Conocer a un amigo.

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Diego Sánchez Meca - Conocer a un Amigo 1 

Berlín, 6 de septiembre de 2013.

 

Querido Armin,

​También para mí la muerte de Stefan, aunque esperada, ha sido uno de esos golpes del destino que desarbolan el orden de los días. Es verdad que éramos amigos, aunque no es cierto -como dices- que nos conociéramos mucho. En realidad, esta imposibilidad de conocer a un amigo "a fondo" no es, para mí, algo que se constate sólo una vez desaparecido, sino que es una certeza que sobrevive a muchos recuerdos que se terminan yendo por el desagüe del olvido.

​Para empezar, opino que no depende de uno despertar el interés que atrae a los otros hacia ti, como tampoco suprimir las barreras de separación que impiden el encuentro y la relación manteniéndote aislado en la soledad. Stefan y yo nos conocimos en Heidelberg, al inicio de una primavera adelantada y esplendorosa que ponía fin al austero silencio del invierno alemán. Coincidíamos en un seminario sobre los paralogismos kantianos en el que las clases del prof. Martens iban sumiéndonos en un mar de niebla que nos unía a todos. Entonces empezamos a conversar pero como si, además del clamor de los argumentos filosóficos, escuchásemos una voz ineludible surgida de lo más recóndito de nuestra niñez. Quedábamos para estudiar juntos pero también para ir a pescar, descubriendo que lo que nos divertía más era cazar lagartos y ranas con el anzuelo.

​Pronto me di cuenta de que Stefan y yo no eramos afines casi en nada, y esto no sólo porque él fuera alemán y yo español. Era algo mucho más profundo que continuó existiendo incluso después de haber seguido tratándonos más de veinte años. Tal vez nuestra amistad se ha ido alimentando justo de esa diferencia, o sea, de las cosas que cada uno habría deseado tener de todo aquello que veía, imaginaba o admiraba tal vez en el otro. En la amistad hay mucho de recreación imaginativa y afectiva del otro. Recuerdo su brusca reacción cuando un día me vió, por primera vez, hacer sobre la frente la señal de la cruz. Y también recuerdo cómo contesté a los duros monosílabos que salían de su boca como pedradas lanzadas sobre la superficie de una charca. Hasta empezamos a caminar a cierta distancia el uno del otro, como si tratásemos de evitar incluso el contacto de nuestras sombras.

​Y sin embargo, tienes razón cuando afirmas que la amistad y el conocimiento del otro empiezan con una decisión propia de querer llegar a eso. Tal vez hasta es posible que casi se limite a eso, pues este querer es la fuerza del mostrarse y del darse por el simple placer de hacerlo. Ahora bien, ¿qué conocimiento has de tener del otro para que tal decisión se produzca? ¿Ese otro puede ser cualquiera? ¿Por qué este sí y el otro no?

 Diego Sánchez Meca - Conocer a un Amigo 2 

​Aquellos años juveniles en Heidelberg transcurrieron transidos de la mansedumbre que nos mantiene firmes sobre la vida. Los sábados y domingos me despertaba después de las once envuelto en una dulce placidez. Abría las ventanas de mi cuarto, me duchaba sin prisa y bajaba a desayunar no sin antes tocar en la puerta de Stefan para gritarle sin entrar que lo esperaba en la cafetería. A él le gustaba el café muy caliente y sin azúcar, pero la taza se le solía enfriar entre las manos cuando se quedaba absorto en el hilo de la conversación. Y discutíamos como braceando en un agua agitada tratando de alcanzar algo que nunca llegaba a estar al alcance de nuestras manos: "La experiencia propia -le decía yo- es siempre limitada, parcial, inevitablemente subjetiva... ¿Cómo extraer un contenido de saber de esto que merezca la pena? Los filósofos no saben gran cosa porque ninguno habla desde su experiencia, sino desde un castillo de abstracciones que me suscita una invencible perplejidad". Entonces él, apartando la taza del desayuno hacia un lado de la mesa, me contestaba: "No hay que culparles por ello. Seguramente tampoco nosotros seríamos capaces de decir gran cosa desde nuestra experiencia personal. Porque no se puede evitar, por ejemplo cuando se está a gusto con alguien, mostrarse desinhibido, parlotear con espontaneidad viviendo el instante en su inmediatez, sin estar pendiente de pensarlo, de razonarlo, de comprenderlo, de memorizarlo para luego escribirlo. La experiencia vivida desprende una fragancia que no te penetra cuando intentas vivirla desde la intención de convertirla en experiencia escrita".

​Pues tal vez eso es lo que pasa también con la amistad, amigo Armin, de la que, si es buena, ni se habla ni se escribe, sino que sólo se vive mientras está ahí. Tu carta me dejó por eso pensativo. El paso de los años te enseña cómo has de ir dejándote el equipaje por el camino para poder andar más deprisa, recorrer más trayecto, encontrarte con más gente, ver más cosas, aumentar en amplitud y en intensidad el mundo de tu experiencia, esa riqueza espiritual que se sedimenta en el corazón, no en la memoria ni en la razón. Recuerdo el momento en que Stefan y yo nos vimos por última vez en su casa de Friburgo, aquel fatídico día de sol veraniego en el que todo parecía estar al acecho. Habiéndole dicho el médico que podía morir en cualquier momento, me telefoneó para que nos despidiésemos. Insistió en caminar unos pasos por el jardín a lo largo de aquél paseo flanqueado de sauces, de adelfas y de laurel, abanicados por la brisa de la tarde. Él se tapaba el sol haciendo visera con la mano a la vez que se limpiaba un sudor frío que surgía una y otra vez de su frente. Apenas nos dijimos nada, sobrecogidos por una inquietud que espantaba los pensamientos. Cuando empezó a hacerse tarde nos despedimos en el quicio de la puerta, en presencia de su mujer, que sostenía una bandeja con refrescos en la mano. Me lanzó una última mirada de angustia, con el blanco de los ojos enrojecido y lloroso, mientras yo le estrechaba la mano con la mirada en otra parte.

​Una de las cualidades de Stefan era su capacidad para distinguir los matices más delicados de cualquier pensamiento que se le expresaba, su sutileza perceptiva y el refinamiento de su intuición. Esto le permitía señalar enseguida lo que mejor podía reforzar el carácter de verdad de lo que, sin proponérselo, descubría. Me gustaba mucho eso de él, porque era un modo muy elocuente de precisar lo que han tratado de enseñar los planteamientos filosóficos que concluyen en la imposibilidad del conocimiento del otro, incluída su existencia misma. Descartes fue quien inauguró esto con su idea del ego cogitans como sujeto aislado que sólo puede estar seguro de su existencia subjetiva. El problema es que este solipsismo no se ha quedado en una simple pesadilla teórica, sino que ha incidido en la mentalidad moderna y ha llegado a hacer corriente para muchos la idea de que somos “mónadas sin ventanas”, individuos incapacitados para relacionarnos y conocernos. Con las limitaciones que he tratado de expresarte, en realidad no creo que esto sea así en este sentido tan radical. La prueba de ello es que cada día tenemos la evidencia de que, aunque la comunicación tiene sus límites y dificultades, las diferencias y extrañezas entre el mundo del otro y el propio no son sólo una resistencia o una barrera invencible, sino al mismo tiempo la ocasión para aprender cosas nuevas.

​Recibe un abrazo fuerte de tu amigo.

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