historia del Arte. Vista de Trintperg-Dosso di Trento (1495) o el apunte de una Ruina de un cobertizo en mitad de los Alpes (1514) demuestran la necesidad con la que el pintor, maravillado ante la visión de algún risco, algún arroyo o un lirio, se tiraba de su caballo, en la mitad de su viaje, para sentarse en una roca y pintar lo que veía. En una época en la que no existía la fotografía estos apuntes serían el almacén de sus ideas y conformarían futuros fondos de paisaje para alguna Virgen o para la ventana del estudio de algún santo.
Albrecht Dürer, Vista de Trintperg-Dosso di Trento (1495), Kunsthalle Bremen.
El artista hizo dos viajes a Italia a mediados de la década de 1490 y nuevamente entre 1505 y 1507. En Venecia vio a pintores que exploraban las ideas del Renacimiento y dibujaban el cuerpo humano, tomó en cuenta su interés por la proporción clásica, así como su habilidad para captar diferentes calidades de luz. También allí descubrió otros materiales y se obsesionó por el papel azul que daba a sus dibujos una profundidad distinta.
Albrecht Dürer, Cabeza de Cristo con 12 años (estudio para Cristo entre los doctores), 1506. Museo Albertina, Viena.
La muestra nos golpea con la obra de apertura: Virgen y Niño (1496-99) pintada inmediatamente después de su primer viaje a Venecia y resultado del choque entre el aprendizaje de sus viajes italianos y su fuerte impronta germánica. Ahí están la monumentalidad de la Madonna y el colorido italiano: el azul lapislázuli del manto de la Virgen, el almohadón a los pies del Niño en un verde vibrante y el rojo entre los pliegues de la cortina del fondo. Es probable que Durero empleara la técnica de mojar un trozo de lino en escayola húmeda para que al secar conservara la forma de los pliegues el tiempo necesario para ser copiados. Sin embargo, ni los escudos en las esquinas inferiores, la luz del Norte que se cuela por la ventana o la rigidez entre la Madre y un Niño excesivamente acartonado habrían sido jamás pintados por un italiano.
Albrecht Dürer, Virgen con Niño (1496-99), National Gallery of Art, Washington.
En su viaje de 1521 por los Países Bajos visita el zoo de Gante donde pinta por primera vez algunos animales del natural: monos, un lince, un león. Antes de este viaje había pintado otros leones, pero más bien parecían gatos grandes, tenían algo de emblemático porque estaban sacados de imágenes de otros grabados o de representaciones del león alado de Venecia. En esta exposición hay dos ejemplos previos a este viaje: León de la Kunsthalle de Hamburgo o el más extraño aún del San Jerónimo de la National Gallery.
Albrecht Dürer, San Jerónimo (1496), The National Gallery, Londres
Albrecht Dürer, León (1494), Kunsthalle de Hamburgo.
Desde el Museo Thyssen de Madrid ha viajado Cristo entre los doctores, que, en el primer golpe de vista, parece un estudio de distintas manos. En un lienzo que parece haberse quedado demasiado pequeño para sus siete personajes, un Cristo de 12 años, de cara ladeada y cascada de pelo rizado, está rodeado de otras seis cabezas, ocho manos y dos grandes libros. Encontramos reminiscencias de Leonardo en el personaje grotesco a la derecha de la cabeza del Niño y también de Mantegna en el anciano de barbas largas. El monograma de Durero aparece dibujado en un cartelino cosido a un libro. Sin embargo, todo el cuadro conserva algo de la extrañeza de la pintura del Norte. Durero decía haberlo pintado en cinco días.
Albrecht Dürer, Cristo entre los doctores, (1506) Museo Thyssen, Madrid.
Nüremberg, la ciudad que había visto nacer a Durero, era por aquel entonces inquieta y vibrante. Bullía entre grandes invenciones y descubrimientos: junto con la caída del Imperio Romano de Oriente y el descubrimiento de América como grandes motores de la modernidad, Martin Behaim construía el primer globo terráqueo, Copérnico publicaría su De revolutionibus orbium coelestium, obra con la que movió la Tierra y paró el sol y Galileo, quien mejoró el telescopio, enunció la Vía Láctea como un grupo de innumerables estrellas y dio a las Luces del Norte su nombre en latín.
William Callow, Casa de Alberto Durero en Nüremberg (1875), Museo de Arte de Denver, Colorado, Estados Unidos.
Quizás por eso, además de por sus pinturas, Durero sobresale por el desarrollo de una técnica nueva y explosiva capaz de difundir su arte con una rapidez y multiplicidad desconocidas. La imprenta, nacida en su país, debió de suponer en la Europa de finales del siglo XIV una revolución parecida a la de internet en nuestra era, permitiendo a Durero difundir sus xilografías y grabados como si fueran cerbatanas disparadas hacia todos los puntos de Europa. Además le liberaría de la dictadura de los mecenas, quienes solo querían que pintara otra Virgen para ellos u otro retrato de si mismos. Durero sacó el arte fuera de los palacios y las iglesias, sus grabados se colgaban en las paredes de las casas y empezaron a ser producidos en gran número antecediendo a la fábrica de Warhol en la Nueva York de 1960.
El padre de Durero, su primer maestro, era un orfebre húngaro que emigró a Alemania y tradujo su apellido Ajtósi a “Türer” y más tarde a “Dürer” según el dialecto local. Significa fabricante de puertas, de donde el pintor inventaría su conocido monograma: una “A” en forma de puerta que alberga una “D”. Este monograma podría considerarse una de las primeras marcas del mercado.
Seguidor de Albrecht Dürer, Retrato del padre del pintor, (1497) National Gallery, Londres.
De su padre aprendería los conocimientos fundamentales del grabado a buril, también a copiar modelos y dibujar imágenes para su posterior grabado, un aprendizaje esencial que le convertiría en un artista competente. A pesar de trabajar desde joven como orfebre pronto nació en él el talento artístico. Su dibujo a punta de plata de 1484 es uno de los primeros autoretratos de la historia del arte europeo que se conserva y fue pintado por un chico de tan solo trece años. La auto observación y su potencia creadora son excepcionales.
Sin embargo, pintar para Durero parecía haberse quedado anticuado, sabía que estaba creando un arte nuevo: el grabado. Ruskin lo llamó el arte del arañazo. Este momento, revolucionario en el arte europeo, es el que recogen las salas de esta exposición de las que también cuelgan obras de pintores coetáneos, uno de los cuadros más imponentes es la gran Adoración de los Reyes de Jan Gossaert (1510) escogido aquí por la similitud de su perro con los de uno de los más importantes grabados de Durero: San Eustaquio (1499-1503), obra escogida como cartel de la exposición que, entre sus 35 centímetros, contiene una mezcla prodigiosa de detalles: cada planta, hoja y flor, cinco perros cada uno en una postura distinta, un caballo con su cabezada y su montura, el camino ondulante que sube por la montaña hasta el castillo con su aguja sobrevolada por una nube de estorninos y, al tiempo, la emoción del instante reflejado: Placidus, el general romano arrodillado en el centro de la composición, es sorprendido mientras cazaba por la aparición de un crucifijo entre las astas de un venado, cayéndose de su caballo y convirtiéndose al cristianismo para ser bautizado con el nombre de Eustaquio.
Albrecht Dürer, San Eustaquio (1499-1503) Riksmuseum, Amsterdam.
Con abundante obra gráfica que compensa los sólo nueve pequeños cuadros (lamentablemente, ni autorretratos ni retablos), la muestra serpentea por meandros igual que los viajes del propio Durero hasta llegar a una sorpresa, es uno de los más maravillosos grabados de la Historia del Arte: Melancolía I (1514), un ángel sentado a horcajadas frente a un mar iluminado por el reflejo de un astro. Todo es extraño y simbólico: la balanza, el inmenso reloj de arena, las herramientas de carpintería, una gran piedra poliédrica, la escalera que no lleva a ninguna parte, una campana, un perro retorcido sobre si mismo y el infinito de un cielo iluminado por un sol de rayos bellísimos. Durero pintó como nadie el pelo, las alas y los rayos del sol.
Albrecht Dürer, Melancholia I, (1514) The Syndics of the Fitzwilliam Museum, University of Cambridge.
En vida de Durero, la Iglesia católica pasó por una época de enorme convulsión y división a la que la exposición dedica su tramo final. En 1517 Martin Lutero publicó sus 95 tesis manifestando los abusos de la Iglesia Católica. Los eventos que se sucedieron desembocaron en una permanente división de la cristiandad y en el comienzo de la Reforma protestante, un cisma que cambió la historia europea. Como tanta otra gente, Durero estaba profundamente interesado por todo cuanto decía Lutero como ejemplifica su lista de 16 panfletos para ser leídos (en la exposición). Junto a ella está el espléndido retrato sobre fondo verde que pintó Lucas Cranach en 1521.
Lucas Cranach, Retrato de Martin Lutero (1521), Museo de Arte de Leipzig.
Panofsky decía que alguno de los monstruos de Durero parecían salir de El Bosco. Y también que muchas de esas escenas parecían una anticipación del surrealismo moderno. Es verdad que detrás de los grabados de Durero llegarían los de Rembrandt y Goya, y también que de las figuras de detalles increíbles, que se podría uno pasar la vida mirando, saldrían Blake, De Chirico, Magritte, Duchamp y Kiefer.
Durero abrió el mundo, lo mismo que lo hicieron Copérnico y Colón. Un universo visionario en blanco y negro y luz del Norte.
Dürer’s Journeys Travels of a Reinassance Artist
National Gallery Trafalgar Square, London WC2N
Comisarios: Susan Foister y Peter Van Den Brink
Hasta el 27 de febrero 2022
- Detalles
- Escrito por Marina Valcárcel
Han pasado 62 años desde que un joven artista recién llegado a Paris desde la Bulgaria comunista, de la que huía escondido en alguna parte de un vagón de tren, rompiera a pintar esbozos con el sueño de empaquetar, algún día, el Arco de Triunfo, en Paris. Ese joven visionario y su mujer, su otra mitad en la vida, en el mundo y en el arte, Jeanne-Claude Guillebon
Christo, dibujo preparatorio para la intervención del Arco de Triunfo de Paris (2019)
Han pasado 62 años desde que un joven artista recién llegado a Paris desde la Bulgaria comunista, de la que huía escondido en alguna parte de un vagón de tren, rompiera a pintar esbozos con el sueño de empaquetar, algún día, el Arco de Triunfo, en Paris. Ese joven visionario y su mujer, su otra mitad en la vida, en el mundo y en el arte, Jeanne-Claude Guillebon, murieron ya: ella en 2009 y él el 31 de mayo de 2020, en Nueva York, trece días después de cumplir los 85. Tras un año de pandemia, este próximo 18 de septiembre, y durante 16 días, el Arco de Triunfo será, por fin, velado por 25.000 metros cuadrados de tela azul plateado y tres kilómetros de lazo rojo. Todo había quedado medido, dibujado y escrito por su creador.
Christo Vladimirov Javacheff nació el 13 de junio de 1935, en Gabrovo, Bulgaria, y ese mismo día, en Casablanca, Marruecos, nacía Jeanne-Claude Guillebon. Por encima de todo, Christo y Jeanne-Claude simbolizan una historia de amor que duró tanto como sus vidas. Él había estudiado en la Academia de Bellas Artes de Sofía al servicio del realismo socialista, entre 1953 y 1956. Era un dibujante magnífico, hasta el punto de que su madre le había obligado a dar clases de dibujo desde los 6 años. Huyó de la Bulgaria comunista en 1957 y llegó a Paris ciudad que, desde el inicio, había elegido como su destino. Allí sobrevivió los primeros años haciendo retratos a personajes de la clase alta. Pocos meses después de su llegada, en marzo de 1958, conoció a Jeanne-Claude, perteneciente a una familia de militares poco relacionada con el mundo del arte contemporáneo, pero que se adaptó a su vida con entusiasmo, inteligencia y pasión. A partir de 1961 empezaron a trabajar juntos y, en esta fecha, con ocasión de la primera exposición individual de Christo en Colonia (Alemania), realizaron su primera instalación temporal para el puerto fluvial de la ciudad. Christo, por aquel entonces y en su obsesión, lo envolvía todo hasta los zapatos de tacón de su mujer. Aquellas piezas darían paso a las espectaculares intervenciones de los edificios que conocemos hoy. Desde 1964 se instalaron a vivir en Nueva York.
Christo y Jeanne Claude en su estudio frente a los bocetos de Surrounded Islands, Nueva York (1981)
A menudo, se ha descrito la labor de Jeanne-Claude como una mera organizadora de los contratos y ventas, sin embargo, era bastante más que todo eso. Era tal la pasión que ambos sentían por su trabajo, que solían viajar en aviones distintos para que, en el caso de que alguno tuviera un accidente, el otro pudiera seguir adelante con el destino de su obra.
Christo dedicó más de 50 años a envolver monumentos con tela, obras efímeras que cautivaron la imaginación de todo el mundo. Sin embargo, decía que nunca pensaba en el impacto que su obra tendría en las generaciones de artistas venideras. Una respuesta humilde para alguien con un legado como el suyo: Christo fue de los primeros que abandonaron el espacio tradicional de las galerías para llevar su arte hasta sitios tan lejanos como la costa australiana o el parlamento alemán. Envolvió en cortinas valles, cubrió con ellas islas y las trenzó entre los puentes. Nada parecía inconquistable.
Surrounded Islands, Bahía de Biscayne, Gran Miami, Florida (1980-1983)
El significado profundo y denso de la palabra “libertad” fue sin duda el faro al que dirigió la proa de todos sus proyectos, la clave de su obra y también de su vida. “Yo realmente me ahogaba en ese régimen soviético horrible. No podría ceder ni un centímetro de mi libertad”, decía. “Todos estos proyectos son completamente irracionales, completamente inútiles. Nadie los necesita. No se pueden comprar. Existen en su tiempo, imposibles de ser repetidos. Ese es su poder”, advertía.
Para explicar su trabajo, Christo, antiguo refugiado, decía que veía todas sus creaciones marcadas por el nomadismo. “La tela es el principal elemento para traducir esto. Los proyectos tienen muchas partes complejas, pero la tela es algo rápido de instalar, como las tiendas de los beduinos en las tribus nómadas”, decía.
The Gates, Central Park, Nueva York (Febrero de 2005).
Desde su casa en Nueva York, poco antes de morir, apuntaba que sus obras no son performances, a pesar de ser temporales: son esculturas que no se pueden poseer. En ese sentido se burlaba del mercado del arte (de sus últimas y grandiosas producciones). Sus dibujos preparatorios y todo el material de producción sí han estado a la venta, a lo largo de los años. La autofinanciación fue siempre su única manera de trabajar. A pesar de requerir para cada obra ingentes sumas de dinero y cientos de empleados aquello le permitía volar libre, lejos de las ataduras de cualquier concesión, cualquier imposición, cualquier mecenas.
Running Fence, Sonoma, California Estados Unidos (Septiembre 1976).
Christo y Jeanne-Claude solo eran deudores de los permisos que debían conseguir, de la batalla burocrática. Llegaron a emplear años y mucha parte de sus ilusiones en aquello, pero al artista le parecía que todo ese camino gestaba sus piezas: “La obra de arte se va revelando a través del proceso de ir ganando permisos”. Muchos intentos fracasaron. A pesar del talento negociador de Jeanne-Claude, a lo largo de los años hubo 23 proyectos concluidos y 47 que no se pudieron realizar.
Entre los proyectos que culminaron estaba Surrounded islands, de 1983, el abrazo por canales de tela rosa a 11 islas de Biscayne Bay, al sur de Miami. También en 1985 lograron su primer gran proyecto en Paris: cubrir de tela en Pont Neuf, el más antiguo de la capital, tras largos meses de lucha con el antiguo alcalde, Jacques Chirac, como relata el emocionante documental Christo in Paris.
Pont-Neuf, Paris (1985)
Entre el 24 de junio y el 7 de julio de 1995, llegó Alemania, su obra más ambiciosa. En dos semanas, cinco millones de personas en todo el mundo vieron el Reichstag empaquetado. Era la intervención de la sede de la política alemana después de su reconstrucción por Norman Foster quien añadió su famosa cúpula de vidrio. Christo y Jeanne Claude habían batallado durante 23 años para conseguir los permisos. Emplearon a 1.500 personas, de las cuales 90 eran escaladores profesionales. El 23 de junio, los paneles de plástico que protegían la tela fueron retirados. Se habían extendido unos 100.000 metros de tela atada con cuerdas de un kilómetro de largo para dejar visible el contorno del edificio. Christo decía que hasta 1989 el Reichstag había sido un mausoleo, una bella durmiente que ellos habían despertado. David Bourdon, biógrafo de Christo, definió la filosofía del arte del artista búlgaro: “revelar algo ocultándolo”. El edificio fascinaba a Christo como símbolo de libertad. Fue un desafío técnico increíble.
Wrapped Reichstag, Alemania (Julio 1985)
Después del Reichstag llegarían The Gates (2005), un recorrido de 37 kilómetros en Central Park de Nueva York marcado por 7.503 puertas hechas de cortinas de color anaranjado y movidas por el viento. Y más recientemente, Floating Piers (2016), con tres kilómetros de pontones flotantes en el Lago de Iseo (Bérgamo, Italia).
Arco de Triunfo, Place de l’Étoile, Paris (1963)
En el momento de su muerte, Christo tenía otro proyecto en marcha: envolver el Arco de Triunfo en París. La intervención quedó aplazada hasta septiembre de 2021 cuando estalló la crisis sanitaria del Covid 19. En paralelo, el Centro Pompidou hizo una exposición dedicada a la obra de Christo y Jeanne-Claude, centrada en sus proyectos franceses.
El plan para el Arco de Triunfo fue aprobado solo en un año: “Gracias al joven Presidente”, añadió Christo, refiriéndose a Macron. Pero cuando se le preguntaba si esto fue un signo de mayor entendimiento y aceptación de su trabajo para Francia, gritó un: “No!”, inequívoco. “Para cada proyecto tenemos a mil personas que tratan de ayudarnos y a otro millar que trata de pararnos”, explicaba. Esta intervención póstuma tendrá un eco paralelo en Madrid. La Galería Guillermo de Osma homenajeará al matrimonio de artistas con una exposición que incluirá quince dibujos relacionados con proyectos de Christo y Jeanne-Claude.
L'Arc de Triomphe Wrapped, trabajos preparativos, Paris (20 de Julio 2021)
El Arco de Triunfo, con una fuerte carga histórica, fue levantado entre 1806 y 1836 para celebrar la victoria de Austerlitz por orden de Napoleón, quien prometió a sus hombres: «Volveréis a casa bajo arcos triunfales». Mide 49 metros de alto y 45 metros de ancho, fue diseñado por Jean Chalgrin y Jean-Arnaud Raymond inspirados en el Arco de Tito en Roma. Descansa sobre una colina coronada por la Place de l’Étoile (Plaza de la Estrella), de la que irradian doce avenidas diseñadas en el siglo XIX bajo la dirección del barón Haussmann. La antigua puerta de guerra con sus icónicos altorelieves y el famoso Le Départ tallado por François Rude, en 1792, verá su silueta sublimada durante 16 días. Se van a utilizar el doble de metros de tela de lo que supone su superficie: “Proponemos una dimensión estructural nueva gracias a esta tela preciosa”, decía Christo. Para un proyecto de esta envergadura se necesitará que trabajen unas mil personas. “No será algo estático, será como un ser vivo, que se moverá con el viento, no será algo hecho de bronce, ni ladrillos. Será algo que transmita el juego del viento y la luz del sol”, decía Christo invitándonos a soñar.
Porque la virtud de este artista plástico consistía en obligar al espectador a tomar conciencia de un entorno que, de tan visto, había acabado por volverse invisible. Es al ocultarlo cuando cobra el protagonismo que merece. Y así, ahora, el Arco de Triunfo de Napoleón volverá a ser el Arco que celebre otra conquista. La deChristo y Jeanne Claude dirigiendo una obra con su andamio clavado, esta vez, en el cielo.
Christo y Jeanne Claude. 1960-1970.
Galería Guillermo de Osma
Claudio Coello, 4. Madrid
Del 9 de septiembre al 15 de octubre 2021
- Christo: Cómo empaquetar el Arco de Triunfo - - Alejandra de Argos -
- Detalles
- Escrito por Marina Valcárcel
En los días en que se escriben estas líneas, el fondo de la Tierra ruge y escupe ríos de lava desde el volcán de la isla de La Palma inundando la prensa de imágenes dramáticas. Mientras António Guterres desde el G20 y en referencia a la crisis climática, ha dejado en el aire frases como ésta: “Estamos cavando nuestras propias tumbas”.
Lucifer de Franz Von Stuck (1890) Galería Nacional de Sofia.
En los días en que se escriben estas líneas, el fondo de la Tierra ruge y escupe ríos de lava desde el volcán de la isla de La Palma inundando la prensa de imágenes dramáticas. Mientras António Guterres desde el G20 y en referencia a la crisis climática, ha dejado en el aire frases como ésta: “Estamos cavando nuestras propias tumbas”.
Al tiempo, Roma amanece tapizada, en estos días de otoño, con los carteles de la exposición Inferno: son los ojos alucinados y magnéticos de un demonio que se clavan en nosotros mientras deambulamos desde el Panteón hasta Santa Maria in Trastevere. Retratan al Lucifer de Franz Von Stuck (1890) elegido para anunciar la muestra más sorprendente de la temporada en las Escuderías del Quirinal: primera dedicada a esta materia. Cerrando la conmemoración del setecientos aniversario de la muerte de Dante, Jean Clair (París, 1940) su comisario, nos ofrece un recorrido por más de 200 obras de unos 80 museos de Italia, el Vaticano y Europa que, desde el tardo medioevo hasta hoy, han representado a Lucifer y al Infierno: de Fra Angélico a Botticelli, del Bosco a Goya, y así hasta Kiefer y Barceló.
Infierno es una exposición invasiva. En lugar de descender hacia los infiernos, la muestra arranca ascendiendo por una escalera de travertino amplia, clara y circular -porque todo el espacio expositivo es una suerte de cueva infernal, sin ventanas ni luz natural- que desemboca en una pared sobre la que se proyectan escenas, en blanco y negro, del viaje al inframundo de Dante y Virgilio que hilvanan la película muda de Francesco Bertolini: El infierno (1911).
Foto fija de la película El Infierno: Dante y Virgilio al comienzo de su viaje. (1911)
Como en otras exposiciones, la sala primera y la última son las de mayor voltaje y perduran días en nuestra retina. El arranque es prodigioso. La sala está absorbida por los más de seis metros del molde en escayola de las Puertas del infierno de Rodin (1880-1917) en las que trabajó hasta su muerte, sin haberlas visto nunca fundidas. Para ellas realizó esculturas que se convirtieron más adelante en figuras autónomas a las que debe su fama universal: El Beso, que representa a Paolo y Francesca o El pensador, personificación de Dante.
Auguste Rodin, Las puertas del infierno (1880-1917) Museo Rodin, Paris.
Las otras seis piezas de la primera sala, menores en tamaño, son quizás aún más impactantes: El juicio final (1425) de Fra Angélico, La muerte de Gil Ronza (1522), un esqueleto espeluznante de tamaño natural en madera policromada, envuelto en un sudario, que sostiene una trompeta de pan de oro. O la escultura de Francesco Bertos: La caída de los Angeles rebeldes (1725), un bloque de mármol de algo más de un metro de altura trepanado por una filigrana de decenas de pequeños demonios que entrelazan sus colas, cuernos, llamas y espadas en un alarde de virtuosismo por el que el mármol de Carrara parece horadado con la versatilidad del plástico.
Gil de Ronza, Muerte (1522) Museo Nacional de Escultura, Valladolid.
Hay exposiciones en las que la idea originaria de su creador es casi todo. Y ésta, sin duda, es así. Además, viene acompañada por un séquito de obras de categoría incuestionable. Quizás por eso el nombre de Jean Clair aparece en los carteles de la exposición escrito en un cuerpo casi del tamaño del título de la muestra, con un protagonismo total. Este miembro de la Academia francesa, uno de los críticos y comisarios más prestigiosos y polémicos de la actualidad, se despide de su carrera con una exposición tan apoteósica como apocalíptica a la que ha entregado todos sus conocimientos académicos dedicados a sondear la atracción del arte por la fealdad. En una entrevista con Il Giornale dell’arte, Clair dijo: “El tema del infierno habita en mí desde hace tiempo. Es un asunto complejo, probablemente, el más complejo que Occidente jamás haya inventado”.
Francesco Bertos, La caída de los ángeles rebeldes (1725-35). Banca Intesa San Paolo, Gallerie d’Italia-Palazzo Leoni Montanari, Vicenza
Las puertas del Infierno de Rodin, que parecen acoger al visitante para convertirlo en un moderno acompañante de Dante, abren el paso a una sala amplia y cuajada de obras que se cierra, al fondo, con un lienzo parejo en tamaño, los casi cinco metros del Satán convocando a sus legiones (1796) de Sir Thomas Lawrence. En esta sala hay distintos cuadros que dibujan la topografía del mal: desde Eneas y la Sibila Cumana en el infierno (1604) de Jan Bruegel, hasta Dante y Virgilio en el infierno de Gustave Courtois (1880) que en esta exposición es el único infierno de hielo.
Gustave Courtois, Dante y Virgilio en el infierno (1880), Centre national de arts plastiques, Paris.
Los textos y lienzos se mezclan también con fotografías y hay fantásticos manuscritos miniados como el Liber Floridus (siglo XIII) con sus protagonistas vestidos de cotas de malla cabalgando sobre centauros entre querubines, monstruos, tridentes, hornos y cartelas en latín. En un apartado de la sala dedicado a Dante y al génesis de la Divina Comedia, están las obras de Gustavo Doré y Miquel Barceló, también el lienzo Dante y Virgilio (1630), de Rutilio di Lorenzo Manetti, que tutela una urna sobrecogedora con el dibujo del infierno de Sandro Botticelli. Pensamos, entonces, en la descripción que hizo también de él Galileo Galilei en 1587: “Dante establece la diferencia entre círculos y cercos, como en el séptimo, dividido en tres cercos; el primero y con mayor circunferencia es un lago de sangre, encierra un segundo, que es un bosque de broza, el cual vuelve a girar alrededor del tercero, que es un campo de arena”. ¿Qué poder inspirador era el que llevaba a pensadores y pintores a reflejar con una exactitud tan precisa, y al tiempo tan quimérica, este lugar?
Sandro Botticelli, La Divina Comedia, El infierno (1481-88) Biblioteca Apostólica Vaticana, Ciudad del Vaticano.
La exposición explica cómo en la Biblia hebrea, Satanás (El Acusador) es un consejero de Dios que se opone a los hombres. De la misma manera la serpiente del Génesis, enrollada en su árbol para hacer caer a Adán y Eva del Paraíso es interpretada como la personificación de Satán. En la literatura apócrifa y en el Nuevo Testamento esta figura se transformará en un ser poderoso: el Diablo (del griego, diábolos, calumniador), concepto que tal vez encuentre su origen en Zoroastro.
Lucifer o en latín “Portador de luz”, es el nombre clásicamente asignado a Satanás en la tradición cristiana. El texto de Ezequiel le describe como un querubín de alas desplegadas que caminaba por el Edén, el jardín de Dios, lleno de sabiduría y belleza, con su manto cuajado de topacios, ónices y zafiros, pero su interior se corrompió de soberbia y rebeldía y quiso asemejarse a Dios quien le redujo a cenizas y le lanzó al vacío.
En el NuevoTestamento, el diablo tendrá un papel como tentador de los hombres pero, sobre todo, como tentador de Cristo. También es el destructor, el que contagia la enfermedad, el perseguidor de los creyentes y el corruptor de Judas.
Durante la Edad Media, la dulzura de San Francisco y la de San Bernardo contribuyen a transformar al diablo en un personaje casi cómico, rodeado de cacharros de cocina, con sus ollas, parrillas y tenedores. El Renacimiento encontrará en la figura del Bosco alguna de las más formidables representaciones de las legiones infernales que asaltan a los hombres con los objetos más extraños, las noches iluminadas por luces del color de la lava y las torturas más oníricas. Sin embargo, los románticos y simbolistas representarán a Lucifer en forma de ángel caído y melancólico, meditando sobre su propio destino.
Taller del Bosco, La visión de Tondal, (1500), Museo Lázaro Galdiano, Madrid
Si la exposición pudiera dividirse temáticamente en dos pisos, el inferior contendría las obras vinculadas al Infierno tras la muerte, mientras que el superior se dedica a los infiernos manifestados en la Tierra. Aquí están la locura, el totalitarismo y la guerra: desde la era de la Revolución Industrial y las fábricas, las minas, las cárceles de Piranesi, hasta el aterrador infierno de los manicomios, las guerras -con Goya y Otto Dix-, las dictaduras y la Shoah.
Telemanco Signorini, Sala para “mujeres agitadas” en el hospital de San Bonifacio en Florencia, (1905) Fondazione Musei Civici di Venezia, Ca’ Pesaro, Venecia.
Además de pintura y escultura, se da amplio espacio a los manuscritos, a la gráfica y a los títeres palermitanos. En esta sección es emocionante ver detrás del cristal de una vitrina las páginas de Si esto es un hombre (1958), de Primo Levi, con las anotaciones y correcciones manuscritas del escritor italiano de origen judío sobre las letras mecanografiadas. En ellas se siente la determinación con la que tecleó el recuento de su tiempo en Monowitz, campo satélite de Auschwitz.
Finalmente, dejamos atrás el horror y Clair da al visitante la oportunidad de salir de las tinieblas para volver a ver las estrellas. La proyección de una foto fija del firmamento realizada desde el telescopio Hubble de la NASA es la puerta a la última sala de la exposición. Es realmente difícil para el hombre tratar de emular la profundidad del misterio del universo. A pesar de todo, la pequeña sala que se abre ante nosotros ofrece un desenlace esperanzador y luminoso. Está presidida por el cuadro de Anselm Kiefer, Falling stars (1995), un hombre tumbado sobre la tierra en una suerte de sueño mortal y pacífico bajo la inmensidad de un cielo negro incendiado de estrellas fugaces. Delante de este cuadro está uno de los libros-escultura del artista alemán afincado en Barjac, que representa constelaciones de estrellas en acrílico sobre estaño. El resto son otras emocionantes miradas al firmamento: las de Thomas Ruff y Gerhard Richter.
Anselm Kiefer, Falling Stars (1995), Colección privada, Londres
Tras esta sala estelar, el visitante sale cegado a la luz del día en un tercer piso acristalado que sobrevuela una vista panorámica sobre Roma, sus tejados, sus terrazas con la ropa tendida entre tiestos de boj, la columna Trajana y restos de los foros a nuestros pies. En ese momento, vuelve a resonar en nosotros la última frase de la Comedia: “Y entonces salimos a ver las estrellas”.
Buonamico Buffalmacco El triunfo de la muerte (detalle) 1336 Fresco en pared del Camposanto, Pisa. Inferno
Scuderie del Quirinale
Via Ventiquattro Maggio, 16. Roma
Comisario: Jean Clair
Hasta el 9 de enero 2022
- Detalles
- Escrito por Elena Cué
Al maestro José Tomás y al artista Luis Gordillo les ha unido el homenaje al torero Víctor Barrio. Un toro, "Lorenzo", arrebató la vida del joven diestro de Segovia. "Navegante" corneó gravemente a José Tomás en Aguascalientes. El maestro de Galapagar sabe lo que es morir en el ruedo, él lo hizo, pero volvió después de habitar ese lugar. Su corazón nunca dejó de latir aunque la vida se le escapara a borbotones.
Belleza efímera en el ruedo y latidos en el lienzo
Al maestro José Tomás y al artista Luis Gordillo les ha unido el homenaje al torero Víctor Barrio. Un toro, "Lorenzo", arrebató la vida del joven diestro de Segovia. "Navegante" corneó gravemente a José Tomás en Aguascalientes. El maestro de Galapagar sabe lo que es morir en el ruedo, él lo hizo, pero volvió después de habitar ese lugar. Su corazón nunca dejó de latir aunque la vida se le escapara a borbotones.
Me aproximo al maestro y al artista desde la lejanía. Desde esa distancia que se crea en el respeto sutil por lo grandioso. La barrera a la que se asoma el espectador a lo intangible e ilimitado del arte.
La tauromaquia es la forma más extrema de producir arte y belleza. El toreo es un cuerpo a cuerpo, una lucha con el toro, la lucha contra uno mismo. El miedo a la muerte no es freno a la pasión. Esa pasión que vinieron buscando los románticos ingleses y franceses del s XIX haciendo camino en España. La fascinación por nuestra cultura, con sus tradiciones y costumbres fue lo que suscitó a artistas y escritores a cubrir la racionalidad del Siglo de las Luces por el sentimiento romántico. La corrida de toros se contemplará desde entonces con una nueva mirada, la de la visión estética que conmueve poderosamente el alma. ¡Es la fiesta de los toreros valientes! clama la partitura de Bizet, Carmen, basada en la novela de Prosper Merimée.
Me acerco a José Tomás con la mirada desinteresada y libre que permite la contemplación estética. Los gestos, el ritual, la pose, el semblante, la postura hierática, la liturgia solemne y sagrada. Cuando se llega al dominio del torero sobre la bravura y parecen danzar juntos se produce la sublimación en el arte. La elegancia del torero en el tercio de muerte, en el momento de la espera, ante la embestida del toro bravo como metáfora de la fuerza salvaje de la naturaleza crea una simbiosis artística: vida, muerte y belleza despertando el sentimiento de lo sublime. Detrás de la pureza de las imágenes visibles, se muestra una estructura oculta del arte como fuerza, intensidad y movimiento, que es esencial en la tauromaquia.
Luis Gordillo nos ofrece un homenaje soberbio y místico en su significado. Elorden en la fragmentación, la armonía en el caos, la creación en la destrucción: "Sólo me ha faltado ponerme a torear delante del cuadro". Decía Friedrich Nietzche que "para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez. La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de esto no se da arte ninguno".
Ante la obra de Gordillo parece que asistimos a un cortocircuito entre lo real y su imagen, entre una realidad y su representación, un poco como la materia y la antimateria. De esto resulta el universo de una apariencia artística que es fascinante al dramatizar de un modo tan vivo la oposición del signo a lo real.
Se cree que en las pinturas rupestres la realidad de los paleolíticos estaba sometida a una relación mística entre el hombre y el animal: en las cavernas se produciría el ritual de cáracter divino. La tauromaquia tiene su ritual, la pintura en cierta forma. En el ruedo todo es verdad, en el lienzo también. En ambos aflora lo salvaje, lo inconsciente y el instinto, pero también, la forma, el orden y la armonía. Todo aquello que está oculto y se desvela en el arte.
- Belleza efímera en el ruedo y latidos en el lienzo - - Alejandra de Argos -