David Hume: Biografía, pensamiento y obras

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David Hume nació en Edimburgo en 1711, procedente de una familia de la pequeña nobleza terrateniente escocesa. Las inquietudes filosóficas le asaltaron a una edad temprana; así, las representaciones de la virtud que fue encontrando en obras de Cicerón o Virgilio le condujeron a abandonar la carrera de Leyes y a realizar, a partir de 1734, sus primeros viajes a Francia para consolidar su camino formativo, donde tomaría contacto con las obras de Malebranche y Newton, Descartes y Locke, pasando por Pierre Bayle.

 David Hume

Retrato de Hume por Allan Ramsay 

 

Vida y obra en el contexto de la Ilustración

David Hume nació en Edimburgo en 1711, procedente de una familia de la pequeña nobleza terrateniente escocesa. Las inquietudes filosóficas le asaltaron a una edad temprana; así, las representaciones de la virtud que fue encontrando en obras de Cicerón o Virgilio le condujeron a abandonar la carrera de Leyes y a realizar, a partir de 1734, sus primeros viajes a Francia para consolidar su camino formativo, donde tomaría contacto con las obras de Malebranche y Newton, Descartes y Locke, pasando por Pierre Bayle.

El resultado de ese primer impulso fue su Tratado de la naturaleza humana (1739/40), opera prima que, acaso demasiado prematura e inspirada por el ardor juvenil, le llevaron a cambiar de tercio literario para dar a conocer sus ideas a través del género de los ensayos, género que, sobre todo tras la Revolución inglesa de 1688, pesaba cada vez más entre el público lector de la emergente burguesía. Tal fue el lugar de los Ensayos morales y políticos (1742), la Investigación sobre el conocimiento humano (1748) o la Investigación sobre los principios de la moral (1751), o escritos menos conocidos, como los Ensayos económicos (1752). En todo caso, desde esa plataforma consolidó su clara vocación como escritor independiente, como hombre de letras típicamente ilustrado.

Hume, como muchos de sus coetáneos escoceses, demostró que la Ilustración no sólo se circunscribía al ámbito territorial francés, ni fue un sistema compacto de doctrinas, sino un movimiento cultural europeo abierto. La emancipación del ser humano frente a todo tipo de tiranías, así como el progreso material y espiritual de la humanidad en su conjunto, suponían un instrumento de transformación real para algunos pueblos europeos que, como Escocia, habían entrado en una fase de prosperidad económica. A esta tendencia liberal en los albores del capitalismo moderno –de la que Hume siempre hizo gala en sus críticas al mercantilismo–, se le unió también la exigencia de una razón más crítica a favor de la relatividad cultural y diversidad religiosa, entendida como una facultad educable fruto del aprendizaje individual y colectivo; en suma, una razón favorable a la tolerancia y a la libertad, pero también combativa contra la ignorancia humana.

Mucho de esto se respiraba en la Escocia de Hume, en esa edad de oro intelectual que, consolidada a partir del año 1750, ha pasado a la historia con el nombre de la “Ilustración escocesa”, y donde se dieron encuentro un conjunto de pensadores interesados, entre otras disciplinas, por la economía o la sociología, la historia o la moral, la medicina o la química. Baste pensar, por ejemplo, en figuras como Adam Smith, Adam Ferguson o James Watt.

Llamativamente, Hume no consiguió ninguna cátedra universitaria en Edimburgo, si bien ejercería como bibliotecario de la Facultad de Abogados de aquella ciudad, donde fallecería en 1776. Sobre él pesó siempre su fama de escéptico y ateo, una tendencia irreverente e irónica por la provocación que alimentó, entre otros, con sus consideraciones anticlericales, su visión negativa del monoteísmo y, sobre todo, su refutación de los milagros. En vida, el valor de su pensamiento fue apreciado más bien poco por sus contemporáneos, no así su faceta como historiador, donde cosechó sus mayores éxitos con su monumental Historia de Inglaterra.

 

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Empirical Subjects of David Hume. Alexander Roitburd.

 

Hume y el empirismo

Tomado como conjunto variado de propuestas filosóficas de carácter epistemológico, esto es, relativas a la naturaleza del conocimiento, el empirismo inglés del siglo XVII y principios del XVIII (Bacon, Hobbes, Locke, Berkeley) constituye la base doctrinal desde la que situar las fuentes teóricas de Hume. A diferencia de las tendencias coetáneas en el racionalismo continental (Descartes, Spinoza, Leibniz), que asumió la confianza inquebrantable en la razón para remontarse por sí misma hasta alcanzar el conocimiento, la filosofía empirista, aun compartiendo con los racionalistas su admiración por la ciencia moderna, había optado por radicalizar aquella convicción epistemológica que ponía el primado de la experiencia en el centro del tablero.

Conviene, no obstante, precisar un poco más este rasgo cardinal del empirismo. Que todos nuestros conocimientos se originen en la experiencia y, en particular, la experiencia de los sentidos, no quiere decir que el conocimiento se origine en el contacto mismo de nuestros sentidos con las cosas. Antes bien, la idea decisiva es que son las sensaciones las que, entre los contenidos de nuestra conciencia, tienen un valor cognoscitivo fundante y son genéticamente primeras en el tiempo; de ahí que, si bien con matices, la constitución empirista del conocimiento deba fundamentarse en el modo de relacionarse entre sí las percepciones o sensaciones que, por su parte, dependen de nuestra experiencia y de la aprehensión de los datos de esta.

Con Hume, probablemente el filósofo más importante en lengua inglesa, la corriente empirista alcanza así su culminación doctrinal y adquiere la fuerza crítica que terminará rompiendo drásticamente con la tradición metafísica, sobre todo a partir de Immanuel Kant, quien reconoció la deuda contraída con él. No en balde, la metafísica es impugnada por Hume como un empeño de la vanidad humana que ha pretendido colonizar una esfera de objetos vedados al entendimiento:

Aquí, en efecto, se halla la más justa y verosímil objeción a una considerable parte de la metafísica: que no es propiamente una ciencia, sino que surge, bien de los esfuerzos estériles de la vanidad humana, que quiere penetrar en temas que son totalmente inaccesibles para el entendimiento, bien de la astucia de las supersticiones populares que, siendo incapaces de defenderse lealmente, levantan estas zarzas enmarañadas para cubrir y proteger su debilidad. Ahuyentados del campo abierto, estos bandidos se refugian en el bosque y esperan emboscados para irrumpir en todas las vías desguarnecidas de la mente y subyugarla con temores y prejuicios religiosos (Investigación sobre el conocimiento humano, pp. 33 s.).

Desde esta premisa, el horizonte del programa humeano resulta más nítido: establecer una ciencia del hombre basada en los hechos de la experiencia y su correspondiente observación y metodología experimental –inspirada en el magisterio newtoniano–, alejada en todo caso de especulaciones quiméricas. La intención de Hume es aplicar dicho método de estudio a la naturaleza humana, a la investigación del comportamiento y el poder del entendimiento humano, y hacerlo, siempre, sobre bases experimentales, igual que lo hacemos cuando estudiamos cualquier objeto natural (Tratado de la naturaleza humana, I, p. 35). Con ello, la aspiración humeana exhibe sus rasgos optimistas y pragmáticos típicamente ilustrados: conocer la fuerza y el alcance del conocimiento humano, así como la naturaleza de las ideas que tenemos y las operaciones mentales que llevamos a cabo, significará también un avance productivo en todos los demás ámbitos científicos del saber (ibid., p. 36).

 

Impresiones, ideas y el principio de asociación

Conviene subrayar con meridiana claridad que el punto de arranque de este ambicioso propósito filosófico será la investigación del origen de nuestras ideas. Hume, como buen empirista, concentra el estudio de los contenidos de la mente humana al análisis prioritario de las percepciones, siendo su distinción entre impresiones e ideas el primer pilar fundamental de su teoría del conocimiento.

Las impresiones, sostiene, son nuestras aprehensiones primeras de la experiencia sensible, siendo tanto el origen del conocimiento como su límite. Son la situación fáctica inmediata, ante cuya viveza la mente humana es radicalmente pasiva, las recibe y acoge, con independencia de si surgen de la experiencia que el mundo físico ejerce sobre nuestros sentidos, como el dolor o el placer (impresiones de sensación), o bien la experiencia interna, como las pasiones o emociones (impresiones de reflexión). Las ideas, en cambio, son como las tenues imágenes que conservan la memoria y la imaginación de las impresiones recibidas. Como resultado de una operación de la mente sobre los datos previamente obtenidos mediante las impresiones, las ideas son los contenidos mentales mediatos, pero constituyen el mundo de lo pensado (Tratado de la naturaleza humana, p. 43).

El elemento distintivo en el juego impresiones-ideas es ciertamente la fuerza o viveza con que se presentan a nuestra mente, aunque también, no lo olvidemos, el orden y la sucesión temporales en que se nos aparecen. La impresión es siempre genéticamente anterior en el tiempo: en el orden del conocimiento, la impresión es por tanto originaria, la idea, dependiente y derivada. Así, absolutamente todas las ideas más elementales de nuestra mente –las llamadas “ideas simples”–, provienen de sus correspondientes impresiones, de modo que todas las ideas simples se derivan de impresiones simples, que corresponden a ellas y establecen así el criterio de su significado por su referencia última a lo inmediatamente percibido. Con ello, Hume asesta un golpe casi definitivo a la trillada cuestión de las ideas innatas que la filosofía venía arrastrando desde Descartes, impugnando la comprensión de que habría un conocimiento apriorístico anterior a la experiencia.

Aunque en principio todo nuestro saber se limite a recibir impresiones y comprobar la relación entre estas, el escepticismo humeano no sostiene que, con el material recibido de la experiencia, no podamos efectuar combinaciones que nos permitan ensanchar nuestro conocimiento. Tal combinación se realiza mediante la asociación de ideas, el único ámbito cognoscitivo válido en el que podremos llegar a conocer algo dentro de los límites legítimos de la experiencia y las atribuciones reales de nuestro entendimiento; de ahí que Hume no deje de formular las tres leyes de asociación que operan regularmente en todo espíritu: semejanza, contigüidad espacio-tiempo y causalidad (Compendio de un tratado de la naturaleza humana, pp. 31 s.).

 

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Estatua de Hume. Edimburg

 

Cuestiones de hecho y relaciones de ideas

Hay un segundo pilar de la teoría del conocimiento humeana, acaso una respuesta vehemente a todas aquellas aspiraciones racionalistas que pretendieron conocer el mundo fenoménico a través de la simple validez de sus deducciones, sin atenerse a los hechos de la experiencia, apostándolo todo a la defensa del razonamiento demostrativo frente al meramente probable. Y es que, para Hume, hay dos formas de conocimiento, pues dos son las clases de objetos de la razón humana a las que se reducen las operaciones del entendimiento: relaciones de ideas y cuestiones de hecho, a la primera clase pertenecen las ciencias de la geometría, álgebra y aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. […] No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción (Investigación sobre el conocimiento humano, pp. 57 s.).

Cabría definir, por un lado, las relaciones de ideas como aquellas proposiciones lógico-matemáticas que proceden de ciencias formales como la geometría, la aritmética y el álgebra. Cuando afirmamos que “La suma de 4 y 4 es igual a 8” nos encontramos ante proposiciones que son intuitiva o demostrativamente ciertas por darse en el simple funcionar en la mente sin necesidad de acudir a la experiencia, luego con independencia de que puedan existir o no en el universo. Para Hume, pues, son necesarias y absolutamente ciertas, en el sentido de que su verdad puede ser conocida a priori por la mera operación del entendimiento, en la medida en que, fundamentadas en el principio de no-contradicción, lo contrario de una de tales proposiciones constituirá siempre una contradicción.

Por otro lado, las cuestiones de hecho son aquellas proposiciones acerca del mundo externo que, fundadas en la experiencia, pertenecen no solo a las ciencias naturales, sino también a las ciencias humanas como la filosofía moral, la estética, etc. Este el tipo de conocimiento que interesa a Hume cuando, por ejemplo, estudia una proposición como “El Sol saldrá mañana”, que es meramente probable, pero también contingente, pudiéndose dar o no, de ahí que no quepa hablar aquí de certeza demostrativa, pues su verdad solo podrá ser conocida a posteriori acudiendo a la experiencia, no pudiendo tener otra justificación última que las impresiones. Y es que, por raro que resulte respecto de nuestra experiencia pasada, nuestra mente siempre podría concebir su contrario, a saber, que “El Sol no saldrá mañana”, no implicando una contradicción lógica dado que el predicado no está implícito en el sujeto, sino que tiene que comprobarse experimentalmente.


La crítica al principio de causalidad y al concepto de “sustancia” o “yo”

Asentados estos dos pilares, conviene ejemplificar la estrategia que el pensador escocés aplicará para emprender su crítica a la tradición filosófica de raigambre metafísico-racionalista y la mayoría de sus principios (Investigación sobre el conocimiento humano, p. 209): desde la crítica a las ideas innatas hasta la noción de identidad personal, “yo” o “mente”, pasando por la noción de sustancia, alma o la demostrabilidad de Dios. La pregunta, incisiva como pocas, será en el fondo siempre la misma: ¿de qué impresión se deriva esa supuesta idea?

Sin duda, es en la crítica de la idea tradicional de causalidad y de inferencia causal donde saldrá a relucir todo el potencial de este desmontaje, constituyendo uno de los hitos indiscutibles de su pensamiento. En efecto, tanto en la filosofía racionalista como en la metafísica escolástica, la relación causa-efecto había resultado imprescindible para explicar la realidad, presuponiéndose siempre que entre las causas y los efectos existía una relación de conexión necesaria. El problema era que su justificación teórica nunca había sido un problema para aquellas tradiciones, cuya dependencia teológica última invisibilizaba la ingenuidad acrítica de tal planteamiento, al partir de la evidencia de un mundo ordenado racionalmente por Dios cuyos reflejos eran las leyes causales que conocía el entendimiento y que descubría y aplicaba en la realidad.

Para Hume, esta supuesta necesidad no es ni intuitiva ni deductivamente demostrable, negándole en todo caso su valor metafísico. Para fijar su posición, recurre a un ejemplo muy ilustrativo: el movimiento de una bola de billar que colisiona contra otra que está en reposo, y que, a su vez, empieza a moverse en virtud del impacto. Como observador externo, lo único que puedo afirmar aquí son dos circunstancias: por un lado, la prioridad temporal de la causa, y, por el otro, la contigüidad en el tiempo y en el espacio de la causa y el efecto, es decir, que en el contacto entre las bolas no hay intervalo de tiempo alguno entre el choque y el movimiento de la segunda bola. Si repito este suceso con las mismas bolas y en circunstancias similares, observaré de nuevo que el movimiento de la segunda bola sigue al de la primera, descubriendo una conjunción constante entre las causas y el efecto, si bien los límites de la experiencia no me invitan a proyectar una conexión necesaria en la que una fuerza oculta operase siempre entre la primera y la segunda bola (Investigación sobre el conocimiento humano, VII, I, p. 97).

Ahora bien, ¿de dónde procede el origen de nuestra idea de necesidad? La idea de necesidad surge en nuestra experiencia de la constatación de una multiplicidad de casos similares, una conjunción constante de casos uniformes de una misma relación que producen una determinada asociación de ideas, de ahí que experimentemos un hábito a asociar unos casos con otros. La mente, movida por su imaginación, tiende a transferir a los objetos exteriores –la bola de billar observada– cualquier impresión interna que estos provoquen en ella; esa presunta necesidad es proyectada al mundo exterior impulsándonos a creer que la necesidad es una cualidad inherente a los objetos y relaciones que observamos. Tal cosa es, sin embargo, una ilusión, ya que lo que llamamos “conexión necesaria” no es sino una proyección “hacia afuera” de nuestra confianza en lo que va a ocurrir:

Estamos determinados sólo por la costumbre a suponer que el futuro es conformable al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipa mi visión al concebir a la segunda bola en movimiento. No hay nada en estos objetos, abstractamente considerados, e independiente de la experiencia, que me lleve a formar una tal conclusión; e incluso después de haber tenido experiencia de muchos efectos repetidos de este género, no hay argumento alguno que me determine a suponer que el efecto será conformable a la pasada experiencia (Compendio de un tratado de la naturaleza humana, p. 16).

Por la misma razón que Hume niega la inferencia causal, también en el desmontaje crítico de la idea de una sustancia pensante en la tradición racionalista acudirá a la misma estrategia argumentativa: a fin de cuentas, ¿de dónde surge esta idea tan abstracta que no es predicable de los contenidos conocidos de las representaciones? (Tratado de la naturaleza humana, l, III, “Apéndice”, p. 829).

Planteando esta cuestión desde el punto de vista psicológico, y radicalizando el magisterio de Locke y Berkeley, el pensador escocés rechaza la idea según la cual seamos conscientes de un “yo” que sea simple en sí mismo, idéntico y duradero en el tiempo. Solo estamos en condiciones de hablar de enlaces de representaciones de un sentimiento de igualdad, agrupadas por la imaginación bajo un mismo nombre para darles cierta unidad; trenzada a partir de la memoria, la “identidad” del hombre es configurada, así pues, como una colección de percepciones particulares diferentes que no sólo no permanecen idénticas, sino que se suceden una a otra con inusitada rapidez y que están en perpetuo movimiento. Nuestra mente las acoge, de ahí la famosa analogía teatral:

La mente es una especie de teatro en el que las distintas percepciones se presentan en forma sucesiva; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones. No existe en ella con propiedad ni simplicidad en un tiempo, ni identidad a lo largo de momentos diferentes, sea cual sea la inclinación que nos lleve a imaginar esa simplicidad e identidad. La comparación del teatro no debe confundirnos: son solamente las percepciones las que constituyen la mente, de modo que no tenemos ni la noción más remota del lugar en que se representan esas escenas, ni tampoco de los materiales de que están compuestas (Tratado de la naturaleza humana, l, I, IV, p. 357).

 

La crítica a la religión, o sobre los milagros y el origen de las religiones

El análisis humeano de las religiones, inseparable del contexto ilustrado y su programa emancipador basado en un espíritu de tolerancia, fue una preocupación constante para el filósofo escocés, ciertamente nunca exento de polémicas. Baste pensar aquí en su crítica a las religiones reveladas, cuyas doctrinas eran presentadas como procedentes de una comunicación directa de la divinidad a los hombres, siendo el milagro uno de sus más efectivos instrumentos de aceptación social, por más que, en el fondo, tales hechos sobrenaturales transgrediesen las leyes de la naturaleza. La incisiva pregunta de Hume es tan clara como incómoda:

¿tenemos razones convincentes para creer en la autenticidad de esos milagros o, más bien, deberíamos rechazar los testimonios que pretenden acreditarlos? (Investigación sobre el conocimiento humano, pp. 172 s.)

Aunque para un lector contemporáneo parezca una posición sensata, su radicalidad y brillantez argumentativa al sostener que el milagro representa un suceso contrario a nuestra experiencia –de modo que los testimonios que dan fe de ellos serán altamente improbables– no debe de ser subestimada: nos encontramos ante un hito fundamental de reflexividad humana en torno al hecho religioso, mostrándonos que no es razonable creer en la realidad de los milagros cristianos, pues es más probable que sean falsos, un producto de la ilusión humana o incluso de la voluntad de engañarnos. Ante la imposibilidad de explicar tales acontecimientos acudiendo a la razón, el cristianismo, careciendo de pruebas que avalen su verdad, nunca podrá convencernos de la realidad de todos sus milagros.

¿Qué ocurre, sin embargo, con la teología no revelada, la llamada teología racional o religión natural, ese conjunto variado de doctrinas agrupadas durante el siglo XVII y XVIII que trataba de fundamentar determinadas verdades religiosas mediante el uso de la razón? Así, por ejemplo, los diferentes argumentos a favor de la existencia de Dios que se ofrecen por parte de dicha teología no son válidos para el pensador escocés, denunciando la ilegitimidad de sus pretensiones científicas; partiendo de la distinción entre cuestiones de hecho y relaciones de ideas, Hume aduce que todo lo que nosotros concebimos como existente podemos concebirlo también como inexistente, y ello sin incurrir en una contradicción. No puede afirmarse que la mente vaya a verse alguna vez en la necesidad de suponer que un objeto permanece siempre en la existencia de mismo modo que se ve en la necesidad de concebir que “dos por dos son cuatro”. Y esto incluye a Dios, o cualquier noción de divinidad:

Hay un absurdo evidente en pretender demostrar un asunto de hecho, o en intentar probarlo mediante argumentos a priori. Nada puede demostrarse, a menos que su contrario implique una contradicción. Nada que pueda concebirse distintamente implica una contradicción. Todo lo que podemos concebir como existente, podemos también concebirlo como no existente. Por lo tanto, no hay ningún ser cuya no existencia implique una contradicción. Consecuentemente, no hay ningún Ser cuya existencia sea demostrable (Diálogos sobre la religión natural, p. 113).

Mantener un prudencial silencio ante la variedad de hipótesis posibles y reconocer nuestra ignorancia y humildad, además de aprender a vivir sin consuelos imaginarios: he aquí reto moderno, sin duda incómodo y atrevido, que Hume lanzó a los creyentes de su época. Sin embargo, tal conclusión revela de nuevo ese rasgo pragmático y optimista del escepticismo humeano. A fin y al cabo, ¿para qué debe servir el conocimiento? El sentido del conocimiento es ayudarnos a vivir individual y colectivamente; como instrumento al servicio de nuestro quehacer cotidiano no tiene sentido exigirle evidencias absolutas, como en la demostración a priori o a posteriori de la existencia de Dios, ni un saber o una verdad últimas al margen de las cuestiones prácticas. Incluso sin garantizar esos fundamentos, el escepticismo humeano insiste que el conocimiento mantiene su validez si orienta la acción humana, mostrando que vivir en la creencia, es decir, moverse en el mundo con una seguridad probable y moderada, sin autoengaños, puede constituir un ideal tolerante tan útil como respetuoso hacia las religiones.

Por último, la crítica al discurso racional sobre la religión posee otra derivada en la investigación del origen del sentimiento religioso, a saber: ¿cuáles son las causas psicológicas y socioculturales que han llevado a abrazar las creencias religiosas y las pasiones que las animan, aun a sabiendas de que no hay una justificación racional para ellas? En esta investigación, por ejemplo en el paso del politeísmo al monoteísmo (Historia natural de la religión, p. 65), la religión será explicada como un fenómeno natural. Haciendo gala de su vasta erudición en lo tocante a las religiones en el mundo moderno y antiguo, el pensador escocés estudiará las disposiciones mentales de los creyentes y sus circunstancias histórico-sociales, no para decir nada en favor o en contra de la validez de las religiones, sino para situar su emergencia en la naturaleza humana.

En líneas generales, para Hume las creencias religiosas son siempre fruto de nuestras preocupaciones con respecto al futuro: no nacen de la pura contemplación de la naturaleza, sino de las incesantes esperanzas y temores, casi siempre ocultos, que zarandean a los seres humanos, de ahí la prioridad de conocer empíricamente las causas psíquicas y sociales que los generaron. Por tanto, aunque sea imposible justificar la religión desde el punto de vista teórico, lo único que se puede abordar es una historia natural de la religión donde, por amor a la liberad y a la tolerancia, la razón esté en condiciones de extirpar de las diferentes religiones los elementos dogmáticos que las convierten en fuente de superstición y fanatismo doctrinario. Así, lejos de tirar por la borda el conjunto de la experiencia religiosa, el implacable talante humeano se centra en combatir abiertamente la irreflexiva credulidad y la interesada hipocresía que emanan de las falsas religiones.

 

La búsqueda de los principios de la moral

La reflexión sobre la moral es el último de los hitos fundamentales de la filosofía humeana. Incardinada en la tradición del utilitarismo ético –buque insignia de la Ilustración escocesa–, dicha reflexión parte de la premisa de que lo que da fundamento a cualquier acción moral es la utilidad pública que supone para la vida social. Si los principios utilitarios nos parecen mejores es porque favorecen nuestros intereses y los de nuestros coetáneos, de aquí que Hume esté convencido que los seres humanos, pese a su tendencia al egoísmo, están fuertemente predispuestos a aprobar normas que promuevan la utilidad pública de la sociedad.

Desde este trasfondo teórico, y lejos de caer en el relativismo, su tratamiento de la moral intenta buscar y defender ciertos principios de validez universal que puedan explicar, a su vez, la diversidad de valoraciones morales que encontramos diseminadas por el mundo. Para dicho fin, la novedad que introduce es doble: por un lado, abordar la moralidad como fundada en el sentimiento, y, por el otro, considerarla como un hecho que debe ser estudiado empíricamente para elaborarse como catálogo de virtudes.

Respecto del primer punto, debemos subrayar que Hume se opone al intelectualismo moral y a los sistemas éticos que aspiran a fundamentar a priori y deductivamente la distinción entre el bien y el mal mediante el mero uso de la razón. El rechazo a la posibilidad de que la razón sea la fuente de la moralidad radica en que lo “bueno” o “malo” no son algo que constituya una cualidad intrínseca de un objeto moral. Al analizar cualquier acción moral cualquiera y describir los hechos que la configuran, lo que emerge es un “sentimiento” de aprobación o reprobación ante los hechos descritos:

Pero aunque la razón, cuando se ve cumplidamente asistida y mejorada, sea suficiente para instruirnos acerca de si las tendencias de las cualidades y de las acciones son perniciosas o son útiles, no es por sí sola suficiente para producir ninguna censura o aprobación moral. […] Se requiere, pues, que un sentimiento se manifieste, a fin de dar preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas. Este sentimiento no puede ser otro que un sentimiento a favor de la felicidad del género humano, y un resentimiento por su desdicha, pues éstos son los dos diferentes fines que la virtud y el vicio tienden a promover (Investigación sobre los principios de la moral, p. 195).

En este sentido, el sentimiento moral puede definirse como aquel sentimiento espontáneo de aprobación ante determinadas acciones o caracteres cuando se consideran sin referencia a nuestro interés particular (Tratado de la naturaleza humana, p. 238). Ahora bien, el sentimiento moral solo funciona cuando, en el encuentro de nuestros intereses propios en la inevitable interacción social, interiorizamos y ajustamos nuestra conducta a los sentimientos de aprobación de los demás, que procurarán hacer lo mismo, provocando reflexivamente mutuos sentimientos de simpatía.

Por último, respecto del segundo punto, el desarrollo humeano de un catálogo de virtudes confirma el espíritu general de su teoría moral, según la cual habría una inclinación a aprobar de forma natural aquellas cualidades que son útiles e inmediatamente agradables a quienes las posean o a los demás (Investigación sobre los principios de la moral, p. 102). Dicho catálogo se articula mediante dos recursos:

El primer procedimiento consiste en preguntarnos qué cualidades desearíamos no tanto poseer, sino que los demás nos atribuyeran. ¿Qué imagen nos gustaría proyectar de nosotros mismos? El segundo procedimiento pasa por atender a la propia naturaleza del lenguaje. En lugar de decir cómo debería de operar la moral, el pensador escocés expone cómo realizamos los juicios morales, atendiendo a la dimensión valorativa, no solo descriptiva, de los enunciados y componentes de dichos juicios.

Aplicando este doble procedimiento, Hume elaborará un catálogo de virtudes siempre combinables entre sí: la justicia, la fidelidad, la lealtad, la prudencia, etc. Y todas ellas, a su vez, pueden entrar dentro de una o varias de las cuatro categorías clasificatorias siguientes: útil a los demás, es decir, a la comunidad (benevolencia, justicia, etc.); útil a su poseedor (fuerza de voluntad, vigor corporal, inteligencia, etc.); inmediatamente agradable para los demás (buena conducta, cortesía, etc.); inmediatamente agradable para quien la posea (alegría, sosiego, etc.).

 

Nobel Prize laureate Professor Amartya Sen presents a lecture entitled David Hume and the Demands of Ethics. The University of Edinburgh (en inglés)

 

 

David Hume: un eslabón entre el pensamiento clásico y el pensamiento contemporáneo Roberto Blum

 

 

David Hume and his theory on knowledge. Explore. BBC (en inglés)

 

 

Bibliografía seleccionada

Broadie, A., The Scottish Enlightenment: The Historical Age of the Historical Nation, Edimburgo: Birlinn, 2001.

Flew, A., David Hume: Philosopher of Moral Science, Oxford: Basil Blackwell, 1986.

García Roca, J. (1981), Positivismo e Ilustración: la filosofía de David Hume, Valencia: Universidad de Valencia, 1981.
Hume, D., Compendio de un tratado de la naturaleza humana, Valencia: Cuadernos Teorema, 1977.

— Tratado de la naturaleza humana, edición preparada por F. Duque, Madrid: Tecnos, 1988.

— Historia natural de la religión, estudio preliminar, traducción y notas de C. Mellizo, Madrid, Tecnos, 1992.
— Diálogos sobre la religión natural, traducción, prólogo y notas de C. Mellizo, Madrid: Alianza, 1999.

— Investigación sobre el conocimiento humano, traducción, prólogo y notas de J. de Salas, Madrid: Alianza, 2001.

— Ensayos económicos. Los orígenes del capitalismo moderno, edición de J. Ugarte Pérez, Madrid: Biblioteca Nueva, 2003.

— Investigación sobre los principios de la moral, traducción, prólogo y notas de C. Mellizo, Madrid: Alianza, 32014.

López Sastre, G., Hume. Cuándo saber ser escéptico, Madrid: Batiscafo, 2015.

Mossner, E.C., The Life of David Hume, Oxford: Clarendon Press, 22001.

Strawson, G., The Secret Connexion: Causation, Realism and David Hume, Oxford: Clarendon Press, 21992.

VV.AA., David Hume: perspectivas sobre su obra, ed. M. Ardanaz et al., Madrid: Editorial Complutense, 1998.

 

 

 

- David Hume: Biografía, pensamiento y obras -                        - Alejandra de Argos -