Luces

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 levedad 

 

Algunas madrugadas, cuando todavía todo es oscuro, bajo al estudio y me siento frente al ventanal. Allí aguardo quieto para ver cómo la luz va devolviendo su peso a las cosas. Es como asistir a una suave resurrección. Vuelve a amanecer.

Se van erigiendo los objetos asidos por la claridad, que avanza lunar entre la penumbra. Se deposita la luz sobre los relieves iluminando lo esencial, tallando el volumen. Luz norte, permanentemente fiel a su frialdad, emancipada de los rayos amarillos del omnipotente sol. Luz integral, preñada de nocturnidad, alumbrando plateada a lo largo del día, rozando el color de cada cosa y derramándose sobre la totalidad.

Es en esa templanza y en ese ritmo cuando se van integrando todos mis tiempos en uno solo pleno: el tiempo de descubrir, el tiempo de comprender, el tiempo de amar. Donde pintar es adivinar y cada movimiento de la mano funde la contemplación en acción.

Se va acabando el día y el estudio gira gradualmente hacia la penumbra. Entre esas dos luces, las cosas, urgentes, se precipitan; y en ese descenso vertiginoso hay un instante detenido, una especie de clarividencia: es la realidad bendiciéndonos con su último resplandor, reinventándose terminal y bella, antes de recogerse de nuevo en la oscuridad.