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- Escrito por Marina Valcárcel
Gran Canal, Venecia
Clasificada como Patrimonio Mundial de la Unesco en 1987, Venecia se muere esta vez no ahogada por las crecidas del Adriático sino asfixiada por el turismo de masas. La Unesco ha alargado el plazo hasta diciembre de 2018 para cumplir a rajatabla las 12 condiciones que podrían salvarla de entrar en la lista de ciudades Patrimonio de la Humanidad en peligro junto a Alepo, Damasco o el centro histórico de Viena.
Hacia las 9:30 de la mañana, al atravesar el Campo Santa María Formosa hacia San Zaccaria, aún se puede sentir Venecia con sus niños camino del colegio, el quiosco con sus montones de Corriere della Sera frente a Il Gazzettino, y el dialecto veneciano de los jóvenes que bajan de una lancha para el puesto de verduras de la plaza grandes mazos de albahaca, achicoria y racimos de tomates y berenjenas. A pocos metros, una veneciana septuagenaria defiende una de las librerías que quedan en Venecia: “Tenemos miedo de que nuestra ciudad se convierta en Las Vegas sobre el Adriático”, dice mientras señala un único libro que parece lanzar un grito desde el escaparate, If Venice Dies, de Salvatore Settis. A la voz de este antiguo profesor que dirigió el Getty Center de Artes en los años noventa, se aferran los venecianos. Settis nos interpela con una pregunta urgente: ¿Cuánto más podrá sobrevivir la Serenísima al turismo?
Giovanni Antonio Canal; Il Canaletto, Campo Santa Maria Formosa, (1735)
Tres maneras de caer
Las ciudades -dice Settis- se mueren de tres maneras: por destrucción por el enemigo, (Cartago arrasada por Roma en 146 a.C); por la fuerza de un invasor que desaloje al pueblo autóctono y a sus dioses, (Tenochtitlán, capital azteca aniquilada por los españoles en 1521); o bien, porque los habitantes de una ciudad pierdan paulatinamente memoria y dignidad y se abandonen en una lenta amnesia (como ocurrió en Atenas). Tras la gloria de la polis clásica, la de Pericles, Fidias, Sófocles o Esquilo, Atenas perdió primero su independencia política, después su iniciativa cultural y fue poco a poco devorada por las tinieblas: dormida a lo largo de los siglos entre la blancura de sus mármoles, hasta acabar con su identidad. Sólo hasta 1827 fue despertada por el golpe de la independencia.
Los datos deben alzarnos contra el olvido: Venecia recibe 28 millones de turistas al año, cuatro visitantes al día por cada residente. Su precio ha sido la sistemática despoblación de la ciudad. Sólo en una ocasión Venecia ha sufrido un descenso comparable al actual, durante la peste bubónica de 1630. El número de habitantes pasó de 174.808 en 1951 a 55.000 hoy. Venecia recibe unos 66.000 turistas diarios.
Los venecianos no quieren vivir más en Venecia. Cerca de 1.000 de residentes al año abandonan la ciudad con “el salón más bonito del mundo” (Stedhal), pero cada vez más momificada. Los hoteles han sustituido a las casas. El incremento de los AirBnB encarece los alquileres. Las zonas wifi sustituyen a las antiguas salumerias que vendían prosciutto; las trattorias de la alegre orilla de Le Zattere cierran delante de jóvenes en bermudas y mochila que se agolpan en los puentes mientras comen con palillos chinos unos spaguetti Carbonara salidos de recipientes take away. En la zona de Rialto, hace veinte años, vivían venecianos que vendían a otros venecianos el pescado, las alcachofas... había también talleres donde se ofrecían cristal de Murano y máscaras a viajeros que sabían lo que compraban y lo que debían pagar por ello. Aquella Venecia ya no existe, ahora al precio de un euro, unos chinos venden a otros chinos máscaras venecianas fabricadas en China.
Hoy, mientras los turistas hacen colas de más de dos horas para entrar en el palacio ducal, exposiciones emocionantes que reviven la gloria de la ciudad se disfrutan vacías: John Ruskin: Las piedras de Venecia (Palacio ducal, hasta el 10 de Junio), Bellini frente a Mantegna (Fundación Querini Stampalia, hasta el 1 de julio) Dancing With Myself (Punta della Dogana, hasta 16 de diciembre). Hace pocos días quedó inaugurada la 16° Bienal de Arquitectura.
Monstruos de acero
Venecia, que en el pasado fue gran potencia marítima y comercial, peligra de morir ahogada por monstruos de mar de más de 55.000 toneladas que remontan el canal de la Giudecca vomitando cada año un millón y medio de viajeros. Por mencionar solo uno, el MSC Divina tiene 67 metros de altura, dos veces más que el Palacio Ducal. Cada vez que una de estas ciudades flotantes se acerca a la orilla, las callejuelas y puentes del barrio de Dorsoduro se oscurecen repentinamente, como bajo un eclipse de sol. En junio, unos 25.000 residentes participaron en un referéndum local, sin valor jurídico, pidiendo la prohibición de la entrada de estos barcos. Algo impensable para el lobby de hoteles, tiendas, alquileres de casas: directamente, en Venecia el turismo da vida a 30.000 venecianos.
El debate se ha recrudecido desde la invasión que sufren Praga, Amsterdam, Lisboa o Dubrovnik, también Sevilla o Granada. “La turismofobia es un grito de desesperación de los ciudadanos”... insiste el periodista Pedro Bravo en Exceso de equipaje (Debate, 2018)...” Pensamos que todo el gasto del turista repercute en la ciudad en la que está, y no es así: los turoperadores se quedan hasta el 40 o 50 por cien del dinero de manera que esas cantidades nunca benefician a los destinos a los que, sin embargo, les toca afrontar gastos de policía, limpieza, hospitales o infraestructuras”. El caso de Venecia se agrava por su condición de isla y el tamaño de su ciudad.
Dorsoduro, Venecia
Lucha a cuerpo
La laguna es el resultado de quince siglos de intervención humana en busca de equilibrio entre sus exigencias y las de la naturaleza. Se defiende de sus mareas que se precipitan por los tres pasos a la laguna y la inundan una y otra vez. Venecia fue bizantina, austríaca, también napoleónica, se inventó los desposorios del dux con el mar en una procesión de góndolas y barcos frente al Lido en el día de la Asunción. Y se trajo el cuerpo de San Marcos desde Alejandría, lo enterró bajo la Pala d’Oro e instauró al león como símbolo del Estado.
Vista de la Basílica del San Marcos desde el Palacio Ducal, Venecia.
“La ciudad que desconcierta al mundo” es un conjunto orgánico de edificios, comunicaciones y estructuras dependientes unas de otras. Una tapicería de hilos lógicos entre el arte, la historia y las tradiciones y así debería ser concebida.
En el famoso Plano de Venecia de 1500, Jacopo De’ Barbari diseña ya el entramado de secretos bajo la corriente de los canales y la división de la ciudad en seis barrios osestieri, que representan seis dientes del ferro, el hierro de la proa que decora la negritud de las góndolas. Pero la Serenísima no es sólo sinónimo de belleza. Detrás de la llamada “Gloria de Venecia” hubo una potencia sin la que los europeos no seríamos los mismos: Venecia es el sincretismo entre Oriente y Occidente, es Marco Polo, es la isla que ignora el feudalismo, es el comercio, la música, el Arsenal y los barcos, la salvación de los clásicos desde Platón y Aristóteles. Es Petrarca, la biblioteca Marciana, la imprenta de Aldo Manucio. También es Lepanto, la arquitectura de Palladio, la pintura de Carpaccio y de Gentile Bellini hasta Tiziano, la escuela de San Rocco y la explosión de Tintoretto... Y así Venecia se nos aparece como una insistente reflexión. Marcel Brion lo dejó escrito sobre Venecia: La belleza no hace su aparición hasta el momento en que el hombre no tiene nada que temer por su vida.
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- Escrito por Marina Valcárcel
Rosella Rea, directora del Coliseo, acompaña a ABC Cultural en una visita excepcional por algunas de las zonas cerradas al público y recién restauradas de este prodigioso monumento. Ya en Madrid consultamos con Rafael Moneo. “Debemos cerrar los ojos e imaginar esta galería... Los arqueólogos han encontrado zonas estucadas en color y muchos frescos. Ahora sabemos que el interior del Coliseo era rojo. Sólo el exterior era claro, del color del travertino. La arquitectura antigua estaba siempre pintada en colores vivos, al olvidarnos de ello nos alejamos de la realidad”, indica la doctora Rea, mientras paseamos por esta galería que empezó a ser restaurada en 2012 -gracias a Tod’s, la empresa que con 25 millones de euros, está financiando la restauración del edificio- y se ha terminado ahora; es un lugar absolutamente cerrado al público.
Rosella Rea, directora del Coliseo, acompaña a ABC Cultural en una visita excepcional por algunas de las zonas cerradas al público y recién restauradas de este prodigioso monumento. Ya en Madrid consultamos con Rafael Moneo.
“Debemos cerrar los ojos e imaginar esta galería... Los arqueólogos han encontrado zonas estucadas en color y muchos frescos. Ahora sabemos que el interior del Coliseo era rojo. Sólo el exterior era claro, del color del travertino. La arquitectura antigua estaba siempre pintada en colores vivos, al olvidarnos de ello nos alejamos de la realidad”, indica la doctora Rea, mientras paseamos por esta galería que empezó a ser restaurada en 2012 -gracias a Tod’s, la empresa que con 25 millones de euros, está financiando la restauración del edificio- y se ha terminado ahora; es un lugar absolutamente cerrado al público. “Estamos en las zonas altas del edificio, en una galería intermedia que conecta el tercer orden con el cuarto y el quinto. Estaba destinada a la plebe. Es la única galería cubierta conservada en su estado original, con sus frescos, grafittis e inscripciones antiguas.”
Galería intermedia que conectaba el tercer orden con el cuarto y el quinto. Coliseo (Roma) Foto: Marina Valcárcel
En esta galería curva, angosta y con una cubierta baja, la muchedumbre se agolpaba entre antorchas, alguna ventana de luz cenital, gritos, olor a comida, mugre y letrinas para inyectarse la adrenalina pura de la sangre y la muerte del espectáculo que celebraba los cien días de fiestas que, en el año 82 d. C., inauguraban, gracias al emperador Tito, el Coliseo de Roma.
Robert Hughes insiste en que debemos abandonar la imagen virtual de las series y los videojuegos de una “Roma toda blanca”: en mármol blanco, columnas blancas, hombres vestidos con togas blancas y gestos graves. “La Roma de verdad era la Calcuta del Mediterráneo: atestada de gente, caótica y mugrienta”, escribe en su libro Roma.
Vista del Coliseo desde el cuarto orden. Foto: Marina Valcárcel
Desde este punto se tiene, por su altura, la vista más impresionante del Coliseo. Observamos el descomunal esqueleto de esta bestia de piedra abierta en canal, con sus costillas de pasadizos subterráneos, sus arcadas lanzadas al cielo, los ojos oscuros y vacíos de sus vomitorios, la piel rugosa de su hormigón y su travertino cuajado de cicatrices negras, ese avispero de agujeros que fueron dejando las grapas metálicas de los bloques de piedra a medida que, con el tiempo, fueron arrancadas y fundidas.
Desde aquí el coloso resucita, se reviste de colores, de fuerza, de carne y vuelve al siglo I; 50.000 espectadores entran hasta el graderío. Ochenta puertas coronadas por 150 estatuas de bronce y 40 escudos dorados sobre el nivel más alto conmemoran las conquistas militares; los senadores y magistrados se sientan cerca de la arena, la plebe en los bancos de madera de las alturas, las mujeres y los esclavos en el último piso; el rumor del anfiteatro se convierte en rugido, el graderío se reviste de mármol y guirnaldas de flores. Sobre las ventanas del piso más alto, las vigas decoradas sujetan el velarium que se despliega movido por una unidad especial de marineros de la flota de Miseno cubriendo el anfiteatro de bandas de lona de vela de barco que preservan a los espectadores del sol y los riegan con vapor de agua, perfume y pétalos de rosa. El emperador, su familia, las vestales y las sacerdotisas romanas se sientan en el podium, por la Porta Triumphalis entra la comitiva: gladiadores, músicos y cazadores; enfrente, por la Porta Libitinaria, saldrán los cadaveres mutilados...
Las palabras de la directora del monumento cobran sentido: “Lo que impresiona al espectador no es tanto la visita en si como el hecho de estar aquí, vivir esta experiencia.”
Vista desde el nivel quinto del Coliseo y el espolone. Foto: Marina Valcárcel
¿Cómo entender este secreto de ingeniería arquitectónica? El Anfiteatro Flavio, rematado en el año 80, alcanza una altura total de 52 metros; el eje mayor mide 188 metros y el menor 156. El área total ocupada por la arena es de 3.357 metros cuadrados. Los romanos contaban con la mano de obra de los esclavos, sin ellos no hubieran sido viables muchas de las construcciones megalíticas de la antigüedad, desde los egipcios hasta el imperio asirio, también en Roma. Pero, ¿cómo es posible construir en ocho años un monumento capaz de albergar a 73.000 personas sin las compactadoras mecánicas, las mezcladoras rotatorias o cualquiera de las herramientas motorizadas de hoy? ¿Quién inventa el sistema de rampas y pasadizos que permitían el alojo y desalojo del público en apenas 15 minutos? Este sistema de exactitud matemática es el que perdura hoy en la mayoría de los estadios de fútbol del mundo y, desde luego, en todas plazas de toros que salpican de pequeños anfiteatros la geografía de nuestro país. Los romanos toman tantas cosas del arte griego que a veces se les considera meros continuadores. Sin embargo, en arte tan importante es el que crea como el que transmite. Los romanos fagocitan la arquitectura y la escultura griegas, pero la dotan del don de la utilidad, la multiplican en su capacidad de ingeniería, técnica y, sobre todo, política. El arte romano se entiende mejor que nunca desde este punto del Coliseo: es una indescriptible máquina de propaganda del poder imperial. Y el engranaje de esta maquinaria se activaba por dos generadores, la innovación en los materiales arquitectónicos y la propia naturaleza de los espectáculos.
Arquitecturas irrepetibles
“El Coliseo, el Panteón, incluso alguna catedral gótica son piezas de la arquitectura del pasado que ningún arquitecto moderno se atrevería a construir hoy. De la misma manera que hoy sería difícil reproducir el templado de algunas espadas renacentistas, a pesar de que los aceros actuales tengan grandes propiedades”, nos hace ver estos días, desde su estudio, Rafael Moneo en una conversación sobre el Coliseo. “La arquitectura romana, en concreto el Coliseo, tiene esa fuerza de definición del todo, que en algunos momentos demanda la arquitectura con una condición rotunda y una dimensión inmensa. En ese aspecto, el Coliseo, a diferencia del Panteón, resuelve a un tiempo algo muy hermoso: el problema de forma y uso. Es una arquitectura que viene del teatro griego; teatro griego que no templo griego, porque entiende que los problemas de forma van ligados casi directamente al uso que tienen las cosas. En el caso del Coliseo todavía va más allá, con esa planta ligeramente ovalada, esas medidas determinadas y ese doble foco que tiene la elipse frente a la condición más estricta, más dura, del círculo”, añade Moneo.
Vista interior del Coliseo, galería de acceso al graderío. Foto: Marina Valcárcel
La arquitectura romana era ante todo práctica. Cumplía con rigor militar su función propagandística: difundir pequeñas Romas a lo largo del imperio. Todas tendrían su foro, su basílica, su acueducto, su anfiteatro... “La historia de la civilización no se entiende sin Roma, sin el imperio y sin la Iglesia. Todo eso se ha convertido en arquitectura. La cultura se deposita en la arquitectura y esa es la lección de esa ciudad”, concluye Moneo.
Para ello, Roma se apoyó en dos descubrimientos revolucionarios: el hormigón y la difusión del ladrillo. La arquitectura griega estaba basada en la línea recta: pilares y dinteles rectos. El genio romano construye estructuras curvas. Esto no se podía hacer, al menos no en cualquier magnitud, en piedra tallada. Se necesitaba una sustancia plástica y maleable, y los romanos la hallaron en el hormigón. Con él levantaron acueductos, arcos, cúpulas y carreteras. Era el material del poder y la disciplina. Era fuerte y barato, lo que permitía construir estructuras muy grandes. Y el tamaño tenía un atractivo especial para los romanos a la hora de construir su imperio. Pero además, con la producción de ladrillos, los romanos llegaron a generar un material a un nivel casi preindustrial. Cada colonia del imperio tenía su fábrica de ladrillos, cada una con su peculiaridad local. “Era cómo las ánforas, cada ciudad tenía su tipología: las de la Bética eran panzudas y de boca estrecha, y así el aceite que llegaba desde Andalucía se reconocía del resto que llegaba desde otros puntos del imperio al puerto de Ostia”, explica la doctora Rea.
Sin autor conocido
No se sabe quien fue el arquitecto del Coliseo. Sólo podemos imaginarlo a través de ese cuadro de Alma Tadema en el que le representa como un hombre maduro, pensativo, que con la mano izquierda se aprieta la barbilla, mientras con la otra dibuja sobre la arena el primer boceto de un edificio descomunal. Es como si el pintor neerlandés hubiera querido honrar a la Arquitectura a través del dibujo que este artista imaginario presenta a Vespasiano y que parece contener en él todas las arquitecturas posteriores: desde San Petersburgo hasta el Capitolio en Washington; de magnificencia en magnificencia.
“La superposición de los órdenes clásicos en la fachada del Coliseo se convirtió en un motivo de inspiración para el arte constructivo del renacimiento. Todos los palacios posteriores vienen de ahí”, concluye la doctora Rea.
Lawrence Alma-Tadema (1836-1912). El arquitecto del Coliseo.
Infierno subterráneo
Barbara Nazzaro, directora técnica del Coliseo acompaña a la doctora Rea, ambas nos sugieren despedir esta visita con un “descenso a los infiernos”. Los sótanos, a unos seis metros de profundidad, son un entramado de túneles de piedra ennegrecida, olor a humedad y agua que corre entre nuestros pies, allí recordamos la leyenda negra de Nerón, el emperador cuyo espectro parece habitar estas galerías. Nerón mandó edificar en este valle del Coliseo la piscina artificial de su Domus Aurea. Su suicidio en el año 68 y posterior damnatio memoriae, -una suerte de ley de antimemoria histórica- sólo sirvió para enterrar la residencia imperial. El emperador acabó dando su nombre a la bestia. Coliseo no significa edificio gigantesco, sino lugar del coloso: ese coloso era una estatua suya, de 35 metros, fundida en bronce que presidía el vestíbulo de ese prodigio de extravagancia de Nerón que fue su residencia.
Reproducción de la estatua en bronce de Nerón para el vestíbulo de la Domus Aurea
Los sótanos son la maquinaria secreta que accionaba los espectáculos a gloria del emperador: representaciones totales con escenarios fastuosos, bosques artificiales y efectos especiales. Acogen desde la dársena que albergaba las embarcaciones para las naumaquias hasta los espectáculos de caza. Los animales exóticos deslumbraban al pueblo absorto ante la grandeza de su imperio: leones, panteras, leopardos, tigres y elefantes traídos de Africa; jabalíes, osos y ciervos de Alemania. Desde los corredores repletos de jaulas y por medio de unos montacargas, las fieras ascendían hasta la arena en intervalos de minutos. En este laberinto el hedor de los animales se mezclaba con el olor de los esclavos y el humo de las antorchas. En unos soportes de metal se ensartaban las vigas que sostenían los montacargas, estos funcionaban por un sistema de cabrestantes operados por esclavos. Al principio los ascensores eran 28: “Estamos hablando de que por entonces eran necesarias más de 200 personas para ponerlos en marcha”, precisa Rosella Rea. Más tarde se construyeron 32 montacargas más. Unas trampillas permitían el acceso de las fieras a la arena. Alrededor de un millón de animales salvajes se mataron en el Coliseo en el periodo en el que sirvió como lugar de entretenimiento de las masas, según Dion Casio. Las diferentes plantas que crecen hoy entre las piedras el Coliseo constituyen un legado de estos animales. Fueron ellos los que trajeron desde tierras lejanas estas semillas, y el Coliseo se fue poblando entre sus piedras de estas especies vegetales que prefirieron florecer en paz por todo el edificio.
Reproducción de uno de los montacargas en los subterráneos del Coliseo Foto: Marina Valcárcel
Dársena en el interior del Coliseo Foto: Marina Valcárcel
A partir de los siglos posteriores a la antigüedad y durante la Edad Media el anfiteatro, en cierto modo, era de quien se lo apropiaba: monjes que se instalaban y que venían de los conventos de los campos y viñedos cercanos, familias aristocráticas -como los Frangipani- que lo fortificaban, gente común que lo convertía en su refugio, en su negocio, en su casa, que comía, dormía o cocinaba allí. El coliseo no coincide con ninguna de las tipologías de edificio conocidas: no es un templo, ni un palacio, ni una iglesia. A medida que pasan los siglos esta indeterminación adoptó contornos diabólicos: será cantera para la construcción de otras iglesias -el travertino de su fachada se convierte las escaleras de San Pedro del Vaticano- o se verá repleta de edículos para el Vía Crucis o será soñada en los proyectos mentales de Bernini y Fontana que quisieron edificar Iglesias que crecieran de su arena, reavivando historias sobre el martirio.
“Quamdiu stat Colysaeus stat et Roma, quando cadet Colysaeum cadet et Roma, quando cadet et Roma cadet et mundus” (Mientras el Coloso siga en pie, Roma seguirá en pie: cuando caiga, caerá Roma: cuando caiga Roma, lo hará el mundo). Esta sentencia atribuída a Beda el Venerable (672-735) parece una profecía que reviste al monumento de una responsabilidad fundamental, situándolo como testimonio de la supervivencia de la historia, espejo de Roma, a su vez espejo del mundo.
Puerta de acceso al Coliseo. Foto: Marina Valcárcel
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- Escrito por Marina Valcárcel
Dice el Talmud que Dios concedió diez medidas de belleza al mundo. Nueve fueron para Jerusalén y sólo una para el resto. La Ciudad Santa no tiene ríos, no mira al mar ni tiene jardines, es más bien ocre y pedregosa instalada, sobre un conjunto de lomas que derivan de las montañas de Judea. ¿Qué es Jerusalén?, ¿Es un concepto, una herida, un estado mental? Jerusalén son dos rocas y un muro. Es la custodia de las tres piedras símbolo de las tres religiones surgidas del mismo libro: el Muro occidental para los judíos, la losa del Sepulcro para los cristianos y la piedra de Mahoma para los musulmanes. Podríamos decir que su poder reside en la promesa de lo cósmico, es decir, en ser el centro de las historias sobre la creación. Según el recuento de Enrich Cline en 2005, Jerusalén ha sido 12 veces destruida, 23 veces sitiada, 52 veces capturada, 44 veces recuperada.
Dice el Talmud que Dios concedió diez medidas de belleza al mundo. Nueve fueron para Jerusalén y sólo una para el resto. La Ciudad Santa no tiene ríos, no mira al mar ni tiene jardines, es más bien ocre y pedregosa instalada, sobre un conjunto de lomas que derivan de las montañas de Judea. ¿Qué es Jerusalén?, ¿Es un concepto, una herida, un estado mental? Jerusalén son dos rocas y un muro. Es la custodia de las tres piedras símbolo de las tres religiones surgidas del mismo libro: el Muro occidental para los judíos, la losa del Sepulcro para los cristianos y la piedra de Mahoma para los musulmanes. Podríamos decir que su poder reside en la promesa de lo cósmico, es decir, en ser el centro de las historias sobre la creación. Según el recuento de Enrich Cline en 2005, Jerusalén ha sido 12 veces destruida, 23 veces sitiada, 52 veces capturada, 44 veces recuperada. Es la única ciudad del mundo donde la historia es pasado pero también futuro. Se tenga o no se tenga fe, aquí reside su energía caótica y propulsiva.
A lo largo de la historia de la humanidad el hombre ha venerado algunos lugares: el Ganges a su paso por Benarés, el Valle de los Reyes en Egipto o la tumba del poeta Hafez en Irán. Todos ellos son realidades. Jerusalén es un monte de preguntas. ¿Fue el Jardín del Edén? ¿La piedra sobre la que se colocaría el Arca de la Alianza? Según los mitos hebreos, el lugar donde se levantaba el templo era el mismo por donde habían brotado las aguas del diluvio. Esa roca se llamaba Ebhen Shetiyyah, la piedra de los Cimientos, y había sido el primer cuerpo sólido de la creación, cuando Dios creó la tierra separándola de las aguas primigenias. En ese mismo punto pudo suceder que el rey David viera lavarse a Betsabé, a consecuencia de lo cual la tomó por mujer. Sus obras mortales y errores personales bastaron para que Dios le dijera que no construyera el templo, sino que dejase la tarea a Salomón, el hijo que había tenido con Betsabé. En el libro de las Crónicas, David confiesa: “ Dios me dijo: Tú no edificarás casa a mi nombre porque eres hombre de guerra”. Se considera que el muro occidental donde rezan todavía los judíos, formaba parte del templo.
Cementerio judío desde el torrente del Cedrón
Esperar la redención
El futuro se adivina mirando la ciudad desde lo alto del Valle del Cedrón o de Josafat donde se extiende, hace 3.000 años, el mayor cementerio judío del mundo. Apenas queda espacio, entre las 150.000 lápidas, para nuevos enterramientos. Por eso las primeras filas han sido compradas a precios inimaginables por grandes familias de banqueros judíos que hoy viven en Manhattan. Quieren asegurarse un puesto el día en el que, según los profetas, Dios inicie allí la redención. Todos se entierran con los pies mirando al monte del templo, en huecos idénticos de 120 centímetros. El día del Juicio Final el Señor deberá encontrarles en la buena dirección.
El torrente del Cedrón cae por debajo del cementerio y separa la ciudad de los tres montes a la izquierda el monte Scopus, sede de la universidad Hebrea, el monte de los Olivos y el monte del Escándalo. Dentro de las murallas, encargo de Solimán el Magnífico a su arquitecto Mimar Sinán -el mismo que engalanó Estambul con sus más hermosas mezquitas- la Ciudad Vieja queda dividida en cuatro barrios: armenio, judío, cristiano y musulmán. Son cuatro mundos separados aunque compartan el mismo sol y el mismo Dios. En cada uno huele distinto: a café con cardamomo, a tabaco de narguile, a pan dulce, a sangre seca de cordero. Desde la puerta de Damasco se ven mujeres que ordenan hojas de espinacas sobre trapos en la calle, banderas con la estrella de David - ninguna bandera palestina, están prohibidas- muchachas que venden melocotones y cerezas en carros de madera, muecines que llaman a la oración desde la cercana mezquita de Al-Aqsa, jóvenes con velo, monjas de blanco y azul, popes de negro, judíos ortodoxos con caftán y sombrero oscuro, soldados israelíes con su fusil UZI en alerta. También perros vagabundos. Y mucha basura. Impactos de obuses, sirenas de ambulancias y restos de alambrada.
El resto de la Ciudad Vieja abarca una constelación de lugares santos. Los dos monumentos más importantes no judíos, la Cúpula de la Roca y el Santo Sepulcro, como previendo la tensión que se viene encima, fueron sepultados en 2017.
Obras de restauración
En las horas en las que escribimos estas líneas, Abdallah de Jordania visita al Papa en el Vaticano: “Mi querido amigo y hermano” y le hace entrega de un cuadro que representa la Ciudad Eterna. La dinastía hachemita es custodia de los Santos Lugares musulmanes en Jerusalén. También en estos días culminan los siete años de restauración de los 1.525 metros cuadrados de mosaicos de la Cúpula de la Roca y la mezquita de Al-Aqsa. En la explanada de las mezquitas restauradores jordanos y palestinos han trabajado en silencio, en las horas en las que vuelve a desatarse la ira. Los mosaicos restaurados, que decoran las paredes y la bóveda del famoso edificio octogonal, están formados por más de dos millones de teselas de cristal de colores con oro, plata y madreperla. Las doradas contienen, en su alma de cristal, una fina lámina de oro.
La Cúpula de la Roca es el edificio musulmán más antiguo del mundo. Custodia la roca de Mahoma quien, por su cercanía a la fe hebrea, también tuvo a Jerusalén por Ciudad Santa. Según una tradición llena de poesía, recibió sus primeras revelaciones del ángel Gabriel, éste le dijo que era el mensajero de Alá. Años más tarde, se le habría aparecido de nuevo montado en un caballo blanco. Con él galopó hasta llegar a la roca sagrada que estaba en lo alto del Monte Moria, lugar clave para la fe hebraica: era la piedra sobre la que Abraham ofreció a Dios el sacrificio de su hijo Isaac. Desde allí Mahoma había subido en una escalera de luz hasta el séptimo cielo donde había sido proclamado superior a los profetas del Antiguo Testamento. El viaje a los cielos se recuerda en la sura 17 titulada: “Los hijos de Israel”. Cuando el califa Omar llegó a Jerusalén en 638, seis años después de la muerte de Mahoma, hizo construir una mezquita de madera que más tarde se convertiría en la mezquita de Al-Aqsa. Los herederos de Mahoma establecieron su capital en Damasco y decidieron hacer de Jerusalén un lugar de peregrinación tan importante como La Meca y Medina. Recurrieron a arquitectos bizantinos, griegos y egipcios para que hicieran la Cúpula de la Roca sobre la piedra sagrada del monte Moria; un octogono con 12 pilares interiores y cuatro soportes para la semiesfera dorada. Eran las formas y los números sagrados de la religión oriental. La mezquita de Al-Aqsa, más pequeña, en el extremo sur de la plataforma recibió una cúpula plateada y puertas de oro y plata. Aquellas dos estructuras benditas eran imanes para los fieles.
Interior del Santo Sepulcro
La restauración del Santo Sepulcro, que concluyó en marzo, ha liberado al edículo del corsé de barras de hierro que le oprimía desde los años 1930. Ahora puede verse tal y como fue concebido en 1810. El equipo dirigido por la ateniense Antonia Moropoulou es unánime al describir el momento más emocionante de los nueve meses que duraron las obras: la retirada de la lápida del Sepulcro donde la tradición cristiana sitúa los restos de Jesucristo. Detrás de la diminuta Puerta del Ángel, antecámara del lugar del enterramiento, se ha colocado una pequeña ventana que deja al descubierto la roca original del Sepulcro.
“Día de la rabia”, diciembre 2017. Calles de Ramala.
Día de la rabia
Los periódicos internacionales abrían estos días con distintas variaciones sobre una misma foto: un joven lanza una piedra con su onda en mitad de una revuelta. Son las calles de Ramala en el “Día de la rabia”, denominado así por Hamas para alentar a los palestinos contra la decisión de Trump, el pasado 6 de diciembre, de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y anunciar el traslado de la embajada de EEUU a esta ciudad desde Tel Aviv. El joven de la foto lleva la cara cubierta por la kuffiya de una nueva Intifada y el gesto del odio. Es un discóbolo de la era de Instagram. La onda expansiva de esa piedra esta girando ya en forma de espiral de violencia. Ninguna de las partes quiere volver a perder a sus hijos.
Hace 70 años, Naciones Unidas acordó el plan de partición de la Palestina que se encontraba bajo mandato británico desde el fin de la I Guerra Mundial. Algo más de la mitad del territorio fue adjudicado al Estado judío, proclamado oficialmente en mayo de 1948, y el resto estaba previsto para un futuro Estado árabe. Jerusalén debía situarse como un corpus separatum, una entidad distinta bajo jurisdicción internacional. Pero la guerra que libraron fuerzas judías y países árabes, hasta que se selló el armisticio en julio de 1949, arruinó los planes de la ONU. El Oeste de la ciudad fue ocupado por Israel, que estableció allí su capital, y el Este quedó bajo control jordano, al igual que Cisjordania. Una Línea Verde de alto el fuego dividió la ciudad con alambradas y barricadas hasta la victoria israelí en la guerra de los Seis Días de 1967. Desde entonces, incluso los aliados más cercanos de Israel han mantenido sus embajadas a 70 kms de distancia.
Jerusalén es al tiempo gloria y pecado. Son muchos los escritores han dejado su huella en el antiquísimo palimpsesto de Jerusalén. Desde los libros de viajes del siglo XVI que decoran hoy las vitrinas de la Biblioteca Nacional con su exposición Urbs Beata Hierusalem, a las palabras de Chateaubriand: “Quedé con la mirada fija sobre Jerusalén, midiendo la altura de sus muros, recibiendo a la vez todos los recuerdos de la historia... De vivir mil años, no olvidaría ese desierto que parece respirar todavía la grandeza de Jehová y los espantos de la muerte.”
Medidas de dolor
Sin embargo, dice The Economist, el reparto en medidas de belleza del Talmud parece a veces equivocado. ¿Y si fueran medidas de dolor las que Dios diera al mundo, nueve para Jerusalén y una para el resto?
Hay dos ejemplos de edificios en la ciudad hoy. Yad Vashem es uno de los museos más impresionantes del mundo. Sus objetos, fotografías y videos subrayan la capacidad del hombre para crear destrucción entre sus iguales. Es el museo del Holocausto en Jerusalén, sus 180 metros de pasadizos y galerías describen la historia del exterminio de seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Situado en la Colina del Recuerdo, Yad Vashem fue fundado en 1953 por un acto del parlamento israelí. El edificio de Moshe Safdie es brutal. Un prisma triangular que parece penetrar de un lado de la montaña y salir por el otro. La sensación visual es única: una base casi en penumbras pero un cielo ligeramente iluminado. Muerte física, pero también vida espiritual: “Et je leur donnerai dans ma maison et dans mes mures un memorial (Yad) et un nom (Shem) qui ne seront pas effacés” Isaïe 56,6. -“Y les daré en mi casa y entre mis muros un memorial (Yad) y un nombre (Shem) que jamás serán borrados” Isaías 56,6-. Yad Vashem recibió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2007.
Museo Yad Vashem
A pocos metros de este museo y como prolongación del mensaje está el hospital Hadassah, el banco de piel más grande del mundo. Surgió en los años de la Segunda Intifada, cuando las cifras gritaron casi un centenar de ataques suicidas, 5.000 muertos y decenas de miles de heridos, muchos de ellos quemados. Allí se mantienen, congelados en nitrógeno líquido, alrededor de 170 metros cuadrados de piel, suficientes para tratar a casi cien personas con quemaduras en el 50 por ciento de su cuerpo. Todo en Jerusalén son líneas divisorias, vías dolorosas, puestos fronterizos y muros, como la grieta de Doris Salcedo. Esa cicatriz de cemento que aún perdura en el suelo de la Sala de las Turbinas.
También sus escritores
Finalmente, Jerusalén hoy es también sus escritores. Amos Oz, A.B. Yehoshua. En libros como La vida entera pero, también, en sus vidas. El texto que David Grossman leyó en el funeral de su hijo Uri muerto el 21 de agosto de 2006, cuando el carro de combate en el que se encontraba en el sur del Líbano fue alcanzado por un misil de Hezbolá, explica una manera de vivir con serena severidad y rodeada de un mar de enemigos: “Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos empiezan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír... Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor.”
Interior del museo Yad Vashem
- Jerusalén, un enigma de la Historia - - Alejandra de Argos -
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- Escrito por Marina Valcárcel
El final de la película de Paolo Sorrentino es una toma muy lenta sobre el Tíber. La cámara se pasea a la altura de la mirada de una gaviota, de una orilla a la otra, sobrevolando parejas que pasean en verano, conviviendo a ratos con el cauce del agua, atravesando los ojos oscuros de los puentes, rozando las farolas encendidas para un amanecer romano. La última imagen de esa sigla final, tan serena, de La Gran Belleza es una aproximación al Puente Sant’Angelo. Antes del fundido en negro, Sorrentino nos abandona sobre uno de los ángeles que Bernini ideó para decorar el puente que une el Vaticano con el Tíber. Desde ahí pensamos sobre lo que fue la ciudad de los papas, el centro del mundo en el siglo XVII y el prodigio de un único hombre que tenía una ciudad metida en la cabeza.
Detalle de El Rapto de Proserpina, 1621-22, Galleria Borghese, Roma.
El final de la película de Paolo Sorrentino es una toma muy lenta sobre el Tíber. La cámara se pasea a la altura de la mirada de una gaviota, de una orilla a la otra, sobrevolando parejas que pasean en verano, conviviendo a ratos con el cauce del agua, atravesando los ojos oscuros de los puentes, rozando las farolas encendidas para un amanecer romano. La última imagen de esa sigla final, tan serena, de La Gran Belleza es una aproximación al Puente Sant’Angelo. Antes del fundido en negro, Sorrentino nos abandona sobre uno de los ángeles que Bernini ideó para decorar el puente que une el Vaticano con el Tíber. Desde ahí pensamos sobre lo que fue la ciudad de los papas, el centro del mundo en el siglo XVII y el prodigio de un único hombre que tenía una ciudad metida en la cabeza.
Ponte Sant’Angelo, Roma
Estos días, Roma celebra el 20 aniversario de la reapertura de la Galleria Borghese con una exposición dedicada a Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), el último de esos genios universales que hicieron de Italia el corazón artístico de Europa durante más de 300 años. No sólo fue el gran escultor del siglo XVII; también fue arquitecto, pintor, autor dramático y, sobre todo, fue el director de la Roma papal, la que habrá de conservarse hasta nuestros días, la muestra más grandiosa de urbanismo que jamás se haya intentado. Bernini sirvió a ocho papas en la ciudad del Barroco, el estilo surgido del catolicismo triunfante de la Contrarreforma. En 1600, Italia había pasado ya por muchos trecentos, quattrocentos, cinquecentos... Y de repente, en el paréntesis de cien años que cubre el seicento, está más activa que nunca ¿Por qué Italia vuelve y vuelve al genio en su versión casi absoluta? ¿Cuál es el misterio de esta pequeña península mediterránea, entre España y Turquía? ¿Qué receta guarda esta factoría de artistas, desde Giotto a Modigliani? ¿Cuál es la relación entre política, Reforma y Contrarreforma?
Miramos estos diez ángeles diseñados por Bernini, entre 1668 y 1669, cuando sólo esculpía obras llenas de emoción. Los ángeles del puente se lamentan entre nubes, azotados por el viento, Castel Sant’Angelo, macizo y redondo, queda detrás rematado por su ángel negro. En sus años finales, Bernini, más que nunca, empleaba el ropaje como idioma para traducir sus sentimientos.
El Ponte Sant’Angelo unió las orillas del Tíber en el siglo I; en la Edad Media fue el acceso al Vaticano; desde el siglo XVII, a lo largo de todo el camino, el peregrino era abrumado por el arte de Bernini. Es un zoom inigualable: los brazos ovalados de la Columnata de San Pedro, el Baldaquino en bronce, el alucinado San Longinos, ese centurión romano que con su lanza atravesó el costado de Cristo, la Cátedra de San Pedro el mayor símbolo de la nueva Ecclesia Triumphans...
San Pedro del Vaticano, Roma
En el siglo XVII el poder de la Roma de los papas era descomunal. La Iglesia, a pesar de haber perdido parte de sus territorios, obtuvo una sensación de triunfo después de salvar de la herejía al dogma católico. Los nuevos papas transfirieron el deseo de poder a un imperio espiritual: creían que eran los herederos de los emperadores romanos. San Pedro del Vaticano fue su obra y Bernini su maestro durante 57 años ininterrumpidos. Cuando el joven escultor, que no había cumplido los 30, recibe el encargo de Urbano VIII para completar San Pedro, acepta una hazaña superior, creemos, a la sustitución de las Torres Gemelas voladas en Nueva York en 2001.
Detalle de David, 1623-24, Galleria Borghese, Roma
Bernini en la Galleria Borghese
A la ya inigualable colección del cardenal Scipione Borghese, que da nombre a la galería, desplegada en su villa sobre la Piazza del Popolo y el monte Pinzio rodeada de jardines, limoneros y fuentes, se han unido casi todas las pinturas que se atribuyen a Bernini. Están, además, sus dos Crucifixiones frente a frente, ambas en bronce y ambas fuera de Italia, la de El Escorial y la de Toronto. Pero sobre todo, están sus más grandes bustos: la primera y segunda versión de Scipione Borghese y el de Constanza Bonarelli.
Busto del Cardenal Scipione Borghese, 1632, Galleria Borghese, Roma.
Bernini produjo una transformación total en el retrato, lo sacó de su inmortalidad renacentista para devolverlo a la vida. Era un prodigioso artesano que había aprendido el oficio junto a su padre, también escultor. Jamás fue al colegio, no sabía latín y desde niño se escapaba de las horas de trabajo en Santa Maria Maggiore hasta la que fue su única escuela: los Museos Vaticanos. Allí observaba el Torso de Belvedere o el Apollo y hacía sus primeros bocetos. Pero además de su talento ejecutor, Bernini tenía el concetto, la idea, metida entre las sienes. Daba igual que fuera para una ópera o una plaza. Uno de los concetti que le obsesionaron era retar a los materiales, sobrepasar sus límites: forzar la blancura del mármol hasta que pareciera de color. Se inventaba melenas furibundas cargadas de sombras, barbas profundas como la espuma del mar, trabajadas con el trépano, manos de dioses que se hundían en la carne de una ninfa, lágrimas que corrían por las mejillas... De manera aún más ambiciosa, dotaba a la piedra fría e inanimada de calor, movimiento y vida.
Detalle de Apolo y Dafne, 1622-25, Galleria Borghese, Roma
Dejar que la ciudad ceda sus misterios
En el prólogo de Alejo Carpentier a El amor a la ciudad, leemos: “Andar una ciudad es desandarla, deconstruirla y mirarla hasta que ceda sus misterios”. Esta exposición ofrece una emocionante segunda parte: descubrir a Bernini paseando Roma tras los éxtasis de las santas en las capillas de las iglesias, en el bronce robado a la fachada del Panteon para construir su Baldaquino; en las abejas, emblema heráldico de los Barberini, que cubren dioses mitológicos y monumentos funerarios; en sus fuentes con Neptunos desnudos saliendo de conchas o con elefantes cargando obeliscos...
Éxtasis de Santa Teresa, Capilla Cornaro, Iglesia de Santa María della Vittoria, Roma.
Y en fin, en la Piazza Navona que vemos hoy. El cardenal Giambattista Pamphili estaba, en 1644, en su casa de esta plaza cuando fue elegido Inocencio X. Hubo muchos comentarios sobre su deseo de no trasladarse al Vaticano. Tenía horror a ese lugar lejano, del otro lado del Tíber, con sus salones repetidos y sus museos sagrados. Quería quedarse en Roma, en aquella plaza que había acogido hacía 16 siglos a las cuadrigas, a los caballos, al grandísimo espectáculo romano. La Piazza Navona se levanta sobre el Circus Agonalis, el estadio de Domiciano -año 85- cambiando luego el nombre in agone a navone y con el tiempo a navona. Inocencio X decidió dar un impulso a su ya poderosa familia: agrandar su palacio y redecorar su plaza. Después de muchas historias difíciles, Bernini fue elegido y empezó a dibujar y a cincelar La Fuente de los Cuatro Ríos. Muchas veces al pasear por la noche en esta plaza imaginamos a Inocencio X detrás del retrato de Velázquez, con su mirada crítica y calculadora desde lo alto de su ventana, al final de la galería pintada por Pietro da Cortona que de noche, aún hoy, queda encendida como forzando su memoria. Desde allí, el papa supervisaba el trabajo del escultor, veía crecer la palmera doblada por el viento, el coloso del moro, símbolo del Nilo, la roca que un empecinado Bernini quería sacar del suelo, para luego horadarla y hacer que, como por arte de magia, sujetara el obelisco. Quedan también, suspendidas en la memoria de esta noche, las más de 40 versiones que hizo Francis Bacon del cuadro de Velázquez y el vídeo en el que Jeremy Irons lee las palabras del pintor irlandés en una voz única: “Siento hambre por la vida, ese hambre es la que me ha hecho vivir. Como. Bebo, hasta que surge la emoción de lo creado... Creo que el arte es una obsesión por la vida.”
Diálogo en una sala del Vaticano
“Art follows money”, se dice también. Surge alguna pregunta sobre los mecenas y el poder. ¿Qué ocurre hoy con con el imperio del mercado del arte? Quizás esto sea como meter un pie en la cabeza de la medusa de Bernini. Esperamos a la entrada de los Museos Vaticanos y recordamos la exposición de Damien Hirst, el año pasado en Venecia; aquel coloso que parecía romper el techo del Palazzo Grassi, sede del imperio Pinault. Todo aquello nos dio un poco de frío. Hoy nos esperan el Laocoonte: luego vienen las obras de Miguel Ángel y Rafael... y una sala en la que nos sacude un cortocircuito: el Descendimiento de Caravaggio, ese cuadro vertical que cae desde lo alto de María Magdalena, en un plano fijo hasta la mano muerta de Cristo. Bajo el vértice de la lápida no queda nada: oscuridad y abismo.
Ángel de Bernini frente al Descendimiento de Caravaggio, Museos Vaticanos, Roma
¿Qué es una obra de arte? se preguntaba Kenneth Clark en su tratado de apenas 40 páginas. Respuesta: una obra de arte es un instante de iluminación en la cabeza de un genio que es capaz de forzar una punzada en nuestro estómago. Caravaggio, desde la pared, establece un diálogo con un ángel de Bernini en la mitad de la sala. Ángel arrodillado. Es un molde para un altar del Vaticano, por eso las varillas de hierro que forman sus alas quedan al descubierto, han perdido el yeso que sujetaban; lo mismo que los atillos de paja apretada que daban forma a sus brazos bajo la capa de barro. Es un ángel previo a otro ángel. Punzada en el estómago.
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- Escrito por Marina Valcárcel
Raramente unas gafas habían sido las protagonistas de una ejecución. Pero las gafas de Khaled al Assad habían visto demasiado. Director de la ciudad histórica de Palmira, hacía cuatro décadas, llevaban mimando cada fuste de la gran columnata del palmeral, cada esfinge del templo de Bel. En la primavera de 2015 Al Assad vivía tranquilo, jubilado, pero siempre cerca de sus ruinas. Al principio del conflicto en Siria, Palmira parecía a salvo de la línea de combate. Pero en mayo los milicianos de Daesh se acercan. La ciudad se vacía, el ejército sirio huye y este hombre de 82 años decide trazar un plan. Horas antes de la entrada de los yihadistas en la ciudad, avanza hacia su museo, convoca en secreto a su hijo y a su yerno, los tres seleccionan las 900 piezas más valiosas y organizan su evacuación en tres camiones hacia Damasco.
Asesinato de 25 soldados del ejército sirio por Daesh, Anfiteatro de Palmira, julio 2015.
Palmira después de Daesh: Destrucción del Patrimonio y otras formas de terror.
Raramente unas gafas habían sido las protagonistas de una ejecución. Pero las gafas de Khaled al Assad habían visto demasiado. Director de la ciudad histórica de Palmira, hacía cuatro décadas, llevaban mimando cada fuste de la gran columnata del palmeral, cada esfinge del templo de Bel.
En la primavera de 2015 Al Assad vivía tranquilo, jubilado, pero siempre cerca de sus ruinas. Al principio del conflicto en Siria, Palmira parecía a salvo de la línea de combate. Pero en mayo los milicianos de Daesh se acercan. La ciudad se vacía, el ejército sirio huye y este hombre de 82 años decide trazar un plan. Horas antes de la entrada de los yihadistas en la ciudad, avanza hacia su museo, convoca en secreto a su hijo y a su yerno, los tres seleccionan las 900 piezas más valiosas y organizan su evacuación en tres camiones hacia Damasco. Después Walid, hijo de Assad, y su yerno huyen. El yerno de Al Assad está casado con su única hija, a la que al nacer el centinela de Palmira, llamó Zenobia, como la gran reina de la “perla del desierto”.
El resto de la historia es conocida. Los yihadistas toman la ciudad, se oyen las detonaciones bajo los templos de Bel y Baalshamim, también en el arco de triunfo, los edificios funerarios se riegan de minas, las imágenes dan la vuelta al mundo. Irina Bokova, directora de la Unesco, califica los hechos de crimen de guerra. En el suelo, 25 hombres ensangrentados y arrodillados delante del anfiteatro de Palmira mueren a punta de pistola por 25 muchachos hijos de los fanáticos, el mayor como de 12 años. Ondea la bandera negra del califa. Las hordas de Daesh tardan poco en llegar al museo; allí, ante su estupor, urnas y paredes están vacías, sólo encuentran en su despacho a un anciano que les espera apaciblemente. Al Assad fue detenido y torturado a diario durante un mes. El 18 de agosto su cuerpo apareció colgado por las muñecas, de la farola de la plaza de la ciudad, de su cintura colgaba un cartel donde se enumeraban “los pecados de quien dirigió el sitio de los ídolos”. Foto escalofriante. A sus pies está su cabeza a la que cuidadosamente habían puesto sus gruesas gafas de pasta negra.
El Corán contiene versículos en los que se dan definiciones sobre la decapitación: “Cuando sostengáis, pues, un encuentro con los infieles, descargad los golpes en el cuello hasta someterlos.” [47:4]. Hemos crecido en la idea de que para un musulmán ésta es la más humillante de las muertes. La resurrección, la vida futura, no son posibles si a la víctima le han cortado la cabeza.
Esta historia brutal, apenas tiene dos años de antigüedad, sin embargo, hace una semana Malamud Abdelkarim, director general de Antigüedades de Siria afirmaba: “Desde entonces hemos enterrado a 15 funcionarios del ministerio: cuatro fueron decapitados por Daesh, el resto falleció por francotiradores o explosiones”. Los verdugos extremistas están creando una nueva modalidad de héroes del patrimonio cultural sirio.
Palmira antes de mayo de 2015.
En una pequeña ciudad italiana
Estos días, en la apacible ciudad italiana de Aquilea, a 90 kilómetros al este de Venecia, se cierra una exposición que no debe quedar en el olvido: Retratos de Palmira en Aquilea. La primera en Europa dedicada a la ciudad siria después de su destrucción. Con una treintena de esculturas, mosaicos y fotografías ha pretendido difundir la importancia de un patrimonio cultural en peligro. Y toda ella, desde la inscripción de la entrada hasta las paredes pintadas del mismo azul que el museo de Palmira, son un homenaje al profesor Al Assad. Aquilea, conocida como “la madre de Venecia” es casi, por derecho propio, la sede de esta muestra que alberga a la Venecia del desierto. Dos ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco que dialogan a pesar de la distancia geográfica, mediante obras maestras. Quizás, este debería ser el espejo de algunos otros proyectos o germinaciones de una Europa que, desde hace un tiempo, se pierde y se encuentra a sí misma incesantemente. El arte como aglutinante.
Relieve funerario con los retratos de Batmalkû y Hairan, Palmira, siglo III d.C
Tesoro irremplazable
Entre la piezas de esta exposición se oían entrecruzadas dos voces calladas: la de Paul Veyne y sus 127 páginas de viaje al pasado en, Palmira: el tesoro irremplazable (Ed. Ariel, 2017), a la que seguía la voz enmudecida de Al Assad: “El oasis de Palmira -escribía Al Assad- aparece a lo lejos, protegido al oeste y al norte por una cadena de montañas donde culmina el Jebel Haian. Al este y al sur, la ciudad se abre al infinito. Un jardín de 500.000 olivos, palmeras y granados como una corona de laureles ceñidos al inmenso campo de ruinas. Columnas doradas, tumbas y, sobre todo, la imponente masa del santuario de Bel...”. Esta ciudad, cuya riqueza arqueológica es sólo comparable a Pompeya o a Éfeso, fue asentamiento desde el segundo milenio antes de Cristo, crisol de muchas civilizaciones antes de ser anexionada en el siglo I a.C al imperio romano; después alcanzó su máxima extensión bajo el reinado de la gran Zenobia. Palmira era el cruce de caminos de la vieja ruta de la Seda. En el siglo II a.C se hablaba arameo y griego entre las caravanas donde bullía el comercio; los romanos compraban incienso, pimienta, marfil, perlas y sedas de Persia, India y Arabia, a cambio de trigo, vino y aceite. Y es que, paseando entre las cabezas de los relieves funerarios de las familias pudientes de Palmira en esta exposición, se distingue una analogía con cualquier modelo de otras zonas del imperio romano, mezclada con un aire oriental. Una modernidad parecida al eclecticismo que se siente hoy en cualquier calle de Manhattan o de Barcelona, aquello que Veyne llama “rostros de ciudadanos del mundo”.
Detonaciones en Palmira. Mayo de 2015-marzo de 2016.
Palmira, la fértil reina del desierto, representa todo lo que los fanáticos odian: la apertura, el intercambio de culturas, la noción de patrimonio de la humanidad... Desafiaba con su belleza eterna la negrura de la brutalidad y la ignorancia. Estuvo en manos de Daesh entre mayo de 2015 y marzo de 2016. En 1814, Goya pinta ya la destrucción del arte en un dibujo de sus series: No sabe lo que hace, retratando a un hombre absurdo, descamisado, poseído de un gesto altivo pero con los ojos cerrados. Acaba de destrozar una escultura. Es un personaje de hoy. La iconoclasia ha existido siempre: desde Bizancio a la Reforma, desde la Revolución Rusa a la Entartete Kunst -arte degenerado- de los nazis. Sin embargo, desde la destrucción en 2001 de los Budas del valle afgano de Babiyán, asistimos a un nuevo modo de terrorismo. La yihad mediática. Los talibanes produjeron unas imágenes cuya eficacia planetaria sólo ha sido superada por la foto de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Desde entonces, internet no ha parado de difundir propaganda islámica poniendo de manifiesto la dificultad de controlar la circulación y el impacto de las imágenes electrónicas, desde la destrucción de manuscritos antiguos en Mali, los sitios patrimoniales de Jorsabad, la gran mezquita de Damasco o el Crac de los Caballeros hasta la furgoneta asesina de Barcelona o la amenaza sobre la Sagrada Familia. Hace pocos días, los líderes del Reino Unido, Francia e Italia encabezaron una propuesta para que los gigantes de internet retiren en menos de dos horas los contenidos extremistas que disemina Daesh. Urge tomar medidas. Ya lo dijo Veyne: “Conocer solo una cultura, la propia, supone condenarse a uno mismo a vivir sólo una vida, aislado del mundo que nos rodea”.