Severance y la filosofía

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¿Cuánto daría por no recordar en el trabajo sus problemas económicos? ¿Cuánto por olvidar el avance de su depresión desde que murió su padre? Más aún: ¿se imagina ejercer su trabajo al margen de la gravedad de la vida misma, esa que se abre a la vulnerabilidad que nos constituye, incluyendo sus heridas y cargas, incomodidades y sufrimientos? ¿O al margen de sus deberes, obligaciones y responsabilidades como padre, hijo o amigo, acaso como contribuyente o ciudadano, como ser humano que se expone de continuo a las inevitables transacciones y encuentros en las múltiples dimensiones de su espacio público y social?

¿Se imagina llegar a casa tras una agotadora jornada laboral y no tener que recordar a su odioso jefe? ¿Ni a ese compañero de trabajo insoportable con el que lidia todos los días? Mejor todavía: ¿se imagina no llevarse a casa ninguno de los sinsabores de su lugar de trabajo, olvidar sus dinámicas tóxicas y estresantes, sus enervantes lenguajes, convenciones y rituales? En suma: ¿se imagina abrir la puerta de su hogar y tener la certeza de que ninguna de estas dimensiones del mundo laboral va a interferir en su vida personal?

severance desk

 

Planteemos ahora el escenario inverso. ¿Cuánto daría por no recordar en el trabajo sus problemas económicos? ¿Cuánto por olvidar el avance de su depresión desde que murió su padre? Más aún: ¿se imagina ejercer su trabajo al margen de la gravedad de la vida misma, esa que se abre a la vulnerabilidad que nos constituye, incluyendo sus heridas y cargas, incomodidades y sufrimientos? ¿O al margen de sus deberes, obligaciones y responsabilidades como padre, hijo o amigo, acaso como contribuyente o ciudadano, como ser humano que se expone de continuo a las inevitables transacciones y encuentros en las múltiples dimensiones de su espacio público y social?

Pues bien, ambos escenarios no remiten a una utopía, sino a una distopía que lleva por título Severance, una conocida serie de ciencia ficción producida por Apple TV+ –traducida al castellano por Separación y disponible también en Movistar +–, cuya segunda temporada ha terminado recientemente y sobre la que quisiera compartir algunas reflexiones filosóficas tan incidentales como abiertas; pues felizmente esta trepidante serie no ha concluido, y todo cuanto escriba sobre esta obra creada por el guionista Dan Erickson y dirigida y producida por Ben Stiller deberá mantenerse en una prudente provisionalidad. Confirmada una tercera temporada, la interinidad de estas notas de trabajo constituyen un alto en el camino para subrayar algunos motivos y temas que la emparentan con la filosofía, y en tal condición cabrá ejercer un derecho a veto futuro.

Severance se centra en la vida de Mark S. (Adam Scott) como empleado de una multinacional llamada Lumon Industries; hasta aquí todo normal. Sin embargo, la distopía existe porque él y los otros tres trabajadores que forman el departamento de “Refinamiento de Macrodatos” –Irving B. (John Turturro), Dylan G. (Zach Cherry) y Helly R. (Britt Lower)– se han sometido voluntariamente a un proceso de separación cognitiva conocido como “severance”. Tal es la sugerente premisa: Lumon les ha implantado un chip cerebral que permite disociar completamente su vida laboral de su vida personal. Así, de nueve a cinco, de lunes a viernes, Mark S. es un tipo moderadamente contento y diligente que lidera un departamento que cumple sus objetivos cuatrimestrales; pero al terminar su jornada y abandonar la planta subterránea con el ascensor, el chip se activa y retorna a su rutinaria vida como Mark Scout, a su aislamiento social y reciente viudedad, a la soledad de su casa apareada, triste y vacía como él, sin recordar en absoluto qué ha hecho, vivido o sentido en la oficina.

 

Dos identidades, un pacto fáustico

He aquí el particular contrato firmado con su empleador, un pacto fáustico que plantea un ángulo interesante sobre el problema filosófico de la identidad: mientras dure su vinculación laboral con Lumon, ni Mark S. sabrá de Mark Scout, ni Mark Scout sabrá de Mark S. La activación del implante al entrar y salir de la oficina garantiza que no compartan experiencias ni recuerdos, creando dos sujetos estancos que tienen percepciones y conciencias del tiempo vivido inconmensurables. Desde esta perspectiva, Severance aborda interrogantes clásicos sobre qué define realmente nuestra identidad personal. De hecho, ¿son o no la misma persona? Así, por ejemplo, si el criterio fuera la continuidad o no de la conciencia –cuya orientación se da como memoria, tal como sostuvo Locke–, habría argumentos para defender la idea de dos Marks distintos; por más que compartan un mismo cuerpo, parecerían constituir dos identidades solipsistas en diferentes tiempos y lugares, incapaces de transaccionar recuerdos ni percepciones de lo vivido.

Sobre el papel, el contrato promete una separación perfecta: el diseño no tanto de un alter ego en el que se interiorizaría una faceta oculta o inconsciente del sujeto, sino la promesa tecnológica de dos identidades aparentemente autónomas que actuarían en dos esferas de acción distintas: la laboral y la personal; al primero lo llamarán, coloquialmente, innie, al segundo, outie. He aquí el inicio de la declaración grabada que este último deberá leer antes de someterse a la operación:

I have, of my own free accord, elected to undergo the procedure colloquially known as severance. I give consent for my perceptual chronologies to be surgically split, separating my memories between my work life and personal life.

Todo contrato, por supuesto, suele tener sus cláusulas abusivas, y según avanza Severance constatamos que la existencia de esas dos identidades nunca debe entenderse en términos de igualdad; de hecho, como buena distopía, la serie muestra que ocurre todo lo contrario, reactualizando la célebre crítica marxiana sobre cómo la alienación del trabajador le hace perder invariablemente la capacidad de determinar su vida y destino. Así, el contrato fáustico nos invita a una reflexión sobre cómo la alienación de los sujetos respecto de su trabajo en Lumon y respecto de sí mismos se troca en perversas formas de servidumbre, voluntarias e involuntarias, al menos desde dos vertientes: la servidumbre voluntaria con un mismo y la servidumbre involuntaria para con la empresa.

Por un lado, los cuatro empleados de “Refinamiento de Macrodatos” no son personas jurídicas que puedan hacer un uso pleno de sus derechos (laborales); es más, hablarles de remuneraciones justas o abusos gerenciales, de protección social, representación sindical o recurso a la huelga sería emplear un idioma tan desconocido como inservible. No hay reconocimiento de su identidad jurídica porque como trabajadores carecen de voz propia, y de hecho su destino jamás lo decidirán ellos sino solo sus outies fuera de Lumon: no podrán romper el contrato ni cogerse una baja, igual que no verán la nómina ni podrán pensar qué sueños cumplir con ella. Ante esta cárcel provocada por uno mismo y perfectamente diseñada por el empleador, esta primera forma de servidumbre voluntaria con uno mismo alcanza tintes trágicos: pues aunque, quemados, decidiesen abandonar su trabajo, incluso cuando, desesperados, intentasen suicidarse como la becaria Helly R., la última palabra la tendría siempre su outie. I am person. You are not. I make the decision. Yo do not, llegará a escuchar con dureza Helly R., con su propia voz e imagen grabadas desde afuera.

 

severance group

 

Enmarcado en una mordaz crítica a nuestras modalidades de (auto)explotación laboral, a las oscuras derivas del sujeto de rendimiento contemporáneo, este pacto fáustico ratifica la inquietante constatación de que Mark S. y su equipo no tienen elección ni huida posibles: inmovilizada su conciencia en ese espacio-tiempo, tienen que seguir trabajando para alguien que no son exactamente ellos, como rehenes de su propio secuestro; una suerte de autoexplotación externalizada y eternamente despierta, sin fines de semana, que nos habla de patologías bien cercanas aunque tamizadas por la negra sátira. Pero detrás del humor persiste la pesadilla, o más bien convive con ella creando una sensación de absurdo existencial, casi surrealista. Aunque terminen la jornada hastiados, con dudas o miedos, los cuatro despertarán nuevamente en el ascensor, de golpe, al día siguiente, encadenados a su puesto, a la manera de la vieja condena de Sísifo; pues no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza, alertó ya Camus, algo que encarnan los innies, cuya identidad está circunscrita a un presente productivo de ocho horas, a un bucle infinito de repeticiones insertadas en un brutal experimento conductista donde no saben de qué está narices están trabajando.

Por otro lado, el contrato fáustico nos habla también de una esclavitud involuntaria, puesto que la separación no genera, en el puesto de trabajo, una relación igualitaria entre empresa y persona. A primera vista, los empleados son ciertamente adultos, pero conviene no olvidar que cualquier nuevo trabajador nace adulto dentro de la empresa, en un sentido (casi) figurado: pues despierta de repente, un día, espatarrado sobre una larga mesa, y es la voz de sus propios compañeros la que lo activará, como quien configura un dispositivo, de modo que sus primeros pasos como homo laborans estén perfectamente protocolizados mediante un lacónico cuestionario. Who are you? What is your name? What is or was the colour of your mother’s eyes?, le preguntan a la neonata Helly R., a lo que seguirá un balbuceo silente. En el fondo, para Lumon ese terrible silencio es la prueba de toque de la completa falta de libertad e igualdad de sus trabajadores.

Bajo esta luz, la centralidad temática de la infantilización representa un ángulo decisivo de esta servidumbre. Dado que los innies son tipos productivos sin pasado ni futuro, sin camino formativo o educación sentimental, su comportamiento semeja al de niños mansos y callados, algo vergonzosos. Su humanidad es innegable, aunque ingenua, pues como niños en un parvulario son ávidos de reconocimiento por un trabajo cuyo sentido desconocen por completo. La parodia corporativa es insuperable y la estética kitsch subrayará esta infantilización: fiel al sacrosanto manual de compliance, trabajan por objetivos, incentivos y recompensas, como perros pavlovianos que deben alcanzar los resultados del cuatrimestre, en cuyo caso recibirá premios materiales (gofres, frutas, trofeos...) como inmateriales (un baile, una sesión de terapia...). Severance satiriza ese capitalismo de la emoción que ha ludificado nuestros mundos del trabajo, haciendo de la pueril motivación y gratificación instantánea motores de un mayor rendimiento. A esa caricatura se le sumará la constante preocupación empresarial por el bienestar del innie: pues dentro de ese productivo engranaje de positividad no hay lugar para signos de tristeza, e incluso la muerte se reducirá a una cuestión perversamente simple. Quitting would effectively end your life, afirmará Mark S., con una naturalidad tan tranquila como inquietante.

 

Variaciones laborales sobre el mito de la caverna

Una de las claves más sugerentes de Severance es haber logrado que el espectador asista, expectante, al espectáculo mismo de la liberación de los innies. Para el hombre posmoderno, el espectáculo de la libertad se consume mucho mejor desde el cómodo sofá de casa que desde la incerteza existencial de la calle, y, como ocurriera en El show de Truman, la puesta en escena de esta serie ha generado un hipnótico deleite entre el público. En cierto modo, somos como voyeurs en un plató claustrofóbico llamado Lumon, y disfrutamos acompañando a esos cuatro desnortados personajes por sus tanteos al intuir, con razón, que la realidad que se les ha venido presentando a los sentidos puede no ser la auténtica. Ahora bien, ¿podrán liberarse?

 

severance break room

 

Reflexionar sobre las dificultades que entraña el camino del conocimiento y la eventual liberación de las cadenas que aprisionan a Mark S. y su entrañable equipo es abrirse a interrogantes filosóficos. De hecho, traer a colación los paralelismos con el mito de la caverna platónico no resulta descabellado, porque los innies tampoco han visto nunca la luz del día, ni disponen de ventanas que se abran hacia un afuera que les permita experimentar el mundo exterior. Como los esclavos encadenados en la alegoría platónica –un relato ya de por sí cinematográfico–, irrumpen en un mundo ya interpretado, donde su imaginación está secuestrada por quienes han hecho de su ignorancia un estado perpetuo de cautiverio. Así, en lugar de ver las sombras de objetos proyectados sobre una pared, comprenden su realidad desde los objetos e imágenes, espacios y significados diseñados por Lumon: la fría oficina y sus ordenadores, los fluorescentes, pladures y agobiantes pasadizos, los cuadros, señales y lugares de recreo. Pero sobre todo comprenden su mundo desde la creencia en una serie de relatos, desde un delirante dispositivo narrativo formado por dogmas e imaginarios, lenguajes y rituales en torno a la historia de Lumon y las ocho generaciones de CEOs que conforman el árbol genealógico de la deificada empresa familiar. Los innies no tienen cultura: lo único que deben conocer es la cultura corporativa, y creer fielmente en ella, como quien cree en una religión.

Que la siniestra multinacional sea ridiculizada desde extravagantes formas contemporáneas de religiosidad e idolatría es una de las aportaciones más originales de Severance. Desde fuera, el espectador disfruta de la irónica construcción del relato mitográfico, las resonancias bíblicas en torno al founding father Kier Eagen, cuyo evangelio los empleados deben conocer a pies juntillas. Jesus. No. Kier, oiremos en un delicioso intercambio entre Helen e Irving al visitar la réplica de su casa museo. La dimensión religiosa de ese heroico relato empresarial, de su preceptiva dogmática y moral, resulta ciertamente paródica, y rinde un sarcástico homenaje a las clásicas tomaduras de pelo de sectas que han engrosado sus cuentas a partir de un mero cuento. The work is important and misterious –rezará el insuperable lema–. And we deal with uncertainty the way that Kier would’ve wanted.

Vivido desde dentro, en cambio, ese relato nos habla de un dispositivo de poder que ejerce un férreo control sobre el alma de los trabajadores. Hay una suerte de poder pastoral, por decirlo con Foucault, y es efectivo: a través de la palabra y la regla de Kier, la reglamentación de la forma de vida de los innies será monitorizada a todas horas por los supervisores de este experimento, guías espirituales e intérpretes ortodoxos del evangelio; como nos enseñó Orwell, toda distopía totalitaria construida en torno al culto de un líder necesita sus funcionarios y guardianes, a ser posible fanáticos, como la tenebrosa miss Cobel (Patricia Arquette). En suma: la observancia de la regla es decisiva porque implica el control sobre los cuerpos, las emociones y el bienestar del trabajador, garantizando así una felicidad laboral sin tristezas ni deseos que estén al servicio de la deseada productividad cuatrimestral.

 

De laberintos intramuros y extramuros

Así las cosas, ¿cuál es el camino de la liberación? ¿Cuál el movimiento para llegar al conocimiento de la verdad? A diferencia del mito platónico, donde los esclavos que ven la luz del Sol y contemplan la idea del Bien deben volver a la caverna para convencer a los demás encadenados que las sombras que ven solo son meras apariencias de las cosas, la serie parte de la imposibilidad de un proceso dialéctico del alma, de una toma de conciencia de esa su condición radicalmente alienada en Lumon. Al menos inicialmente, existe una incomunicación entre ambas esferas salvo por el pasadizo del cuerpo, ese lugar de huellas y heridas donde a ratos se escapa un chichón o un rasguño inexplicable para su otro yo. Ante esta impermeabilidad, se han trazado dos movimientos paralelos, si bien diacrónicos y estancos, dos búsquedas detectivescas de la verdad en dos laberintos distintos, intramuros y extramuros, que no conseguirán entrelazarse hasta que la trama avance

Dentro de Lumon, Mark S. y su equipo empiezan a investigar la planta subterránea y sus recovecos; así, el descubrimiento de un mapa escondido, o la lectura secreta de un libro –un ridículo manual de autoayuda filosófico– se convierten en símbolos de cómo la irrupción de un conocimiento externo, prohibido, cambia siempre la naturaleza de la realidad percibida. Si todo conocimiento es poder, dicha irrupción semejará a ese fuego prometeico que avivará su imaginación y hará de antesala del amotinamiento. Juntos comenzarán a sospechar y dudar con timidez, actitud que irá trocándose poco a poco en pequeñas rebeldías frente a sus guardianes. El vagabundeo por los pasillos les conducirá a otros departamentos incomunicados y a entender que la ignorancia no solo les afecta a ellos, sino que, como las piezas de una maquinaria burocrática kafkiana, existen otros trabajadores alienados cuya existencia desconocían: tal será la aventura del (re)conocimiento a través de otros como ellos.

El panóptico, por supuesto, no se lo pondrá nada fácil. Gestionado por miss Cobel y su sonriente adlátere mister Milchick (Tramell Tillman), los administradores de este brutal experimento se encargarán de que nunca sepan en qué parte del engranaje se encuentran; ellos no se han sometido a ninguna separación, y son excelentes guardianes de las esencias de Lumon. Para ello cuentan con todos los mecanismos posibles de dominación y manipulación, en un arco que hubiera puesto los pelos de punta a Foucault: vigilar y castigar, disciplinar, premiar y cuidar el alma. En balde: la infantilización y obediencia dejan paso, primero, a una rebelión de las pequeñas cosas, seguido de la irrupción de la duda, la sorna y el sarcasmo, la abierta desfachatez y rebeldía que se resumirá en la sentencia de Irving al final de la primera temporada. Let’s burn this place to the ground.

¿Y en el exterior? También Mark Scout irá atando cabos, aunque sus pesquisas como outie avancen no tanto por voluntad propia cuanto por acontecimientos externos. Este matiz no es menor. De manera consciente, decidió hacer de su separación cognitiva un refugio lenitivo tras la muerte de su mujer; aunque parcial, el borrado de memoria para aligerar ese peso del recuerdo fue querido, y es un recurso que evoca temas tratados en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Elevándose a símbolo de actuales geografías de la soledad, sus dificultades para elaborar la memoria de la ausente y restablecer una justa distancia para seguir viviendo con la pérdida nos recuerdan que las cavernas de olvido parecen legítimas cuando el trabajo del duelo se vuelve insoportable, y sin embargo son traicioneras. No me refiero tanto a su alcoholismo funcional o a su carácter ligeramente antipático, sino al hecho de que sea su espacio privado el que termine de aislarlo emocionalmente, aumentando su vulnerabilidad, así como la incomunicación hacia los demás; en este sentido, Severance aborda cómo la incomprensión ante la pérdida no encuentra oídos en una sociedad que –lo vemos todos los días– tiende privatizar el dolor, a esconderlo juntos a otras tristezas y miedos.

Esta es la amarga ironía. El mundo “real” no es que sea mejor ni necesariamente liberador; de hecho, el mundo exterior deviene un lugar de sutil vigilancia y control, de sombras y dudas, y tras ciertas reticencias Mark Scout decide indagar por cuenta propia, siguiendo los pasos de un antiguo compañero huido de Lumon, abriendo el interrogante sobre una arriesgada reintegración de las dos conciencias. Al plantearse la posibilidad de que la persona separada pueda reunificarse de nuevo, la serie ha sabido pivotar hacia temas fascinantes como la lucha por la recuperación del trauma y la identidad perdida, por la plena reconstrucción de una memoria sesgada por la herida y cauterizada con la promesa de la separación. Separarse siempre es, lo queramos o no, una forma de perdernos a nosotros mismos, orillar esa incómoda extrañeza que nos atraviesa y, sin embargo, constituye.

 

Frente a la separación, la fuerza del eros

Desde el final de la primera temporada, Severance ha ido confirmando la idea de que la separación perfecta es una quimera. El espectador ha descubierto que el implante de sus empleados puede activarse en cualquier momento fuera de Lumon; asimismo, les han permitido salir al mundo exterior ofreciéndoles simulacros escenificados de la realidad, incluso traer a sus familiares a la oficina, cesiones debidamente incorporadas para contener el “levantamiento de Macrodata”. Con un pragmatismo cínico, el panóptico acepta reformas internas y modula relatos, sube sueldos y cambia el personal, una voladura controlada para garantizar la productividad y mantener la ficción. Pese a ello, la idea de una separación unívoca y el presunto carácter impermeable de esas dos identidades se ha ido erosionando con el descubrimiento del deseo y la irrupción de una fuerza como la del eros. Maybe love trascends severance, llega a sugerir Dylan G. de pasada, con cierta ironía, sin llegar a barruntar el alcance filosófico de esa intuición.

 

mark y Helly

 

Como buen dispositivo totalitario, Lumon aspira a un férreo control sobre las emociones de sus trabajadores y reglamenta la prohibición expresa del amor –The handbook forbids taking heart to other employees–, pero no ha previsto la universalidad de una fuerza que pervive más allá de ese principio de individuación que les mantiene presos en la cárcel de un yo; así, el amor trasciende espacio y tiempo, y les eleva incluso hacia personas desconocidas, convirtiéndose en un impulso fundamental de su actuar. Tal es el baluarte inexpugnable de lo afectivo y lo corpóreo, también de lo erótico y sexual que anida en una existencia que nunca fue solo laboral sino poderosamente humana. Tell him his name, le gritará Dylan a Milchick, con una violencia inusitada en él; saber el nombre de su hijo desconocido, aun cuando no lo abrace jamás, se convertirá en símbolo de una lucha por conquistar la realidad inalienable de un amor paternal que ya no cabe atemperar.

El amor no tiene por qué tener sentido: muchas veces es un bucear a ciegas, algo que veremos en Irving B., alguien que jamás se había salido de la norma, gentil y sensible, que admira los lienzos colgados en las asépticas paredes de Lumon. De hecho, es la dimensión inconsciente de la pintura la que sublimará su infatuación amorosa por Burt, el jefe de departamento de “Optics and Design”, como un canal hacia la realidad de su deseo: un bello amor platónico que de golpe se verá truncado por el despido de Burt, algo que para los parámetros de Irving implica la muerte. I want the pain to be over. If he is gone and I’m gone then somehow we will be together, afirmará, devastado. A su manera, Irving será consecuente y abandonará Lumon, pero resulta fascinante cómo su outie ha emprendido, sin saber por qué, la búsqueda de un nombre garabateado sobre un papel: Burt. Eso es también, en parte, el amor: bucear bajo un nombre concreto, y no poder dejar de hacerlo ni conseguir una comprensión clara y distinta, desde la pura incertidumbre; y así, transferida en el mundo exterior, aflorará la reminiscencia de que Irving amó a Burt, por más que ninguno de los dos lo recuerde más que como extraña sensación de complicidad.

El otro ejemplo es la evolución de Mark S. y Mark Scout; de nuevo, dos movimientos paralelos, a ratos contradictorios, definirán su relación con la fuerza del eros. Por un lado, en el laberinto subterráneo de Lumon, Mark S. ha emprendido una búsqueda, que es un extraño descenso, hacia su particular Beatriz, pero lo hace no en nombre de su deseo y recuerdo, sino representando el derecho de su outie a recobrar aquello más preciado: su mujer Gemma, a la que creíamos muerta, y víctima de un macabro cautiverio. Encerrada en lo más oscuro del dispositivo, la búsqueda de Gemma es paradójica, porque tener la extraña certeza de que amamos a alguien cuya cara, al mismo tiempo, no reconoceremos en absoluto, tiene algo de desgarrador y sin embargo noble: Mark S. lucha para restañar la memoria herida y restaurar la vida de Mark Scout.

Por otro lado, Mark S. descubre que el coqueteo y el cariño, el encuentro sexual y la educación sentimental que ha vivido con Helly R. es también real, pero al mismo tiempo sabemos que ella, en el exterior, es la heredera de Lumon Helena Eagen: la jefa infiltrada por antonomasia, que ha terminado siendo descubierta por sus compañeros. Sin duda el personaje rebelde de Helly R. revela una valentía inesperada: She doesn’t have the right to take my identity, reclama frente a Mark S. Así, en el romance entre ambos, una trama que se complica desde otros vectores, se plantea la interesante pregunta de si la dignificación del deseo de los innies es la prueba de que sí tienen una identidad por la que luchar y rebelarse, por la que reivindicar la humanidad radicalmente inexpugnable de su vida. Tal vez el trepidante final de la segunda temporada haya confirmado esta intuición: en un inesperado conflicto de intereses con su outie, Mark S. ha decidido autoafirmarse como un individuo que aspira a ser libre quedándose en Lumon, negándose a que la realidad de su deseo por Helly R. quede suprimida para siempre; poderoso gesto, no exento de paradojas, cuyas consecuencias deberán constituir, sin embargo, el reto para la siguiente temporada.

 

Algunas conclusiones

Como buena distopía, Severance logra describir a la vez un mundo que no existe y una versión deformada, reconocible por momentos, de nuestro mundo actual. En tal condición su abordaje exagera o distorsiona determinadas problemáticas culturales, laborales, sociales, etc., creando sin embargo una distancia sumamente productiva donde algunos desafíos para el individuo contemporáneo se vuelven, de repente, algo más nítidos. Para medir esa distancia entre la ficción y la realidad, el mecanismo de la sátira negra, tan divertida como a ratos absurda, es un gran vehículo estético para abordar una crítica sardónica a nuestra cultura moderna: desde las nuevas formas de (auto)explotaciones y alienaciones del homo laborans en el sistema capitalista hasta las nuevas cartografías contemporáneas de la soledad individual y el aislamiento emocional, pasando por el espejismo de una desconexión liberadora de nuestro ‘yo’. El humor convive con la gravedad de temas muy actuales, y no hay ironía o delicioso sarcasmo que reste un ápice de seriedad al proyecto.

 

severence sitting

 

Hasta el momento, Severance ha mostrado que el ser humano sigue, pese a toda incertidumbre, a la búsqueda de sentido y nuevas conexiones, y en esa perseverancia su mensaje como obra de ficción lo acerca a la filosofía. ¿Por qué deberíamos darlo por perdido? Frente a un mundo que prefiere subrogar el dolor o externalizar la negatividad, bloquear nuestra memoria más incómoda o mitigar cualquier pérdida en renovados refugios (tecnológicos, religiosos, políticos…) que terminan siendo perversamente totalitarios; frente a un mundo que desea aligerar aquellas cargas que nos hacen verdaderamente humanos, que hacen de la vida una intensidad que merece la pena ser vivida pese a todo sufrimiento, dotándola de plenitud y sentido, Severance se niega a abrazar la liviandad de la existencia. De este modo, dignifica el reto de asumir una identidad compleja que no rehúya la multiplicidad de vivencias y situaciones que forjan nuestra personalidad, pero también conquistar la realidad de nuestro mundo, nuestro deseo y el lugar del otro que lo colma.

 

 

 - Severance y la filosofía -                                     - Alejandra de Argos -