Zurbarán, el maestro olvidado, en el Thyssen

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El Museo Thyssen- Bornemisza prepara para Junio de este año una ambiciosa exposición  que pone de manifiesto el arte de uno de los pintores barrocos más importantes del S.XVII, Francisco de Zurbarán, un imprescindible del Siglo de Oro español.

 

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Zurbarán: una nueva mirada, es el título escogido por la pinacoteca para la muestra, que se podrá visitar desde el 9 de junio hasta el 13 de septiembre de este año.

Su obra se expondrá junto a la de sus mejores discípulos y la de su hijo, Juan de Zurbarán, que prestaba especial dedicación a los bodegones.

La pintura de Zurbarán destaca por su temática religiosa -fue apodado "el pintor de monjes"- podremos ver pues, una muestra de sus mejores lienzos ligados a la iconografía católica, y completados con temáticas mitológicas y retratos.

La muestra contará en catálogo con 60 obras distribuidas en siete salas y está comisariada por Mar Borodia responsable de pintura antigua del museo, y Odile Delenda, historiadora del arte experta en Zurbarán. Ambas se muestran entusiasmadas ante el hecho de enseñar una cara distinta del artista que supone muchas novedades.

La última vez que se realizó en nuestro país una retrospectiva del maestro barroco, fue en 1988 en el Museo del Prado. Desde aquella, algunas obras han sido restauradas y otras recuperadas,  y pretenden dar una visión totalmente distinta del artista, así como del mundo que le rodeaba, es, en esencia la más completa que se haya realizado hasta ahora.

Las obras proceden de préstamos de museos españoles, europeos y americanos; algunas, no se han visto nunca en nuestro país.

Zurbarán está tomando protagonismo fuera de  nuestras fronteras, cuando nunca antes había sido tomado en cuenta. Ya se han podido ver exposiciones suyas en Italia y Bruselas, por eso, una vez terminada la muestra en el el Thyssen, se trasladará al Museum Kunstpalast de Dusseldorf en Alemania, donde permanecerá hasta octubre.

 

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El esplendor de Zurbarán :

En la España del S.XVII, una ciudad se convertiría en el núcleo cultural del que fue llamado Siglo de Oro de las artes y las letras.

Sevilla, la urbe a la que nos referimos, albergaba las mejores escuelas de pintura del país.

A esta ciudad llegaba desde Extremadura un joven Francisco Zurbarán, animado por su padre a aprender el oficio.

Su mentor sería Pedro Díaz de Villanueva; Corría el año 1614. En los talleres toma contacto con otros aprendices que posteriormente se convertirían en genios: Velázquez y  Alonso Cano. También conocería a Herrera y Pacheco, los dos maestros más importantes de la ciudad. Vivía también por aquel entonces en la ciudad Murillo.

Permanece en Sevilla durante tres años, en los que aprende el oficio y comienza a recibir influencias de maestros italianos como Caravaggio, tomando como punto de referencia el claroscuro para sus primeros trabajos.

Terminada su formación, Zurbarán regresará a Extremadura, a la ciudad de LLerena, donde se casa con la que sería su primera esposa, y madre de sus tres hijos, entre ellos Júan que seguirá los pasos de su padre; en esta ciudad, comienza a recibir pequeños encargos, suponiéndole éstos un buen sueldo con el que mantener a su familia.

Ésta, es considerada la primera etapa de su pintura de la que apenas conservamos obras.

En 1626, contando ya con algo de fama, le ofrecen pintar lo que será su primer gran encargo para los dominicos de San Pablo en Sevilla, una serie de obras sobre la vida monástica. La ejecución de estas obras con gran maestría le propician un segundo gran encargo, en este caso para el convento de la Merced en 1628, sita en la misma ciudad andaluza. Para la realización de estas pinturas cuenta con la colaboración de jóvenes aprendices que acudían a su taller.

Decide trasladarse de Extremadura a Sevilla, fijando su residencia allí, ya que fue invitado a ser Maestro de la ciudad, algo que sin duda no podía rechazar. 

En 1629 demuestra sus dotes y el dominio del dibujo pintando a San Serapio, mártir de la Orden de la Merced; la plasticidad de las telas y el semblante del rostro no deja lugar a dudas de que nos hallamos ante un genio del pincel. El santo muere después de ser torturado, pero la pintura muestra algo nuevo, a diferencia de las obras de los pintores de la época, no necesita de la sangre ni las muestras físicas de sufrimiento, un sólo gesto, sencillo, una posición, el silencio, nos sirven para entender todo le dramatismo de la escena.

 

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A partir de aquí, se convierte en principal pintor para casi todas las órdenes religiosas y un instrumento para la Reforma, nadie transmitía como él las escenas relacionadas con la religión católica cargadas de misticismo.

Durante diez años pinta en Sevilla para los dominicos, los jesuitas, los cartujos o los mercedarios descalzos. Hoy en día su obra se encuentra dispersa en los mejores museos europeos y americanos.

En España se conservan obras en el Museo del Prado, en el Thyssen, en la Real Academia de San Fernando o en el de Bellas Artes de Sevilla, entre otros.

En el año 1634 cambia completamente de registro y se traslada, por invitación de la Corte, a Madrid, donde colabora con Velázquez para pintar una serie de obras en el desaparecido Palacio del Buen Retiro, realizando los Trabajos de Hércules y dos cuadros de batallas (actualmente conservados en la Museo del Prado).

En los años posteriores regresa a su temática religiosa, recibiendo llamadas de muchas de las más importante órdenes.

Pinta para la orden de la Cartuja de Sevilla y el Monasterio de Guadalupe las que serán sus mejores obras, caracterizadas una vez más por el dominio de la técnica, y el trazo perfecto. Las obras del Monasterio de Guadalupe se conservan in situ, en la sacristía, siendo ocho escenas que representan la vida de los monjes jerónimos. Nadie como él sabría plasmar a través de un lienzo la vida monacal.

Para la Cartuja de Sevilla pintará tres de las obras claves de su trayectoria: San Hugo en el Refectorio, La Virgen de las Cuevas y Visita de San Bruno a Urbano II, sabiendo transmitir con ellas los principios religiosos y espirituales de la orden. Supone una madurez en su pintura alejándose del tenebrismo inicial de sus lienzos, dejándose llevar por colores más vivos buscando todos sus matices. Marcando las texturas y haciéndonos partícipes de cada elemento.

 

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Poco después, Sevilla comienza a decaer como ciudad, se va empobreciendo y los encargos van mermando. Zurbarán que tuvo como buen maestro a su padre que era comerciante, decide pintar, con sus discípulos, obras que irán destinadas a América, el Nuevo mundo era un gran negocio  y llegaban a pagar el triple de lo normal por ellas.

En 1658, y después de la muerte de su hijo Juan - también pintor y del que podremos ver obras en la exposición mencionada -  debido a la peste, se traslada a Madrid con su esposa (la tercera en este caso, ya que había enviudado antes dos veces) y su hija.

Cada vez tiene menos encargos y se empobrece poco a poco, falleciendo en 1664 debido a una larga enfermedad.

 

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Es arte de Zurbarán es único, a pesar de pequeños problemas de técnica (por ejemplo le cuesta dominar a la perfección la  perspectiva) logra en esencia conmover al espectador con sus obras.

La sencillez con que retrata la vida monástica, contrasta con la fuerza que transmiten los personajes que representa. Texturas y sombras que crean ambientes sobrecogedores. El dominio del color y del dibujo se pone de manifiesto en cada pincelada; los bodegones también resultan una conjunción perfecta, haciendo de un elemento cotidiano, una obra de arte capaz de despertar sentimientos.

Esta exposición pretende, de una vez por todas, devolverle al pintor la importancia que tiene y que se vió en parte mermada por artistas coetáneos que le hicieron sombra. 

El pintor de monjes… el maestro olvidado.

 

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