Alejandra de Argos por Elena Cue

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Quizás éste sea el libro con el que no pocos artistas soñarían. Juan Manuel Bonet (París, 1953) dibuja con la precisión de un grabador antiguo la plancha de un contraste: un artista poco conocido y una obra fundamental. Además de todo, es un libro admirable en su edición, sus distintos papeles, su satinado justo, sus guardas cuidadas, y la formidable documentación de imágenes que lejos de disolver la personalidad del pintor, le desentrañan. Es, por otro lado, una obra "atascada" durante años en el escritorio de Juan Manuel Bonet, obra densa, construida a través de su enciclopédica memoria intelectual y visual. SIEMPRE LO MISMO, No se trata de una monografía de artista al uso: más bien al contrario, parece sobrepasar este género: sí hay una entrada biográfica al principio pero luego.

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Miguel Galano pintando uno de sus cuadros.

 

Quizás éste sea el libro con el que no pocos artistas soñarían. Juan Manuel Bonet (París, 1953) dibuja con la precisión de un grabador antiguo la plancha de un contraste: un artista poco conocido y una obra fundamental. Además de todo, es un libro admirable en su edición, sus distintos papeles, su satinado justo, sus guardas cuidadas, y la formidable documentación de imágenes que lejos de disolver la personalidad del pintor, le desentrañan. Es, por otro lado, una obra "atascada" durante años en el escritorio de Juan Manuel Bonet, obra densa, construida a través de su enciclopédica memoria intelectual y visual.

 

SIEMPRE LO MISMO

No se trata de una monografía de artista al uso: más bien al contrario, parece sobrepasar este género: sí hay una entrada biográfica al principio pero luego

esta se queda solo ahí, al fondo y son los temas galanescos del mar, las casas solitarias, las montañas, los escenarios como la galería Utopia Parkway, las afinidades españolas y tantos otros géneros y problemas de la obra de Miguel Galano (Tapia de Casariego, 1956) que aparentemente nos apartan, pero nos vuelven a traer una y otra vez como meandros enriqueciendo en cada "paseo bonetiano" nuestra mirada sobre la obra del pintor. En ese sentido, es un libro que va arrastrando fragmentos, aproximaciones, conexiones fortuitas de nombres, fechas... En su presentación, Enrique Andrés Ruiz lo definió como un "libro de aluvión". Un libro aparentemente sin rumbo. "De esos libros que no se sabe qué son". El propio Bonet se titula a sí mismo en sus Divagaciones galanescas porque es un libro que no está delimitado en un solo tono. Comparte casi hasta la simbiosis poemas de Bonet con voces de Galano y otras voces siempre cerca de la poesía.

 

MADRID HELADO

Y esta es, sin duda, una aproximación inteligente porque Miguel Galano, es en palabras de Juan Manuel Bonet, un pintor de pintar siempre lo mismo. Un pintor aparentemente monotemático, que en realidad no lo es. Como tampoco lo era Edward Hopper, enraizado también en un territorio concreto. Son pintores que han sabido universalizar lo cercano. En el caso de Galano, el oeste de Asturias, sus farolas delante de un mar inquietante y los bancos solitarios de sus parques.

Es también un libro que nos fuerza a salir de casa, a deambular por el Madrid helado hasta la calle de la Reina. Hay algo más que nos urge saber de Miguel Galano, lo único que no puede ofrecernos Juan Manuel Bonet. Llegamos a la galería a la que el pintor es fiel desde hace años. Fue el propio Bonet quien aconsejó a su dueña, Lola Crespo, el literario nombre de Utopia Parkway después de la dirección, en el barrio de Queens, de Joseph Cornell. Hay, en el libro, un capítulo de Bonet dedicado a esta galería y también un cuadro del propio Galano. Lola Crespo va abriendo y cerrando uno tras otro los carriles alineados en los que tiene algunas obras de Galano. Al final, después de un rato en silencio, nos dice: "No está bien que lo hagamos pero te pido que toques con las yemas de los dedos dos obras de Miguel". Son: un paisaje en grises blanquecinos como de hielo, muy liso, en el que se palpa hasta la hilatura de la arpillera y el segundo, un retrato en un negro casi violento, los dedos pasan por una superficie áspera, herida... Sabíamos que a veces es necesario palpar una obra con los dedos, o con la mirada. Miguel Galano es un pintor del frío. Un pintor del norte a pesar de haber pintado Cartagena de Indias y algún que otro lugar cálido. Es un pintor de atmósferas: la niebla, la nieve, la lluvia. También de las cosas reales y de la emoción de los instantes. Y que pintan la soledad de los tejados, las noches marinas, las ramas desnudas en invierno, el misterio de las casas cerradas: "Tengo el recuerdo de un pintor nada amable, áspero, profundo, bronco. De rasgos más bien expresionistas. Tengo idea de haber visto dibujos con un cierto gestualismo Twombly. Y sobre todo tengo el recuerdo de un cuadro excepcional que era un retrato que se titulaba Laboratorio (1996) y que era una pintura profunda, de una densa oscuridad. Era una figura del autor casi sacrificial, con algo de religioso. Era un pintor con algo de alma inglesa, turbio y francamente patético, hasta el punto de que el pathos de aquella exposición aunaba lo patético y la sospecha del clima patológico en el que había nacido la obra", dijo sobre Galano Enrique Andrés Ruiz en la presentación del libro.

 

 

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Introspección (Retrato de Cuco Suárez), (1999), Colección particular.

 

NIEVES DE ANTAÑO

En el recuerdo de John Berger y en su maestría a la hora de guiarnos por sus Modos de ver concluimos que el libro de Bonet es, al final, una de esas piezas que enseñan a mirar y a describir un cuadro. Entre todos los capítulos de nombres literarios que cuajan este libro: Nieves de antaño, De Budapest a la oxidada Praga la de los dedos de lluvia... nos detenemos en El retrato como interrogación. El retrato nos llama siempre desde una voz más interior. Releemos la descripción que hace Bonet del cuadro El orfebre: "En él luchan la sombra y la luz. Cuadro verdaderamente misterioso y mágico, realizado con gran economía de medios, blanco negro y todos los matices del gris: envolvente penumbra, y en ella un rostro apenas insinuado en clave caricaturesca, una mirada oculta tras unas gafas leves, un cráneo coronado por tres pelos, y un fondo -el gran protagonista de la escena- entre el Rothko final y esa composición extrema y pre-rothkiana que es el Perro semihundido de Goya. ¿Puede añadirse algo más a la emocionante descripción, entre densa y sucinta, de un cuadro que sin estar viendo, solo a través de la capacidad de "un contador de cuadros" podemos imaginar, casi ver y recibir el mensaje de su pintor?.

 

 

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"Miguel Galano" Juan Manuel Bonet Hércules Astur Ediciones, 2016. 319 pág. 

 

 

 

    - Bonet pinta la bruma de Galano -                                                           - Alejandra de Argos -

 

Es posible que lo primero que espontáneamente tienda a decir un occidental a la vista de lo que, en general, persiguen los distintos métodos de meditación oriental -a saber, la identidad entre yo y mundo, la no dualidad de la identidad iluminada-, es que no se trata de una meta posible de alcanzar. Más aún, que tampoco es algo deseable. Lo propio de la mentalidad occidental, lo que más profundamente le ha caracterizado y le caracteriza, es, por un lado, su convicción de la imposibilidad, consustancial a lo humano, de superar tanto el dualismo cognoscitivo y lingüístico entre pensamiento y ser (o entre sujeto y objeto, lenguaje y cosa), como el dualismo moral entre ser y deber-ser. Y por otro lado, y como consecuencia de esto, lo que nos caracteriza también es nuestra alta valoración y estima del yo personal, de la conciencia individual como el fundamento más elevado de todo lo positivo que el hombre tiene.

  carafrentealespejo Imagen de gemmav58.wordpress.com

 

Es posible que lo primero que espontáneamente tienda a decir un occidental a la vista de lo que, en general, persiguen los distintos métodos de meditación oriental -a saber, la identidad entre yo y mundo, la no dualidad de la identidad iluminada-, es que no se trata de una meta posible de alcanzar. Más aún, que tampoco es algo deseable. Lo propio de la mentalidad occidental, lo que más profundamente le ha caracterizado y le caracteriza, es, por un lado, su convicción de la imposibilidad, consustancial a lo humano, de superar tanto el dualismo cognoscitivo y lingüístico entre pensamiento y ser (o entre sujeto y objeto, lenguaje y cosa), como el dualismo moral entre ser y deber-ser. Y por otro lado, y como consecuencia de esto, lo que nos caracteriza también es nuestra alta valoración y estima del yo personal, de la conciencia individual como el fundamento más elevado de todo lo positivo que el hombre tiene: de su razón, de su libertad, de sus valores e ideales morales, de su ciencia, etc.

El occidental acepta, pues, y hasta cierto punto valora como positivo, el hecho de que el individuo sea un ser diferente y separado como por un abismo insalvable de la totalidad del mundo. Porque esa es la razón de su impulso de conocimiento y de su voluntad moral, ya que nunca se llega de manera efectiva ni a un conocimiento definitivo de la verdad absoluta ni a una realización moral de la perfección absoluta. Siempre se está en camino de ello, y esto es lo que estimula y fundamenta a los hombres en el desarrollo de su libertad, de su autonomía, de su creatividad y de su conciencia.

Para un occidental, esa coincidencia o  identidad del yo con el mundo de la que hablan las sabidurías orientales sólo puede ser, en el mejor de los casos, una metáfora, o sea, una visión. Una visión entendida como un simple espectáculo que se puede y se debe mirar sin perder nunca ni en ningún momento la conciencia de que, como yo que mira esa visión, soy otro respecto a esa visión que veo. Desde el momento en el que el yo quedara anulado, sobrepasado, sumergido o perdido en la realidad de lo que se ve o se siente, eso el occidental sólo lo puede entender como ebriedad, como trance, como sugestión, o sea, en definitiva, como locura. O el yo sigue consciente y bien entero, sabiendo bien que lo que ve son cosas diferentes de él mismo y que él mismo no es eso, o en cuanto se crea ser verdaderamente eso que ve o que suena es que está loco, o como se dice hoy con mucha mayor propiedad, es que está flipando.

En resumen, para un occidental no es posible ni deseable imaginar ningún estado espiritual consciente que no esté referido claramente a un sujeto, o sea, a un yo personal. En cuanto el yo queda anulado o sobrepasado, lo que tiene lugar entonces no es otra cosa que una caída en el inconsciente, y por tanto, una caída en algún modo o tipo de locura. En cambio, para un oriental está muy claro que sí es posible una conciencia y una mente sin yo, y que la conciencia puede llegar a ser capaz, mediante el empleo de métodos -que no tienen nada de inducción a la locura-, de trascender el estado del yo haciéndolo desaparecer para alcanzar un nivel de conciencia superior y más elevado.

 

 

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 Bill Viola – Tristan’s Ascension (The Sound of a Mountain Under a Waterfall)

 

El occidental piensa que la conciencia es siempre conciencia de algo, y por lo tanto conciencia de una diferencia entre el sujeto y ese algo que el sujeto ve, siente, conoce, etc. El occidental no entiende eso de que es posible una conciencia pura como superación de la mera conciencia personal individual, sin que esto signifique, para él, otra cosa que un simple caer en lo inconsciente. No puede entender cómo eso puede ser  el logro o la conquista del más alto conocimiento de sí y del estado más elevado de realización de lo que uno propiamente y metafísicamente es. Le es completamente ajena y extraña esa idea de una conciencia pura -tan familiar, sin embargo, al oriental. Una conciencia en la que ya no hay ningún yo como sujeto frente a un tú o frente a un ello como objetos, sino que lo que hay es simplrmente un ES, un ser que se autoilumina y que es precisamente Pensamiento, Espíritu, Uno-Todo, Brahman-Atman, Tao o Kundalini.

Tal es el conflicto al que resulta difícil encontrar solución. Y no trataré yo de aventurarme a darla en un asunto en el que mentes mucho más preparadas y perspicaces han fracasado. Sin embargo, sí puedo dar algunas razones de por qué creo que se produce este desacuerdo, y de cómo se podrían ver las cosas para que la contradicción resultara menos radical e insoluble. Se me ocurren, en concreto, estas dos. La primera se refiere a la diferencia existente en el concepto mismo de meditación que tienen el oriental y el occidental. Y la segunda es la diversa actitud que ambos tienen también en lo que se refiere al cuerpo.

Para un occidental, la verdad se desvela al pensamiento siempre y únicamente a través del lenguaje. En Occidente siempre se ha pensado en el lenguaje como el lugar propiamente dicho donde se contiene la verdad. Por ejemplo, cuando se creía que la verdad procedía de una revelación divina, ésta se situaba en las escrituras sagradas que adquirían así el estatuto de palabra de Dios. Cuando ya no se cree en eso, la verdad sigue situándose igualmente en el lenguaje como lenguaje de las ciencias, porque son las teorías científicas las que nos dicen la verdad acerca de las leyes del universo. En todo caso, la verdad va siempre unida a una dualidad nunca superable entre hombre y Dios,  entre yo y mundo, o entre lenguaje y realidad.

En Oriente, en cambio, la palabra, el discurso sobre la verdad, viene siempre después y como descripción de una verdad previa y sin palabras que tiene que experimentarse antes. O sea, que para poder ser dicha y explicada con palabras, la verdad tiene primero que ser vivida en una experiencia. De ahí que meditar, para un oriental, no es reflexionar ni discurrir con conceptos ni contemplar ideas. Las palabras, los conceptos y las ideas son, para él, algo distinto de las cosas y de la realidad. La palabra no es la cosa. La cosa sólo puede experimentarse como tal superando o yendo más allá del lenguaje que simplemente la dice.

De manera que el oriental no se deja convencer de que la verdad esté en el lenguaje ni en las teorías, que son puros entramados de conceptos y de términos abstractos. Él insiste en que la verdad tiene primero que ser vista, escuchada, o sea, física y espiritualmente sentida y aprehendida como imagen concreta y llena de significado. Esta es la razón de por qué en la meditación oriental los conceptos y las palabras son sustituidos por visiones, por sensaciones, por símbolos como verdades que se manifiestan a través de figuras y de imágenes. No se razona con conceptos esquemáticos y vacíos, puras abstracciones intelectuales sin contenido concreto, sino que se experimenta con símbolos y a través de símbolos.

 

 

 Dualidad 

 

 

En cuanto a la diversa actitud que ambas mentalidades, oriental y occidental, adoptan en relación con el cuerpo, aquí es donde me parece que está la clave para entender muchas cosas problemáticas de todo lo que llevamos dicho. Porque para el oriental es impensable una meditación en la que no esté absolutamente involucrada la totalidad del cuerpo.

El pensamiento occidental prescinde completamente, y de un modo incluso premeditado y preconcebido, de cualquier implicación del cuerpo, de las sensaciones, de las imágenes y de los sentidos en el pensamiento. Se trata, por todos los medios, de que el pensamiento de la verdad esté única y exclusivamente en los conceptos abstractos y en las palabras del lenguaje. Y el cuerpo queda entonces premeditadamente reprimido, rechazado, apartado como lo otro, como lo impulsivo, como lo inconsciente que estorba y amenaza con obstaculizar e impedir continuamente el puro discurso de la razón.

Frente a esta concepción, lo que caracteriza a la meditación oriental es, como hemos visto, que en ella están siempre implicados y concernidos tanto el pensamiento como el cuerpo. Lo primero que tiene que hacer el que practica la meditación oriental es adoptar una determinada postura con el cuerpo (o sea, cruzar las piernas, enderezar la espalda, fijar la mirada en un sólo punto). Tiene que ser capaz además de acompasar su respiración de modo que alcance un ritmo determinado, tiene que dominar el arte de la visualización de imágenes, tiene que eliminar las distracciones y el parloteo mental incontrolado. En suma, tiene que alcanzar un estado del cuerpo-mente como no dualidad en el que una determinada experiencia global hace su aparición y únicamente la hace bajo esas condiciones.

 En esta participación del cuerpo como elemento activo en el conocimiento de la verdad todos los detalles son importantes. Por ejemplo, es importantísimo, sobre todo el acompasamiento de la respiración. ¿Por qué? Pues porque la esencia del individuo es prana, o sea, aire, energía vital, chi, y eso mismo es también el universo. De modo que al respirar, el individuo está llevando a cabo una acción cósmico-metafísica. Concentrándose en la respiración y en su ritmo, el individuo experimenta ya de este modo tan elemental su coparticipación esencial y su unidad última con el cosmos. Y eso, junto con las posturas corporales y el control mental crea las disposiciones psicológicas que hacen posible intuiciones trascendentes a la conciencia.

De manera que la verdad no es sólo solo asunto de la parte intelectual y racional pura del individuo, sino que afecta y concierne también de un modo igualmente importante a toda su realidad corporal. Implica tanto a la mente como al cuerpo. Y esto es lo que significa la idea oriental de que, para alcanzar el estado de no dualidad, el pensamiento tiene que salirse del lenguaje -que es el reino propiamente humano de la dualidad- y hacerse pensamiento del cuerpo-mente en su totalidad.

En conclusión, no hay por qué reducir la meditación oriental a una inmersión en lo inconsciente, y por tanto, a una caída en la locura, sino que hay que entenderla como atribución al cuerpo de un papel esencial en la realización del pensamiento. Eso, y no cualquier otra cosa extraña, es lo que hay tras la devaluación oriental del lenguaje abstracto y de la conciencia puramente intelectual. Para Oriente, el inconsciente es ese Uno-Todo, esa totalidad de lo que existe o Tao en el que se funde y se une todo lo diverso. De ahí que pueda reaparecer en nosotros, dentro de nosotros, aunque sea también algo exterior a nosotros y que nos sobrepasa.

 

 

- Pensamiento occidental y meditación oriental -                                              - Página principal: Alejandra de Argos -

"En un hospital romano ha muerto la poeta más inteligente e importante que nuestro país ha producido en este siglo, de resultas de las escaldaduras y quemaduras que, al parecer, se causó en la bañera, según comprobaron las autoridades. Yo hice viajes con ella y, en esos viajes, compartí muchas de sus opiniones filosóficas, y también sus opiniones sobre la marcha del mundo y el curso de la Historia, que la espantaron durante toda su vida". Con estas palabras Thomas Bernhard resumía la muerte de su querida amiga. El 5 de mayo de 1973 moría Ingeborg Bachmann a causa de las quemaduras sufridas en el incendio de su casa de Roma, donde se había establecido de forma definitiva en 1969, buscando el calor y la luz del sur. Tenia 47 años y abandonaba una vida intensa llena de éxitos, sufrimiento y tristeza.

   Ingeborg Bachmann  

 


"En un hospital romano ha muerto la poeta más inteligente e importante que nuestro país ha producido en este siglo, de resultas de las escaldaduras y quemaduras que, al parecer, se causó en la bañera, según comprobaron las autoridades. Yo hice viajes con ella y, en esos viajes, compartí muchas de sus opiniones filosóficas, y también sus opiniones sobre la marcha del mundo y el curso de la Historia, que la espantaron durante toda su vida". Con estas palabras Thomas Bernhard resumía la muerte de su querida amiga.

El 5 de mayo de 1973 moría Ingeborg Bachmann a causa de las quemaduras sufridas en el incendio de su casa de Roma, donde se había establecido de forma definitiva en 1969, buscando el calor y la luz del sur. Tenia 47 años y abandonaba una vida intensa llena de éxitos, sufrimiento y tristeza . Bebía y se drogaba, y el fuego siempre fue una metáfora recurrente en muchos de sus escritos. Sus amigos no se sorprendieron de este trágico final.

Filosofía, literatura y lenguaje conforman la obra poética y narrativa de esta austriaca inteligente, académicamente muy bien formada, elegante y tremendamente atractiva, que había nacido en Klagenfurt, una pequeña ciudad de la región de Carinthian, próxima a la frontera con Slovenia. La guerra le obligó a abandonar su hogar y comenzar un peregrinaje para huir de la destrucción y barbarie que asolaba su tierra. Estos acontecimientos marcaron su vida y su obra, y siempre fueron un recurso literario para hablar de la identidad de un mundo donde la frontera divide y desdibuja al mismo tiempo los límites para dejar en suspenso todo aquello en lo que se había creído. Su extrema sensibilidad le acercó al mundo de tal manera que supo moldear imágenes y reflexiones con pocas palabras, pasar de los grandes pensamientos a los pequeños detalles. Siempre fiel a sus convicciones intelectuales buscó en el lenguaje la vía de expresión más auténtica. Como ella misma dijo: Los poemas surgen con las palabras, busco el lenguaje en estado puro y rechazo las palabras “gastadas” para poder aprehender la verdad. Una vez más el El texto se sostiene en el lenguaje.

 

 Ingeborg Bachmann 1971 

 

A pesar de ser una de las autoras de culto más importantes de Europa y uno de los iconos en lengua alemana de la segunda mitad del silgo XX, formó parte del movimiento Grupo 47, su obra no parece ocupar el lugar que le corresponde en España. Tres Senderos hacia el Lago es una magnifica ocasión para acercarse a esta gran escritora que ha cultivado todos los géneros, poesía, narrativa y ensayo. La novela que nos ocupa forma parte de un libro de cinco relatos, que apareció en 1972 con el título Simultan.

Estamos ante una de esas novelas cortas que pueden releerse con placer una y otra vez y siempre encontrar nuevos significados. Con una prosa cerrada, topográfica y autobiográfica narran la vuelta de su protagonista, la fotoperiodista de éxito Elisabeth Matrei , un año más, a casa de su anciano padre. Aquí se enfrentará “al mundo de ayer”, a la rutina de una vida sencilla en un lugar pequeño y al paso del tiempo, en medio de un ambiente claustrofóbico en el que poco a poco se van enredando los pensamientos de su protagonista, interrumpidos únicamente por sus intentos frustrados de llegar al lago a través de unos caminos ya desaparecidos. Bachmann utiliza la novela como búsqueda espacial y temporal de su existencia, como un mapa lleno de referencias perdidas que poco a poco van retornando al presente. El yo que fue y que había desaparecido hacía mucho tiempo, se le aproxima para reflexionar sobre el papel de la mujer en la sociedad actual y la percepción de los demás con respecto a ese nuevo estatus que parece ocupar el sexo femenino en su lucha por la igualdad. El amor y los amantes, las relaciones familiares y todo aquello que el apellido Trotta supone para la historia y la literatura austriaca, en una referencia explícita a Josep Roth cierran el relato.

 

 Ingeborg Bachmann y Kurt Saucke1962 

 

Ingeborg Bachmann fue una mujer tremendamente comprometida con su tiempo y, la novela se hace eco del final del colonialismo, sus referencias a la Guerra de Argel y a la de Vietnam en un intento por comprender la complejidad del mundo que nos ha tocado vivir. No olvidemos que Anselm Kiefer recupera muchos pasajes de la escritora para incorporarlos a su obra pictórica como una llamada de atención del horror de las contiendas.

Hace falta haber vivido vorazmente y ser un maestro del lenguaje para poder condensar en una pequeña novela tantas preguntas sobre las constantes contradicciones de nuestra propia existencia y zarandearnos para no permanecer impasibles ante tanta falsedad.

 

 Tres Senderos Hacia el Lago Ingeborg Bachmann 



- Tres senderos hacia el lago. Ingeborg Bachmann -                                            - Página principal: Alejandra de Argos -

 

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Misteriosa Christine: Un fragmento del diario de California

En el aerobic había hecho progresos notables en tan sólo un mes y medio de práctica. Aquella mañana me sorprendí a mí mismo siguiendo la clase y el ritmo de un modo casi perfecto, teniendo en cuenta que el primer día no fui capaz de articular ni un sólo ejercicio. Christine era la seducción que animaba mis movimientos, ungía mi cuerpo con la gracia de su danza, la dulce melodía de su voz cantarina y el hechizo relajante de su sonrisa y sus miradas. Bailando frente a ella volvía a mí la juventud. Contagiado del ritmo y la armonía de sus pasos, mis pies se movían con ligereza, mi cuerpo perdía su pesadez y un delicioso arrebato de placer me suspendía en el vértice del olvido, por encima de las aristas del espacio y del tiempo. Fue ese día cuando me atreví por fin a hablarle la primera vez, y le pregunté sonriente: "How about cardio-dance workout class in Hearst Gym? I heard you attend to it Tuesday morning". Pero su respuesta, larga y cariñosa, se adentró en el vacío de mis carencias múltiples, chocó con la insuficiencia de mi entrenamiento lingüístico y se perdió en la lejanía infinita, dejando sólo en mis labios el eco de la perplejidad que sonaba: "¡Yeah, O. K. Christine, thanks!"

A partir de ese día, me telefoneaba una o dos veces por semana para quedar en el Café Harding, donde hablábamos durante una hora exacta al cabo de la cual ella se despedía y se iba. Yo interpreté que quería ayudarme con el inglés desinteresadamente, y esas charlas vendrían a ser como clases que me regalaba de vez en cuando. Un día, a finales de marzo, sentado con ella en el lugar acostumbrado, se acercó a saludarme un amigo al que dije que me llamara para vernos antes de finales de mayo porque en esos días me iba a marchar ya de San Francisco para pasar varios meses en Los Ángeles. Christine se mostró sorprendida por la proximidad de mi marcha y me expresó su deseo de que pasásemos más tiempo juntos. ¿Por qué?  El caso es que, desde entonces, nuestras entrevistas fueron más largas y frecuentes. Pasábamos la mañana visitando las galerías de arte de North Beach y luego comíamos en un bonito café italiano, o paseábamos por la Marina de Berkeley y tomábamos lunch en uno de los restaurantes de la orilla desde donde se disfrutaba de una vista magnífica del Golden Gate. Incluso alguna vez quedamos en mi casa y allí pasamos las horas charlando, oyendo música y tomando té.

El día de mi cumpleaños vino a recogerme por la tarde con su gorrito y su sonrisa detrás de sus gafas inmensas y ligeramente teñidas, para que fuesemos a un musical en el campus de la Universidad. Dimos un paseo por Telegraph hasta el Zellenbach Auditorium entre los hippies y los estudiantes, dejando atrás el perfume a sándalo mezclado con pachuli y el desagradable olor a suciedad y orina de los homeless people. El olor a incienso salía de las librerías y de las tiendas donde se vendía la nostalgia de Oriente, de Nepal, de Katmandú, del hachisch, y el retorno al estado natural y a la desnudez de una juventud que ya había abandonado tiempo atrás el ideal de un utópico equilibrio entre la inocencia y la sensualidad. Tras el concierto la invité a cenar en Chez Panisse casi a las diez treinta, una hora terrible de tarde. El ambiente era sofisticado y distinguido, con la gente cenando y conversando plácidamente a la luz de las velas. Un maitre vino a nuestro encuentro para decirnos que teníamos que esperar todavía half-an-hour. Era igual, teníamos toda la noche. Tras pedir una copa de vino, Christine fue al Toilet a pintarse los labios, a quitarse las gafas, a lavarse las manos y volvió incluso con un peinado distinto. Estaba encantadora. Cenamos Halibut con almejas y torrijas, y conversamos sobre mi novela, mi familia, mis amigos de Kansas, mis viajes otra vez, mis países preferidos otra vez. Y también un poco sobre su familia, su hermano, la novela que estaba escribiendo su hermano, Turquía otra vez y su nostalgia del Mediterráneo otra vez. Al salir del restaurante ella tiritaba de frío a mi lado y yo la rodeé con mis brazos para que recuperase el calor, pero se quedó rígida y callada. Sin embargo, cuando nos despedimos hizo un gesto como si esperara un beso de mis labios en los suyos, mientras maquinalmente mi boca fue a posarse sobre su mejilla cumpliendo el gesto formal del adiós convencional.

Un día me dijo que quería invitarme ella a mí a cenar en su casa. Me llamó por la mañana para decirme que me recogería con su coche a las seis. Yo me había puesto ya mi traje oscuro y mi camisa azul de Armani cuando ella apareció con su vestimenta vaquera de siempre, que era la única que parecía tener. Me lo hizo notar: que me había vestido como para una ocasión especial. Cuando llegamos a Oakland se dirigió hacia el puerto por una calle desangelada por en medio de la cual circulaba un tren de mercancías a la vez que lo hacía el tráfico de los coches por un lado y por el otro. Me pareció algo inconcebible. A la vez me impresionó la desolación del lugar, la suciedad del puerto, el frío de aquel barrio desapacible. Ni tiendas, ni vecinos, ni naturaleza. Pero aún me pareció más increíble el lugar donde vivía: un almacén del puerto. Cuando entramos no pareció ni cortada ni avergonzada. Al contrario, me explicó que ese tren de mercancías que habíamos visto pasaba justo a metro y medio de sus ventanas, como comprobaríamos enseguida, formando un estruendo insoportable a cada rato, incluso de noche. La casa no tenía habitaciones. Era un hangar enorme en el que una decoración muy esquemática distinguía espacios y ambientes. Había, eso sí, cuadros de Christine por todas partes. En aquel sitio invivible vivía ella... con Malcolm, su actual pareja. La cena consistió en una patata cocida, una cucharada de huevos revueltos y un trocito de pastel de frutas de postre.

Después de una breve charla de sobremesa en tono distendido y simpático, Christine empezó a dar señales de ponerse ansiosa e incómoda. De pronto se encendió una luz en el fondo de la nave y una cortinilla se descorrió lentamente apareciendo, en una semioscuridad mal producida, la silueta de un cuerpo escultural semidesnudo. En efecto, era una figura bella de mujer que se aproximaba despacio hacia nosotros. Se movía con suma elegancia y gracia, aunque cuando pude ver mejor su rostro me pareció dominado por el hastío y la indolencia. Incluso al mirarlo más despacio, me dí cuenta de hasta qué punto aquellos ojos tristes, aquellas mejillas surcadas por ojeras profundas, aquel cabello desordenado aunque hermoso... aquella expresión de cansancio no reflejaban la belleza de la juventud sino el agotamiento y el asco. Aún así, su cuerpo contenía la más alta concentración de erotismo que yo jamás hubiera podido soñar. Irradiaba poder de seducción, levantaba llamaradas de deseo, como si fuese el cuerpo de una diosa encontrada al azar entre la multitud vulgar de los humanos y llevada allí para revelarse en toda la magnificencia de su divino esplendor. Una diosa que se acariciaba el cuerpo, orgullosa de él, cubriéndolo de aceite perfumado. 

El show incluía una última sorpresa. En un momento dado, aquella figura se acercó a mí y me tomó de la mano. Yo no sonreía mientras la miraba. Tal vez porque entonces veía en ella sólo a una infeliz muchacha cogida en la trampa de una realidad angustiosa, y oprimida por la visión de un futuro sin esperanza, carne de terribles mafias del sexo, al borde del abismo de las drogas y de la locura. Una joven que no podía disfrutar de su juventud ni del amor cuando éste daba sus mejores y más sabrosos frutos tempranos. Hubiera podido tocarla, posar mis manos en la carne de la diosa y sentir su energía, su calor, su misteriosa fuerza erótica, pero no lo hice. A ella no le gustó mi mirada abstraída, intensa y extraña. Eran las once y media cuando Christine se levantó y, precipitadamente, salió a la calle sin despedirse. Entonces yo pedí a Malcolm que me llevara a casa.

 

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Continuamente tenemos necesidad de comprendernos e interpretarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para orientarnos y actuar en él. Esto lo hacemos cada día los humanos a través de nuestra integración en un sistema de cultura. Acciones esenciales a este proceso son el uso adecuado de nuestra competencia lingüística y el aprendizaje de valores morales y de conocimientos. Pues la adquisición de cultura es lo que proporciona al individuo la capacidad de elegir sus propios fines y realizarlos. La cultura es, por tanto, el marco en el que se desenvuelve la vida de una sociedad. Por ello, entendida como tarea de reflexión sobre la cultura, la filosofía ha de plantear continuamente la pregunta por cómo debe ser cada ámbito cultural (conocimientos, valores, costumbres, leyes, etc.).

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Continuamente tenemos necesidad de comprendernos e interpretarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para orientarnos y actuar en él. Esto lo hacemos cada día los humanos a través de nuestra integración en un sistema de cultura. Acciones esenciales a este proceso son el uso adecuado de nuestra competencia lingüística y el aprendizaje de valores morales y de conocimientos. Pues la adquisición de cultura es lo que proporciona al individuo la capacidad de elegir sus propios fines y realizarlos. La cultura es, por tanto, el marco en el que se desenvuelve la vida de una sociedad. Por ello, entendida como tarea de reflexión sobre la cultura, la filosofía ha de plantear continuamente la pregunta por cómo debe ser cada ámbito cultural (conocimientos, valores, costumbres, leyes, etc.). Es decir, su reflexión debería desarrollar un trabajo de análisis para salvaguardar la cultura de modo que no sea empleada, instrumentalizada y falseada como factor de ideologización y de alienación.

Pues bien, ¿qué es lo que dice hoy la filosofía acerca de la cultura? ¿Qué luz aporta la reflexión de sus más conspicuos cultivadores actuales? Lamentablemente, una parte considerable de la filosofía contemporánea ha desarrollado -y desarrolla aún- un pensamiento formalista y positivista, bien adaptado al mundo tecnológico y capitalista; o bien se entretiene en el inocuo juego bizantino y verbalista de analizar y reanalizar cuestiones eruditas en juegos de lenguaje puramente conceptualistas y exhibicionistamente oscuros. Se trata, en todo caso, de un pensamiento que no se implica ni se compromete con las necesidades de concienciación y de cambio de los individuos que luchan por superar los aspectos insatisfactorios de las situaciones en las que viven. Toda la filosofía analítica y neopositivista, dominante aún en el mundo anglosajón y convertida finalmente en la filosofía oficial del actual imperio americano, se conforma con describir el estado de cosas existente, identifica el sentido del lenguaje con su uso, y rechaza el pensamiento que critica, niega y supera considerándolo como una enfermedad a la que es preciso aplicar una terapia de naturaleza lingüística: el filósofo -dice esta filosofía- debería dejar de utilizar el lenguaje de manera disfuncional y causante de inquietud, y limitarse al uso ordinario y al sentido común que lo acompaña.

 

 

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Es posible que a este tipo de filosofía -y junto a la filosofía analítica se podrían sumar también a este respecto otras corrientes como el deconstrucionismo o ciertas formas de ejercer hoy la fenomenología- se la valore, se la cultive y se la fomente justamente porque está desprovista de fuerza crítica. Y porque su trabajo consiste en disolver como sinsentido, no sólo las cuestiones especulativas y metafísicas, sino también los planteamientos críticos que buscan desenmascarar en los argumentos manipulaciones y motivaciones de naturaleza ideológica. Los poderes que rigen y orientan la cultura saben muy bien qué filosofía conviene promover y cuál combatir y desacreditar. Por eso hace falta hoy más filosofía crítica, que bien podría desarrollarse y ofrecerse bajo el lema impactante y sorprendente que le señaló Deleuze: entristecer. Afirmaba este pensador que una filosofía que no entristece ni contraría a nadie no es una verdadera filosofía, porque la verdadera misión de ésta no es otra que detestar la estupidez, es decir, hacer que la estupidez sea para cualquiera una cosa vergonzosa. Me parece que sería un gran servicio éste si la filosofía fuese capaz de ofrecerlo a la sociedad: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas: "¿Existe alguna disciplina, fuera de la filosofía -dice Deleuze- que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión. Combatir el resentimiento, la mala conciencia, que ocupan el lugar del pensamiento. Vencer lo negativo y sus falsos prestigios. ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?".

Se puede pensar, sin duda, en una sociedad que, como una máquina, funcione sin necesidad de fundarse en significados y valores. Tal vez los asesores de los gobiernos actuales y sus dirigentes han hecho valer la idea de que la necesidad general de que la sociedad funcione hace finalmente que los individuos acaben por aceptar la legalidad ordenada y promulgada de manera decisionista por los poderes públicos. Por lo que el reconocimiento fáctico de esta legalidad hace innecesaria la cuestión de su grado de racionalidad o la de su fundamentación en valores. Puede que esto sea así, pero también es posible que las cosas no sean tan simples como esta teoría funcionalista quiere hacer ver. Porque en una sociedad así se ha de suponer que se tiene que dar, por parte de los ciudadanos, la pura aceptación inmotivada de la legalidad. Ahora bien, este supuesto no dice nada, o incluso oculta de manera sospechosa, la necesidad concomitante, por parte del Estado, de un creciente reforzamiento de sus capacidades de vigilancia, de control y de represión para hacer frente y sofocar la insatisfacción y la no adhesión de los ciudadanos al sistema. Oculta que estas sociedades arrastran un potencial explosivo de rebelión y de violencia que hace que en ellas cualquier avance en la vía del reforzamiento del orden, de los deberes ciudadanos y de la seguridad signifique también una mayor destrucción de lo humano y de su contenido vital.

 

 

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Puesto que las tradiciones y las creencias del pasado ya no se imponen automáticamente, sino que sólo se incorporan en la medida en que son asumidas reflexivamente, la integración social deja de basarse en la tradición y se enfrenta al reto de producirse en el ámbito de una universalización de normas y valores que sólo es capaz de producir identidades abstractas. Este proceso potencia el aislamiento y la individualización, genera a la vez esa fuerte nostalgia de las raíces y de las tradiciones, característica de los nacionalismos, que delatan la falta de una cosmovisión capaz de dar a los individuos un sentido de mayor integración y sentido. Una forma aceptable de organización de la sociedad sólo puede ser, en consecuencia, la que se base en un consenso que reúna y exprese la aspiración comunitaria a que unos valores o ideas ampliamente compartidos configuren el proyecto conjunto y el sentido de esa sociedad. Si eso no existe, si no se propicia, o si existiendo -al menos en gérmen- se ignora y se trata de reprimir, entonces falta la instancia efectiva a la que poder recurrir a modo de legitimación.

En este contexto, el objetivo de la filosofía debería seguir siendo la búsqueda de una racionalidad global de sentido. Creo que este objetivo sigue teniendo vigencia en un mundo como el nuestro, marcado por el predominio casi exclusivo de racionalidades científico-técnicas especializadas. Pues semejante fragmentación del conocimiento y de la técnica no afecta sólo al mundo físico y a las estructuras externas de la sociedad, sino también a la interioridad misma de los individuos, dando origen a múltiples conflictos. Al quedar engranados en un funcionamiento universal, objetivo y diferenciadamente especializado, los sujetos no son quienes dan sentido y coherencia a los procesos y ámbitos de lo que científica, técnica o socialmente sucede, sino que su existencia se reduce a representar los distintos papeles y llevar a cabo los cometidos que ese funcionamiento anónimo y sus dinámicas le exigen y le obligan a asumir. En esta situación hace falta la filosofía, o sea, un modo de pensamiento que sobrevuele ese conjunto de operaciones funcionales de deducciones, cálculos e inferencias en los consiste la racionalidad instrumental, para platearnos y enseñarnos cuestiones como qué es la existencia o cómo debemos vivir.

Hace falta una filosofía que nos abra también perspectivas de comprensión sobre lo humano. Frente a las definiciones individualistas y colectivistas, habría que empezar a comprender al ser humano como el núcleo personal de un ser en relación. El otro no es, entonces, para el yo simplemente un objeto con el que se establece una relación de objetivación y de uso, sino un tú como alguien con quien realizo mi propio ser. Si se percibe al otro simplemente como un objeto a utilizar no puede haber reciprocidad como fundamento de la responsabilidad en el sentido propiamente ético del término. Por último, también hace falta la filosofía como tarea de revisión del modo de pensar y de vivir que ha dominado y domina a Occidente, y que nos ha sumergido en esta racionalización y tecnocratización de las sociedades que hoy casi recubre ya la totalidad del planeta. Todas estas formas de hacer filosofía necesitarían, en suma, el vigor para sacudir al hombre occidental desmovilizado y anestesiado, para hacerle recapacitar en medio de esta especie de resignación escéptica en la que nos sume ya una visión cada vez más desesperanzada sobre la marcha de nuestra propia civilización.

 

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