Alejandra de Argos por Elena Cue

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Inauguración de la mayor retrospectiva de Giacometti en Reino Unido desde hace 20 años. Son cinco décadas de trabajo del artista a través de más de 250 obras, entre ellas, algunas piezas en escayola que no se han visto nunca, dibujos y cuadernos de notas inéditos. La colaboración con la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París ha sido esencial. La cita era en el tercer piso de la Boiler House y Frances Morris llevaba unos zapatos abotinados de brillo plateado que, por unas horas, transformaron los pies de la directora de la Tate en un par de centellas que nos guiaban por las salas del museo vanguardista. La primera sala de la exposición, pequeña, sin ventanas, eleva de golpe la temperatura de la muestra.

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Hombre que señala (1947) Tate Gallery

 

Inauguración de la mayor retrospectiva de Giacometti en Reino Unido desde hace 20 años. Son cinco décadas de trabajo del artista a través de más de 250 obras, entre ellas, algunas piezas en escayola que no se han visto nunca, dibujos y cuadernos de notas inéditos. La colaboración con la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París ha sido esencial.

La cita era en el tercer piso de la Boiler House y Frances Morris llevaba unos zapatos abotinados de brillo plateado que, por unas horas, transformaron los pies de la directora de la Tate en un par de centellas que nos guiaban por las salas del museo vanguardista.

La primera sala de la exposición, pequeña, sin ventanas, eleva de golpe la temperatura de la muestra: un ejército de dos docenas de cabezas esculpidas por el artista a lo largo de su vida, alzadas sobre pedestales a la altura de nuestros ojos, nos recibe invitándonos a su mundo y, sobre todo, a su manifiesto. Giacometti se presenta como un contemporáneo: derriba el mito de escultor sólo de bronces; aquí están, repartidas a partes iguales, cabezas en diferentes materiales y tamaños. Fundía las piezas con su hermano Diego en bronce, sin pátina, pero prefería la maleabilidad, la fragilidad del barro y la escayola. Vemos la famosa Cabeza de Flora Mayo (1926) en yeso pintado de colores vivos, la de su padre (1927-30) grafiteada y arañada por el cuchillo, también la de Simone de Beauvoir (1946) diminuta, arrancada de su base y clavada después sobre una varilla, o la de Diego (1955) cuyo perfil tan estrecho parece venir del mundo marino, de los peces. Modernísima también, en esta sala 1, la imagen del artista-ladrón de arte: desde el principio la obra de Giacometti estuvo entreverada de reminiscencias egipcias -Cabeza de Isabel (1936)- y del arte primitivo, africano y de Oceanía.

Además, Giacometti señala su dedicación a una figura humana distinta a todo lo anterior, con fuerte peso filosófico. El contacto con la obra de Giacometti constituye una vivencia íntima, que puede ser a veces turbadora. No buscaba inventar algo nuevo, quizás no buscaba la belleza, sino el poder de la experiencia. Le obsesionaban las cabezas: "Por qué tengo necesidad, sí, necesidad de pintar caras? ¿Por qué estoy -¿cómo decirlo?- casi alucinado por los rostros de la gente?".

 

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Sala 1, Exposición: Alberto Giacometti, Tate Gallery

 

Alberto Giacometti (1901-1966) nace en Borgonovo, cerca de Stampa en los Alpes suizos de habla italiana. Era hijo de Giovanni Giacometti, conocido pintor post impresionista. Su infancia transcurrió entre las largas horas de posado para su padre y los libros de ilustraciones; copiaba a Durero y a Holbein. Quizás, como reacción al oficio del padre, decidió dedicarse a la escultura.

En 1922 llega a París y en 1926 alquila su mítico estudio de la Rue Hippolyte-Maindron. El París que Giacometti hace suyo, el de sus amigos Breton, Brancusi, Sartre, Beauvoir, Louis Aragon o Becket es el del cubismo de los años 20 y el estallido del surrealismo de los 30 que conforma algunas de sus señas de identidad: el mundo de los sueños, la brutalidad sexual y cierta violencia plástica.

 

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Mujer con la garganta cortada (1932) Scottish National Gallery of Modern Art.

 

En 1941, Giacometti salió de París coincidiendo con la entrada nazi y pasa la II Guerra Mundial en Suiza. Allí hace girar su arte invadido por la angustia del Holocausto, el existencialismo, la influencia de Sartre. La escala de sus figuras, la materialización del espacio y la inscripción de este en la obra de arte se convierten en su lucha. Sus obras son cada vez más pequeñas, algunas del tamaño y grosor de un alfiler. Están expuestas en una vitrina que recorre las paredes de la sala 5, y a pesar de su pequeñez, rellenan con fuerza el espacio que les es asignado. Es el peso del vacío, la alienación, obras nos recuerdan a la soledad del Principito de Saint Exupery con su flor en su globo terrestre.

 

 

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Alberto Giacometti en su estudio

 

Tras la guerra, y de vuelta en París, Giacometti hace sus figuras más representativas: Hombre que señala (1947), Hombre que camina (1960). Anatomías esqueléticas, reducidas a estructuras lineares, de factura gráfica. La materia era agregada a armaduras de hilo de hierro para dar forma a unos cuerpos desprovistos de músculo, de órganos, de sexo, de pelo y cuyos brazos nunca eran más gruesos que un lápiz. Figuras que parecen corroídas por el tiempo, como recién desenterradas de una tumba milenaria, o calcinadas en su estado de angustia de la lava del Vesubio.

 

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Hombre cayéndose (1950) Kunsthaus, Zürich

 

Ya para entonces Giacometti trabajaba la mayor parte de las veces de memoria, sus obras nunca pretendieron representar aquello que veía. Sartre decía que estas esculturas parecían espectros salidos de Buchenwald, pero que miradas despacio, la percepción cambiaba y recordaban a formas etéreas que suben al cielo. La tan elogiada verticalidad de Giacometti es también un espejismo. Ninguna figura está derecha, se trata sólo de una impresión deliberada. Al igual que ocurre con la Naturaleza, el artista no crea desde 1926 ninguna línea recta.

La enfermedad de su madre le introdujo en el estudio de la relación de los seres con el espacio: "Durante las últimas semanas, la casa se encogía al rededor de mi madre. Al final, su tamaño se circunscribió a la habitación en la que estaba acostada, después la habitación misma se redujo al tamaño de su cama, y por último, el lugar en el que yacía se convirtió en un lugar más pequeño todavía", decía el artista. Las referencias a la muerte, incluso a la magia están conectadas con el arte tribal. Lo que le interesaba de la escultura egipcia, también de la africana y oceánica, era su capacidad de crear vida y no de imitarla.

 

 

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Mujer de Venecia V (1956) Collection Fondation Giacometti, Paris

 

A Frances Morris le chispean ahora también los ojos, transmiten la emoción de meses de trabajo cuando llegamos al núcleo de la exposición: Las Mujeres de Venecia, estas ocho "centinelas de los muertos" -como decía Jean Genet-, alargadas, desnudas, de superficie rocallosa, casi abstractas evocan, como pocas, el trabajo de posguerra de Giacometti, el más existencialista.

Una restauración sofisticada, impensable hace pocos años, permite ver el estado original en el que el artista las creó para Bienal de Venecia de 1956, cuando representaba al pabellón de Francia.

Giacometti trabajaba rápido, de noche, sin descanso. Agarrado a su pitillo, de pie, a una distancia siempre fija de su figura en barro. Hacía y deshacía, les quitaba tanta materia que las destruía y empezaba desde cero. Era su carrera en solitario frente a la obra de arte. Sólo escuchaba, con los ojos cerrados como si fuera un invidente leyendo en Braile, los dictados del fondo de su memoria. En la película de Ernst Scheidegger (1965), también proyectada en la exposición, unos primeros planos del artista trabajando parecen ilustrar el Génesis: manos que moldean el barro sobre el alma sólida de la escultura, sus dedos afinan cada vez más un cuello femenino, le quitan materia para recolocarla en un hombro, en la frente. Riega la figura con agua para devolverle la maleabilidad y seguir dotándola aún de más crudeza y de una terminación bellísima. Ya no son ni hombres, ni mujeres, ni tienen edad, ni vestido, ni raza.

En 1958, para su fundición en bronce, estas damas de escayola fueron recubiertas de goma laca. Desde entonces y hasta ahora quedaron selladas hasta ser desveladas en esta exposición.

 

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Alberto Giacometti, fotografía de Rene Burri (1960)

 

Con su rostro de actor de cine, su imagen icónica de artista bohemio que llegaba a cenar a La Coupole con su chaqueta de tweed moteada de escayola y captada por las cámaras de Cartier-Bresson y Brassaï, la vida nómada, físicamente agotadora de Giacometti se fue apagando a los 65 años. A la muerte del artista los muros internos de su estudio fueron salvados por su viuda. Desde principios del año que viene podrán visitarse en la Fundación Giacometti. Entre esas cuatro paredes, de apenas 4.70 metros, se exhiben, como si fuera una cueva de arte rupestre, capas de croquis acumuladas en 40 años de vida, dibujos preparatorios con trazos de goma abrasiva y lápiz que iban sacando la mirada de sus modelos de la nada. Son documentos únicos de su actividad creadora, restos decisivos del pensamiento en acción de un artista que consiguió insuflar en sus personajes una tensión terrible.

 

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Diego, Alberto Giacometti, (1959)

 

 

Alberto Giacometti

Tate Modern

Bankside, Londres

Comisarias: Frances Morris y Catherine Grenier

10 de mayo-10 de septiembre 2017

 

 


- Giacometti y sus mujeres de Venecia -                                                  - Alejandra de Argos -

La escalera de azulejos de gresite por la que se sube al departamento en la colonia de Guadalupe Inn (Ciudad de México) en el que Rulfo vivió, delata sus orígenes arquitectónicos en los años setenta. Y no es un dato menor porque toda la obra de Rulfo parece suspendida en un tiempo distinto. Las casas de este barrio no superan las tres alturas: aún así, desde este piso soleado, no se ven las jacarandas de marzo. Sí hay algunos árboles ligeros que vuelcan sus ramas sobre la amplia azotea que se ve del otro lado de la calle. Como todas las mañanas, frente a la casa del escritor, empieza una nueva historia en ese espacio al aire libre con su depósito de agua y su cuerda para colgar la ropa. Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo, nos recibe en este piso que -inmediatamente comprendemos- fue transformado en archivo.

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Autorretrato en el Nevado de Toluca (Estado de México) década de 1950.

  

La escalera de azulejos de gresite por la que se sube al departamento en la colonia de Guadalupe Inn (Ciudad de México) en el que Rulfo vivió, delata sus orígenes arquitectónicos en los años setenta. Y no es un dato menor porque toda la obra de Rulfo parece suspendida en un tiempo distinto.

Las casas de este barrio no superan las tres alturas: aún así, desde este piso soleado, no se ven las jacarandas de marzo. Sí hay algunos árboles ligeros que vuelcan sus ramas sobre la amplia azotea que se ve del otro lado de la calle. Como todas las mañanas, frente a la casa del escritor, empieza una nueva historia en ese espacio al aire libre con su depósito de agua y su cuerda para colgar la ropa.

Víctor Jiménez, director de la Fundación Juan Rulfo, nos recibe en este piso que -inmediatamente comprendemos- fue transformado en archivo. No está ni la cama de Rulfo, ni su vaso de agua sobre la mesilla de noche, ni su perchero con una vieja chaqueta para escribir. Todo -el cuarto de Clara y Juan, el de los cuatro hijos, hasta el cuarto de baño interior que "conserva la temperatura fresca y la oscuridad necesarias para la conservación de los documentos"- es una sucesión de clasificadores, estanterías y mesas repletas de primeras ediciones de Pedro Páramo. Y, sobre todo, fotografías colgadas de las paredes. A la muerte de Juan Rulfo (1917-1986) fueron casi 7.000 los negativos que aparecieron en cajas de zapatos, algunas medio perdidas en el cuarto de esa azotea con vistas.

En el salón trabajan tres colaboradores de Jiménez ultimando el "reporte de condición" de las obras preparadas para salir hacia la exposición El fotógrafo Juan Rulfo que, con motivo del centenario del nacimiento del escritor, acaba de inaugurarse en el Museo Amparo, de la ciudad de Puebla, donde pueden verse 119 imágenes, algunas de ellas consagradas en la Historia de la fotografía mexicana. Hay también, una treintena de fotografías inéditas, documentos del archivo y de la biblioteca de Rulfo que se muestran por primera vez.

 

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Barda de adobe, Guadalajara, ca. 1940

 

La fecha de 1980 es importante en la vida de Rulfo fotógrafo porque, en el marco del homenaje que ese año se le hizo en México, se celebró en el palacio de Bellas Artes una gran exposición de su fotografía. Hasta entonces poco se sabía de la extensión y calidad de esta faceta creativa del escritor que algunos creyeron una afición más entre las suyas: la música barroca, la lectura invasiva y el cine. Desde entonces llegó el reconocimiento y esa frase contundente de Susan Sontag en su libro On Photography: "Juan Rulfo es el mejor fotógrafo que he conocido en Latinoamérica".

El vendedor de llantas

A pesar de que hoy sabemos que, antes de escritor, Rulfo empezó a hacer fotografías alrededor de 1930, las décadas de 1940 y 1950 fueron centrales en su vida: hizo su corpus fotográfico al tiempo que aparecían El llano en llamas y Pedro Páramo, actividades que compaginaba con su trabajo y viajes como vendedor de neumáticos para la firma Goodrich Euzkadi . De estos viajes y de su afición temprana por el montañismo -tanto caminaba que su tía Lola le llamaba "Juan pata de perro"- surgen muchos de sus proyectos fotográficos como sus series sobre estaciones y ferrocarriles además de las del cine.

En 1958 termina de escribir El gallo de oro y fue la industria cinematográfica la que se acercó a él. A finales de 1955 se filmaba la primera película basada en un cuento suyo: Talpa, coincidiendo con el de la película La Escondida. Rulfo estuvo presente durante toda la filmación. Utiliza ahí su cámara y se conservan unas 150 fotografías de actores, sobre todo de María Félix, mientras descansaban, actuaban o posaban para él.

 

 Juan Rulfo 

 Actriz principal de El Despojo, 1959

 

Sin embargo, la arquitectura, la arqueología y el indigenismo fueron el centro de sus textos y fotos cuajadas de ruinas de civilizaciones precolombinas, desde pirámides hasta esculturas zapotecas; de haciendas abandonadas y los hombres y las almas que los habitaban, de iglesias barrocas y palacios hispánicos, de paredones agujereados por balas y de las distintas maneras de reflejar una muerte constante, parca, siempre suspendida como sus cielos, en el silencio y en el blanco y negro de la obra de Rulfo.

También el paisaje y la vegetación mexicanas son protagonistas: los árboles consumidos por la aridez o los cactus; los horizontes infinitos de maguey y los ágaves, esa familia de plantas plateadas y pencas bordeadas de pinchos con las que endulzamos el café, pero qué también son la especie embriagadora de la que salen el pulque y el tequila.

 

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Instrumentos musicales en Tlahuitoltepec, Oaxaca, 1955

 

Se ha escrito mucho sobre las semejanzas entre la obra literaria y las fotos de Rulfo. Hay quienes creen que la fotografía fue su primer manuscrito hecho con la mirada. Sin embargo, fue el propio Rulfo quien explicaba por qué

ambos eran mundos diferentes. Para él, el único camino para la escritura era la imaginación: "La realidad no me dice nada literariamente aunque pueda decírmelo fotográficamente. Admiro a los que pueden escribir acerca de lo que oyen y ven directamente, yo no puedo penetrar la realidad, es misteriosa".

 

La escuela de la lectura

Sin embargo dónde sí pueden unirse literatura y fotografía en Rulfo es en su aprendizaje. De la misma manera que la escuela de un escritor es, desde su infancia, la lectura, la formación autodidacta en fotografía de Rulfo viene también de los libros. En su biblioteca, que constaba de unos 10.000 volúmenes, alrededor de 800 eran sobre fotografía. Alberto Ruy Sánchez, novelista y editor, describía algunas de sus conversaciones con Rulfo: "Cuando hojeábamos algún libro de fotos se detenía a comentar las texturas de las imágenes y la composición, hablaba de con qué tipo de cámara y película se lograría ese efecto intenso para los sentidos. Especialmente para el tacto a través de la vista".

Rulfo llenaba carpetas de imágenes recortadas de revistas en las que aparecían reproducciones de la Historia del Arte. A veces las compraba dobles por sí, al cortar un cuadro en la página opuesta, había otro que le gustara.

 

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 Judas frente la iglesia de La Soledad, (Ciudad de México), década de 1950

 

Las fotos de Rulfo, que fueron tomadas hace ya más de medio siglo, parecen estar fuera del tiempo, quizás porque el México rural que fotografió ya no existe: y quizás también por una consideración "clasicista" de su estilo en su alejamiento voluntario de los planteamientos de las vanguardias y por su proximidad a la obra Álvarez Bravo, que hoy podría proyectarse en el trabajo de los latinoamericanos Graciela Iturbide o Sebastião Salgado.

Rulfo usaba una cámara Rolleiflex con el visor en el lente superior, casi siempre por debajo del tórax. Eso le permitía llegar a un enfoque tan cuidado, meditado y profundo.

En El fotógrafo Juan Rulfo (Editorial RM), el libro que acompaña a esta exposición, Víctor Jiménez, dedica un capítulo a la correspondencia entre la obra de Paul Strand y la de Rulfo. El fotógrafo norteamericano llegó a México en 1932, allí inmortalizó el mar, las redes de los pescadores y el movimiento de las olas. Existen en la biblioteca de Rulfo dos libros sobre Strand, además de Retrospective, título de John Berger en el que define a Strand por "intentar encontrar una ciudad en una calle, el modo de vida de una nación en una cocina". Apunta también Berger que "para Strand el momento fotográfico es un momento biográfico; no está a la caza del instante, sino que permite que surja el momento del mismo modo que uno podría incitar a la narración de un cuento". Y en este punto es difícil no levantar la vista de la lectura para pensar en Rulfo y en ese Comala a mitad de camino entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como un paraíso infernal de cactus, empalizadas y luces.

 

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Anciana sentada en el umbral de la casa de un pueblo, ca. 1950

 

 

El fotógrafo Juan Rulfo

Museo Amparo 2 Sur 708, Centro Histórico, Puebla, México Comisarios: Andrew Dempsey y Victor Jiménez Producción: Canopia Del 6 de abril al 10 julio 2017

- Rulfo fotógrafo: Más allá de la imaginación -                                                  - Alejandra de Argos -

En estos días de desafío, en los que toca escribir sobre el 500 aniversario de la Reforma al tiempo que suenan los ecos de ARCO, encontramos en un pequeño palacio de Milán, una tabla pintada al óleo de procedencia alemana. Es Lutero pintado por Lucas Cranach. Envuelto en su fuerza germánica, el autor de las 95 tesis parece perdido, sólo entre la abrumadora colección de pintores italianos: Boticelli, Mantegna o el precioso perfil de la joven rubia de Polaiuollo. En este retrato del Palazzo Poli Pezzoli, aparece ya la firma de Cranach, sus iniciales junto a la serpiente alada de su anagrama. El fraile excomulgado por León X está recortado en el negro de su indumentaria protestante contra ese fondo azul tan plano, tan característico del pintor.

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Rembrandt, Busto de anciano con turbante (1628). Colección Kremer, Holanda

 

El calendario internacional (de Europa a Estados Unidos) está salpicado de exposiciones que recorren la figura de Rembrandt así como de los artistas de la Reforma (Durero y Cranach) en el año que se cumple el V centenario del desafío de Lutero.   

  

En estos días de desafío, en los que toca escribir sobre el 500 aniversario de la Reforma al tiempo que suenan los ecos de ARCO, encontramos en un pequeño palacio de Milán, una tabla pintada al óleo de procedencia alemana. Es Lutero pintado por Lucas Cranach. Envuelto en su fuerza germánica, el autor de las 95 tesis parece perdido, sólo entre la abrumadora colección de pintores italianos: Boticelli, Mantegna o el precioso perfil de la joven rubia de Polaiuollo.

En este retrato del Palazzo Poli Pezzoli, aparece ya la firma de Cranach, sus iniciales junto a la serpiente alada de su anagrama. El fraile excomulgado por León X está recortado en el negro de su indumentaria protestante contra ese fondo azul tan plano, tan característico del pintor. Creemos que antes del "azul Ives Klein" debía haber existido el "azul Cranach", más cercano al verde y al agua; más cercano al azul de los ríos y las lagunas de Patinir. Lucas Cranach el Viejo (1472-1553), amigo de Martín Lutero (1483-1546), contribuyó a la creación de la nueva iconografía protestante y a la traducción en imágenes de la naciente doctrina. De su estudio, convertido casi en factoría, salían retratos de Lutero, divulgadores de su efigie por toda Europa. También proporcionó imágenes para la traducción al alemán de la Biblia del fraile agustino, parte de la cual se editó en la imprenta que había hecho instalar el propio Cranach en su casa.

 

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Martín Lutero. Lucas Cranach el Viejo (1528). Palazzo Poldi Pezzoli, Milán

 

Imágenes entre el cielo y la tierra

En este 500 aniversario de la Reforma de Lutero, Europa vive en su crisis: las ideologías radicales se expanden como la pólvora, las nuevas tecnologías las propagan a la velocidad del rayo. Twitter es hoy, en el siglo XXI, lo que fue la imprenta en el XVI para la campaña protestante. ¿Cómo no va a estar en plena vigencia la Reforma de Lutero? En esta impactante onomástica, habrá que estar pendientes de las exposiciones que, como reacción en cadena, sucederán por todo el mundo.

El Papa Francisco fue a Suecia el 31 de octubre de 2016, para recordar la reforma luterana. De este viaje, trajo un regalo para Roma, la exposición Rembrandt en el Vaticano. Imágenes entre el cielo y la tierra: 55 grabados de la colección Zorn de Suecia y un óleo de la Kremer holandesa. Esta muestra, que cierra estos días, ha dejado tras de sí una estela de imágenes y una gran muestra que se inaugura en la Fundación Custodia de Paris, en colaboración con la National Gallery de Washington: Dibujos para pinturas en la época de Rembrandt. 

 

 

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Rembrandt, San Juan Bautista predicando (1634-1635). Staatliche Museen zu Berlin, Gemäldegalerie. (Hasta el 7 mayo en Fundación Custodia, París)

 

El maestro de Leiden en el Vaticano

En estos días encontramos en una pared de los Museos Vaticanos, una pequeña tabla pintada al óleo de procedencia holandesa: Busto de anciano con turbante, de Rembrandt. Envuelto en su fuerza nórdica, el retrato aparece perdido, abrumado entre las estancias de Rafael, la galería de los mapas, el Juicio Final de Miguel Angel. Rembrandt van Rijn (1606-1669), quiso, al igual que Tiziano, Rafael o Miguel Ángel que se le conociera por su nombre de pila.

En 1627 el pintor trabaja en este cuadro en su estudio de Leiden, su ciudad natal, tomada por el agua del Rin, los molinos y cuyas calles viven la lucha entre protestantes radicales y ortodoxos. En la intimidad de su taller, imaginamos al pintor como el protagonista de su propio cuadro del Louvre: Filósofo en meditación, aquel hombre que Paul Valéry visualizaba enroscado en el silencio y en su debate interno como si fuera la hélice de la escalera que desciende de las tinieblas hasta la luz de su pequeño estudio; el pintor que vive en el fondo de una extraña caracola debatiéndose en la esencia de sus pensamientos secretos hasta producir la revolución de su arte: sacar luz de la oscuridad.

 

La luz en las arrugas

En Anciano con turbante, el haz de luz rebota en las arrugas del ojo de este hombre de mirada oblicua y en sombra. La luz siempre originada desde un lugar excéntrico, vibrando y chispeando entre el contraste de las materias: una pluma contra un broche con un rubí, una tela de algodón blanco contra el brocado en oro. Rembrandt trabajaba con el claroscuro, pero de manera distinta a Caravaggio. En el maestro italiano la luz salía siempre de una vela, de una coraza bruñida, del fuego. En Rembrandt, la luz sale siempre del misterio.

El maestro de Leiden tenía 21 años cuando firmó el óleo de esta tabla convertida, cuatro siglos más tarde, en el primer cuadro del holandés que entra en el Vaticano. Rembrandt jamás salió de su país, por primera vez este protestante ha habitado en la cuna del catolicismo y el doble peso protestante y católico ha marcado a cada obra de arte de esta exposición. Acompañando a este retrato, estuvieron 55 estremecedores grabados. Entre ellos, uno de los más importantes de la historia: Cristo crucificado entre los dos ladrones: las tres cruces (1653).

 

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Rembrandt, Cristo crucificado entre las dos cruces, (1653). Colección Anders Zorn, Suecia

 

Si Goya fue el maestro del aguatinta, el holandés, 150 años antes, dominó el aguafuerte y la punta seca llevándolos hasta sus limites. Rembrandt, que grababa una plancha de cuero y utilizaba un costoso papel japonés, sabía con qué trazos, de qué muescas de buril, de qué mordida del ácido se podía sacar una sombra. No llegó a gobernar la luz a través de sus lienzos, sino a través del grabado.

Antonio Paolucci, director de los Museos Vaticanos durante nueve años, nos invita a observar las estampas de Rembrandt con una lupa, apreciaremos entonces los infinitos negros que forman un único negro. Las manchas de luz son las que organizan una escena, porque, sutilmente, todo gira en torno a ellas: los centelleos, las degradaciones de tonos, los reflejos y los ecos. Las sombras son una miríada de grises y las zonas de luz surgen de un brillo que difícilmente conseguiría un pincel y un tono. Porque el blanco y el negro no son colores

El microscopio y el telescopio son inventos de la edad de oro holandesa, y los grabados en Roma nos hicieron pasear por prodigiosos zooms, desde la micro a la gran escala. Habrá que viajar ahora hasta la Fundación Custodia en París acompañados de una lupa para seguir deambulando por los nocturnos de este maestro de Holanda que con la noche iluminaba el día.

 

 

 

Dibujos para pinturas en el siglo de Rembrandt

Fundación Custodia 121,

Rue de Lille.75007 Paris

Del 4 de Febrero al 7 Mayo 2017.

 

Renacimiento y Reforma: Arte alemán en la época de Durero y Cranach

LACMA,5905 Wilshire Blvd. Los Angeles.

Del 20 de Noviembre al 26 Marzo 2017

 

El efecto Lutero. Protestantismo: 500 años en el mundo

Deutsches Historisches Museum Unter den Linden 2, Berlin

Del 12 de abril al 5 noviembre 2017

 

- Rembrandt: El maestro que con la noche iluminaba el día -                                                  - Alejandra de Argos - 

Picasso será siempre el minotauro, mientras nosotros, seremos pequeños teseos, agarrados al ovillo de la lectura de las voces que nos guían: Greenberg, Rubin, Cowling, Baldassari, Carmen Giménez o Calvo Serraller... tratando, torpemente, de llegar al fondo del secreto, para entonces comprobar que la galería del laberinto se bifurca en otra, "que tercamente se bifurca en otra" (Borges, Laberinto). En algo parecido a un laberinto cretense quedarán estos días convertidas las paredes del Museo Picasso de Barcelona, listas para recibir los casi 80 retratos que, después de pasar el otoño en la National Portrait Gallery de Londres, llegan a Barcelona buscando la luz mediterránea. A partir del 17 de marzo, se inaugura Picasso. Retratos, una oportunidad que, desde la gran exposición del MoMA de 1996, nos permitirá enfrentarnos a la obra del pintor que vertebró el arte del siglo XX.

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Retratos de Olga Picasso, a la izquierda: colección privada (1923). A la derecha: Centre Pompidou (1935).

 

Picasso será siempre el minotauro, mientras nosotros, seremos pequeños teseos, agarrados al ovillo de la lectura de las voces que nos guían: Greenberg, Rubin, Cowling, Baldassari, Carmen Giménez o Calvo Serraller... tratando, torpemente, de llegar al fondo del secreto, para entonces comprobar que la galería del laberinto se bifurca en otra, "que tercamente se bifurca en otra" (Borges, Laberinto).

En algo parecido a un laberinto cretense quedarán estos días convertidas las paredes del Museo Picasso de Barcelona, listas para recibir los casi 80 retratos que, después de pasar el otoño en la National Portrait Gallery de Londres, llegan a Barcelona buscando la luz mediterránea. A partir del 17 de marzo, se inaugura Picasso. Retratos, una oportunidad que, desde la gran exposición del MoMA de 1996, nos permitirá enfrentarnos a la obra del pintor que vertebró el arte del siglo XX.

 

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Autorretrato con peluca (1900) Museo Picasso, Barcelona.

 

La médula espinal de la obra de Pablo Picasso (1881-1973) fue siempre la figura humana. Produjo retratos en todas las formas artísticas posibles: pintura, escultura, dibujo, grabado, fotografía... El artista retrataba a su círculo íntimo de seres queridos, en lugar de trabajar por encargo. De esta manera, encontró la libertad para enfrentarse a una innovación de estilos sin límites. Picasso deglutía todo cuanto le ofrecía la observación de la naturaleza y lo mezclaba con las imágenes que devoraba su memoria. A esa digestión feroz, habría que añadir su conocimiento profundo de la pintura antigua, cuyas normas adscribía o subvertía caprichosamente. Su padre, profesor de pintura, puso en sus manos desde niño cuantos libros con ilustraciones podía soñar. Si a esto añadimos su contacto con Degas, Pissarro, Toulouse-Lautrec, Apollinaire o Éluard, artistas con los que se codeaba en el Paris de final de siglo, más aún, si sumamos el descubrimiento y deslumbramiento por el arte primitivo, encontraremos un cerebro con una capacidad para abordar el arte distinta a todo lo anterior. Un dato: sólo 53 años separan a Goya de Picasso. El aragonés muere en 1828; Picasso nace en 1881.

En los primeros años de su carrera, Picasso pinta sobre todo a sus amigos varones: Son las caricaturas de Casagemas, Sabartés... Pero, a partir de los años 20, la obra del pintor aparece cosida a las mujeres que ocuparon su vida y que determinaron, no sólo diferentes estados de ánimo, también diferentes estilos. Para Picasso las mujeres poseían la capacidad de representar la condición humana y, también, encarnaron la tragedia de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.

 

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Retrato de Jacqueline con un chal negro (1954). Colección privada.

 

A través de Diaghilev, Picasso conoció a su primera mujer, la bailarina ucraniana Olga Khokhlova, de la que podremos ver el sereno Retrato de Olga Picasso (1923), en tres cuartos de perfil, con su moño, su mano apoyada en una butaca y la mirada melancólica reflejo de la dureza de la Revolución Rusa por la que pasaba su país y el drama del final de su matrimonio; tiene el porte de la tradición clásica. Olga con cuello de piel (1923) es un grabado que podría confundirse con un dibujo italiano del barroco. Mientras que Mujer con sombrero (1935) presenta una Olga esquemática, deshumanizada, con cara de máscara verde ácido y ojos de espanto. Las tres son la misma mujer, en las tres reconocemos la misma mirada oscura, vacía y, sin embargo, analizados de pared a pared, nos permiten cuestionarnos aquello que Elisabeth Cowling, comisaria de esta exposición, utiliza para definir a Picasso como "pintor sin estilo" argumentando no sólo su dificultad para fijarse en un estilo determinado, sino su voluntad deliberada de practicar varios estilos a la vez. Ese "desconcertante pluriestilismo simultáneo de Picasso" que resumen sus aún más desconcertantes palabras: "El arte no es la aplicación de un canon de belleza, sino lo que el instinto y el cerebro pueden concebir más allá de cualquier canon".

A Olga le siguen los retratos de Marie-Thérèse Walter, de su amiga Nusch Éluard, de Dora Maar. Jacqueline Roque, su última viuda, se pegó un tiro, Walter se suicidó después de la muerte de Picasso, mientras que Dora Maar, ingresó en un convento de clausura: "Después de Picasso, sólo está Dios".

Jorge Semprún escribe un precioso recuerdo de lo que era la vida de Maar en el año del Guernica, 1937. Fotografió todas las etapas del cuadro en el taller, sus días y noches, la desesperación del creador. Picasso le llamaba Dora pro nobis. "Podríamos completar la apelación: Dora y llora pro nobis. Porque el llanto de Dora Maar ha rebasado la esfera de lo privado, de lo íntimo, de lo que solo ella y Pablo supieron y vivieron juntos, desviviéndose. El llanto de Dora Maar quedará ya para siempre como el llanto del Guernica. O sea, llanto del dolor y de la lucha. Dolor y rabia de llanto".

 

 Picasso Dora 

Dora Maar (1937) Colección privada.

 

Picasso era un fagocitador de todo cuanto iba encontrando: de Rafael a Ingres, de Cézanne a Toulouse-Lautrec pasando por Puvis de Chavannes y volviendo a empezar, pero desde otro registro: de El Greco a Rembrandt, de Degas a Matisse... como un inmenso estómago surrealista. Así veremos en esta exposición a Zuloaga y la España negra en La tía Pepa (1896), a Van Gogh en Gustave Coquiot (1901), a El Greco en Jaume Sabartés con gorro (1939), a Rembrandt en Anciano sentado (1971), a Velázquez en al menos dos versiones de Las Meninas (1957). Mientras resuenan las palabras Picasso: "Soy como un río que sigue fluyendo y arrastrando con él árboles arrancados de cuajo, perros reventados, residuos de todo tipo... Lo arrastro todo y sigo. Lo que me interesa es el movimiento de la pintura, el esfuerzo dramático de una visión a otra".

 

 Picasso Gustave 

Gustave Coquiot (1901). Centre Pompidou, Paris.

 

Gertrude Stein fue otra de las mujeres que llenó el universo femenino de Picasso. El portentoso retrato de su amiga y mecenas no ha formado parte de esta exposición. Tristemente, en Barcelona tampoco hay representación de la época de Gósol. En Londres, estuvo Autorretrato con paleta en la mano, cuya falta aquí ha dejado una pared en blanco y un agujero en esta retrospectiva en miniatura. En otoño de 1906, Picasso pinta a Gertrude Stein, la historia dice que fueron, al menos, 84 sesiones. La sombra del Monsieur Bertin de Ingres, planea por el estudio, dejando su huella en la monumentalidad, la fuerza de la postura y las de manos de ambos, casi protagonistas del cuadro. Pero la cara de la modelo se resiste. Picasso decide pasar el verano en Lérida y allí en, en Gósol, se nutre de la estatuaria románica catalana. La cara de máscara de Gertrude Stein o de Autoretrato con paleta, vienen directamente de ahí.

Ya por aquel entonces, Picasso utiliza la fotografía sin cesar, compra y hace fotografías que usa en sus cuadros. ¿Qué espacio deja en el fin de siglo la fotografía al retrato? Pierre Auguste Renoir, pintor, pero también padre de director de cine, explicaba cómo gracias a la fotografía, el retrato había quedado liberado de todo lo accesorio: el deber de plasmar la veracidad de un traje, un mantón, la arruga de un labio, o la cortina de un salón. Por fin, la pintura podía concentrarse en lo subjetivo, en lo principal, llegar hasta aquello que la máquina no puede captar. Pero cuando parecía que algo de claridad se cernía sobre la obra de Picasso, las rotundas palabras de Gertrude Stein nos devuelven a la oscuridad laberíntica del minotauro: "Picasso luchaba por dibujar la cabeza, la cara, el cuerpo de sus hombres y mujeres. Su lucha era dura. Quiero decir que para él la existencia de la cabeza, la cara, el cuerpo, es tan importante, tan persistente, tan completa, que no le hace falta pensar en otra cosa. Y el alma, evidentemente, es otra cosa."

Entre 1907 y 1910, Braque, dedicado al bodegón, había dejado vía libre para que Picasso reinventara el retrato desde el cubismo. La fascinación de una cabeza vista desde distintos ángulos, como si el espectador girase en torno a ella, es el resultado de muchas de sus esculturas: Cabeza de María Teresa (1931) o las cabezas hechas en una lámina de metal: Jacqueline con lazo amarillo (1962). Pero quizás, la pieza de resistencia de esta exposición es el Retrato de Daniel-Henry Kahnweiler (1910). La confrontación con esta figura fragmentada en cientos de planos y colgada de un espacio distinto, la casi monocromía y el milagro de la deformación que no acaba de producirse, porque Picasso nunca llegó a la abstracción total, continúa lanzándonos contra el muro de las preguntas: ¿Qué es lo que hace que Picasso se quede sin las palabras que definen lo que había sido el retrato en los últimos 2.000 años?, ¿Por qué ha de inventar un nuevo lenguaje visual? O lo que es lo mismo ¿Por qué el acto de creación conlleva un acto previo de destrucción?

Habrá que buscar respuestas estos días en un laberinto del corazón de Barcelona.

 

 

Picasso. Retratos

Museo Picasso Barcelona Montcada, 15-23

Comisaria: Elisabeth Cowling

17 de Marzo 2017 -25 de Junio 2017 

 


- Picasso: el ojo absorbente -                                                  - Alejandra de Argos -

 

Me suelto a la deriva por el magnetismo atávico de fluir rumbo norte. Miro hacia atrás y mis huellas desaparecen en el mullido musgo; barridas por una silenciosa marea verde, donde el liquen es la espuma que queda entre las ramas. Y el vaho constante testigo de mi respiración, de esa frontera entre sueño y realidad; como el solemne tejido entre las indomables playas que se abren hacia las montañas, envueltas en un bosque que torna amarillo para llegar a blanco, protegiendo su hielo y sus recién nacidos ríos; que descienden en furor, sedientos de arena y sal. Donde las olas pastan salvajes, serenando con su aroma cada paso de civilización. F Manso Losantos.

  Fernando Manso Argo 

Cudillero. Fernando Manso

 

Me suelto a la deriva por el magnetismo atávico de fluir rumbo norte.

Miro hacia atrás y mis huellas desaparecen en el mullido musgo;
barridas por una silenciosa marea verde,
donde el liquen es la espuma que queda entre las ramas.

Y el vaho constante testigo de mi respiración, de esa frontera entre sueño y realidad;
como el solemne tejido entre las indomables playas que se abren hacia las montañas,
envueltas en un bosque que torna amarillo para llegar a blanco,
protegiendo su hielo y sus recién nacidos ríos;
que descienden en furor, sedientos de arena y sal.

Donde las olas pastan salvajes, serenando con su aroma cada paso de civilización.

F Manso Losantos

 

 IMG 2334 

El Pazo de Oca. Fernando Manso

 

 

 Fernando Manso 11.28.46 a de

 Playa de Villar. Fernando Manso

 

 

 Fernando Manso 

Fragua de Eume. Fernando Manso

 

 

IMG 2318

El pazo de Oca. Fernando Manso

 

 

IMG 2328

Nacedero de Urederra. Fernando Manso

 

 

Norte.Fernando Manso 

Galería Ansorena

Alcalá,52

Del 21 de febrero al 3 de abril.

 

 

- Norte. Fernando Manso -                                                    - Alejandra de Argos - 

 

 

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